10
LA SILUETA DE LA MUERTE

—Despacho del juez de instrucción. Habla Bencolin. Comuníqueme con la oficina central, departamento médico.

Un zumbido de cables, un prolongado campanilleo.

—Oficina del Departamento Médico.

—Juez de instrucción. Informe sobre la autopsia de Odette Duchêne. Archivo A-42. Homicidio.

—Archivo A-42. Informa el comisionado, primer turno, dos p. m., diecinueve de octubre de mil novecientos treinta, a la oficina central. Cuerpo de mujer encontrado en el río al pie del Pont au Change. ¿Correcto?

—Correcto.

—Fractura del cráneo ocasionada por una caída desde una altura no menor de veinte pies. Causa inmediata de la muerte: un puñalada, en el tercer espacio intercostal, que atravesó el corazón, con un cuchillo de una pulgada de ancho y unas siete pulgadas de longitud. Equimosis y arañazos. Tajos alrededor de la cabeza, la cara, el cuello y las manos, provocados por vidrios rotos. Cuando el cuerpo fue hallado, hacía unas dieciocho horas que había muerto.

—Está bien… Oficina Central, departamento cuatro.

—Oficina Central, departamento cuatro —dijo una voz sonora.

—Juez de instrucción. ¿Quién se encarga del homicidio A-42?

—¿A-42? El inspector Lutrelle.

—Si se encuentra en las oficinas me gustaría hablar con él.

El helado crepúsculo de invierno se desvanecía. No había podido ver a Bencolin hasta ese momento; él se vio forzado a volver a su oficina por asuntos de trabajo, poco antes del almuerzo, y eran más de las cuatro cuando llegué a su despacho, en el Palacio de Justicia. No lo encontré en la gran habitación desnuda, con luces verdosas, en la que estudia sus casos. Tiene un cuarto privado en lo alto del gran edificio; una especie de cueva apartada del rumor y del ruido, pero conectado por una red de teléfonos con todos los departamentos de la Sûreté y con la Prefectura de policía, situada a varias manzanas.

La Île de la Cité, que tiene la forma de un angosto barco, se extiende cerca de una milla en el Sena; en el fondo, ensanchándose, se encuentra la Catedral de Notre Dame; al frente, afinándose como una proa, hay un soñoliento parque; llamado audazmente Plaza Le ver galant. Entre ambos puntos, destacándose sobre la confusión del Puente Nuevo, se levantan los edificios de la justicia. Las ventanas de la habitación de Bencolin quedan altas, bajo el techo, y miran hacia el Puente Nuevo; la vista sobrepasa aquella afilada punta y llega al oscuro río. Desde aquí tenemos la ilusión de vigilar todo París. Es un lugar tenebroso, con sus muros pardos, sus sillones, sus horrendas reliquias en cajas de vidrio, sus fotografías enmarcadas y su vieja alfombra, casi gastada por, los incesantes paseos de Bencolin.

Estaba todo oscuro, excepto un rincón de estantes, que turbias luces iluminaban. La luz amarilla era débil detrás de Bencolin, destacando la silueta de su cabeza, mientras se sentaba junto a la ventana, con el teléfono en la mano. Mi silla estaba frente a la suya, también junto a la ventana, y tenía en la cabeza un juego de aparatos telefónicos. Podía oír el campanilleo y el ruido, las fantásticas voces que hablaban desde todos los puntos del edificio, y mis manos estaban en todos los hilos que se extendían desde este cuarto, atentas a la menor llamada hecha invisiblemente desde cualquier casa de París.

El silencio siguió a su última petición. Vi sus largos dedos golpeando con impaciencia el brazo del sillón; mis pupilas vagaron, mirando por las ventanas, que zumbaban confusamente, porque un fuerte viento soplaba desde el río. Los vidrios estaban manchados de lluvia, que azotaba como pequeños látigos. Allá lejos podía ver los mojados faroles del Puente Nuevo. Estaba repleto de peatones, de silbidos de tránsito, de luces y de rumor de automóviles. Allí, a lo lejos, se veían escasos resplandores en el afilado extremo, reflejándose quebradamente en el río. Pero el resto desaparecía. Una hilera de frías lámparas a cada lado del río se movían a lo lejos.

—Habla el inspector Lutrelle —dijo una voz en mi oído. A cubierto del frío, encerrados detrás de los cristales, con una gran maquinaria en movimiento, con un pesado aroma de cigarro y una gastada alfombra, nadie podría imaginar que siguiéramos los pasos de los asesinos.

—¿Lutrelle? Habla Bencolin. ¿Hay novedades en el caso Duchêne?

—Ninguna. He ido a visitar a la madre esta tarde, y me han comunicado que usted ha estado allí por la mañana. Hablé con Durrand. Está encargado del asunto Martel, ¿verdad?

—Así es.

—Dice que usted cree que ambos asuntos se relacionan con el Club de Antifaces del Boulevard de Sebastopol. Quise allanar el sitio, pero Durrand me ha dicho que usted había dado órdenes de no hacer nada. ¿Es verdad?

—Por el momento sí.

La voz dijo, malhumorada:

—Está bien, si ésas son las instrucciones. Pero no comprendo el porqué. El cuerpo fue recogido al pie del Pont au Change, contra una de las columnas del puente. La corriente es rápida, y no lo hubiera llevado ahí. Probablemente el cuerpo fue arrojado allí, y quedó prendido. Ese puente está situado exactamente al final del Boulevard de Sebastopol. Pueden haberlo llevado directamente desde el club.

—¿Han encontrado algo sospechoso?

—No. He preguntado en la vecindad. Eso es lo malo.

—¿Los informes del laboratorio?

—Los informes del laboratorio no pueden decirnos nada. El cadáver permaneció en el agua mucho tiempo, y eso destruyó toda huella en las ropas. Sólo queda una pista, si usted insiste en no allanar el club…

—Los cortes de la cara, ¿verdad? El vidrio es, probablemente, de tipo poco común, opaco y tal vez de color, y usted ha encontrado trozos. Así es, inspector. Posiblemente, la muchacha saltó, o la tiraron desde una ventana, y es probable que las del club tengan…

En el teléfono hubo una apagada exclamación de enojo.

—Sí —admitió la voz, malhumorada—, había trozos de vidrio en algunos cortes. Se trata de un vidrio rojo oscuro, muy caro. ¿Así que usted los había visto? Estamos interrogando a todos los vidrieros hasta una milla de distancia de la Porte St. Martin. En caso de que los llamen para componer esa ventana… ¿tiene instrucciones que darme?

—Ninguna por el momento. Continúe. Pero no quiero intromisiones en el Club de los Antifaces, hasta que yo lo autorice.

La voz gruñó, y se cortó la comunicación. Bencolin dejó el teléfono y sus dedos se movieron nerviosamente por los brazos del sillón. Guardamos silencio, escuchando el distante zumbido del edificio y el golpeteo de la lluvia.

—Por lo tanto —dije—, Odette Duchêne fue asesinada en el club. Esa información parece probarlo. Pero Claudine Martel… ¿fue acaso asesinada porque sabía demasiado sobre el primer crimen?

Bencolin volvió lentamente la cabeza.

—¿Qué le hace suponer eso?

—Su comportamiento la noche de la desaparición de la Duchêne. El llanto, la agitación, y la frase que dijo a su madre: «No puedes ayudarme. Nadie puede ayudarme». Habitualmente parece haber sido una muchacha de mucho dominio… ¿Cree usted que ambas eran socias?

Bencolin se inclinó levemente para acercarse a un taburete en el que había una botella de coñac y una caja de cigarros; la luz de la estantería cayó sobre su perfil, ahondando los pómulos, y produjo un resplandor escarlata en el líquido de la botella.

—Podemos conjeturar sagazmente. Odette Duchêne no lo era, pero esta muchacha Martel es evidente que sí.

—¿Por qué es evidente?

—Hay numerosos indicios. Primeramente: la señorita Augustin la conocía y la conocía bien, puesto que la recordaba claramente, aunque tal vez no sabía su nombre. Claudine Martel debe haber entrado en el club pasando por el museo de figuras de cera, y podemos imaginar que era asidua concurrente…

—¡Un momento! ¿Supongamos que la señorita Augustin recordara la cara, por haber visto muerta a Claudine Martel?

Bencolin me miró pensativo, mientras se servía un vaso de coñac.

—Comprendo, Jeff. Usted trata de complicar a la propietaria de las figuras, de cera en este crimen. Es posible. Pero discutiremos ese asunto más adelante. Para probar que la señorita Martel era socia del club, tenemos, en segundo lugar, el antifaz negro que encontramos en el corredor, junto a su cuerpo. Evidentemente le pertenecía.

Me erguí y dije:

—¡Al diablo! ¡Oí claramente cuando usted le dijo al inspector Durrand que el antifaz pertenecía a otra mujer!

—Sí —dijo, riéndose—. Para engañar al inspector me vi obligado a engañarles a los dos. Por un momento temí que Durrand viera la resplandeciente y terrible falla de mis razonamientos…

—Pero… ¿por qué?

—¿Por qué quería engañarlo? Porque el inspector Durrand es un hombre demasiado activo para ser discreto. El cree que se trata de una inocente muchacha, llevada con engaños al club, que fue asesinada en un ataque brutal; eso es lo que deseo que crea todo el mundo. Si Durrand hubiera sabido que la señorita Martel era socia, inmediatamente habría visitado a los padres, a los amigos, a todo el mundo, informándoles de ese hecho. Resultado: se habrían indignado, expulsándonos de la casa, o nos habrían dado con la puerta en las narices antes de empezar. No habríamos obtenido ninguna ayuda o información… Usted habrá reparado que no dije a ninguna de las dos familias que ambas muertes se relacionaban, o que alguna de esas muchachas tenían algo que ver con el club.

Sacudí la cabeza.

—Es un juego muy complicado.

—Así debe ser. De otro modo no iríamos a ninguna parte: Un escándalo en el club nos quitaría toda esperanza de llegar a la verdad. El antifaz era el punto débil del argumento que conté al inspector. Usted recordará que la mujer, según todos los indicios, no podía ser otra que la muchacha muerta: pequeña, morena, melena larga, color castaño; era una descripción perfecta, y el antifaz lo corroboraba. Pero, con una trampa, convencí a Durrand…

—En el antifaz había marcas de lápiz de labios. Usted • indicó que la mujer muerta no se pintaba.

Esta vez, su risa se convirtió en carcajada.

—Y sin embargo, usted cogió el lápiz de labios que ella llevaba en el bolso. Usted comprenderá, Jeff, que el hecho de que no tuviera los labios pintados cuando la mataron, no quiere decir que el antifaz no fuera de ella… Me apenó cuán fácilmente se convenció Durrand. Por el contrario, eso prueba que, definitivamente, ella había usado el antifaz antes, pero que no lo llevaba cuando la mataron.

—¿Y el elástico roto?

—Fue roto, amigo mío, por el asesino, en su loca búsqueda en la cartera. Comprenda. La muchacha llevaba el antifaz en la cartera, cuando salió esa noche de su casa. Probablemente, la severidad de antiguo cuño de la familia Martel impidió que se pintara los labios antes de salir. Después se olvidó de hacerlo. Decididamente se encaminó

al club. La última prueba de que era soda… Bueno, discutamos el asunto por completo.

Se echó hacia atrás,’ juntó las puntas de los dedos y miró por la ventana.

—Sabemos, desde el principio, que «la dama del sombrero pardo», Gina Prévost, está en cierto modo complicada en la desaparición de Odette Duchêne. Recordará que el viejo Augustin la vio esa tarde, siguiendo a la muchacha Duchêne por las escaleras del museo, y creyó que era un fantasma. Podemos suponer igualmente que Claudine Martel estaba complicada en esa desaparición; no hay otra interpretación, si se toma en cuenta que era socia del club y su extraño comportamiento esa noche. No quiero decir que ambas sean culpables del asesinato. Por el contrario, creo tener una idea de cómo están complicadas. Pero tenían miedo, Jeff, un miedo terrible de ser acusadas. Por lo tanto, Gina Prévost y Claudine Martel convinieron una cita, la noche en que Claudine Martel fue asesinada.

»A las doce menos veinticinco tenemos a la señorita Prévost esperando a la puerta del museo de figuras de cera, donde la ve un policía. No sólo está intranquila, sino también indecisa. Indudablemente ha quedado en encontrarse con su amigo: a) en el mismo museo; b) en el corredor, porque muchachas de ese tipo, difícilmente esperarían en la puerta del Boulevard de Sebastopol… No es una vecindad muy agradable. Pero ¿qué ocurre? Surge un contratiempo, Jeff, y no debemos buscarlo muy lejos. Ella llegó al museo a las once y treinta y cinco, pero el museo estaba cerrado.

»Accidentalmente, las cosas se han trastornado. Casualmente, llamé por teléfono al señor Augustin pidiéndole una cita, y, en consecuencia, él cerró el museo treinta minutos antes de la hora acostumbrada. A su llegada, la señorita Prévost encontró las puertas cerradas y el museo a oscuras. Nunca había sucedido antes, y ella no supo qué hacer. Vaciló. Indudablemente, se ha acostumbrado a entrar por allí al club, y duda antes de utilizar la puerta del Boulevard de Sebastopol.

»Claudine Martel había llegado antes. Si llegó o no después de estar cerrado el museo, o si acostumbraba utilizar la entrada del Boulevard de Sebastopol, son cosas que no sabemos. De todos modos, es evidente que penetró por la puerta del bulevar.

—¿Por qué?

—Porque no tenía la entrada, Jeff. —Bencolin se inclinó hacia delante y golpeó con impaciencia el brazo del sillón.

—Seguramente usted sabe que, aunque no sea más que para guardar las apariencias, cada miembro del club debe comprar una entrada del museo. Pero no hemos encontrado tal entrada entre sus efectos personales. No podemos cometer la locura de creer que el asesino se la robó; ¿para qué iba a hacerlo? La dejó en el museo; no trató de ocultar la presencia de la muchacha allí.

—Comprendo. Prosiga.

—Tenemos a la señorita Martel entrando por una puerta y a su amiga esperando frente al museo. Mientras ambas; esperan y cada una se pregunta dónde está la otra, llegamos a los puntos más significativos. El principal es éste: una vez en el corredor, el asesino tiene tres formas de acercarse a su víctima. En primer lugar, tenemos la puerta con cerradura Bulldog, abriéndose sobre la calle. Segundo: la puerta del mismo club, en la pared de ladrillos. Tercero: la puerta del museo. Esta última es significativa; tiene cerradura automática, y puede abrirse solamente desde el museo. Es utilizada por gente que no recorrerá el mismo camino al volver, vale decir, gente que va únicamente al club. Jamás salen por allí: no tienen llaves. ¿Por qué? Porque el club está abierto hasta tarde. ¡Después de las doce, cuando el museo se cierra, no pueden tantear entre las figuras, desatrancar la gran puerta frontera y hacer levantar a la señorita Augustin, cada vez que un socio quiere salir! De por sí sería poco práctico, sin contar con el peligro de que el viejo Augustin descubriera la maniobra y la impidiera. Usted ha visto la ansiedad de la hija para qué el viejo no se enterara. ¡No, no, Jeff! Podía entrarse por el museo, pero la cerradura automática estaba siempre cerrada de ese lado, y habían tirado la llave. Se sale exclusivamente por la puerta del bulevar.

»Veamos. Por una de esas tres puertas el asesino se acercó a la víctima. Pudo haber entrado por una de las dos primeras: por la calle o por el club. Pero… —añadió Bencolin dando énfasis a cada palabra con un golpe en el brazo del sillón—, pero si entró por una de esas puertas no podía haber llevado el cuerpo hasta el museo. ¿Comprende? Como, la puerta se cierra por ese lado, no podía abrirla desde el corredor. Por lo tanto, amigo mío, el asesino la ha seguido desde el museo, abriendo esa puerta….

Silbé.

—¿Quiere usted decir —pregunté— que cuando el viejo Augustin cerró el museo a las once y media, el asesino estaba ya dentro?

—Así es. Quedó encerrado, en la oscuridad. Evidentemente no se trata de una casualidad: el asesino podía haber salido antes de que el viejo Augustin cerrara. Deliberadamente esperó, sabiendo que la señorita Martel pasaría por el corredor. No importaba por dónde entrara, por el museo o por la calle, no podía escapársele. Y se escondió muy bien en el nicho, detrás del tabique donde se yergue el sátiro.

Sus manos temblaban cuando encendió ansiosamente un cigarro, al terminar el relato. Mis primitivos malos pensamientos retornaron.

—Bencolin —pregunté—, ¿por qué ha de tratarse necesariamente dé una persona de fuera, que quedó encerrada en el museo?

:—¿Qué quiere usted decir? —La llama del fósforo resplandeció rápidamente en sus ojos. Le molestaba que se dudara de algún punto de su reconstrucción, y habló irritadamente.

—La señorita Augustin estaba sola en el museo. Es raro que haya encendido las luces de la escalera, ¿recuerda? Ella dijo que le pareció oír que alguien andaba en el museo… A propósito —dije, recordando súbitamente—, ¿cómo supo que había encendido las luces? Usted le preguntó y ella dijo que sí, pero no había ninguna indicación…

—¡Oh, sí, había! —corrigió Bencolin, recobrando un poco su buen humor—. ¿Qué intenta decirme, Jeff? ¿Que la señorita Marie Augustin es la asesina?

—No… No, exactamente. No existe ni la sombra de un motivo. Y no comprendo por qué había de apuñalar a la muchacha y tomarse el trabajo de colocar el cuerpo en el museo, donde todo la acusaba. Pero el hecho de que estuviera allí sola, y las luces…

Hizo un ademán, arrojando la ceniza de su cigarro. Percibí su satírica risa.

—Insiste usted en esas luces. Le explicaré lo ocurrido —sugirió Bencolin. Se inclinó otra vez hacia delante y su voz se volvió grave.

—Tenemos, en primer lugar, a la señorita Martel en el corredor. En segundo lugar, al asesino en el nicho. Y por último, a la señorita Prévost esperando afuera… ¿Qué ha sucedido entre tanto? Marie Augustin, como usted dice, se encuentra sola en su vivienda. Imagine. La muchacha mira por la ventana que da a la calle. A la luz del farol callejero ve, como vio el policía, la cara de Gina Prévost; ve que ésta se pasea nerviosamente de arriba abajo. Sean cuales sean sus defectos, la señorita Augustin es una muchacha de conciencia: «gana» el dinero que se le paga. Comprende lo que la otra desea. Negarle la entrada puede significar la pérdida de una situación lucrativa. Enciende las luces… las centrales, recuerde, y las de la escalera que conduce a la puerta del corredor… para que la visitante tenga el camino iluminado. Después, quita los cerrojos de la gran puerta.

»¡Pero la señorita Prévost ya se ha ido! Son casi las doce menos veinte, y ha decidido entrar por el otro camino. La calle está desierta. Marie Augustin queda sorprendida, duda, y súbitamente tiene una leve sospecha. ¿Es ésta, se pregunta, alguna trampa? Puedo ver a la decidida joven mirando de arriba abajo la rué St. Appoline, mientras piensa. Después cierra otra vez la puerta. Recorre el museo, imagino que por costumbre; mira las cosas en aquel resplandor verde…

»Entre tanto, ¿qué ha pasado en el corredor? El asesino esperaba, desde las once y media, en el nicho, entre la pared y la puerta del pasadizo. A las once y media se han apagado las luces del museo. El asesino está en completa oscuridad. Poco después oye abrir la puerta del Boulevard de Sebastopol. Se abre, y, muy confusamente, se destaca la figura de una mujer contra las luces del bulevar…

Vi la escena cobrando forma en aquella alta habitación bajo la lluvia. Nuestro oscurecido cuarto, la apagada línea de luz amarilla de la estantería, con la satánica cara de Bencolin inclinada y su manos levantándose, el golpeteo de la lluvia en las ventanas, el débil murmullo del tránsito… todo esto se transformó en el húmedo corredor que describía. Se abría la puerta del bulevar, arrojando una luz centelleante, como de luna. Una mujer estaba allí. La voz grave de Bencolin se apresuró a decir:

»Es Claudine Martel. Entra en el corredor, donde aguarda, digamos, a Gina Prévost. Su silueta aparece allí, confusamente. El asesino no sabe, no puede saberlo, ya que entró por el museo, que se trata de su víctima, la señorita Martel. Cree reconocerla. Pero debe estar seguro, y la oscuridad es muy grande.

»Debe haber sufrido momentos de atroz indecisión mientras la oía deambular de arriba abajo en el corredor oscuro. Oye los pasos sobre las piedras, el golpeteo de los tacones, pero no puede verla. La señorita Prévost se pasea afuera, y tres corazones golpean apresurados; todo porque el museo se cerró a las once y media y las luces están apagadas… ¡Ah, Jeff, si Claudine Martel hubiera encendido la luz de la entrada del corredor! Si hubiera hecho eso, la historia sería distinta. Pero no lo hizo. Lo sabemos por la frase vital de la señorita Prévost, escuchada por usted: ‘Estaba oscuro’.

»Fíjese cómo el tiempo sincroniza cada movimiento, para llegar a la situación tal como la encontramos, y vea lo que, inevitablemente, siguió:

»Eran las once y cuarenta. Gina Prévost decide entrar al corredor por la puerta del bulevar. Se aleja del museo y dobla por el Boulevard de Sebastopol. Inmediatamente después, la señorita Augustin enciende las luces del museo» y, al hacerlo, enciende también esa luz verde que se encuentra en el extremo de la escalera, junto al sátiro. Como ya le he dicho, con la puerta de la pared del museo abierta sobre el corredor, una luz verde brillaría débilmente… lo suficiente como para reconocer a una persona que se encontrara a escasa distancia…

»Claudine Martel se vuelve al ver la luz. El rayo verde cae sobre su rostro, mientras mira y ve delante de sí la silueta de su asesino. Él ya no vacila cuando ella retrocede un paso hacia la pared de ladrillos. La muchacha apenas tiene tiempo de gritar cuando él la atrae contra su cuerpo y le hunde el cuchillo en la espalda…

»¡Eso, Jeff, ocurre en el preciso instante en que Gina Prévost abre con su llave de plata la puerta del bulevar! Se detuvo. Su voz era tensa y el cigarro se había apagado entre sus dedos. Mis sienes palpitaban con la sugestión de la escena: el apagado brillo verdoso, la precipitación del asesino cuando la puerta se abrió con la llave de plata y la figura de otra mujer destacándose en el corredor. ¡Cómo debe haberse estremecido el corazón del asesino cuando la vio!

Un largo y angustioso silencio, y, como pequeños dedos martillando los nervios, el continuo golpeteo murmurante de la lluvia…

—Jeff —añadió el detective—, sólo podemos adivinar lo que ocurrió después en ese corredor. Hasta ahora hemos podido reconstruir bastante bien, pero… ¿el resto? La luz era tan débil que el asesino reconoció a su víctima únicamente cuando estaba muy próxima. Por lo tanto, no es razonable suponer que Gina Prévost, que estaba a cierta distancia, haya reconocido al asesino o a la víctima. A juzgar por su conversación con Galant, resulta sin embargo evidente que sabía quién era la víctima.

»Es inconcebible que se haya quedado a investigar. Vio el resplandor del cuchillo, la sangre, la caída del cuerpo; sabía que se trataba de un crimen; vio que la cara del asesino se volvía hacia ella y, probablemente, no quiso ver más…

»Gritó y corrió, dejando la puerta abierta. Por lo tanto, debemos suponer que Claudine Martel, con un cuchillo clavado en la espalda, ha gritado algunas, palabras. Gina Prévost reconoció la voz y comprendió que era su amiga a quien apuñalaban. Si admitimos esto, debemos suponer que se trató de algo más que de un grito o un alarido. Por un grito, Gina Prévost no habría reconocido la voz. “¡Fueron unas palabras, Jeff, varias palabras!”.

Hizo una pausa y con tono grave prosiguió:

—Podemos suponer que, con la muerte oscureciendo su mente, Claudine Martel gritó, con el eco de su voz resonando en las huecas paredes, el nombre de su asesino. El teléfono de Bencolin llamó estridente. Él detective tomó el aparato.

—¡Oiga! —Escuché su voz desde la distancia y un zumbido.

—¿Quién? ¿La señora Duchêne y el señor Robiquet?… Está bien. Hágalos subir.