En la calle el viento se había enfriado y el cielo estaba manchado de negro. Bencolin se levantó el cuello dé la gabardina, mientras me hacía un guiño.
—Dejamos muy preocupado a ese joven —dijo—. Detesto hacer eso, pero esa llave es inapreciable. Inapreciable, Jeff. Por primera vez tenemos suerte. Podríamos haber hecho lo que deseo sin necesidad de la llave, pero ahora todo se simplifica. —Andaba con fiera energía, riendo consigo mismo—. Quiere usted decir que Galant tiene una cita con la señorita Prévost después de la función del Moulin Rouge, ¿verdad?
—Veo que usted ha comprendido mi indirecta.
—¿Su indirecta? Querido amigo, he esperado esto todo el día. Galant trató de engañarme acudiendo a esa casa, pero yo preveía su visita. Ella tendrá miedo de verle en lo que queda del día. Galant se enteró por el portero de la casa de la señorita Prévost dónde se encontraba ésta. El portero tenía encargo de decírselo. ¡Ja! Queremos que tengan una larga entrevista… esta noche, donde podamos oírles. —Rió con su manera profunda, casi sin sonido, y me palmeó el hombro—. La inteligencia de este viejo trabaja todavía, pese a lo que diga Galant…
—¿Fue por eso por lo que visitó usted a la señora Duchêne?
—Sí. Y también el motivo por el que dije anoche a Galant que no expondríamos a su club. Porque se encontrará con ella allí, Jeff. ¿Comprende usted por qué es inevitable? Más aún: ¿sigue usted el curso de los acontecimientos que, inevitablemente, nos llevan allí?
—No.
—Le explicaré algo cuando almorcemos. Dígame primero exactamente lo que se dijeron.
—Se lo conté todo, sin omitir palabra. Al terminar, Bencolin golpeó las manos, triunfalmente.
—Es más de lo que esperaba, Jeff. ¡Tenemos buenas cartas en la mano! Galant cree que la señorita Prévost sabe quién es el asesino, y está decidido a averiguarlo. Anoche no pudo descubrir nada… pero en un lugar apropiado… Está en todo de acuerdo con mi teoría.
—¿A qué se debe este interés de Galant por la ley y el orden?
—¿Por la ley y el orden? ¡Piense un poco! Es un chantage. Una acusación de asesinato sería la pieza más preciosa de su colección de chantages. Sospecho que…
—Un momento —interrumpí—. Suponiendo que Galant se entreviste en alguna parte con esa muchacha (sólo Dios sabe, cómo ha llegado usted a sospecharlo), admitiendo eso… ¿cómo llegó a creer que sería en el club? Yo hubiera pensado que ése sería el último sitio al que recurriría Galant, sabiendo que usted sospechaba.
—Al contrario, Jeff. Sería el primer lugar. Piense un momento. Galant no tiene idea de que nosotros sospechamos que Gina Prévost, o alguna otra mujer, se encuentra complicada en este asunto. Él mismo lo ha dicho, según su información. Indudablemente, cree que mis pesquisas le siguen los pasos. (A propósito: un agente le sigue los pasos, con órdenes de hacerse tan visible como pueda). Si Galant se encuentra con Gina Prévost en el apartamento de ella, o en su propia casa, o en algún teatro o dancing, tendremos que verla. Entonces él supondrá que nos preguntaremos quién es la rubia misteriosa. Investigaremos, descubriremos quién es, averiguaremos que estuvo cerca del lugar del crimen… ¡Y Galant habrá traicionado a ambos! Por otra parte, el club es un lugar seguro. Hay sólo cien llaves; la cerradura es casi inexpugnable, y la policía no podrá espiar. Además, en un establecimiento de esa categoría, ambos pueden entrar a diferentes horas y la policía que vigila afuera jamás los relacionará… ¿Comprende?
—Por lo tanto —dije—, ¿usted deliberadamente le contó lo que sabía del club, para que Galant estableciera allí una cita con esa muchacha?
—Una cita que yo o alguno de mis ayudantes pudiera oír. Así es.
—¿Para qué un plan tan complicado?
Bencolin frunció el ceño.
—Porque Galant es un criminal muy complicado. Interróguelo, encadénelo, tortúrelo, y obtendrá de él lo que quiera decirle, y nada más. Estamos tratando con una mentalidad rapidísima, y nuestra única alternativa es que nos adelantemos. Sabía que iba a entrevistarse otra vez con esa muchacha, aun antes de saber quién era ella.
—¿Encontrarse otra vez? —dije sombríamente—. Sí. Adivino que usted sabía que ya se había visto una vez.
—Eso era evidente. Ya lo sabrá a su tiempo. Ahora, gracias a nuestro amigo Robiquet, hemos allanado el camino. Tal vez hubiera sido difícil entrar, pero con esta llave se convierte en un juego de niños. Estaremos en el cuarto contiguo, con la ventana sobre un pequeño patio… Jeff, ese hombre tendrá poderes mágicos si lo adivina. ¿Sabe usted —preguntó bruscamente— cuál fue el punto más importante de la conversación de Galant y Gina Prévost?
—Que ella, probablemente, sabe quién cometió el asesinato.
—En modo alguno. Yo ya sabía eso. Fue la frase: «Estaba oscuro». Recuérdela. Ahora haremos una visita a la rué Varenne, antes de almorzar. Vamos a visitar a los padres de la señorita Martel.
Nos habíamos detenido en la esquina de esa tortuosa calle que atraviesa el corazón del Faubourg St. Germain. Vacilé y dije:
—Francamente, estas escenas con padres histéricos me asustan. Si hemos de pasar por algo semejante a lo de hace un rato, prefiero estar ausente.
Sacudió lentamente la cabeza, mientras examinaba el garfio de una lámpara, pendiente de una pared manchada.
—No la habrá. ¿Conoce a esa gente, Jeff?
—De nombre.
—El conde de Martel pertenece a la más antigua e inquebrantable nobleza de Francia. «El honor de la familia» es casi una enfermedad en ellos. Pese a esto, el anciano es de ideas republicanas; no cometa el error de llamarle por su título. Desciende de soldados y, ante todo, se enorgullece de su título de coronel. Perdió un brazo en la guerra. Su mujer es una anciana, casi completamente sorda. Viven en una casa gigantesca, y pasan todo el tiempo jugando al dominó.
—¿Al dominó?
—Hora tras hora —asintió Bencolin sombríamente—. El viejo fue un gran jugador en su juventud. No era precisamente jugador, sino lo que se conoce como «buzo»: un individuo que no razona y que apuesta sumas enormes con pocas probabilidades de ganar. ¡Debe encontrar un sarcástico placer jugando al dominó! —El detective pareció vacilar—. Debemos tratar el asunto con cuidado. Cuando se enteren dónde fue asesinada su hija… Esta diabólica obsesión del honor de la familia es bastante difícil.
—¿No les habrá informado Chaumont?
—Espero que así sea, y haya tenido cuidado de no mencionar el club. Sin embargo, creo que el museo les parecerá casi igualmente malo. Aunque…
Vastas superficies de París se ocultan. Los jardines del Faubourg St. Germain surgen con la rapidez de una ilusión cuando los altos muros abren sus puertas. Podría jurarse que las arboladas avenidas tienen millas de extensión, que las fuentes son encantadas, los canteros de flores espectros, y que tanto campo no existe en medio del tránsito de París. Aquí hay casas de piedra, con aleros y torreones, en tierras fantasmas. Aun en verano, cuando las flores llamean contra el verde fondo y los árboles centellean al sol, estas casas parecen orgullosas, desoladas y espectrales. En otoño, los aleros contra el cielo gris producen la sensación de encontrarse en el campo, a mil leguas de París o de la realidad, y existir únicamente en el tiempo. Sorprende una luz desde una ventana. Al caminar por esas calzadas en el crepúsculo podemos tropezar con un coche sin luces, con lacayos y cuatro caballos blancos, para descubrir, entre el viento y el estruendo de su paso, que los pasajeros han muerto hace doscientos años.
No exagero. Cuando las puertas exteriores del jardín de los Martel fueron abiertas por un anciano que salió de una covacha, de concierge, cuando avanzamos por un sendero en el que brotaban las malezas, París había dejado de existir. Los automóviles no se habían inventado todavía. El jardín estaba surcado por oscuros canteros de flores muertas, confundiéndose en tonos amarillentos cuando las hojas se aplastaban en húmedas manchas bajo los árboles. Desde el fondo de la casa, entristecida por una complicada reja de hierro, oímos el rumor y el crujido de una cadena, seguido de los ladridos de un perro. Su aullido resonaba en el húmedo crepúsculo de aquellos jardines; el eco recorría los senderos. Como una réplica, la luz brilló en una de las ventanas del piso bajo.
—Espero que ese bruto esté atado —dijo Bencolin—. Lo llaman Tempestad. Es el más maligno… ¡Hola!
Se detuvo bruscamente. De un grupo de castaños, a nuestra derecha, surgió una figura. Corrió dando espantosas cabriolas, como si no fuera humana. Pudimos ver, flotando en su espalda, los andrajos de un sobretodo, mientras desaparecía entre un grupo de árboles. Después, sólo el viento recorrió los jardines, y el ladrido del perro murió súbitamente.
—Se nos vigila, Jeff —dijo Bencolin tras una pausa—. Le sorprende, ¿verdad? A mí también. Seguramente ése es uno de los hombres de Galant. El perro le ha asustado.
Me estremecí. Una pesada gota de lluvia cayó sobre las hojas, luego otra. Corrimos hacia la casa, después de atravesar una antigua empalizada, y nos refugiamos en la terraza. Esta era, aparentemente, una, adición del último siglo, porque en las paredes había aún garfios de hierro. Era un lugar muy siniestro para ser habitado por una joven como Claudine Martel. Detrás de las muertas viñas vi unas pocas sillas de mimbre, tapizadas de brillante tela estampada; el viento agitaba las páginas de una revista sobre una mecedora.
La puerta principal se abrió a nuestro encuentro.
—Entren, señores —dijo una voz deferente—. El coronel Martel les espera.
Un sirviente nos condujo hasta un opaco vestíbulo, muy amplio, con paneles de nogal negro. No estaba desarreglado, pero necesitaba aire; olía a madera vieja, polvorientas colgaduras, bronces pulidos y pisos encerados. Nuevamente sentí aquel olor de ropas y cabellos, como en el museo; entonces, no pude menos de pensar, se trataba de ropas y cabellos de gente muerta; las paredes, cubiertas de satén rojo por encima de los paneles, exhalaban un indefinible aroma de decadencia. Fuimos guiados hasta una biblioteca en el fondo de la casa.
Junto a una mesa de caoba, sobre la que ardía una lámpara velada, estaba sentado el coronel Martel. En el fondo de la habitación, sobre altos estantes, había diamantinas ventanas de vidrios blancos y azules. Pudimos ver la lluvia, espesándose. Pálidos relámpagos de luz iluminaban la cara de la mujer sentada e inmóvil, con las manos enlazadas, en la sombra de los estantes. Rodeaba a ambos una atmósfera de endurecida espera, de lágrimas que no se secarían jamás, de condenación. El hombre se levantó.
—Adelante, señores —dijo con voz profunda—. Esta es mi mujer.
Era de mediana estatura, macizo, y se movía con la mayor rigidez. Su rostro, de tinte pálido, hubiera sido hermoso de ser más fino. La luz se reflejaba sobre su gran calva; los ojos, hundidos bajo tupidas cejas, tenían un torvo brillo. Vi los músculos que contraían sus labios bajo el gran bigote color arena, que caía a los costados, y los pliegues de su papada, cayendo sobre un alto cuello y una estrecha corbata. Sus ropas oscuras, aunque de corte antiguo, eran de la tela más fina, y había un botón de ópalo en su camisa. En ese momento se inclinaba hacia la sombra.
—Buenos días —se oyó la voz de la mujer, aguda y alta como la de muchos sordos. Los ojos de su apagada y huesuda cara nos buscaron; su pelo era completamente blanco.
—Buenos días. André: traiga sillas para estos caballeros.
Hasta que el sirviente trajo las sillas y estuvimos situados alrededor de la mesa, el coronel Martel no se sentó. Vi sobre la mesa un juego de dominó. Estaba colocado como pequeños bloques para una casa de juguete; tuve una rápida visión del coronel, sentado por largas horas, construyendo las casitas con tranquilas manos, pacientemente, levantándolas y luego echándolas abajo, jugando como un niño. Ahora nos miraba torva y fijamente, señalando un pedazo de papel azul, que parecía un telegrama.
—Estamos enterados, señor —dijo al fin.
La atmósfera comenzó a enervarme. Vi a la mujer asintiendo, mientras se esforzaba por atrapar las palabras; me pareció que poderosas fuerzas sacudían esta casa para derribarla.
—Es mejor que sea así, coronel Martel —dijo Bencolin—. Esto nos evita un penoso deber. Le diré francamente que sólo resta ahora obtener la mayor información respecto a su hija.
El hombre asintió pensativamente. Advertí, por primera vez, que se manejaba únicamente con una mano: le faltaba el brazo izquierdo y la manga estaba metida en el bolsillo de la chaqueta.
—Me agrada su franqueza, señor —asintió— Ni yo ni mi mujer flaqueáremos. ¿Cuándo… podremos tenerla de vuelta?
Otra vez me estremecí mirando aquéllos helados y brillantes ojos. Bencolin contestó rápido:
—Muy pronto. ¿Sabe usted dónde encontraron a la señorita Martel?
—En un museo de figuras de cera, creo —la voz se elevó despiadadamente—. Apuñalada por la espalda. Hable. Mi mujer no puede oírle.
—¿Está realmente muerta? —preguntó súbitamente la mujer. Su grito nos atravesó a todos. El coronel Martel la miró lentamente, con sus fríos ojos. Un gran reloj antiguo golpeaba el silencio; la mujer, aún ansiosa, ante la mirada, se sometió, pestañeando, con la cara contraída.
—Confiamos —prosiguió Bencolin— en que los padres puedan darnos alguna luz en este asunto. ¿Cuándo la vieron viva por última vez?
—He tratado de recordarlo. Me temo… —esta vez la voz despiadada se atacaba a sí misma— me temo que no he vigilado bastante a mi hija. Dejé ese cuidado a su madre. ¡Si hubiera sido un muchacho…! Pero Claudine y yo éramos casi dos extraños. Ella era activa, alegre, de otra generación. —Se apretó fuertemente los ojos con la mano, como si contemplara el pasado—. La última vez que la vi fue ayer noche, a la hora de la comida. Una vez al mes voy a casa del marqués de Cerannes a jugar a las cartas. Es un ritual que hemos guardado casi durante cuarenta años. Anoche fui a eso de las nueve. A esa hora Claudine estaba aún en casa, porque la oí que andaba en su cuarto.
—¿Sabía usted si ella pensaba salir?
—No señor. Como ya he dicho —apretó nuevamente los labios—, no conocía sus pasos; daba instrucciones a su madre y raras veces observé si se cumplían… Este… éste es el resultado.
Al mirar a la mujer, vi que una aguda, casi dolorosa expresión inundaba su cara. Un padre de la vieja escuela y una madre tonta y casi chocha, Anteriormente había comprobado que Claudine Martel no se parecía a Odette. Podía salir y entrar sin que se sospechara de ella. Comprendí que la misma idea atravesó la mente de Bencolin, porque el detective preguntó:
—Supongo que no tenía usted costumbre de esperarla, ¿verdad?
—Señor —contestó el anciano con frialdad—: en nuestra familia eso no se juzgaba necesario.
—¿Invitaba aquí frecuentemente a sus amigos?
—Me vi obligado a prohibírselo. El ruido no era apropiado para esta casa, y temí que molestaran a los vecinos. Naturalmente, se le permitía que invitara a sus amigos a nuestras recepciones. Pero rehusó. Descubrí que le gustaba convidar a nuestros invitados con unas bebidas que llaman cocktails… —Una débil y despreciativa sonrisa contrajo los gruesos músculos de su mandíbula—. Le dije que la bodega de los Martel no tenía rival en Francia y que no sentía deseos de insultar a nuestros amigos. Fue la única vez qué tuvimos un altercado. Me preguntó, casi gritando, si alguna vez había sido joven. ¡Joven!
—Volviendo al asunto. Afirma usted, señor, que vio a su hija a la hora de comer. ¿Notó algo raro en su comportamiento?
El conde de Martel se atusó una guía de su largo bigote y sus ojos se estrecharon.
—He pensado en eso. Sí. Parecía… intranquila.
—¡No comió! —aulló la mujer, tan bruscamente que Bencolin se volvió para mirarla. El coronel hablaba en voz baja, y ambos nos preguntamos cómo había podido oír.
—Lee en sus labios, señor —explicó nuestro huésped—. No necesita gritos. Es cierto. Claudine apenas probó bocado.
—¿Cree usted que su conducta se debía a excitación, o a miedo, o a qué?
—No sé. Tal vez a ambas cosas.
—¡No estaba bien! —gritó la señora. Su aguda cara, que alguna vez debió ser hermosa, se movía de lado a lado, y sus apagados ojos nos miraban implorantes—. No estaba bien, Y la noche anterior la oí llorar en medio de la noche.
Sollozaba. Cada vez que aquella extraña y alta voz, ahora ennoblecida por la pena, surgía temblorosa desde las sombras, bajo las ventanas mojadas por la lluvia, yo sentía impulsos de apretar el borde de la silla. Vi que el marido luchaba por dominarse: sus labios estaban apretados y los párpados se agitaban sobre sus duros ojos.
—La oí. Me levanté y fui hasta su cuarto, como cuando era niña y lloraba en la cama. —Ahogando un sollozo, la mujer prosiguió:
—No se enfadó conmigo. Me trató bien. Le pregunté: «¿Qué te pasa, querida? Deja que te ayude». Contestó: «No puedes ayudarme, mamá. Nadie puede ayudarme». Estuvo así todo el día siguiente, y por la noche, salió…
Temiendo un estallido, el conde de Martel había vuelto a mirar a su mujer: su único puño estaba apretado y la manga vacía temblaba. Bencolin cuidó de señalar las palabras con los labios cuando preguntó:
—¿Le dijo lo que la preocupaba, señora?
—No, no. Rehusó decírmelo.
—¿Tiene alguna idea?
—¿Eh? —Una mirada vacía—. ¿Lo que la preocupaba? ¿Qué puede preocupar a una niña? No.
Su voz era casi un quejido. El retumbante y decisivo tono de su marido tomó la palabra.
—He obtenido alguna información, señor, hablando con ella y con André, nuestro criado. Alrededor de las nueve y media Claudine recibió una llamada telefónica. Poco después salió. No dijo a su madre adonde iba, pero prometió volver alrededor de las once.
—¿Esa llamada fue de un hombre o de una mujer?
—No saben.
—¿Oyeron algo dé la conversación?
—Mi mujer, naturalmente, no oyó nada. Pero he interrogado cuidadosamente a André. Las únicas palabras que oyó fueron: «Pero ni siquiera sabía que él hubiera vuelto a Francia».
—«Pero ni siquiera sabía que él hubiera vuelto a Francia» —repitió el detective—. ¿No sabe a quién se referían esas palabras?
—No. Claudine tenía muchos amigos.
—¿Salió en automóvil?
—Salió en el automóvil —afirmó el otro— sin conocimiento mío. Esta mañana nos lo ha devuelto un empleado de la policía. Creo que estaba cerca del museo donde la encontraron. ¡Y ahora, señor!
Su puño golpeó lentamente la mesa, sacudiendo el edificio de dominó. Sus ojos tenían un secó brillo al fijarse en Bencolin.
—Y ahora, señor —repitió—, el caso queda en sus manos. ¿Puede usted decirme por qué mi hija, por qué una Martel, ha sido encontrada muerta en un museo de figuras de cera, en esa turbia vecindad? Eso es lo que más me interesa.
—Es un problema formidable, coronel Martel. Por el momento no estoy seguro. ¿Dice usted que jamás había estado allí antes?
—No sé. De todos modos —hizo un amplio gesto—, es obra de algún malhechor o ladrón. Quiero que se le haga justicia. ¿Entiende? Si es necesario ofreceré una recompensa lo bastante crecida como…
—Creo que no será necesario. Pero esto me recuerda lo más importante. Cuando usted se refiere a «la obra de algún malhechor», usted sabe, indudablemente, que su hija no ha sido robada… en el sentido ordinario de la palabra. Su dinero estaba intacto. Pero el asesino se llevó un objeto que pendía de una delgada cadena de oro que llevaba en el cuello. ¿Sabe usted qué objeto era ese?
—¿En el cuello? —el anciano sacudió la cabeza, frunció el ceño y se mordió el bigote—. No sé. Ciertamente no era una de las joyas de los Martel. Yo las guardo bajo llave y únicamente las usa mi mujer en ocasiones solemnes. Alguna baratija, tal vez: no podía ser nada valioso. Jamás noté…
Miró interrogativamente a su mujer.
—No —gritó ésta—. ¡Es imposible! Nunca usaba collares; decía que no estaban de moda. Estoy segura. ¡Yo lo sabría!
Todo terminaba en un camino cortado, ninguna pista conducía a riada. Permanecimos largó tiempo silenciosos, mientras el rumor de la lluvia aumentaba y las ventanas se ensombrecían. Bencolin no parecía desilusionado por la última información. Tenía aire de exaltación reprimida; la luz de la lámpara formaba largos triángulos de sombra bajo sus pómulos y revelaba el resplandor de una sonrisa oculta entre el pequeño bigote y la puntiaguda barba. Pero sus largos ojos eran aún sombríos cuando miraron a la condesa de Martel. Con un tumulto de pesas, el antiguo reloj dio doce campanadas. Cada ruda nota golpeaba resonando lentamente, como desde una tumba, intensificando la tensión nerviosa. El conde de Martel miró su muñeca, frunció el ceño y lanzó una rápida mirada al reloj, como una cortés insinuación de que se hacía tarde.
—No creo —observó Bencolin— que necesitemos interrogarlos más. La solución no está aquí. Todo intento de averiguar más detenidamente la vida privada de la señorita Martel sería fútil. Señora, señor, les agradezco su ayuda. Tengan la seguridad de que les informaré de cualquier novedad.
Nuestro huésped se levantó para despedirnos. Por primera vez percibí cuánto le había conmovido la entrevista; su macizo cuerpo se mantenía rígido, pero sus ojos estaban vacíos y turbados por la desesperación. Quedó de pie con sus finas ropas, como para un día de gala, con la luz de la lámpara brillando sobre la cabeza calva.
Salimos de la casa, mientras llovía.