Ninguno de nosotros se movió ni habló. La voz era tan notable que, aunque se la oyera por primera vez sin ver a su dueño, uno no podía menos de preguntarse de quién se trataba. Profunda, insinuante, tiernamente comprensiva. Pude imaginar a Galant, de pie en el umbral de la puerta, su silueta enmarcada en el fondo de las húmedas hojas de la calle. Probablemente un sombrero de copa en la mano; sus hombros, cubiertos con un elegante traje de mañana, se inclinaban ligeramente, como si ofreciera disculpas sobre una bandeja; los ojos de color amarillo grisáceo estaban llenos de solicitud.
Mis ojos recorrieron las caras de mis compañeros. La mirada de la señora era opaca, demasiado fija. Gina Prévost miraba salvajemente hacia la puerta, como si dudara de sus oídos.
—¿Que no se encuentra bien? —repitió la voz en respuesta a un murmullo.
—¡Qué lástima! Mi nombre es desconocido para ella, pero fui gran amigo de su difunto marido, y quería expresarle mis más profundas condolencias… —Siguió una pausa, como si Galant meditara—. Vamos a ver. Supongo que la señorita Gina Prévost se encuentra aquí. ¿Sí? ¿Tal vez sea posible hablar con ella, en su calidad de amiga de la familia? Gracias.
Los ligeros pasos de una doncella atravesaron el vestíbulo en dirección a la escalera. Rápidamente Gina Prévost se levantó.
—Usted… usted debe quedarse tranquila, mamá Duché-ne —dijo, tratando de sonreír—. No se moleste. Bajaré a ver a esa persona.
Articuló las palabras como si respirara con dificultad. La señora no se movió. Vi la pálida cara de la muchacha cuando se deslizó a nuestro lado. Cerró la puerta tras ella. En ese instante Bencolin murmuró rápidamente:
—Señora, ¿hay en esta casa alguna escalera de servicio? ¡Pronto, por favor!
Sorprendida, ella le miró; me pareció percibir un gesto de inteligencia entre ambos.
—Sí. Baja entre el comedor y la cocina; después sale por la puerta de servicio.
—¿Puede llegarse desde allí hasta la habitación del frente?
—Sí. ¿La habitación en dónde Odette…?
—¿Conoce el camino? —preguntó Bencolin a Robiquet—. Bien. Acompañe al señor Marie. ¡Pronto, Jeff! Ya sabe usted lo que debe hacer.
Sus fieros ojos decían que debía escuchar, a cualquier precio, aquella conversación. Robiquet casi se tambaleaba en medio de su sorpresa, pero comprendió la necesidad de apresurarse, y no hizo ruido. Pudimos oír a Gina Prévost descendiendo las escaleras; después el rumor desapareció en el oscuro vestíbulo. Robiquet me mostró un estrecho tramo de escaleras (felizmente alfombradas), y, por señas, me indicó que le siguiera. Al pie de las escaleras, una puerta emitió un ligero crujido; por allí penetré en un tenebroso corredor. Más allá, por las puertas entreabiertas, percibí la apagada blancura de las flores. Sí, en la habitación frontera, donde estaban los jarrones, las cortinas se cerraban casi sobre la puerta de comunicación con el vestíbulo. Atravesé este cuarto, derribando casi un gran jarrón de lilas. Entre las cerradas celosías con sus rayas de luz, entre la pesada dulzura y sobre el ataúd gris paloma con sus agarraderas pulidas… las voces turbaban la quietud. Estaban de pie en el centro del vestíbulo. Entonces comprendí que hablaban alto, para que se les oyera desde el segundo piso; las verdaderas confidencias las murmuraban en voz tan baja que apenas podía oírse desde atrás de las cortinas.
—… comprenda, señor… No he entendido bien su nombre… ¿Deseaba usted verme? (¡Estás loco! ¡Este detective está aquí!).
—Tal vez usted no me recuerde; nos conocimos en casa de la señora De Louvas. Me llamo Galant. (Tenía que verte. ¿Dónde está ese hombre?).
—¡Oh, sí! Naturalmente, todos estamos trastornados aquí… (Arriba. Todos están arriba. La doncella está en la cocina. ¡Vete, por Dios!).
Me pregunté por cuánto tiempo Gina Prévost conseguiría mantener el tono despreocupado de su voz. Era ronca, indiferente, con una inconsciente caricia en el fondo. Desde atrás de la cortina yo podía escuchar su respiración.
—Un amigo común, con quien hablé por teléfono, me informó que usted se encontraba aquí. Por eso me atreví a preguntar por usted. No encuentro palabras para expresar el profundo dolor que me ha causado la muerte de la señorita Duchêne, (Sospecha de mí, pero de ti no sabe nada. Tenemos que hablar en otro sitio).
—Estamos… muy impresionados, señor. (¡No puedo!).
Galant suspiró.
—¿Querría usted tener la amabilidad de expresar mis más profundas condolencias a la señora y decirle que me alegraré de serle útil en algo? Gracias. ¿Podría ver a la pobrecita muerta? (¿No podrán oírnos desde allí?).
Mi corazón desfalleció. Oí una especie de sollozo de protesta, un rumor, como si la mano de la muchacha hubiera acariciado la manga de Galant y él la hubiera retirado. Pero su voz continuaba siendo gentil y tierna. De pie, en el centro de la habitación, quedé como si me hubieran atrapado contra una pared. No sentí en ese momento el horror y la repulsión de hacer lo que hice. Llegando hasta el ataúd, me escondí detrás de una gigantesca corona de claveles blancos. Me encontré oprimido contra el biombo que protegía la chimenea, en inminente peligro de que mis pies hicieran ruido al rozarlo. Era una situación espantosamente cómica, tan insultante para Odette Duchêne como si hubiera arrojado barro a su cara muerta. ¡Un ser humano había vivido para esto! Apoyé los dedos contra un jarrón de acero… Los pasos avanzaban. Después hubo un largo silencio.
—Es bonita —dijo Galant—. ¿Qué te pasa, querida? ¿Por qué no la miras? Bonita, pero débil, como su padre… Oye: tengo que hablarte. Anoche estabas histérica.
—¡Vete, por favor! No puedo mirarla. No te veré. He prometido permanecer aquí todo el día; si salgo después de tu visita, ese detective supondrá que…
—¿Cuántas veces tendré que repetirte —la voz de Galant pareció perder algo de su caprichosa tolerancia— que no se sospecha de ti? Mírame. —Su voz tenía un tono divertido y también doloroso—. ¿Me amas, verdad?
—¿Cómo puedes hablar de eso aquí?
—Bueno. ¿Quién mató a Claudine Martel?
—Te he dicho —contestó una voz histérica— que no sé.
—Si no lo hiciste tú…
—¡No lo hice!
—Debes haber estado al lado del asesino cuando la apuñalaron. No levantes la voz, querida. ¿Era un hombre o una mujer?
Hablaba con reprimida ansiedad. Pude casi sentir las pupilas de gato que escudriñaban la cara de la muchacha.
—¡Ya te lo he dicho, ya te lo he dicho! Estaba oscuro…
El hombre tomó aliento.
—Veo que las circunstancias no son apropiadas. Te ruego que acudas esta noche al lugar de siempre, a la hora habitual.
Después dé una pausa ella murmuró, casi sin aliento, casi riéndose:
—¿Creo que no esperarás… que vuelva al club?
—Cantarás esta noche en el Móulin Rouge. Irás luego a nuestro reservado número dieciocho, y recordarás quién mató a tu querida amiga. Eso es todo. Debo irme.
Permanecí tanto tiempo torcido detrás del jarrón, con las palabras golpeándome la cabeza, que casi olvidé subir antes de que Gina Prévost se despidiera de Galant. Felizmente, no habían abierto las cortinas, y pude deslizarme sin que me vieran. Esta conversación liberaba a Galant de la presunción de asesinato; podía eliminarse o no a la muchacha, pero toda clase de nebulosas sospechas se apoderaron de mi mente. Acababa de penetrar en la salita de arriba, cuando la oí subir las escaleras.
La señora Duchêne y Bencolin no se movieron de su sitió, pero Robiquet apenas podía disimular su curiosidad al verme. No sabía cómo había explicado Bencolin mi partida, pero, como la señora no parecía excitada o curiosa por mi ausencia, supuse que el detective habría dado una buena excusa. Un momento después entró la muchacha en la habitación.
Estaba tranquila. Se había tomado tiempo para ponerse colorete y lápiz de labios, y para arreglar la onda de pelo rubio dorado que le atravesaba la frente. Sus pupilas miraron a Bencolin y a la señora, preguntándose qué se habían dicho.
—¡Ah, señorita! —la saludó Bencolin—. Estábamos a punto de retirarnos, pero tal vez usted pueda ayudarnos un poco. Tengo entendido que usted era muy amiga de la señorita Duchêne. ¿Podría decirnos algo sobre ese cambio?
—Me temo que no, señor. Place meses que no veía a Odette.
—Pero yo creía…
La señora Duchêne lanzó a la muchacha una mirada de divertida tolerancia.
—Gina —dijo— ha arrojado las convenciones familiares por la ventana. Un tío le dejó una herencia, y ella la ha aprovechado para no vivir más en su casa. Apenas he tenido tiempo de pensar en eso. ¿Qué haces ahora, Gina? Y, a propósito —parecía sorprendida—, ¿cómo sabía Roberto tu número de teléfono?
La muchacha estaba en una situación difícil. Toda la atención se concentraba en ella. ¡Cómo se preguntaría, desesperadamente, qué era lo que sabíamos! Galant había dicho lo bastante para remover todos sus terrores, sin explicar nada. ¿Conectaba acaso Bencolin el primer crimen con el segundo, y a ella con ambos? El detective no había mencionado la muerte de Claudine Martel. ¿Era posible que sospechara que ella era Estelle, la cantante americana? Estos problemas debían retorcerse en su mente como en Un siniestro calidoscopio, pero su compostura era realmente admirable. Se sentó descuidadamente; los grandes ojos azules estaban inexpresivos.
—No debe usted hacer tantas preguntas, mamá Duchêne —dijo—. Me divierto sencillamente, pero debo conservar el secreto de mi residencia, porque estoy estudiando para debutar en el teatro.
Bencolin asintió.
—Naturalmente. Creo que no la molestaremos más. Tenga la certeza, señora, de que recibirá en breve noticias nuestras. ¿Está usted listo, Jeff?
Las dejamos entre las pesadas sombras de la habitación. Noté que Bencolin estaba ansioso por irse y que la señora Duchêne, pese a su cortesía, deseaba quedarse sola. En los últimos minutos percibí un decidido cambio en Robiquet: jugaba con la corbata, se aclaraba la garganta y miraba nerviosamente a la señora, como preguntándose si debía hablar. Cuando bajábamos al vestíbulo tomó el brazo de Bencolin.
—Señor —dijo—, ¿querría usted… acompañarme un momento a la biblioteca? Quiero decir, a la sala. La biblioteca es en donde… Quiero decirle que he pensado en algo…
Una vez dentro, espió el vestíbulo de arriba abajo.
—Usted ha mencionado… ¿cómo diríamos?… un cambio en el comportamiento de Odette.
—Asi es.
—¿Sabe usted? —dijo como disculpándose—, nadie me había dicho eso. Llegué aquí anoche. Pero me escribo regularmente con una amiga de Odette, una tal señorita Martel, que me lo cuenta todo. Y…
No era tonto, a pesar de su amaneramiento y su pretendida dignidad. Sus apagadas pupilas comprendieron la expresión de la cara de Bencolin; dijo agudamente:
—¿Qué ocurre, señor?
—Nada. ¿Conoce usted bien a la señorita Martel?
—Seré franco. En cierta oportunidad —hablaba como concediendo un favor— pensé pedirle que se casara conmigo; Pero la señorita Martel no tenía idea de los deberes que impone la carrera diplomática. Tampoco comprendía la conducta que debía seguir en caso de convertirse en mi esposa. Naturalmente, los hombres —movió el brazo, como jugando—, podemos divertirnos un poquito, ¿verdad? Pero ya conoce usted la sentencia sobre la mujer del César. Descubrí en ella cierta dureza. ¡No se parecía a Odette! Odette escuchaba lo que se le decía. Tenía un gran concepto de mi carrera… Pero estoy divagando…
Volvió en sí con un movimiento brusco. Se enjugó la rojiza cara con un pañuelo de colores vivos. Parecía tener dificultad para decirnos lo que quería.
—¿Qué desea decirnos? —preguntó Bencolin. Sonreía por primera vez aquel día.
—Todos nosotros —empezó diciendo nuevamente Robiquet— nos divertíamos con las cualidades domésticas de Odette. Su rechazo a salir con otro que no fuera Roberto Chaumont, y cosas por ese estilo. Es decir, pretendíamos divertirnos. Yo admiraba estas cualidades. ¡Esa sería la esposa ideal! Si yo no hubiera sido como un hermano… —Movió la mano—. Recuerdo una tarde que jugábamos al tenis en el Touring Club; un grupo trató de llevar a Odette a una fiesta. Nos reímos cuando rehusó; Claudine Martel dijo: «¡Ah, su capitán de Africa!» —y lo caricaturizó retorciéndose los bigotes y blandiendo la espada del Rif.
—¿Qué más?
—Usted nos preguntó, hace un momento, si Odette estaba interesada por algún otro. La respuesta definitiva es no. Pero —Robiquet bajó la voz y sus claros ojos miraron muy intensamente—, según una carta reciente de Claudine, Chaumont ha andado en galanteos… y. Odette llegó a saberlo. Comprendan que no le estoy acusando. Es natural que un hombre joven, si guarda las apariencias…
Miré a Bencolin. Esta afirmación, dicha por, la melosa voz de Robiquet, parecía poco verídica. No podía atribuirse eso a Chaumont. Examinando la roja cara y la aguda nariz de Robiquet, teniendo en cuenta lo mucho que cuidaba su carrera («Es natural que un hombre joven, si guarda las apariencias…») dudé de su información: era su alma mezquina quien hablaba. Aquello era inferior y miserable. Pero, evidentemente, Robiquet lo creyó. Ante mi estupor, Bencolin pareció muy interesado.
—¿Galanteando? —preguntó—. ¿Con quién?
—Claudine no me lo dijo. Mencionó el hecho de pasada, añadiendo, un poco misteriosamente, que no me sorprendiera si Odette hacía alguna escapada.
—¿No aludió a ninguna persona?
—A ninguna.
—¿Cree usted, por lo tanto, que esto explica el cambio de Odette?
—Como no la había visto por algún tiempo, yo no sabía que se hubiera operado ningún cambio en su carácter hasta que usted lo mencionó arriba. Eso me hizo recordar.
—¿Tiene usted la carta consigo?
—Esto… —sus manos tantearon automáticamente su bolsillo interior— tal vez la tenga. La recibí poco antes de salir de Londres. ¡Un momento!
Empezó a sacar cartas del bolsillo, murmurando. Después frunció el ceño, las volvió a guardar, y buscó en el bolsillo trasero del pantalón. Había percibido la ansiedad en la voz de Bencolin; su posible importancia como testigo le turbaba más. Esto nos favoreció. En ese breve momento en que le miramos, buscando y hurgando para encontrar la carta, percibimos una serie de pequeños hechos que nos guiaron en la solución del caso. Del bolsillo trasero del pantalón sacó un monedero y algunos papeles, pero su mano dejó caer algunas cosas. Gayó un sobre, un paquete vacío de cigarrillos y un objeto que golpeó el suelo y quedó brillando entre las luces opacas que atravesaban la cortina.
Era una pequeña llave de plata.
Sentí otra vez la opresión en el pecho. Robiquet tomó el asunto naturalmente, sin dar importancia a nuestra presencia. Se agachó para recoger el monedero, murmurando monosílabos, cuando Bencolin se adelantó.
—Permítame, señor —dijo recogiendo la llave.
Involuntariamente, yo también me había adelantado. Vi la llave en la mano de Bencolin. Era de mayor tamaño que las que se usan en las cerraduras de resorte. En finos caracteres llevaba grabado el nombre «Paul Desmoulins Robiquet» y el número 19.
—Gracias —murmuró Robiquet, abstraído—. Parece que no tengo la carta. Puedo conseguirla, si desean.
Miraba al frente, sorprendido, extendiendo la mano para tomar la llave. Bencolin la sostenía fuera de su alcance.
—Perdone que me entrometa en su vida privada, señor —dijo el detective—, pero tengo buenos motivos para hacerlo. Tengo mucho más interés en la llave que en la carta… ¿Dónde la ha obtenido usted, señor Robiquet?
En el primer momento, Robiquet, que miraba aún de frente, se puso muy nervioso; después pareció alarmarse. Tragó con dificultad.
—¡Oh, no tiene ningún interés! Es… algo muy privado. Un club del que soy miembro. Hace tiempo que no voy por allí, pero, al venir de Londres, traje la llave conmigo para el caso de que se me ocurriera ir durante mi estancia.
—¿El Club de los Antifaces de Colores, en el Boulevard Sebastopol?
Robiquet quedó realmente alarmado.
—¿Lo conoce?… ¡Por favor, señor, esto no debe saberse! Si mis amigos o mis superiores se enteraran de que pertenezco a ese club, mi carrera…
Levantó la voz.
—Tranquilícese. Nunca lo mencionaré —Bencolin sonrió comprensivamente—. Según usted mismo ha dicho, «un hombre joven…». —Se encogió de hombros—. Sólo estoy interesado, porque otros hechos, que no se relacionan para nada con usted, han despertado mi curiosidad.
—Creo —replicó Robiquet con dureza— que se trata de un asunto privado…
—¿Cuánto tiempo hace que es usted socio?
—Más o menos dos años. ¡Habré ido una media docena de veces en mi vida! En mi profesión es menester ser discreto.
—Naturalmente. ¿Y qué significa ese número diecinueve?
Robiquet estaba helado. Sus labios se apretaron. Dijo, con reprimida furia:
—Señor, usted ha admitido que éste no es asunto suyo. Es un secreto. Es privado. No es para los extraños. Me niego decirle nada. Veo, por su emblema, que es usted masón. ¿Divulgaría usted si yo le preguntara…?
Bencolin rió.
—Bueno, bueno —interrumpió disculpándose—. Creo que deberá reconocer, señor, que se trata de algo muy distinto. Esto me divierte, porque conozco los fines de ese club. —De pronto se puso serio.
—¿Se niega usted a contestar a mis preguntas?
—Temo que deberá usted disculparme.
Una pausa.
—Lo lamento, amigo mío —murmuró Bencolin sacudiendo la cabeza—, porque anoche se cometió allí un crimen. Como ignoramos los nombres de los socios y ésta es la primera llave que cae en nuestro poder, será necesario que le llevemos a la Prefectura de Policía para interrogarle. Claro está que los diarios… Es realmente penoso.
—¡Un crimen! —gritó Robiquet lanzando un alarido.
—¡Considere, amigo mío —comprendí que Bencolin reprimió una sonrisa, mientras ahuecaba la voz, para volverla amenazante y solemne—, qué historia para los diarios! Considere su carrera. ¡Distinguido joven diplomático arrestado para la investigación de un crimen cometido en una casa de lenocinio! Piense en la espantosa consternación de Londres, en el escándalo en el Parlamento, en los sentimientos de su familia, en…
—Pero yo soy inocente. Yo… ¿No irá usted a…?
Bencolin apretó los labios, como dudando.
—Como ya le he dicho, el asunto puede mantenerse secreto. No creo que usted tenga nada que ver con el asesinato. Pero es necesario que hable, amigo mío.
—¡Dios mío! ¡Lo diré todo!
Fue menester un rato para que se tranquilizara. Después de enjugarse repetidas veces la cara y de hacer jurar solemnemente al detective que su nombre no sería mencionado, Bencolin consiguió interrogar al joven sobre el número 19.
—Es que —explicó Robiquet— hay exactamente cincuenta hombres y cincuenta mujeres en el club. Todos los hombres tienen… habitaciones, ¿comprende? Algunas son grandes, otras pequeñas, de acuerdo a lo que se pague… Esa es la llave de la mía. Nadie puede usar la habitación de otra persona… —Una curiosidad natural surgió bajo su miedo—. ¿Quién ha sido asesinado? —preguntó vacilante.
—No hace al caso —interrumpió Bencolin. Yo traté de llamar la atención del detective: recordaba la conversación entre Gina Prévost y Galant, en la cual éste había dicho: «Irás a nuestro número dieciocho». Dije distraídamente:
—Dieciocho es el número del gato blanco.
Esta señal secreta sorprendió a Robiquet, y Bencolin asintió.
—Usted ha sido socio por dos años. ¿Quién le presentó?
—¿Quién me presentó? ¡Oh! Puedo decirlo. Fue el joven Julián D’Arbalay, el que corre en carreras de automóviles. Julián tenía mucho éxito con las mujeres.
—¿Tenía?
—Se mató en América el año pasado. Su automóvil se volcó en Sheepshead Bay, y…
—¡Al diablo, así no vamos a ninguna parte! —Bencolin golpeó las manos irritadamente—. ¿Cuántos de sus amigos… entre la gente de su grupo, son socios?
—Realmente no lo sé. Usted no comprende. Los socios llevan antifaz. Nunca he visto sin antifaz a una mujer a quien conociera. A veces, he paseado por el gran vestíbulo: es tan oscuro que apenas podría reconocer a nadie, aunque no llevaran antifaces: me he preguntado cuántos de mis amigos, de mis familiares acaso, se encontraban entre esa gente. ¡Le aseguro que da escalofríos!
Nuevamente el detective le miró fría y amenazadoramente, pero Robiquet no bajó la vista. Luchaba para ser creído, apretándose las manos con vehemencia. Me pareció que decía al fin la verdad.
—¿Nunca vio a nadie cuya identidad le fuera sospechosa?
—¡He acudido tan pocas veces! He oído, sin embargo —añadió cautelosamente—, que hay una especie de círculo interno donde los socios se conocen entre sí, y que hay una mujer que se encarga de conseguir nuevos socios. Pero no sé quién es.
Siguió un silencio, mientras Bencolin se golpeaba la palma de la mano con la llave.
—¡Imagínese! —dijo Robiquet, de pronto—. Imagínese acudir allí enmascarado, y encontrarse a la muchacha… con quien usted piensa casarse. Es demasiado peligroso para mí. ¡Nunca más!… Y un asesinato…
—Está bien. Ahora le diré cuál es el precio dé mi silencio: usted me prestará esa llave…
—¡Guárdela!… ¡Un asesinato!…
—… por algunos días. Después se la devolveré. Supongo que la noticia de su regreso a Francia estará… en la página social, ¿no es así?
—Sí. Creo que sí. ¿Por qué?
—Muy bien. El número diecinueve ¿queda enfrente o al lado del número dieciocho?
Robiquet reflexionó.
—Créame que nunca he prestado atención. Pero me parece que es al lado… Sí… —hizo una pantomima, como para darse una idea de la situación exacta—, al lado, recuerdo bien.
—¿Hay ventanas?
—Sí. Todas las ventanas miran a un pequeño patio. Pero le ruego…
—¡Mejor que mejor! —Bencolin se metió la llave en el bolsillo y se abotonó la chaqueta. Nuevamente clavó los ojos en Robiquet.
—No necesito prevenirle que nadie debe enterarse de esto. ¿Comprende?
—¿Yo? —preguntó incrédulo el joven—. ¿Yo mencionar este asunto? ¿Qué cree usted que soy? Y usted, ¿jura cumplir su promesa?
—Lo juro —dijo el detective—. Y ahora, amigo mío, mil gracias. Lea los diarios de la tarde si quiere saber quién ha sido asesinado. Buenos días.