A la mañana siguiente, nubes grises flotaban sobre París. Era uno de esos días otoñales, en los que el viento se queja lúgubremente, en los que el sol se oculta tras las pesadas nubes y les proporciona un frío resplandor de acero. Las casas parecían viejas y siniestras, y cada tirante de la Torre Eiffel se destacaba helado contra el cielo. Cuando me desayuné, a las diez de la mañana, mi apartamento parecía lúgubre, pese al ardiente fuego de la sala. Podía ver el reflejo en las paredes, levantándose y retrocediendo, recordándome a Etienne Galant y a la gata blanca…
Bencolin me telefoneó temprano. Debía encontrarme con él en los Inválidos… un lugar muy amplio, pero yo sabía exactamente dónde encontrarlo. Tenía costumbre de recorrer la capilla que se encuentra detrás de la tumba de Bonaparte. No sé qué fascinación ejercía este lugar sobre él, porque no se interesaba en ninguna de las grandes iglesias. En esta tenebrosa capilla de piedra, con antiguas banderas de guerra pendiendo desde los tirantes del techo, Bencolin se sentaba, y permanecía horas absorto, apoyado en su bastón, mirando los oscuros tubos del órgano.
Al dirigirme a los Inválidos pensaba todavía en Galant. El hombre era obsesionante. No tuve oportunidad de interrogar nuevamente a Bencolin, pero, finalmente, recordé la razón por la que su nombre me era vagamente familiar. Había obtenido una beca para estudiar Literatura Inglesa en Oxford. Su libro sobre los novelistas Victorianos había ganado, pocos años atrás, el Premio Goncourt. Ningún francés, a excepción tal vez de André Maurois, había comprendido tan profundamente la mentalidad anglosajona. El libro no era, como es frecuente en los escritores galos, baratamente burlón. Las cacerías, los ponches, los sombreros de copa, las recargadas salas, ese robusto mundo del alcohol, ostras y sombrillas, estaba descrito de un modo que, al recordar a Galant, parecía sorprendente. Sus capítulos sobre Dickens seguían un camino falaz y engañador. Había atrapado lo morboso y terrorífico que se escondía en la mente de Dickens, y que era el alma de sus más vividos efectos. Más y más la figura de Galant se deformaba, como vista en espejos torcidos. Le veía sentado en la helada casa, con el arpa y la gata blanca, con Su nariz que parecía tener movimiento propio como una cosa viva. Sonreía.
Un viento húmedo sopló sobre el vasto espacio abierto que sube hacia los Inválidos, y las doradas águilas del Pont Alexandre parecieron oscuras. Crucé ante los centinelas de las puertas de hierro, subí la cuesta que lleva hasta el gran edificio sombrío y entré en un patio en el que hay siempre murmullo de ecos. Unas cuantas personas se movían en los claustros donde yacen los enmohecidos cañones; mis pasos resonaban fuertemente en las piedras; el lugar olía a uniformes podridos. Sobre todas las cosas gravitaba la sombra de la dorada cúpula del Emperador. Me detuve en la puerta de la capilla. El interior era oscuro, apenas iluminado por unas velas que ardían junto a los altares; el órgano lanzaba oleadas de sonido bajo los arcos, irguiéndose en fantástico triunfo sobre los trofeos de batalla de un hombre muerto…
Bencolin aguardaba. Se adelantó a mi encuentro; su elegancia estaba algo descuidada, porque llevaba un viejo sobretodo de paño inglés y un sombrero gastado. Avanzamos lentamente por el claustro. Al fin, Bencolin hizo un gesto de irritación.
—La muerte… —dijo—… esta atmósfera… se parece a nuestro caso. No he tenido últimamente una investigación como ésta, en que la muerte pareciera contaminar todo lo qué toco. He visto cosas horribles, y conozco el miedo, pero esta terrible sombra es peor. ¡Es tan carente de sentido! Muchachas corrientes, como las que se encuentran en cualquier reunión, sin enemigos, grandes pasiones o pesadillas; sensatas, tranquilas, ni siquiera particularmente hermosas. Y mueren. Por eso creo que, en el fondo de esto, se encuentra un horror mayor que los otros horrores… —Se interrumpió—. Jeff, la coartada de Galant cubre todos los puntos.
—¿Lo ha comprobado?
—Naturalmente. Es como él dice. Mi mejor agente, François Dillsart… ¿Lo recuerda en el caso de Saligny?… Tiene todas las pruebas. El cuidador de autos del Moulin Rouge entregó el coche exactamente a las once y media. Lo recuerda porque Galant miró su reloj antes de subir, y luego miró hacia el reloj iluminado de enfrente; automáticamente, el cuidador siguió su mirada.
—¿No es esto, en sí, algo sospechoso?
—En modo alguno. Si Galant hubiera preparado una coartada, habría llamado la atención del cuidador sobre la hora. No podía arriesgar la probabilidad psicológica de que el hombre mirara.
—Sin embargo —dije—, un, hombre sutil…
Bencolin revoleó su bastón, mirando hacia el tenebroso claustro.
—A la derecha, Jeff. Saldremos por el otro lado; la señora Duchêne, la madre de Odette, vive en el Boulevard de los Inválidos… ¡Hum!… Sutil o no, ahí está el reloj. El tránsito, de Montmartre se congestiona siempre a esa hora. Fácilmente puede haber tardado de diez a quince minutos —aún más de lo que él dice— para llegar desde el Moulin Rouge hasta ese cabaret. En tales circunstancias, no parece humanamente posible que Galant haya cometido el asesinato. Y sin embargo, juraría que fue a «El Ganso Gris» para preparar una coartada. A menos que…
Se detuvo de golpe dando con el puño en la palma de la mano.
—¡Qué tonto! Tiens! ¡Qué tonto, Jeff! ¡Está claro!
—Sí —dije cansadamente, porque ya conocía su Costumbre—. No lo adularé preguntando de qué se trata… Hay algo. Anoche, cuando usted hablaba con Galant, creí que no guardaba secretos y que le estaba diciendo demasiado. Tal vez usted se proponía algo. De todos modos, lo que no le dijo fue por qué relacionaba su nombre con el de la señorita Martel. Me refiero al nombre de Galant, que apareció en un pedazo de papel que la muchacha llevaba en el bolso. Cuando negó conocerla, usted pudo haberle aniquilado con eso.
Me miró levantando las cejas.
—Usted es muy ingenuo, Jeff, si cree eso. ¡Dios mío! ¿No tiene bastante experiencia policial para saber que en la vida real la gente no grita y se desmaya, como en el teatro, cuando se le presenta una prueba comprometedora? Además, ese pedazo de papel puede no significar nada.
—¡Lo dudo!
—De todos modos, no se trataba de la letra de la señorita Martel. Cuando lo vi por primera vez, pensé que la gente no escribe el nombre completo, la dirección completa y el número del teléfono de una persona a quien se conoce bien. Si ella hubiera sido amiga de él, probablemente habría escrito: «Etienne, Tel. Elysée 11-73». Tal como eran las cosas. Comparé la. Caligrafía con los nombres escritos en la libreta de direcciones. No era la misma.
—Entonces ¿quién…?
—Era la letra de la señorita Gina Prévost, por otro nombre Estelle. Oiga, Jeff: estamos poniendo a esa muchacha en una situación muy peligrosa, antes de conocerla. Salió temprano esta mañana. Pregel estaba al acecho e inmediatamente realizó una breve visita a sus habitaciones. Previamente, confirmamos en el Moulin Rouge que no actuó anoche. Telefoneó al gerente diciendo que no podría trabajar, y salió de su apartamento, según dice el concierge, a las once y veinte.
—Lo que le daba tiempo para llegar a la entrada del museo a eso de las doce menos veinticinco. Si ella es la mujer que el policía vio merodeando por allí…
Llegamos a la vasta extensión de césped que corre frente a la tumba de Bonaparte. La dorada cúpula no brillaba bajo un cielo manchado. Bencolin se detuvo a encender un cigarro. Después dijo:
—Ella era esa mujer. El policía ha identificado los retratos. La mañana no se ha perdido… Pero deje que le cuente lo demás. Como ya le he dicho, Pregel visitó el apartamento de la señorita Estelle. Encontró trozos de papel escritos por ella, una llave de plata y un antifaz rojo…
Silbé.
—¿Dice usted que el antifaz rojo corresponde a alguien que tiene un amante en el club?
—Sí.
—Las frecuentes visitas de Galant al Moulin Rouge… Y él la llevó a su casa anoche; ella le esperaba en el auto… Bencolin: ¿cuándo subió esa mujer al auto? ¿Ha interrogado al chófer?… ¿Ha podido…?
—Seguramente no estaba en el coche cuando Galant salió del Moulin Rouge. No. No he interrogado al chófer, y no he permitido que la señorita Prévost se entere de nuestra existencia.
Le miré, mientras marchábamos por el camino.
—Por ahora, Jeff —dijo—, debemos hacer creer a Galant que no conocemos sus relaciones con esta mujer, o que no sabemos que ella es socia del club. Si espera pacientemente, sabrá el porqué. El teléfono de ella está bajo vigilancia; también le diré por qué. Además, me he ocupado de que Galant no pueda entrevistarse con ella durante buena parte del día. Creo que la encontraremos en casa de la señora Duchêne, adonde vamos ahora.
No dijimos nada mientras atravesábamos las puertas, doblábamos a la izquierda y subíamos por el Boulevard de los Inválidos. Yo sabía que la señora Duchêne era una viuda que, antes de la muerte de su marido, ocupaba un lugar preponderante entre las tranquilas mansiones del Faubourg St. Germain. Vivía en una de esas oscuras casas de piedra gris, en cuyas mesas se sirve la comida más refinada y el oporto más añejo. Se podía girar a la derecha, hacia la rué de Varenne, y buscar el camino entre las sombrías calles del Faubourg, sin sospechar siquiera los jardines que se ocultaban detrás o las antiguas cajas de joyas que se guardaban entre las quebradas y oscuras paredes.
La puerta fue abierta por un joven tieso y nervioso, que nos examinó cuidadosamente. En el primer momento me pareció inglés: su cabello era negro, tupido y cuidadosamente arreglado; su rostro, encendido, de larga nariz y finos labios, y sus ojos azul celeste. El oscuro traje de chaqueta cruzada, ceñida a la cintura, los pantalones amplios y el pañuelo en la manga contribuyeron a acentuar esta impresión. Pero sus gestos no eran naturales; parecía vigilarse a hurtadillas y evitar ademanes. Por lo tanto, en los escasos minutos de presentación impresionó como un juguete mecánico cuya cuerda no funcionase bien. Dijo:
—¡Ah, sí! Ustedes son de la policía. Hagan el favor de pasar.
Nos había saludado protectoramente, antes de reconocer a Bencolin. Cuando lo reconoció, se volvió casi efusivo. Tenía la costumbre de echarse hacia atrás, Como si evitara tropezar con las sillas.
—¿Es usted pariente de la señora Duchêne? —preguntó el detective.
—¡Oh, no! —replicó el joven. Sonrió—. Permítame. Me llamo Paul Robiquet. Soy attaché de la Embajada francesa en Londres, pero ahora… —Hizo un gesto con la mano, que inmediatamente reprimió—. Me invitaron y pude obtener el permiso. Soy un antiguo amigo. Crecí al lado de la señorita Odette. Temo que este asunto sea demasiado para la señora Duchêne. Me refiero al funeral. Por aquí, por favor.
El vestíbulo estaba casi a oscuras. Las cortinas estaban corridas sobre la puerta de la derecha, pero pude oler el espeso aroma de las flores, y un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Es más difícil vencer el miedo infantil a la muerte cuando un ser humano yace plácidamente en un ataúd resplandeciente y nuevo, que cuando vemos a ese mismo individuo recién asesinado y bañado en su propia sangre. Lo segundo es horrible y doloroso; lo primero representa ese ordenado y espantoso sentido práctico que dice: «No verás más a esta persona». Yo jamás había visto a Odette Duchêne; viva o muerta. Pero pude imaginarla yacente, porque recordaba la sonrisa de la borrosa cara del retrato y los claros y traviesos ojos. Cada partícula de polvo en el viejo vestíbulo parecía impregnado con la enfermante pesadez de las flores, que penetraba en la garganta.
—Sí —conversaba Bencolin mientras entrábamos en una salita a la izquierda—. Vine anoche temprano para informar a la señora Duchêne de… esta tragedia. La única persona que recuerdo haber visto es el capitán Chaumont. A propósito, ¿está aquí?
—¿Chaumont? —repitió el otro—. No. No está en este momento. Vino esta mañana temprano, pero tuvo que retirarse. ¿Quieren tomar asiento?
Las cortinas de este cuarto estaban también corridas, y ningún fuego ardía bajo la gran chimenea de mármol blanco. Era una habitación coqueta y agradable, donde habían vivido seres felices; de viejas paredes azules, cuadros con marcos dorados, y blandos sillones, suavemente gastados. Aquí, por largos años, había brillado el ingenio, y la muerte no bastaba a afear la estancia. Sobre la chimenea había un gran retrato de Odette en su primera adolescencia, con la barbilla entre las manos, mirando al frente. Los grandes ojos oscuros, la ansiosa boca, iluminaban la desolada habitación; cuando volví a percibir el pesado perfume de las flores, sentí un nudo en la garganta.
Bencolin no se sentó.
—He venido a ver a la señora Duchêne —dijo en voz baja—. ¿Cómo se encuentra? .
—Ha sido un rudo golpe… usted comprenderá —dijo Robiquet, aclarándose la garganta. Trataba de conservar su calma diplomática—. ¡La impresión fue espantosa! Señor, ¿ha encontrado usted… sabe usted quién cometió esto? La he conocido toda la vida. La idea de que alguien…
Apretó los dedos fuertemente, tratando de ser el tranquilo joven que se ocupaba de todo, pero, pese a su adquirida reserva inglesa, no pudo evitar que su voz temblara. Bencolin interrumpió:
—Creo que sí, señor. ¿Se encuentra alguien con la señora Duchêne en este momento?
—Sólo Gina Prévost. Chaumont le telefoneó esta mañana, diciendo que la señora Duchêne quería que viniera. Fue un poco dominante; la señora Duchêne no había expresado tal deseo. —Sus labios se contrajeron—. Creo que yo soy capaz de encargarme de todo lo que sea menester. Aunque ello podría ayudar, si se tranquilizara. Está casi tan impresionada como la señora Duchêne.
—¿Gina Prévost? —repitió Bencolin curiosamente, como si oyera el nombre por primera vez.
—¡Se me olvidaba!… Es una amiga del antiguo grupo, antes de que nos separáramos. Era gran amigo de Odette y… —Se interrumpió y sus ojos se dilataron—. Esto me recuerda que debo telefonear a Claudine Martel. Querrá venir. ¡Dios mío! ¡Qué descuido!
Bencolin vaciló.
—Imagino —dijo— que usted no habló con el capitán Chaumont, cuando vino aquí, esta mañana. ¿No se ha enterado…?
—¿Enterado? ¿De qué? No, señor. ¿Han ocurrido otros acontecimientos?
—Algunos. Pero no importa. ¿Quiere acompañarme a ver a la señora Duchêne?
—Creo que ustedes podrán pasar —admitió el joven, mirándonos como si fuéramos visitantes de la antesala de un embajador—. Ella querrá saber. Pero no admitiré a nadie más. Por aquí, por favor.
Nos hizo salir por la parte trasera del vestíbulo y subir una escalera alfombrada. Por la ventana de un tenebroso descansillo percibí en el patio las hojas rojas de un arce. Cuando casi estábamos arriba, Robiquet se detuvo bruscamente. Llegaba un murmullo de voces y de notas tocadas en un piano, del que luego sentimos retirar las manos. Una de las veces se elevó en un agudo e histérico grito…
—¡Están locas! —exclamó el joven—. Las dos están locas y la presencia de Gina ha agravado las cosas. La señora Duchêne se pasea de arriba abajo y de abajo arriba: rehúsa sentarse. Se tortura mirando las cosas que pertenecían a Odette, y tratando de tocar en el piano las piezas que ella tocaba. ¿Cree usted poder tranquilizarla?
Hubo un súbito silencio cuando llamó a la puerta en el oscurecido pasillo alto. Después, una voz poco firme contestó:
—Adelante.
Entramos en la salita de una muchacha, con tres ventanas que dejaban ver un ruinoso jardín, y, más allá, la vestidura amarilla de los árboles. La mortecina luz que entraba por las ventanas transformaba en gris el tono de los muebles color marfil. Balanceándose en un taburete, delante de un piano de cola, mirando con ojos secos y agudos, estaba una mujer cita vestida de luto. Sus cabellos negros, que peinaba sueltos rodeando la cabeza, estaban veteados de gris. Su rostro, aunque pálido e hinchado alrededor de los ojos, no era arrugado, pero los músculos de su garganta estaban flojos. Los ojos ardientes y fieros, perdían poco a poco agudeza al encontrarse entre extraños.
—Paul —dijo suavemente—, Paul ño me has dicho… que teníamos visitas. Adelante, señores.
No se disculpó. No era consciente del desaliño de su ropa o de su cabello enmarañado; se percibía en ella una indiferencia profunda a todo lo que la rodeaba, y sus gestos fueron los de una dueña de casa al saludarnos… Pero no fue la señora Duchêne quien me llamó la atención. De pie, al lado de ella, con la mano, semitendida, estaba Gina Prévost. La habría reconocido en cualquier parte, aunque era más alta de lo que yo esperaba. Sus párpados estaban hinchados y enrojecidos, y no usaba cosméticos. Los gruesos labios rojos, el brillante pelo dorado, el firme mentón; pero la boca estaba entreabierta, el labio superior se contraía de miedo y llevaba el pelo hacia atrás. Parecía a punto de desmayarse.
—Me llamo Bencolin —dijo el detective—. Este es mi camarada, señor Marle. Vengo a darle la seguridad de que encontraremos a la persona… que les interesa encontrar.
Su voz, grave y profunda, amortiguó la tensa atmósfera del cuarto. Sentí el débil ruido que hizo al soltarse una tecla del piano que Gina Prévost oprimía. Se movió contra la luz gris de las ventanas con paso amplio, casi masculino. Luego vaciló.
—He oído hablar de usted —asintió la señora Duchêne—. En cuanto a usted, señor —dijo dirigiéndose a mí—, sea bien venido. Esta es la señorita Prévost, una antigua amiga. Me acompaña hoy.
Gina Prévost trató de sonreír. La anciana continuó:
—Siéntense. Gustosamente les diré todo, todo lo que deseen saber. Paul, ¿quieres encender las luces?
La señorita Prévost gritó, casi sin aliento:
—¡No, por favor! ¡No enciendan la luz! Siento…
Su voz era hosca, con una nota acariciante que, cuando cantaba, debía estremecer el corazón. La señora Duchêne, que un momento antes parecía la más resuelta de las dos, la miró con sonrisa cansada.
—¡Naturalmente, Gina!
—¡Por favor, no me mire así!
Nuevamente la señora sonrió. Se reclinó en una chaise-longue.
—Gina tiene que soportarme, señores. Y yo soy una vieja loca. —Momentáneamente aparecieron arrugas en su frente; sus ojos miraron al vacío—. Sufro por momentos, como si fuera un dolor físico. ¡A veces estoy tranquila y… entonces…! Pero seré razonable. Lo peor es que me siento responsable. *
La señorita Prévost se había sentado nerviosamente en un sillón, en la sombra, y Bencolin y yo arrimamos sillas. Robiquet permaneció de pie, rígido.
—Todos hemos sufrido el pesar de la muerte, señora —dijo el detective, como meditando—, y siempre nos sentimos responsables… aunque sea por no haber sido bastante amables. Eso no me preocuparía.
Un alegre reloj esmaltado golpeaba el pesado y gris silencio. Las líneas de la frente de la señora se acentuaron. Abrió la boca como si fuera a negar rotundamente; parecía que luchaba, tratando de hablar con los ojos.
—Usted no comprende —dijo al fin, suavemente—. Fui una tonta. Eduqué mal a Odette. Creí que era aún una niña, y como tal la traté toda su vida…
Se miró las manos y, después de una pausa, prosiguió:
—Yo… he visto muchas cosas. He sufrido. Estaba dispuesta a hacer éstas cosas, me parecían bien, para mí. ¡Pero Odette… ustedes no entenderían, no entenderían…!
Parecía demasiado pequeña para la emoción que aparecía detrás de su pálido y fuerte rostro.
—Mi marido —dijo como forzando las palabras— se suicidó, hace diez años, cuando Odette tenía doce. Ustedes conocerán el asunto. Era un caballero, y no merecía… Formaba parte del Gabinete y le hicieron un chantage… —Se volvía incoherente, pero con un esfuerzo su voz se apaciguó— Decidí consagrarme a Odette. Y lo hice. Me divertía con ella, como si fuera una pastorcita de juguete. Ahora no me quedan más que sus chucherías. Por lo menos sé tocar un poco el piano; las canciones que le gustaban: Clair de Lune, Auprés de ma Blonde, Ce N’Est Que Votre Main, Auld Lang Syne…
—Creo, señora, que usted procura ayudarnos —interrumpió cortésmente Bencolin—, y tengo la certeza de que ayudará usted a Odette si contesta algunas preguntas.
—Es claro. Discúlpeme. Continúe.
Bencolin aguardó a que la señora se sentara tranquilamente, con el mentón en alto.
—El capitán Chaumont me ha informado que, a su vuelta de Africa, notó un cambio en Odette. Pero lo único que pudo decirme es que el comportamiento de su novia era «raro». ¿Notó usted últimamente algún cambio?
La señora reflexionó.
—He pensado en eso. En las dos últimas semanas, desde que Roberto… el capitán Chaumont… regresó a París, Odette había cambiado. Parecía malhumorada y nerviosa. Una vez la encontré llorando. Pero ya la había visto así antes, porque la causa más insignificante la intranquilizaba y la preocupaba horriblemente, hasta que conseguía olvidar. Generalmente confiaba en mí. Así que no le pregunté. Esperé, suponiendo que iba a decirme …
—¿No imagina usted la causa de esa preocupación?
—No. Especialmente cuando… —Vaciló.
—Le ruego que continúe.
—Especialmente cuando su preocupación parecía relacionarse con el capitán Chaumont. Fue después de su regreso cuando Odette cambió. ¡Parecía llena de sospechas, dura, formal, no sé cómo explicarlo! Era como si fuera otra persona.
Yo observaba a la señorita Prévost, que estaba sentada en la sombra. La bonita cara tenía una expresión de torturante duda, y sus párpados estaban semicerrados.
—Disculpe que le haga una pregunta, señora —suplicó Bencolin en voz baja—; pero Usted comprenderá que es necesaria. ¿Sabía usted si la señorita Duchêne tenía interés por algún otro hombre?
En el primer momento, los labios de la señora se contrajeron de rabia, pero inmediatamente la expresión de su rostro fue de divertida y fatigada tolerancia.
—No. Tal vez hubiera sido mejor que así fuera.
—Comprendo. Usted imagina que su muerte fue el resultado de un libertino e insensato ataque…
—Naturalmente. —Sus ojos se llenaron de lágrimas— La sacaron de aquí con una trampa… ¡No sé cómo! ¡Eso es lo que no entiendo! Iba a tomar el té con una amiga, Claudine Martel, y con Roberto. Súbitamente canceló ambas citas por teléfono y salió apresuradamente de casa. Me sorprendió, porque siempre se despedía de mí. Esa fue… la última vez que la vi, antes…
—¿Oyó usted esas conversaciones telefónicas?
—No. Yo estaba arriba. Creí, cuando salió, que iba fuera a tomar el té. Roberto me informó después.
Bencolin inclinó la cabeza, como si estuviera atento al ruido del pequeño reloj esmaltado. Más allá de las ventanas grises vi el temblor de los húmedos árboles en el viento, con un aleteo de hojas purpúreas. Gina Prévost se recostaba en el sillón, con los ojos cerrados; la confusa luz borraba el perfecto contorno de su cuello, sus largas pestañas estaban mojadas. Era un rincón tan tranquilo, que el sonido del timbre de abajo nos hizo estremecer un poco.
—Lucía está en la cocina, Paul —dijo la señora—. No te molestes, ella abrirá la puerta. ¿Decía usted, señor…?
El timbre resonaba aún mientras oímos apresurados pasos en el vestíbulo de la planta baja. Bencolin preguntó:
—¿La señorita Duchêne no tenía algún diario, algunos papeles qué pudieran ponernos sobre la pista?
—Todos los años’ comenzaba un nuevo diario, que abandonaba al cabo de dos semanas. No. Es cierto que guardaba sus papeles, pero yo los he examinado sin encontrar nada.
—Entonces… —empezó diciendo Bencolin, pero se detuvo de pronto. Quedó con las pupilas fijas y la mano próxima al mentón. Súbitamente sentí una espantosa agitación golpeándome el pecho. Miré a Gina Prévost, que se había apoderado del brazo del sillón en el que se sentaba rígida.
Pudimos oír, flotando claramente en el vestíbulo del piso bajo, la voz de la persona que había llamada a la puerta. Decía, excusándose:
—Pido mil perdones. ¿Podría ver a la señora Duchêne? Me llamo Etienne Galant.