6
LA SEÑORITA ESTELLE

La fisonomía de Galant se nubló ante mis ojos. Oí el aliento entrecortado de Chaumont, y le vi saltar, a la luz del fuego; su figura era como la de un espectro. Volví a ver aquel estrecho corredor empedrado, detrás del museo. A su extremo izquierdo vi la significativa puerta sin picaporte; a la derecha, dando a la calle, la puerta con la cerradura automática, que estaba entreabierta. Recordé la llave eléctrica del vestíbulo, que accionaba las suaves luces de allí y, tirado entre manchas de sangre, en el suelo, el antifaz negro con el elástico roto…

Lejana, como si viniese de aquel corredor me llegó la voz de Galant.

—Puedo presentar pruebas —dijo cortésmente— de que no tengo nada que ver con el club que usted menciona. Si soy socio… ¿qué importa? Hay muchos. Puedo probar que no me encontraba en los alrededores esta noche.

—¿Sabe lo que esto quiere decir? .—dijo Chaumont, que estaba temblando.

—¡Siéntese, capitán! —La voz de Bencolin se volvió brusca. Se inclinó hacia delante, como si temiera un estallido de Chaumont.

—Pero… si eso es verdad… ¡Oh, Dios mío! ¡Usted está loco! El tiene razón. Usted está loco. No puede ser. Eso… —mirando alrededor desesperadamente, Chaumont tropezó con las miradas de Bencolin. Entonces se dejó caer en su silla. Parecía estar vestido con uniforme y cartuchera; era un sorprendido soldado de hundidos ojos, sentado en una silla tontamente dorada, en un absurdo cuarto, demasiado decorado…

Un largo silencio. Odette Duchêne, Claudine Martel, el «Club de los Antifaces de Colores»…

—Le diré algo más, señor Galant —prosiguió diciendo Bencolin—, antes de que usted haga nuevos comentarios. Según ya le he dicho, se supone que la dueña y dirigente del club es una mujer; no importa cómo se llame, porque los nombres pueden inventarse. Más aún: las relaciones en el alto mundo, es decir, la obtención de nuevos socios para el club, están también a cargo de una mujer. En la prefectura no conocemos el nombre de esta mujer; es claro que pertenece al alto mundo, y que establece contacto con gente digna, que pueda interesarse en el club. Dejemos eso. Usted dirige un ménage costoso, peligroso, de alta tensión, ¡Si los parientes se enteraran! Me atrevería a decir que su guardia personal está siempre en acecho, para evitar molestias. Si se produjera una tragedia y los periódicos publicaran la historia completa, y los socios del club no volvieran por temor a que sus queridos parientes se enteraran… usted habría terminado.

Con tranquilos dedos, Galant sacó una pitillera.

—Siendo simple socio —dijo—, no puedo entender eso. Sin embargo, creo que usted ha dicho que el asesinato fue cometido en el corredor de afuera, externo. Puede que el club no tenga nada que ver con todo eso.

—Pero tiene. En realidad ese corredor forma parte de las dependencias del club. Se entra, desde la calle, por una puerta con cerradura especial, que nunca está abierta. Los socios del club poseen una llave para abrirla. Es una llave de plata que tiene grabado el nombre del socio. Por lo tanto… —Bencolin se encogió de hombros,

—Comprendo. —Aún impasible, Galant encendió un cigarrillo y sopló el fósforo. Pareció nuevamente admirar la absoluta tranquilidad de su mano—. En tal caso, supongo que los diarios se enterarán de la historia y de todo lo concerniente al club.

—Nada de eso.

—¿Cómo… cómo dice?

—Digo —repitió Bencolin gentilmente— que no habrá tal cosa. Esto es lo que he venido a comunicarle.

Después de otra larga pausa, Galant murmuró:

—No le comprendo, señor. Pero le admiro.

—Ni una palabra de este asunto se deslizará hasta los periódicos. El club continuará con sus alegres reuniones. Ni una palabra se dirá de lo realmente ocurrido esta noche… Hay otro detalle interesante en ese club. «Antifaces de Colores» no es una denominación sin sentido. Conozco los signos por los que los socios deben guiarse. Los que no tienen amante y buscan al azar alguien que les agrade, usan antifaces negros. Los que buscan a una persona definida usan antifaces verdes. Finalmente, los que tienen una cita con una persona determinada y no dirigen la palabra a otros, usan… como señal para que no les hablen, antifaces escarlatas. El antifaz encontrado esta noche en el corredor es negro… A propósito, permítame que le pregunte nuevamente lo que sabe sobre este asesinato.

Galant estaba otra vez en su elemento. Se tranquilizó. Echando humo por su espectral nariz, se reclinó en el sillón y miró caprichosamente a Bencolin.

—Mi querido amigo, no sé nada. Me dice usted que allí han cometido un crimen. Es de lamentar. Es una cosa trágica. Pero no sé a quién han asesinado, o cómo, o por qué. ¿Quiere tener la amabilidad de informarme?

—¿Conoce a la señorita Claudine Martel?

Galant frunció el ceño, mirando su cigarrillo. Después levantó la cabeza, sorprendido. No creo que nadie hubiera podido adivinar cuándo mentía o cuándo evitaba nuevas respuestas, diciendo sencillamente la verdad. Ahora me desconcerté: Galant parecía sinceramente sorprendido.

—¿Qué? —murmuró—. ¡Es muy raro! ¡Sí, claro está! Los Martel son de buena familia. Conocí ligeramente a la muchacha. ¡Claudine Martel —se rió—, Claudine Martel socia del club! ¡Bueno, bueno!

—Eso es mentira —interrumpió rápida y fríamente Chaumont—. En cuanto a la señorita Duchêne…

Oí a Bencolin gruñir entre dientes. Interrumpió:

—Capitán, ¿quiere tener la amabilidad de no intervenir en esto?

—¿Duchêne? —repetía Galant—. ¿Duchêne? Nunca he oído ese nombre. Es, además, un apellido ordinario. ¿Qué pasa con esa persona?

—No nos interesa… Déjeme continuar con la señorita Martel —dijo Bencolin—. La han encontrado esta noche apuñalada por la espalda en el museo de figuras de cera, cuya puerta trasera comunica con el corredor.

—¿En el museo? ¡Ah, sí! Conozco ese lugar. Tiens! Lamento mucho. Pero creo haber entendido que fue muerta en el corredor.

—Así es. Su cuerpo fue llevado después, por una puerta, al museo.

—¿Para qué?

Bencolin se encogió de hombros. Pero sus pupilas brillaban; se divertía. Ambos se comunicaban sutilmente, de modo que podía suponerse que Galant escuchaba las palabras que Bencolin no pronunciaba: «¿Para qué? Esa es nuestra solución». En voz alta el detective preguntó:

—¿Conoce al señor Augustin, o a su hija?

—¿Augustin? No. Nunca he oído… Un momento. ¡Sí, naturalmente! Es el dueño de las figuras de cera. No, señor. No tengo este placer.

Un leño se deslizó ruidosamente en la chimenea, y un reguero de pequeñas chispas puso amarillos destellos en la cara de Galant. El hombre era un prodigio de disimulo… un admirable testigo, escogiendo cuidadosamente las palabras. Detrás de éstas se percibía una ligera burla. Ahora que la conversación se convertía en un juego de esgrima, no se sentía en peligro. La quietud fue turbada por la risa de Bencolin.

—¡Vamos! —sugirió—. Piense, amigo mío. ¿No quiere pensar mejor?

—¿Qué quiere usted decir? —(¡Falsa naturalidad!).

—Sólo esto: no me responsabilizo por la información que he dado anteriormente sobre su club. Me fue suministrada hace tiempo por nuestros agentes. Pero cuando visité el museo esta noche, comprendí claramente algunos hechos.

Bencolin examinó la palma de su mano, como si consultara notas. Su cara se contrajo y continuó diciendo:

—Sabemos que la entrada exterior de ese corredor tiene cerradura automática, y que los socios del club poseen llaves de plata especiales para abrirla. El club desea que su entrada exterior sea inexpugnable. Pero se puede entrar en este corredor por otro lugar… por la espalda del museo. Habiendo tomado tantas precauciones, ¿es lógico suponer que los dueños del club hayan descuidado esta entrada? ¿Es razonable creer que no repararon en una puerta con cerradura simple, que se abre desde el museo, y por la que cualquier extraño puede deslizarse en el corredor? Claro que no. Después me di cuenta que la puerta del museo tenía cerradura nueva, recientemente aceitada y en excelentes condiciones. Sin embargo, el señor Augustin asegura, con evidente sinceridad, que esa puerta jamás se utiliza y que él ha perdido la llave. Pero la actitud de su hija me llamó la atención… Resulta obvio, ¿verdad? La hija de Augustin, que se ha hecho cargo de los asuntos de un padre casi chocho, ha encontrado la manera de aumentar los ingresos del museo. ¡Entrar por allí, sería un excelente disimulo para los socios del club que no quisieran ser vistos! Podían llegar hasta la parte de atrás, y entrar sin necesidad de llave… aunque, naturalmente, debían ser socios…

—Un momento —interrumpió Galant levantando la mano—. Esa señorita Augustin no podía impedir la entrada al museo a la gente que no fuera socia del club, ¿no es así? El público…

Bencolin rió nuevamente.

—Mi querido amigo, no soy tan inocente como para suponer que las dos entradas, desde la calle, por la puerta de cerradura automática, y desde la espalda del museo, por la puerta que se abre desde dentro, son las únicas barreras. No. Debe cruzarse además la puerta que comunica directamente con el club. Me han informado que esta puerta debe abrirse también con la llave de plata, y, por lo tanto, la llave debe mostrarse a un hombre que monta guardia detrás de la puerta. Así, por cualquier camino que siga un socio, para entrar al club debe estar provisto de su correspondiente llave.

Galant asintió. Parecía considerar el asunto como un problema abstracto.

—Tuve un presentimiento de que algo ocurría en el museo —añadió Bencolin— antes de visitarlo. En la prefectura estamos bien informados. Tenemos una sección que se comunica con el Ministerio de Estado y con los tres principales Bancos de Francia. Recibimos mensualmente la lista de los ciudadanos de París cuyas rentas o cuentas bancarias son mayores de lo que sus ocupaciones harían suponer. A menudo, obtenemos así pruebas que pueden Utilizarse más adelante. Cuando esta tarde recobramos el cuerpo de una mujer cuya última visita fue al Museo Augustin… (¡Oh, no se sorprenda. Se han cometido dos asesinatos!)… Cuando hicimos esto, examiné, por rutina, la cuenta bancaria de la señorita Augustin. Posee casi un millón de francos. Parece increíble. Pero esta noche comprendí cuál era la fuente de esa fortuna…

Bencolin extendió las manos. No miraba a Galant; yo, en cambio, no le perdía de vista. Me pareció ver nuevamente la expresión de burla, de triunfo secreto subiendo hasta sus ojos, como si riera mentalmente, como si dijera: «Aún no sabe…». Perezosamente, Galant arrojó su cigarrillo al fuego.

—Por lo tanto, ¿está usted convencido de que yo conozco a esa encantadora muchacha?

—¿Lo niega todavía?

—Sí. Ya le he dicho que soy solamente socio.

—Me sorprende, entonces —dijo Bencolin pensativamente—, que ella se haya alarmado tanto al oír mencionar su nombre.

Los dedos de Galant descendieron lentamente por el cuello del gato.

—Hubo algo más —añadió el detective—. La señorita y yo charlamos un poco; preguntas y respuestas que parecían referirse a otras cosas, pero que ambos comprendimos. Hay varios puntos claros. El padre ignora el uso que la muchacha hace del museo, y ella no desea que se entere. Tiene miedo; el viejo está orgulloso de su museo, y si supiera… bueno, no podemos hacer conjeturas. Además, seguramente ha visto con anterioridad a la señorita Martel…

—¿Qué le hace pensar eso? —La voz de Galant se había levantado ligeramente.

—Estoy convencido. Sin embargo, usted… Me parece que ha dicho que nunca ha visto a la señorita Martel, ¿no es así? Tampoco conoce usted a la señorita Augustin. Temo que éste sea un asunto complicado. —Suspiró.

—Oiga —dijo Galant un poco groseramente—, este asunto me fatiga. Usted se ha introducido esta noche en mi casa y me ha hecho estúpidas acusaciones, por las que podría llevársele ante los tribunales. ¡Dios mío! ¡Estoy harto!

Se levantó lentamente de la silla, dejando caer el gato; su gran cara parecía fea y peligrosa.

—Es hora de acabar esto. Les ruego que se retiren, o me veré obligado a hacerles retirar por la fuerza. En cuanto a ese asesinato, puedo probar que no tengo nada que ver con él. No sé a qué horas se supone que se ha cometido…

—Yo sí —repuso Bencolin tranquilamente.

—¿Tiene algún motivo para querer atraparme?

—Amigo mío: no me tomo la molestia de atraparle a usted ni a nadie. Digo que sé, casi con exactitud de segundos, cuándo se cometió ese asesinato. Tengo pruebas de ello.

Bencolin hablaba con voz tranquila, casi indiferente. Una línea cruzaba su entrecejo, y apenas miraba a Galant. «¡Prueba!». Yo no sabía que nada probara, dentro de una hora de tiempo, el momento en que Claudine Martel fue apuñalada. Pero todos comprendimos que Bencolin decía la verdad.

—Bien —asintió Galant. Cedió, pero sus pupilas eran vidriosas—. Comí a eso de las ocho en el restaurante Prunier, en la rué Duphot. Puede averiguarlo allí; también le dirán que dejé el restaurante a eso de las nueve y cuarto. En el momento de salir, me encontré con un amigo, un tal señor Defarge, cuya dirección le proporcionaré y en tramos en el Café de la Madeleine a tomar una copa. Nos separamos a eso de las diez; yo tomé mi auto y fui hasta el Moulin Rouge. Es un sitio público, y los mozos le informarán: me conocen bien. Me senté en uno de los palcos sobre la pista de baile y permanecí allí para ver la función de las once de la noche. Terminó a las once y media. Tomé nuevamente mi automóvil y fui en dirección de la Porte St. Martin, con intenciones, ya ve que no le oculto, de ir al Club de los Antifaces. Cuando llegué a la esquina del Boulevard St. Denis, cambié de idea. Eso debió de ser… alrededor de las doce menos cuarto. Me dirigí entonces al cabaret «El Ganso Gris», donde me senté a beber con dos muchachas. Usted entró pocos minutos después, y me parece que me vio. Yo, estoy seguro, le vi a usted. Creo que esto basta para dar cuenta de mis acciones… ¿A qué hora se cometió el asesinato?

—Exactamente entre las doce menos veinte y las doce menos cuarto.

La ira de Galant pareció desvanecerse. La tensión de sus nervios se disipó, y miró sobre el hombro de Bencolin para alisarse el pelo en el espejo colocado sobre la chimenea. Después se encogió de hombros.

—No sé cómo puede tener esa seguridad. Pero eso está a mi favor. Creo que el cuidador de coches del Moulin Rouge le dirá que era poco más de las once y media cuando salí. Creo que hay un reloj iluminado en un comercio de la acera opuesta. Suponiendo que el viaje haya durado diez minutos, es una distancia corta, y que haya encontrado entre tanto un lugar para dejar el automóvil, entré en «El Ganso Gris» a eso de las doce menos cuarto… ¿Es concebible que haya matado a la señorita Martel, que haya llevado su cuerpo hasta el museo de figuras de cera, y que haya vuelto al cabaret, sin ninguna señal de sangre, en ese breve intervalo? Naturalmente, puede usted interrogar a mi chófer, aunque imagino que no creerá lo que él le diga.

—Le agradezco —dijo suavemente Bencolin— su relato. No era necesario. No ha sido usted acusado, ni es en lo que a mí respecta sospechoso.

—¿Reconoce, entonces, la imposibilidad de mi culpa?

—De ninguna manera.

Los labios de Galant se apretaron desagradablemente. Adelantó la cabeza.

—Francamente: ¿para qué han venido?

—Para decirle, sencillamente, que no debe temer una publicidad molesta para su club. Un gesto amistoso, como puede ver.

—Escúcheme. Soy un hombre tranquilo. —Galant indicó con un ligero gesto la fría estancia—. Tengo algunas manías: mis libros, mi música —sus pupilas indicaron el gran arpa en el rincón—, mi favorita, «Mariette»… Pero si se descubren en ese club algunos espías de la policía…

Dejó que el sonido de su voz se desvaneciera, y sonrió.

—Por lo tanto, buenas noches, señores. Mi casa ha sido honrada con su, presencia.

Lo dejamos de pie enfrente del fuego, con la gata blanca a su lado. Cuando la puerta se cerró, Galant se acariciaba la nariz pensativamente. El criado nos llevó hasta un jardín que olía a humedad y parecía un estanque bajo las frías estrellas. Cuando las puertas de la calle se cerraron tras de nosotros, Chaumont tomó el brazo del detective.

—Me dijo que me quedara quieto —dijo angustiado— y lo hice. Ahora quiero saber. ¡Odette! ¿Quiere decir que Odette acudía a ese club? No se quede callado… ¡Conteste! Porque ese club es una especie de… glorificado…

—Así es.

Fantásticamente, la luz del farol de la calle cayó sobre la cara de Chaumont. El capitán no habló durante un largo rato.

—Bueno —murmuró al fin guiñando los ojos al resplandor—, de todos modos… debemos ocultar esto a su madre.

El joven buscaba ansiosamente consuelo. Bencolin le estudió en la turbia luz. Puso la mano firmemente sobre el hombro de Chaumont.

—Usted debe conocerla verdad. Su Odette era… tan ingenua como usted. Ni el ejército, ni nada, le enseñará a conocer la vida. En realidad, su Odette fue inducida a concurrir como broma. Al señor Galant le agrada ese tipo de bromas… ¡Diablos, quédese quieto!

Los dedos de Bencolin se apretaron sobre el hombro del joven y obligaron a Chaumont a mirarle de frente.

—No, amigo mío. Usted no volverá para ver a Galant. Yo me encargo de este asunto.

Hubo un tenso silencio en la rumorosa calle, mientras Chaumont se retorcía bajo la mano del detective.

—Si hubiera ido por sí misma —afirmó Bencolin sin perder la calma—, probablemente habría salido con vida. Temo que usted no comprenda el sentido del humor del señor Galant.

—¿Quiere decir —pregunté— que Galant es responsable de esos engaños y crímenes?

Aflojando lentamente la presión de su mano, Bencolin se volvió. Parecía súbitamente confuso y deprimido.

—Esa es la cuestión, Jeff. No creo que sea así. Es muy suyo hacer tales cosas, pero… hay demasiado en contra. A esos crímenes les falta perfección: son torpes; no tienen la técnica de nuestro amigo, y le acusan con demasiada evidencia. Además… ¡ah, podría haber nombrado mil razones que confirmaran la prueba, esta noche!… Esperen. Voy a averiguar lo que hizo antes de llegar a su casa.

Raspó agudamente la acera con la contera de su bastón. De la Avenida Montaigne surgió una figura, que parecía desprendida de las sombras de los árboles, y avanzó hacia nosotros. Haciendo señas para que le siguiéramos, Bencolin marchó a su encuentro.

—Esta noche —dijo—, cuando tuve la certidumbre de que el museo de figuras de cera y el club estaban relacionados con la muerte de la señorita Duchêne, aun antes de encontrar el cuerpo de la señorita Martel, según ustedes recordarán, hice una llamada telefónica. Había visto al señor Galant en el cabaret, y pensé que su presencia allí era… demasiado casual. No es un lugar que visite con frecuencia; además, generalmente, este presuntuoso erudito no finge ebriedad ni acaricia mujerzuelas. Por eso pedí desde el museo que un hombre siguiera sus pasos, si es que se encontraba todavía en «El Ganso Gris». Aquí tenemos el resultado.

Nos detuvimos en la profunda sombra de un árbol que no había perdido su follaje. Una roja colilla de cigarrillo latía allí; fue arrojada formando un arco en el aire, cuando el hombre se adelantó.

—En una palabra, parecía que el señor Galant quisiera probar una coartada, antes de que yo estuviera enterado de lo que se trataba —dijo Bencolin—. ¿Qué hay, Pregel?

—Estaba en el cabaret cuando yo llegué —contestó una voz. El débil resplandor de las lámparas de la calle brilló sobre una pechera almidonada, y la voz era autoritaria; porque la policía no corre el riesgo de que sus agentes sean reconocidos como tales—. Eran exactamente las doce y veinte. Galant esperó unos quince minutos, y salió después. En el primer momento creí que estaba borracho, pero era falso. Salió de «El Ganso Gris» y dio vuelta a la esquina. Su auto, un Hispano con matrícula 2X-147, estaba a unos doscientos metros. El chófer esperaba, y me pareció distinguir una mujer en el asiento trasero. Al principio no estaba seguro. Galant subió al auto. Yo le seguí en un taxi…

—¿Y…?

—Llegaron al número 28 de la rué Pigalle, en Montmartre. Una pequeña casa de apartamentos. La calle estaba llena de gente, y pude ver bien a los ocupantes del Hispano cuando descendieron. Una mujer acompañaba a Galant. Una rubia muy bella, con un chal de pieles y un sombrerito pardo.

—Otra vez esa dama —suspiró Bencolin—. ¿Qué pasó después?

—Estaba casi seguro de reconocerla; sin embargo, cuando subieron, mostré mis credenciales al concierge y le pregunté quién era esa mujer. Es una nueva cantante del Moulin Rouge, se supone, que es americana, y se la conoce como Estelle.

—Eso explica por qué el señor Galant es tan conocido en el Moulin Rouge. ¡Hum! Adelante. Siga hablando.

—Galán permaneció arriba cerca de una hora. Después bajó, subió a su auto y se hizo conducir a un garaje situado en-esta misma calle. Fue andando desde allí hasta su casa…

La voz pareció turbarse; dejó su tono monótono y vaciló.

—Yo… este… yo soy gran admirador de la cantante. Tengo en mi poder una fotografía tomada del París Soir, si desean comprobar lo que digo.

—¡Ah! —dijo Bencolin apreciativamente—. Muy bien, Pregel. Jamás he visto a esa dama. Vamos a verla en seguida. —Su voz se puso de pronto grave—. Señores, ¿comprenden ustedes que se trata, probablemente, de la mujer que fue vista por el agente esperando en la puerta del museo, cuando éste ya estaba cerrado?… ¿De la misteriosa rubia del sombrerito pardo? Encienda un fósforo.

La llama de un gran fósforo surgió protegida por las manos de Pregel. El agente iluminó cuidadosamente un retrato en colores con la inscripción: «Estelle, Gran Cantante Americana del Moulin Rouge». Grandes ojos azules, muy separados, lanzaban una mirada de inquisitiva coquetería. Los gruesos labios rojos se entreabrían levemente, la cabeza estaba echada hacia atrás, con la sugestión de una sonrisa. La nariz era recta y la barbilla firme. El cabello, recogido en una redecilla de perlas, era de ese rubio oscuro que produce reflejos dorados bajo las luces. La miramos en silencio, a la luz del fósforo que Pregel protegía contra el viento. Después el fósforo se apagó.

—¡Un momento! —gritó Chaumont, bruscamente—. Encienda otro fósforo. Quiero ver…

Su voz estaba alterada. Murmuró:

—No puede ser… —Pero se contuvo cuando Pregel encendió otro fósforo. Un silencio. Luego se oyó la difícil respiración de Chaumont.

Dijo torvamente:

—Señor, parezco condenado a identificar esta noche. ¿Recuerda que le dije que Odette tenía antes dos amigas a quienes llamaban «las inseparables»? ¿Claudine Martel y Gina Prévost… que quería trabajar en el teatro, pero que su familia se opuso? No puedo creerlo aún, aunque el parecido es extraordinario. Casi podría jurar que esa «Estelle» es Gina Prévost. ¡Dios mío! Cantando en el Moulin Rouge… Debe estar…

Quedamos nuevamente en la oscuridad. Tras una pausa, Pregel habló suavemente:

—El señor tiene razón. Yo interrogué al concierge. Como ya he dicho, la señorita Estelle pretende ser americana, pero, bajo amenaza, el concierge confesó la verdad. Es francesa y su nombre es Prévost.

Lanzó un largo suspiro como diciendo: —«Otra ilusión que se disipa»—. Después añadió:

—¿Me necesita para algo más, señor Bencolin?

—No —dijo el detective—. Creo, señores, que por esta noche hemos tenido bastante. Es mejor que se retiren. Yo quiero reflexionar.

Se volvió, con las manos enfundadas en los bolsillos, y caminó lentamente en dirección a los Champs Elysées. Vi su elevada figura moviéndose entre manchas de sombra y luz de las estrellas, con el mentón hundido en el pecho, como caminaría hasta el alba. A lo lejos, el reloj de los Inválidos dio tres campanadas.