Conociendo de antiguo a Bencolin, comprendí que el hecho de que fuera más de la una de la madrugada no le impediría buscar a una persona, si deseaba hablar con ella; no hacía esto porque tuviera prisa, sino porque el día y la noche eran lo mismo para él. Dormía cuando podía, si es que no olvidaba hacerlo. Cuando algún caso le absorbía, no era consciente de la hora, ni toleraba que nadie lo fuera. Por eso, cuando salimos del museo, dijo enérgicamente:
—Capitán, si desea acompañarnos, Jeff y yo daremos un paseo muy interesante. Pero antes propongo que tomemos una taza de café. Necesito informarme. Hasta ahora, capitán, usted es el único que puede decirme…
—Iré —dijo Chaumont sombríamente—. Haré cualquier cosa con tal de no llegar a casa y acostarme. No puedo soportar eso. Quiero estar de pie toda la noche. —Miró alrededor con fiereza—. ¡Adelante!
El auto de Bencolin estaba parado en una esquina del Boulevard Montmartre. Cerca de allí dormitaba un café nocturno, con una ventana sombríamente iluminada. Las mesas de la acera no habían sido aún retiradas, aunque la pálida calle estaba desierta y el viento sacudía salvajemente el toldo. Arropados en nuestras gabardinas, nos sentamos junto a una de las mesas. En la lejanía, el bulevar tenía ese vacío resplandor, ese alto nimbo que brilla alrededor del París nocturno. A lo lejos podía oírse el zumbido del tránsito, con el hiriente alarido de los taxis. Las hojas secas lanzaban su espectral quejido sobre la vereda. Nuestro nerviosismo era agudo. Cuando el camarero trajo los vasos de café caliente con unas gotas de brandy, yo tragué ávidamente el contenido del mío.
Chaumont levantó el cuello de su gabardina. Se estremeció.
—Me estoy fatigando —dijo, con un súbito cambio de humor—. ¿A quién debemos ver? Este tiempo…
—El hombre que debemos ver se llama Etienne Galant —contestó Bencolin—. Por lo menos, ese es uno de sus nombres. A propósito, Jeff, usted le ha visto esta noche; es el individuo que le señalé cuando estábamos en el cabaret. ¿Qué le parece?
Lo recordaba. Pero la impresión casi se perdía en la avalancha de terrores que se precipitó sobre nosotros a partir de entonces; recordaba unas luces verdes, horribles como las del museo, jugueteando sobre unos ojos grotescos y una sonrisa torva. «Etienne Galant. Avenida Montaigne». Vivía en la misma calle que yo, una calle que no puede habitar gente de escasos medios. El inspector Durrand le conocía de nombre. Parecía habernos seguido toda la noche, como un fantasma, desde el principio. Asentí.
—¿Quién es?
Bencolin frunció el ceño.
—Etienne Galant, Jeff, es un hombre muy, pero que muy peligroso. Por el momento no puedo decir hada, excepto que, de alguna manera, está complicado en los sucesos de esta noche. —Empujó hacia atrás y después hacia delante su vaso de café, con mirada inescrutable—. Sé que a ustedes les impacienta este trabajo en la oscuridad; pero les prometo que, si encontramos al hombre en su casa, entenderán mucho de lo ocurrido esta noche. Tal vez lo comprendan todo…
Guardó un momento de silencio* Una hoja amarilla pasó bajo las brillantes luces del toldo y tembló sobre la mesa. El viento helado trepaba por mis tobillos.
—Debemos informar a los padres de la señorita Martel —dijo Bencolin lentamente.
—Ya sé. Ya sé. Es diabólico. ¿Cree —dijo Chaumont vacilando— que debemos telefonear?…
—No. Es mejor esperar hasta mañana. Es demasiado tarde para que la noticia aparezca en los diarios de la mañana, y no habrá peligro de que la lean allí. Conozco al padre de esa muchacha; puedo tomar el asunto por mi cuenta, si usted quiere… ¡Es increíble! —Habló con gran intensidad—. Las dos eran de familia aristocrática. La mayoría de la gente, sí. Pero ésas…
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Chaumont.
—Una trampa —dijo Bencolin—. No sé. Estoy confundido. Y sin embargo, juraría por mi reputación que las señales no me han engañado… Necesito información. Hable, capitán. Dígame algo sobre esas muchachas, sobre su prometida y sobre Claudine Martel.
—¿Qué desea saber?
—Cualquier cosa. Todo. Ya me encargaré de prestar atención a lo más importante. Hable.
Chaumont miró al frente.
—Odette —dijo con voz baja, grave, tensa— era la más encantadora…
—¡Diablos, no es eso lo que quiero! —Bencolin perdía pocas veces la suavidad, y la había perdido en repetidas oportunidades esa noche, lo que me sorprendió. Casi se mordía las uñas—. Ahorre detalles de enamorado, por favor. Dígame algo sobre ella. ¿Cómo era? ¿Quiénes eran sus amigos? ¿Muchos, pocos?
Debiendo dar una respuesta concreta, Chaumont buscó las palabras. Miró las luces que colgaban del toldo, su vaso, las hojas; parecía hacer un esfuerzo por evocar imágenes, y estaba ligeramente turbado.
—Bueno… pues… era la más bonita…
De pronto comprendió que no era aquello lo que se le pedía y calló, ruborizándose. Después continuó:
—Vive con su madre. Su madre es viuda. Le gustaba la casa, y los jardines, y cantar… adoraba, el canto. Y le daban miedo las arañas; casi se desmayaba cuando veía una. Y leía mucho.
Prosiguió su atrevida y torpe enumeración, mezclando los tiempos pasados y presentes, que se precipitaban en su memoria con violencia patética y confusa. Pequeños incidentes… Odette, cortando flores en un alegre jardín; Odette, dejándose caer desde una parva, riendo… Todo esto daba la impresión de una muchacha sencilla, alegre, feliz. Detrás de este solemne y apasionado relato de amor vi surgir a la muchacha de la fotografía: el encantador rostro, la sombría y oscura cabellera, el pequeño mentón, los ojos que no habían visto nunca más que grabados en colores. ¡Oh, sí! Todo era monstruosamente formal y correcto entre esta pareja: sus proyectos, sus cartas, bajo la supervisión de una madre que —según adiviné por la descripción de Chaumont— era una mujer de mundo.
—Le gustaba que yo fuera soldado —nos dijo Chaumont con vehemencia—, aunque yo no lo sea… realmente. Cuando dejé la Academia de St. Cyr, me enviaron al exterior y vi algunas batallas en el Riff; después, mi familia se intranquilizó. Me hicieron que me trasladaran a Marruecos. ¡Andaba todo el día vestido de franela blanca! Yo no sirvo para eso. Pero Odette estaba contenta, y…
—Comprendo —interrumpió gentilmente Bencolin—. ¿Y sus amigos?
—Odette no salía mucho. No le gustaba —afirmó Chaumont, con orgullo—. Había tres muchachas a quienes llamaban «las inseparables», porque eran íntimas amigas: Odette y… y Claudine Martel…
—Continúe.
—… y Gina Prévost. Esto era cuando estaban en el convento. Hoy en día no son tan amigas como antes. Aunque… no sé. Estoy pocas veces en París, y Odette nunca me decía en sus cartas adonde iba, o a quién visitaba. Hablaba… simplemente. ¿Comprende?
—Por lo tanto, ¿no sabe usted mucho sobre la señorita Martel?
—No. Nunca me fue muy simpática —levantó los hombros—. Tenía una manera de hablar rápida y sarcástica, y se burlaba de su interlocutor. Pero ha muerto, y Odette la quería. No sé. Estoy tan poco aquí…
—Comprendo. ¿Quién es esa señorita Prévost?
Chaumont levantaba en ese momento su vaso, pero lo volvió a dejar, sorprendido.
—¿Gina?… Bueno, es… una amiga. Vive aquí. Creo que quería trabajar en el teatro, pero su familia no la dejó. Es bonita, muy bonita, para quien le guste ese tipo de mujer. Rubia, más bien alta.
Hubo una pausa. Bencolin tamborileó con los dedos sobre la mesa. Una vez asintió levemente; sus párpados estaban semicerrados.
—No —dijo al fin—. Creo que no es usted la persona más indicada para informarnos sobre esas dos muchachas. Bueno. Si están listos —golpeó el platillo con una moneda para llamar al camarero—, podemos marcharnos.
París es injustamente censurada. París se acuesta temprano. Los bulevares estaban grises, las persianas bajas y las calles abandonadas bajo las tristes luces. El gran auto de Bencolin se deslizó hacia el centro de la ciudad, donde las pálidas luces de la Plaza de la Opera se adormecían bajo los anuncios luminosos; los edificios se bañaban en la luz azulina de las brillantes estrellas, y apagadas bocinas de auto sonaban débilmente. Los árboles del bulevar de los Capuchinos parecían desgarrados y siniestros. Estábamos apiñados en el asiento delantero, y Bencolin conducía con su manera distraída, a su habitual velocidad, de cincuenta millas por hora, sin parecer darse cuenta de que conducía. El grito de nuestro claxon despertó ecos en la rué Royale; por la ventanilla abierta, la helada brisa que golpeaba nuestros rostros traía olor de aceras mojadas, de castaños, de musgo otoñal. Rodeando esa selva de farolas blancas que se llama la Plaza de la Concordia, subimos por los Champs Elysées. La marcha violenta y rápida nos sacó de las tinieblas que rodean la puerta St. Martin; entramos en la atmósfera de las tranquilas rejas, los, ordenados árboles y el decoro de la Avenue Montaigne.
Yo pasaba a diario frente al número 645, porque mi casa quedaba sólo unas puertas más allá. Era una vieja casa alta, con una fachada gris, pero las grandes puertas con pulidas argollas de bronce, no estaban nunca abiertas. Bencolin llamó. Se abrió una de las puertas. Oí a Bencolin cambiar rápidas palabras con alguien, y entramos, después de cruzar junto a una voz que protestaba, en un patio que olía a humedad. El dueño de la voz, a quien yo no podía distinguir en la oscuridad, nos siguió por un corredor. La luz entraba por la puerta abierta, que fue cerrada después por el dueño de la voz, que marchaba tras de nosotros, desde el zaguán, a pasos muy rápidos.
—… ya les he dicho —dijo el hombre— que él señor no está en casa.
—Ya vendrá —dijo Bencolin gentilmente—. Párese aquí, amigo. Quiero ver si le conozco.
Un globo luminoso de vidrio pendía del techo, que era altísimo. La luz reveló una cara muy pálida y correcta, cabello corto y miradas soñolientas.
—Sí —añadió Bencolin tras un minuto de estudio—. Le conozco. Usted figura en nuestros archivos. Esperaremos al señor Galant.
El hombre de la cara pálida se restregó los ojos casi cerrados, y dijo:
—Está bien, señor.
Nos condujo a una habitación de la parte delantera de la casa. También era muy alta y de tipo antiguo, con doradas cornisas ya casi ennegrecidas. El resplandor de una lámpara velada no llegaba hasta los rincones, pero percibí que las celosías de acero estaban cerradas en los largos ventanales. Aunque el fuego ardía en la chimenea, la habitación parecía desolada. Los tallados dorados y grises, las mesas de mármol y dorados, hacían sentir que se estaría igualmente cómodo en un museo. Absurdamente, en un rincón, había un arpa enorme. Todos los muebles eran valiosos e inútiles. Me pregunté qué clase de hombre vivía allí.
—Sentémonos junto al fuego —sugirió Bencolin—. No creo que debamos esperar mucho.
El criado había desaparecido. Pero dejó abiertas las dobles puertas que comunicaban con el zaguán, en el que se veía un confuso resplandor. Me senté cuidadosamente en un sillón de brocado, junto al fuego, desde donde podía ver el resplandor del zaguán e imaginar qué clase de pasos oiríamos. Por algún motivo confuso no quería mirar al fuego; quería tener los ojos fijos en la puerta. Pero Bencolin se sentó frente a las llamas, acurrucado su delgado cuerpo y con la barbilla en la mano, meditando. Moviéndose y crujiendo, con el ocasional centelleo de alguna brasa, la luz roja temblaba fantásticamente en su cara. Oí los inquietos pasos de Chaumont sobre el piso de parquet. Quejándose, barriéndolo todo, el viento cruzaba la casa y oí vagamente el reloj de los Inválidos dando las dos de la mañana…
No hubo aviso. Yo miraba el tenebroso rectángulo, confusamente iluminado, que formaban las puertas de comunicación con el vestíbulo y parte de la puerta exterior; no vi entrar por allí a nadie, aunque percibí el levísimo ruido de una cerradura. Súbitamente un gran gato blanco entró en la habitación. Se deslizó rápido hacia la luz del fuego, donde se detuvo, gruñendo y maullando, como si sufriera…
La sombra de un hombre se movió en el rectángulo; una sombra inmensa, quitándose un sombrero de copa, con una capa pendiente de los hombros. Pasos lentos y afectados resonaron en el parquet.
—Buenas noches, señor Galant —dijo Bencolin sin cambiar de posición o retirar los ojos del fuego—. Le esperaba.
Me levanté cuando el hombre se aproximó; Bencolin también se volvió. El recién llegado era alto, casi tan alto como Bencolin, y de robustos músculos que movía con curiosa gracia. Esa fue la primera impresión: una gracia como la del gato blanco, cuyos estáticos ojos amarillos me miraban. Era de una hermosura morena, o lo hubiera sido, si no fuera por un detalle. Tenía la nariz horriblemente torcida y ligeramente rojiza. Entre las delicadas facciones —la acusada línea del mentón, la alta frente, la tupida cabellera negra, los largos ojos gris amarillento—, la torcida nariz crecía como la joroba de un animal. Nos sonrió a todos; la sonrisa iluminó afablemente su rostro, pero la nariz la hizo repulsiva.
Antes de dirigirnos la palabra se inclinó y habló al gato. Sus ojos se • agrandaron tiernamente.
—Vamos, «Mariette» —dijo con voz suave—. No debes escupir a las visitas. ¡Vamos!
Su voz era culta, con profundas cadencias; se notaba que podía usarla a voluntad, como si pulsara las cuerdas de un órgano. Tomando el gato en brazos y envolviéndolo en la larga capa que aún no se había quitado, se sentó cerca de la luz del fuego. Los párpados caían sobre sus luminosos, casi hipnotizantes ojos gris amarillento. Sus dedos, que continuaban acariciando la cabeza del gato, eran cortos, chatos e inmensamente fuertes. La fuerza de este hombre era tanto intelectual como física; se sentía su poder; se advertía que contraía los músculos para dar un salto mortal, y uno se preparaba como para hacer frente a un ataque a cuchillo.
—Lamento —dijo con su voz profunda— haberles hecho esperar. Hace mucho tiempo que no nos vemos, señor Bencolin. ¿Son éstos —se inclinó hacia nosotros— socios suyos?
Bencolin nos presentó. Estaba de pie con el codo negligentemente apoyado en la repisa de la chimenea. Galant se volvió hacia Chaumont y luego hacia mí, con una ligera inclinación de cabeza. Después continuó analizando al detective. Gradualmente se extendió sobre su rostro, como fino aceite, una expresión de satisfacción y complacencia en, sí mismo. Arrugó la roja y grotesca nariz y sonrió.
—Le veo a usted esta noche —prosiguió pensativamente— después de varios años. Mi amigo Bencolin ha envejecido: tiene muchos cabellos grises. /Hoy en día puedo destrozarlo…
Un correcto smoking cubría sus anchos hombros. Sus dedos se apretaron mientras jugaba suavemente con el cuello del gato, que continuaba mirándonos con sus vidriosas pupilas amarillas. Bruscamente se volvió hacia mí.
—A usted, señor, le sorprende esto —con la mayor delicadeza se tocó la nariz—. ¡Oh, sí, está sorprendido! Pregúntele al señor Bencolin. Él es responsable.
—Una vez peleamos a cuchillo —dijo Bencolin, estudiando un dibujo de la carpeta. Parecía viejo en aquel momento; estaba cansado y flaco, y su piel era apergaminada, como la de un fatigado Mefistófeles—. El señor Galant tenía el orgullo de creerse un maestro en el arte de los apaches. En lugar de usar la hoja, yo le di un golpe con el mango del cuchillo…
Galant se pellizcó la nariz.
—Eso —dijo— sucedió hace doce años. Desde entonces me he perfeccionado. No hay en Francia quien pueda… Pero dejemos eso. ¿Para qué han venido? —Se rió fuerte y desagradablemente—. ¿Creen tener algo contra mí?
Inesperadamente, Chaumont rompió el largo silencio que siguió. Avanzó desde una mesa hasta la luz de la chimenea; se detuvo, indeciso por un momento, como si removiera antiguas sospechas; dijo al fin, con vehemencia súbita:
—Vea… ¿quién diablos es usted?
—Eso depende —contestó Galant. No estaba irritado ni sorprendido: parecía divertirse—. Poéticamente, el señor Bencolin diría que soy el Señor de los Chacales… o el Rey de los Caracoles… o el Gran Sacerdote del Demonio…
Chaumont le miró, aún indeciso, y Galant se rió.
—París —continuó—… ¡los bajos fondos!… ¡Qué de romances se inventan en su nombre! El señor Bencolin es el corazón de la burguesía. Tiene alma de novelista de tres francos. Se sienta en un sórdido café lleno de trabajadores y turistas, y ve en esa gente criaturas nocturnas llenas de pecados, de drogas, de crímenes. Los bajos fondos. ¡Qué idea!
Detrás de estas palabras, pronunciadas con muchos rodeos y risas, se presentía una lucha. Estos hombres eran viejos enemigos. Se percibía su mutuo odio, tan palpablemente como el calor del fuego. Pero entre ellos había un muro que Galant no se atrevía a romper para atacar a su adversario. Sus palabras eran como pequeños arañazos contra el muro dados por las garras de un gato…
—El capitán Chaumont —dijo Bencolin— desea saber quién es usted. Yo se lo diré. En primer término, es doctor en letras. Usted es el único francés que ha ocupado un asiento en Literatura Inglesa, en Oxford.
—Eso es verdad.
—Pero usted era antisocial. Odiaba al mundo y a la gente. Además, le pareció que la paga era verdaderamente escasa para un individuo de una familia tan buena…
—Eso es también verdad.
—Por lo tanto —prosiguió Bencolin, pensativamente—, podemos señalar sin vacilaciones la marcha de este hombre, gracias a su mentalidad peculiar. Tenemos a un hombre sumamente brillante, que ha leído libros hasta que su cerebro estalla con el peso de ellos. Es reflexivo, introvertido, de mala índole; examina lo que considera un mundo al revés, donde todos los valores morales son hipocresía. Si una persona tiene reputación, de honesta, esa persona debe ser el más grande ladrón. Si una mujer es considerada virtuosa, es porque se trata de una ramera. Para alimentar su colosal odio —que es el odio de un idealista equivocado—, comienza a hurgar el pasado de sus amigos, porque tiene tendencia a la alta sociedad.
Todos los huesos de la cara de Galant parecieron endurecerse de rabia; el color, desaparecido de su rostro, volvió únicamente a su nariz, y el grotesco apéndice se puso monstruosamente rojo. Pero siguió sentado sin moverse, con los ojos abiertos y fijos, acariciando suavemente al gato.
—Así —continuó Bencolin— empezó una campaña contra, la alta sociedad. Era una especie de soberbio chantage, pero un chantage sin honor. Tenía sus archivos, sus espías, su gigantesco sistema de índices, con cada carta, fotografía, dirección o tarjeta que pudiera utilizar. Todo estaba cuidadosamente arreglado, esperando el momento oportuno. Declaró la guerra sólo a los apellidos más elevados del país. Averiguó toda pequeña falta del pasado, la agrandó y la retocó, y esperó el momento. Una mujer a punto de casarse, un candidato para algún cargo público, un hombre empezando una carretera-de ascensos y honores… y allí aparecía Galant. No creo que lo hiciera especialmente por dinero. Consiguió fantásticas sumas de esta gente, pero lo que le agradaba era destruir reputaciones, exterminar ídolos y tener el poder de decir: «¡Tú, que has llegado a un puesto tan alto! ¡Podría quebrarte! ¿Crees que podrás alcanzar una posición más elevada? Trata de hacerlo».
Como hipnotizado, Chaumont cogió una silla y se sentó en el borde. Miraba fijamente a Galant, mientras la voz baja de Bencolin prosiguió diciendo:
—¿Comprenden? Era la inmensa alegría de un hombre que comparte sus bromas con el diablo. Mírenlo ahora. Negará lo que he dicho, pero podrán ver una secreta satisfacción en su cara…
Galant levantó la cabeza. No eran las acusaciones de Bencolin las que le herían, sino el que éste hubiera descubierto qué expresión de oculto deleite trepaba hasta sus labios.
—Pero eso no fue todo —murmuró Bencolin—. He hablado de chantage sin honor. Es así. Cuando había esquilmado a su víctima, no cumplía la palabra dada. No devolvía las pruebas, después que le habían pagado por ellas. Las publicaba, como siempre pensó hacerlo. Su propósito real era la ruina de alguien, para que el juego le diera hasta la última gota de triunfo… ¡Oh, no! No podían perseguirle después. Se cubría muy bien; él nunca escribía a sus víctimas ni los amenazaba, excepto cuando estaban solos, sin la presencia de testigos. Pero su reputación corrió. Y por esto no lo reciben más en los salones y noche y día, tiene guardianes.
—Por lo que está diciendo —dijo Galant con voz reprimida—, podría llevarle ante los tribunales y…
Bencolin rió, con una especie de cansado desafío, y tecleó con los nudillos en la repisa de la chimenea.
—¡Pero no lo hará! ¿No sé acaso que quiere ajustar cuentas conmigo de otra manera?
—Tal vez. —¡Era untuoso y afable aun entonces!
—He venido esta noche —prosiguió Bencolin con un ligero gesto como si discutieran de negocios— para enterarme de los novísimos aspectos de sus operaciones…
—¡Ah!
—Sí, ya sé. Se ha abierto, en cierto lugar de París, una institución única en su género. Graciosamente la llaman «El Club de los Antifaces de Colores». La idea, naturalmente, no es nueva —hay sitios del mismo tipo—; pero éste tiene complicaciones a las que los otros no pueden aspirar. La entrada es muy restringida, se permiten únicamente hombres muy escogidos del Almanaque Gotha, y las cuotas son inmensas. En teoría, los nombres de los socios se conservan en el mayor secreto.
Galant parpadeó un poco. No sospechaba que Bencolin supiera esto. Pero se encogió de hombros.
—Realmente —dijo—, creo que usted se ha vuelto loco, ¿Cuál es el fin de ese Club?
—Una reunión social de hombres y mujeres. Mujeres desdichadas en su matrimonio, mujeres viejas, mujeres que buscan una emoción; hombres cuyas mujeres son un aburrimiento o un terror, hombres en busca de aventuras… se encuentran y se mezclan, la mujer para encontrar a un hombre que le agrade, el hombre en busca de una mujer que no le recuerde la propia. Se cruzan en su gran vestíbulo, que está tenuemente iluminado, y tapizado con gruesas cortinas…, y todos llevan antifaz. Uno tal vez no sepa que la enmascarada dama que ve, y que le atrae y le lleva para charlar íntimamente en los corredores de su gran vestíbulo, es la dignísima señora a cuya reposada comida asistió la noche anterior. Se sientan y beben, escuchan su escondida orquesta, y después desaparecen en la profundidad de su amor…
—Dice usted mi gran vestíbulo —interrumpió Galant—, mi orquesta escondida…
—Así es. Usted es el dueño. Pero no usa su nombre. Creo que está a nombre de alguna mujer. Pero usted es el verdadero dueño.
—Aunque así fuera (naturalmente, no admito nada), el club es perfectamente legal. ¿Por qué podría interesar a la policía?
—Sí, claro que es legal. Le proporciona las mejores pruebas para el chantage que puede obtener, porque los miembros no saben que usted es el dueño. Pero si insisten en ir allí, supongo que es asunto de ellos… —Bencolin se inclinó hacia delante—. Sin embargo, le diré por qué interesa a la policía. En el corredor que conduce hasta su club, un pasaje que queda detrás del Museo Augustin de figuras de cera, ha sido asesinada esta noche una mujer llamada Claudine Martel. ¿Quiere decirme, por favor, lo que sepa sobre el asunto?