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DE COMO CIERTO MITO COBRÓ VIDA

Bencolin había acertado. Esto se percibía en la leve caída del labio de la muchacha, en su aliento contenido, en la expresión fija de sus ojos, mientras su activo cerebro buscaba escape. Después rió.

—No lo comprendo, señor. Esa descripción convendría a cualquiera.

—¿Admite, por lo tanto, que nunca vio a la señorita Duchêne?

—No admito nada… Como ya he dicho, mi descripción convendría a miles de mujeres…

—Sólo una de ellas yace ahí, muerta.

—… y el hecho, la coincidencia de que la señorita Martel se parezca algo a la persona que he descrito, no es más que una coincidencia.

—Despacio —es apresuró a decir Bencolin, haciendo un ademán de reprobación con su cigarro1—. ¿Cómo sabe usted a quién se parece la señorita Martel? Aún no la ha visto.

La cara de la muchacha estaba roja y enojada. Se veía que no era porque se la acusara, sino porque Bencolin la había hecho caer en falta. Cualquier persona más diestra que ella en duelos verbales la enfurecía siempre. Nuevamente retiró de las orejas su larga melena, atusándola con salvajes ademanes.

—¿No le parece —sugirió fríamente— que ya ha probado demasiado sus tretas de abogado en mí? ¡Ya tengo bastante!

Bencolin sacudió la cabeza de una manera paternal, y ella se irritó más. El detective parecía radiante.

—¡Realmente, señorita! Debemos discutir otros asuntos. No puedo dejarla tan fácilmente.

—Como policía, goza usted de ese molesta privilegio.

—Exactamente. Veamos. Creo que podemos admitir de antemano que las muertes de Odette Duchêne y Claudine Martel se relacionan… bastante. Ahora tropezamos con una tercera dama, una figura más enigmática que las otras dos. Parece rondar este lugar. Me refiero a una mujer cuyo rostro nadie ha visto, pero que usa un chal de pieles y un sombrero pardo. Ya que hablamos del asunto, le diré que esta noche, su padre expuso la interesante teoría.

—¡Madre santa! —estalló la muchacha—. ¿Hacen caso de esas chocheces? Habla, papá. ¿Les has dicho… eso?

El anciano se irguió con singular dignidad. Contestó:

—Marie, soy tu padre. Les he dicho lo que me ha parecido verdad.

Por primera vez en la noche, la tranquila y fría palidez de la cara de la muchacha se iluminó con una expresión de ternura. Levantándose, echó suavemente el brazo sobre los hombros del viejo.

—Escucha papá —murmuró mirándole a la cara—, escucha. Estás cansado. Vete y descansa. Acuéstate. Estos caballeros ya no necesitan hablar contigo. Yo puedo decirles lo que desean saber.

Nos lanzó una mirada, y Bencolin asintió.

—Bueno… —dijo el anciano, vacilando—. …bueno. Si no te importa… Ha sido un duro golpe. Un duro golpe. No recuerdo cuándo he estado tan alarmado… —hizo un gesto vago—. Cuarenta y dos años —continuó, levantando la voz—, cuarenta y dos años, y tenemos un nombre. Un nombre significa mucho para mí. Si…

Sonrió, como disculpándose. Después se volvió y empezó a balancearse, tanteando su camino hacia las sombras de la habitación, con la espalda inclinada y la polvorienta cabeza moviéndose a la luz de la lámpara. Desapareció entre los espectros de los respaldos y las sillas rellenas de cerda, a la pálida luz del farol de la calle, cayendo entre espesas cortinas. Marie Augustin respiró hondamente.

—¿Qué desea ahora, señor?

—¿Está todavía dispuesta a afirmar que la mujer del sombrero pardo es un mito?

—Naturalmente. Mi padre tiene… alucinaciones.

—Su padre, tal vez. Respecto a él, hay un pequeño punto que quisiera mencionar. Su padre ha hablado de su nombre; es un hombre orgulloso… ¿La explotación de las figuras de cera es un buen negocio?

Ella vacilaba ahora, advirtiendo la trampa. Respondió lentamente.

—No veo la relación.

—Sin embargo, existe. Él ha mencionado su pobreza. ¿Es usted quien lleva la contabilidad?

—Sí.

Bencolin se quitó el cigarro de la boca.

—¿Sabe su padre que en varios Bancos de París guarda usted sumas que alcanzan casi al millón de francos?

La muchacha no contestó; la palidez subió por sus pómulos y sus ojos se agrandaron.

—Vamos —dijo Bencolin con tono ligero—, ¿no tiene nada que decirme?

—Nada —habló hoscamente, con esfuerzo, al proferir las palabras—. Sólo que… usted es un hombre muy hábil. ¡Dios mío! ¡Muy hábil! Imagino que piensa decírselo a mi padre.

. Bencolin se encogió de hombros.

—No es necesario. ¡Ah! Me parece que oigo a mis hombres.

A lo largo de la calle corrió el clamor de la sirena de un automóvil policial. Lo oímos detenerse afuera y escuchamos rumor de voces. Bencolin corrió hacia la puerta principal. Otro auto se colocó al lado del primero. Yo miré la atónita cara de Chaumont.

—¿Qué diablos significa esto? —gruñó bruscamente el joven—. No entiendo nada. ¿Qué hacemos? ¿Qué?… —Pareció recordar que estaba hablando delante de Marie Augustin, y se detuvo, con una sonrisa confusa.

Me volví hacia ella.

—Señorita —dije—, la policía está aquí, y puede trastornar las cosas. Estoy seguro que Bencolin no se opondrá, si desea usted retirarse.

La muchacha me examinó gravemente. Con algo de sorpresa comprendí que, en un marco apropiado, sería casi hermosa. Abandonando la postura rígida, su fuerte y flexible cuerpo sería gracioso* las ropas y el color resaltarían sus facciones, marcando el brillo cambiante de sus ojos. Vi esto, como un fantasma, detrás de la desaliñada muchacha vestida de negro. Ella vio el reflejo en mi rostro, de modo que, por un momento, hablamos entre nosotros sin cambiar palabra. No sabía yo cuánto iba a ayudarme esta comunión en un futuro próximo, en un momento de peligro mortal. Ella asintió, como respondiendo.

—Usted es un joven ingenuo. ¡El fantasma hablaba!

Una leve sonrisa torció sus apretados labios. Sentí una súbita opresión en el pecho, como si el fantasma, realmente, cobrara forma; las palabras que nos dijimos hicieron eco y replicaron.

La muchacha prosiguió:

—Me inspira usted simpatía. Pero no quiero irme. Me interesa ver lo que va a hacer la policía.

Por la puerta, les vimos avanzar: un sargento de uniforme, dos individuos de ojos vivaces, con sombreros de fieltro, y los ayudantes, con cajones y trípodes de máquinas fotográficas sobre los hombros. Oía a Bencolin dando órdenes. Volvió al cuarto, acompañado por uno de los individuos de sombrero de fieltro.

—El inspector Durrand —dijo— se ha hecho cargo del asunto. Lo dejo todo en sus manos. ¿Pía comprendido, inspector, lo que le he dicho… sobre el pasillo?

—Tendremos cuidado —asintió el otro, brevemente.

—Y no tomarán fotografías.

—No tomaremos allí ninguna fotografía. Comprendo.

—Ahora esto. —Bencolin se acercó a la mesa. Sobre ésta se encontraba el bolso con su contenido dispuesto en línea, junto con el antifaz negro que encontráramos en el suelo del pasillo—. Sin duda usted querrá ver esto. Como ya le he dicho, estas cosas estaban en el pasillo…

La atrevida y limpia cara del inspector se inclinó sobre la mesa. Sus dedos recorrieron rápidamente los objetos. Preguntó:

—¿El bolso, supongo, pertenecía a la mujer muerta?

——Sí. Sus iniciales están en el cierre. No encuentro nada digno de llamar la atención entre el contenido, como no sea esto.

Bencolin presentó un trocito de papel, aparentemente arrancado a una hoja de block de escribir. Allí había un nombre y una dirección. El inspector silbó.

—¡Dios mío! —murmuró—. ¿Así que él está complicado? ¡Ya veo!… La casa vecina… ¿Debo arrestarlo?

—De ninguna manera. Yo me entrevistaré personalmente con él.

Oí un ligero ruido detrás de mí. Marie Augustin había cogido el respaldo de la mecedora, que crujió súbitamente.

—¿Puedo preguntar —dijo con voz clara— qué nombre es ese?

—Puede hacerlo, señorita. —El inspector miró rápidamente bajo el ala de su sombrero—. El papel dice: «Etienne Galant, Avenida Montaigne 645. Teléfono: Elíseos 11-73». ¿Conoce a esa persona?

—No…

Durrand parecía dispuesto a interrogarla nuevamente, pero Bencolin le tocó el brazo.

—La libreta de direcciones no contiene nada notable. Aquí está la llave de un auto y su carnet de conducir. También está el número del auto. Puede decir el número al agente de guardia, para que, en su recorrido, vea si el auto se encuentra en los alrededores.

Respondiendo a la llamada de Durrand, se presentó un agente y saludó. Después de recibir instrucciones, vaciló.

—Señor, debo comunicar algo —dijo— que tal vez se relacione con este asunto.

Cuando Bencolin y el inspector se volvieron hacia él, el hombre se puso nervioso.

—Quizá no sea importante, señores. Pero esta noche, algo más temprano, noté la presencia de una mujer en la entrada del museo. Reparé en ella, porque pasé por su lado dos veces en menos de un cuarto de hora; estaba de pie junto a la puerta, como si tratara de decidirse a llamar. Al verme, se apartó, fingiendo esperar a alguien…

—¿Estaba cerrado el museo? —preguntó Bencolin.

—Sí, señor. Me fijé en eso. Me sorprendió, porque generalmente permanece abierto hasta la medianoche, y cuando pasé por primera vez, faltaban veinte minutos para las doce… La mujer parecía también sorprendida.

—¿Cuánto tiempo permaneció allí?

—No sé, señor. Cuando volví a pasar, eran ya más de las doce y la mujer había desaparecido.

—•¿Podría reconocer a esa mujer si la viera de nuevo?

El hombre frunció el entrecejo, dudando.

—Este… la luz era muy confusa. Pero me parece que podría reconocerla. Sí, estoy casi seguro.

—Bueno —dijo Bencolin—; acompañe a los otros y vea si se trata de la mujer muerta. Tenga cuidado con la identificación. Espere. Esa mujer… ¿parecía nerviosa?

—Muy nerviosa, señor.

Bencolin le hizo seña de que saliera. Miró rápidamente a Marie Augustin.

—¿No oyó o vio a nadie fuera, señorita?

—A nadie.

—¿No tocó nadie el timbre?

—Y a le he dicho que no.

—Está bien, está bien. Ahora, inspector —dijo cogiendo el antifaz negro—, esto fue encontrado junto a las manchas de sangre. De acuerdo a mi reconstrucción de los hechos, la muchacha estaba de pie en el pasillo, más o menos a medio metro de distancia y dando la espalda a la pared de ladrillos de la casa vecina. El asesino estaba frente a ella; a juzgar por la forma en que ha corrido la sangre, la ha apuñalado sobre el hombro izquierdo, por debajo del omóplato. La dirección de la herida nos dirá si tengo razón. Pero este antifaz es muy sugestivo. Fíjese en que el elástico falta en un extremo, como si lo hubieran arrancado…

—¿Como si se lo hubieran arrancado al asesino?

Bencolin gruñó:

—Si ello es así, ¿cómo explica usted esto?

Poniendo el blanco interior del antifaz a la luz, Durrand lanzó una exclamación.

—El antifaz —dijo— ha sido usado por una mujer. El borde inferior, que casi rozaba los labios de un rostro pequeño, tiene una mancha roja —arañó con la uña—. Sí, es una marca de lápiz de labios. Débil, pero perceptible.

Bencolin asintió.

—Sí. Lo llevaba una mujer. ¿Qué más?

—Espere. Supongamos que haya sido usado por la mujer muerta…

—Inspector, he examinado cuidadosamente el cadáver. No tiene pintura en los labios. Vayamos más lejos. El color del lápiz de labios es muy oscuro: la mujer en cuestión era de tez morena; ahora examinemos el elástico —le dio un tirón—. Es muy largo, aunque, por el hecho de que un antifaz pueda simplemente rozar los labios, sabemos que se trata de una cara pequeña. Por lo tanto, tenemos una mujer pequeña, que usa un antifaz con un elástico largo…

—Sí —dijo Durrand, mientras el otro se detenía—, para sostener con este elástico una cabellera larga y pesada.

Bencolin sonrió y dio una chupada a su cigarro.

—Por lo tanto, inspector, tenemos a una mujer morena, de corta estatura, usando abundancia de cosméticos, y con el cabello recogido. Esto es todo lo que el antifaz puede decirnos. Se trata de un antifaz corriente, que puede adquirirse en cualquier tienda.

—¿Algo más?

—Sólo esto. —Sacando un sobre de su bolsillo, Bencolin sacudió sobre la mesa pequeños fragmentos de vidrio.

—Estaban en el piso del pasillo —explicó—, y una pequeña partícula colgaba adherida a la pared. Se las dejo para que las estudie, inspector; por el momento no tengo nada más que decir. No creo que encuentre allí huellas de pasos, ni impresiones digitales, salvo equivocarme… Ahora Jeff y el capitán Chaumont me acompañarán a entrevistar al señor Galant. Más tarde, si desea comunicarse conmigo, estaré en casa; puede telefonearme en cualquier momento. Por ahora, no tengo más instrucciones que darle.

—Quiero la dirección de la muerta. Tendremos que informar a sus familiares que nos quedamos con el cuerpo para hacerle la autopsia.

—Durrand —dijo el otro irónicamente, palmeando al inspector en el hombro—, la rudeza de su sentido común es deliciosa. El padre de la señorita Martel apreciará esa manera de darle la noticia. No, no. Yo, o el capitán Chaumont, aquí presente, nos ocuparemos de eso. Pero no deje de comunicarme la opinión del forense sobre esa herida. No creo que descubran el arma… ¡Oh!, ¿ya estamos de vuelta?… ¿Bien?

El policía se presentaba nuevamente, con la gorra entre las manos.

—He mirado el cuerpo, señor —contestó—. Estoy seguro que la muerta no es la mujer que vi esta noche parada en la puerta del museo. Me he fijado bien y no lo es.

Durrand y Bencolin cambiaron miradas. Este preguntó:

—¿Puede describir a la mujer que vio?

—Es difícil —el hombre hizo algunos ademanes—. No tenía nada de particular. Creo que iba bien vestida. Me parece que era rubia, de estatura mediana.

Durrand echó hacia delante su sombrero.

—¡Dios mío! —dijo—. ¿Cuántas mujeres hay aquí? Acabamos de obtener la descripción de una (a juzgar por el antifaz) y ahora nos encontramos con una rubia. ¿Algo más?

—Sí, sí, señor —dijo el policía, vacilando nuevamente—. Creo que llevaba un chal de pieles y un pequeño sombrero pardo.

Después de una larga pausa, en la que Chaumont se llevó las manos a la cabeza, Bencolin se inclinó cortésmente ante Marie Augustin.

—El mito —dijo— ha cobrado vida. Le deseo buenas noches, señorita.

Bencolin, Chaumont y yo salimos a la fría oscuridad de la calle.