3
SANGRE EN EL CORREDOR

L—Ahora hay allí una mujer —dijo Bencolin—, una mujer verdadera. Y está muerta.

Mantenía el rayo de la gran linterna sobre el grupo, mientras lo rodeábamos.

La figura de cera del sátiro se apoyaba ligeramente contra la pared, en el descansillo a la vuelta de las escaleras. Sus brazos estaban curvados y arreglados en tal forma que el pequeño cuerpo de la mujer pudo ser colocado sin hacerle perder el equilibrio. (Supe después que esas figuras están hechas sobre un armazón de acero y pueden soportar grandes pesos). La mayor parte del peso de la mujer estaba distribuido entre el brazo derecho y el pecho; la cabeza, empujada hacia dentro, yacía metida bajo aquel brazo; la ruda sarga negra de la capa del sátiro cubría la mejilla y la parte superior del cuerpo… Bencolin dirigió el rayo de luz hacia abajo. La pierna del sátiro, cubierta de áspero, pelo, y su pezuña hendida, estaban manchadas. La sangre formaba un charco que se extendía alrededor del pedestal.

—Levántenla —dijo Bencolin, brevemente— con cuidado. No rompan nada. ¡Ahora!

Quitamos el ligero peso, y lo extendimos sobre las piedras del rellano. El cadáver estaba aún caliente. Bencolin le iluminó la cara. Los oscuros ojos estaban completamente abiertos, fijos en una mirada de dolor, de horror y de sorpresa; los labios exangües estaban contraídos, y el apretado sombrero azul desarreglado. Lentamente, la luz se movió a lo largo del cuerpo…

A mi lado escuché una respiración pesada. Chaumont dijo, con voz que trataba de ser tranquila:

—Sé quién es.

—¿Quién? —preguntó Bencolin, sin dejar su posición de rodillas, con la linterna en la mano.

—Es Claudine Martel. La mejor amiga de Odette. La muchacha con quien íbamos a tomar el té el día en que Odette rompió la cita y… ¡Dios mío! —gritó Chaumont y golpeó el puño contra la pared—. ¡Otra!

—Otra hija —dijo Bencolin pensativamente— de un ex Ministro de Gabinete. El Conde de Martel. ¿No es así?

Miró a Chaumont con aparente calma; pero un nervio temblaba junto a su pómulo, y su cara era tan maligna como la del sátiro.

—Así es —asintió Chaumont—. Pero ¿cómo?… ¿Cómo ha muerto?

—Apuñalada por la espalda. —Bencolin levantó el cuerpo de costado, para que pudiéramos ver la mancha en el lado izquierdo de la ligera chaqueta azul que llevaba la muchacha—. Deben haberle atravesado el corazón. Una herida de bala no derramaría tanta sangre… ¡El diablo pagará esto! Veamos; No hay señales de lucha. Las ropas no están desordenadas. No hay nada… excepto esto.

Señaló una delgada cadena de en el cuello de la muchacha. Parecía que allí había estado colgado algún relicario, que la muerta guardaba en el pecho; pero los extremos de la cadena estaban rotos, y el relicario, cruz o lo que fuese había desaparecido. Parte de la cadena quedó atrapada bajo el cuello de la chaqueta, y esto impidió que cayera.

—No… realmente no hubo lucha —murmuró el detective—. Los brazos están sueltos, los dedos no están contraídos; un golpe rápido y seguro, directo al corazón. Pero ¿dónde está su bolso? ¡Diablos! Quiero su bolso. ¡Todas las mujeres lo usan!… ¿Dónde está?

Movió con impaciencia la linterna y, casualmente, iluminó la cara de Augustin. El anciano, encogido de una manera grotesca, tirando del vestido de sarga del sátiro, gritó cuando la luz le dio en los ojos.

—¡Ahora me prenderá! —se estremeció—. Y yo no tengo nada que ver con esto. Yo…

—Cállese —dijo Bencolin—. No. Espere. Levántese usted. Esta muchacha, amigo mío, ha muerto hace menos de dos horas. ¿A qué hora cerró el museo?

—Poco antes de las nueve y media, señor. En seguida de recibir la comunicación del señor.

—¿Bajó aquí antes de cerrar?

—Siempre lo hago, señor. Algunas de las luces no se apagan desde arriba con la llave maestra; debo cuidar de ellas.

—¿Y no había nadie aquí?

—No. Nadie.

Bencolin miró su reloj.

—Las doce y cuarenta y cinco. Hace poco más de una hora que usted estuvo aquí. Presumo que esta muchacha no pudo haber entrado por la puerta principal.

—¡Imposible, señor! Yo soy la única persona a quien mi hija hubiera abierto. Tenemos una contraseña especial convenida. Pero usted puede preguntarle…

El rayo luminoso de la linterna cruzó el piso del descansillo, se movió a lo largo del zócalo y trepó por la pared. La figura erguida del sátiro daba la espalda a la pared extrema del museo —es decir, la paralela a la pared frontera— de manera que, desde la vuelta de la escalera con la que seguía nuevamente la línea de los escalones, la luz de Bencolin se detuvo. Una confusa bombilla verde estaba colocada en este rincón, como para iluminar hábilmente el costado de la capucha del sátiro; no se reveló ninguna diferencia en el conjunto de la pared, pero el rápido reflejo de la linterna mostró que una parte de ella era de madera pintada imitando la piedra.

—Ya veo —murmuró el detective—. Supongo que ésta será la otra entrada del museo.

—Sí, señor. Hay un estrecho corredor que comunica con la Cámara de los Horrores, detrás de estas paredes; allí están la llaves de las luces escondidas; puedo encenderlas desde el interior. Después, más allá, hay otra puerta…

Bencolin se volvió bruscamente.

—¿Adónde conduce?

—A… a una especie de corredor cubierto, que lleva al Boulevard de Sebastopol. Pero nunca abro la puerta de ese corredor. Está siempre con llave.

Lentamente la luz se movió desde el umbral de la puerta de madera hasta el pedestal de la estatua, alumbrando una torcida huella con manchas de sangre. Avanzando cuidadosamente para evitarlas, Bencolin se aproximó a la pared y la empujó. Una parte de la muda piedra se movió hacia adentro. Estaba muy próximo a Bencolin, y vi que la puerta ocultaba un cubículo de aire enrarecido y unos escalones que descendían hacia la Cámara de los Horrores; paralela a aquélla, había otra pesada puerta. Sentí sobre mi manga los dedos temblorosos de Augustin, mientras Bencolin examinaba con su linterna la cerradura de esta salida al exterior.

—Una cerradura Yale —dijo—. Y el pasador no está corrido. La puerta ha sido utilizada esta noche, sin duda alguna.

—¿Quiere usted decir que está abierta? —gritó Augustin adelantándose.

—¡Atrás! —dijo Bencolin irritado—. Puede haber huellas en el polvo.

Sacó un pañuelo del bolsillo, lo envolvió alrededor de sus dedos, y giró el picaporte de la puerta.

Nos encontramos en un bajo corredor de piedra, paralelo a la parte de atrás del museo. Aparentemente, era una especie de pasadizo entre esta casa y la próxima puerta; algún olvidado constructor lo había techado con lata y soportes de madera, de manera que no tenía más de siete u ocho pies de altura. De la casa vecina sólo podríamos ver una lisa pared de ladrillos y, muy lejos, a la izquierda, una pesada puerta sin picaporte. El extremo izquierda del corredor terminaba también en una pared de ladrillos. Pero a la derecha del oscuro túnel podía verse una lucecita, filtrándose desde la calle; podríamos oír rumor de ruedas deslizándose y confusas bocinas del tránsito.

En medio de las húmedas piedras, directamente dentro del haz de la luz de Bencolin, había un blanco bolso de gamuza con el contenido desparramado. Recuerdo que el filete, negro de aquel bolso se destacaba sobre el blanco, y que el cierre de plata brillaba. Junto a la pared de ladrillos opuesta, con el elástico roto, yacía un antifaz de raso negro. Las piedras, al pie de la pared, estaban manchadas de sangre.

Bencolin respiró hondamente. Se volvió a Augustin.

—¿Qué sabe usted de esto?

—Nada, señor. Hace cuarenta años que vivo aquí, y no habré utilizado esta puerta más de una docena de veces. La llave… ni siquiera sé dónde se encuentra la llave.

El detective sonrió agriamente.

—Sin embargo, la cerradura es bastante nueva. Y las bisagras de la puerta están aceitadas. No importa.

Le seguí hasta la entrada que conducía a la calle. Sí, el corredor de piedra tenía también una puerta. Y estaba completamente abierta contra la pared. Bencolin lanzó un leve silbido.

—Aquí Jeff —me dijo suavemente—, tenemos una verdadera cerradura. Una cerradura de resortes, de las del tipo llamado Bulldog. No puede forzarse muy fácilmente. Sin embargo, la puerta está abierta. ¡Diablos!… Me pregunto… —Sus ojos vagaron—. Cuando esta puerta se encuentra cerrada, el corredor debe quedar completamente a oscuras. Me pregunto si hay alguna luz. ¡Oh, aquí está!

Señaló un botón pequeño, casi invisible, colocado a unos seis pies de altura en la pared de ladrillos, y lo apretó. De entre los soportes de madera surgió una suave iluminación que brilló a lo largo del tenebroso corredor. Bencolin lanzó una exclamación, e instantáneamente apagó la luz.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Por qué no la deja encendida? Usted quería examinar esas cosas.

—¡Quieto! —Habló rápidamente, con reprimida ansiedad—. Jeff, por una vez en mi carrera tendré que intervenir en los limpios procedimientos de la policía. Querrán fotografiar y examinar; revolverán este corredor hasta el alba. Debo arriesgar las consecuencias; no puedo permitir que lo hagan. ¡Rápido! Cerremos esa puerta —la cerró suavemente—. Tome ahora su pañuelo y recoja el bolso y su contenido. Yo examinaré el resto.

Desde que entró en el corredor, se movía de puntillas. Seguí su ejemplo, mientras él se inclinaba junto a la pared, exactamente en el lugar en que el suelo estaba manchado de sangre. Murmuraba consigo mismo, al frotar el suelo, y deslizó en un sobre algo que brilló a la luz de la linterna. Cuidando de no dejar nada, recogí el bolso y su contenido. Una polvera dé oro, un lápiz de labios, un pañuelo, varias tarjetas, una carta, una llave de automóvil, una libreta de direcciones, billetes y cambio pequeño. Luego Bencolin me hizo señas de que le siguiera, y ambos volvimos a cruzar la puerta del museo y a seguir la pared, hasta la plataforma del sátiro.

Pero el detective se detuvo junto a la pared, examinando la luz verde del rincón. Frunció el entrecejo, como si estuviera intrigado, y volvió a mirar las dos puertas; sus ojos parecían medir.

—Sí —dijo, hablando casi consigo mismo—, sí. Si esto —golpeó la abertura de la pared— estuviera cerrado, y la puerta del corredor se encontrara abierta, podría verse la luz verde por la ranura…

Moviéndose hacia Augustin, dijo bruscamente:

—Piense, amigo mío. ¿Dice usted que cuando dejó el museo, más o menos a las once y media, apagó todas las luces?

—Seguramente, señor.

¿Todas? ¿Está seguro?

—Lo juro.

Bencolin se golpeó la frente con los nudillos varias veces.

—Aquí hay algo mal. Muy mal. Esas luces…, ésta, sin duda alguna, debe haber estado encendida. Capitán Chaumont, ¿qué hora es?

El cambio fue tan brusco que Chaumont, que estaba sentado en las escaleras con la barbilla entre las manos, miró como deslumbrado.

—¿Qué dice?

—Pregunto qué hora es —repitió el detective. Intrigado, Chaumont sacó un gran reloj de oro.

—Cerca de la una —respondió malhumorado—. ¿Para qué diablos lo quiere saber?

—Para nada —dijo Bencolin. El hombre parecía ligeramente turbado, y por eso yo sabía que se encontraba en camino de descubrir una pista.

—Ahora —prosiguió— dejaremos por un momento el cuerpo de la señorita Martel. Le echaremos antes una mirada…

Se arrodilló nuevamente junto al cuerpo. Ya no producía terror; con sus vacíos ojos pardos, su desordenado sombrero y su postura —curiosamente-cómoda—, parecía menos real que las figuras de cera. Tomando la fina cadena de oro del cuello de la muchacha, Bencolin la estudió.

—Ha sido un tirón brusco —dijo, dando un golpe a la cadena—. Los eslabones son pequeños pero resistentes, y han sido completamente rotos.

Cuando se levantó para guiarnos arriba, Chaumont intervino:

—¿Va a dejarla aquí abajo, sola?

— ¿Por qué no?

El joven se pasó vagamente la mano por los ojos.

—No sé —dijo—. Supongo que ya no puede dañarla. Pero tenía siempre tanta gente alrededor, cuando vivía… Y es un lugar tan tenebroso… Eso es lo que detesto de este lugar. ¡Es tan tenebroso! ¿Le importaría que me quedara aquí con ella?

Vaciló, mientras Bencolin le miraba curiosamente.

—Es que —dijo Chaumont con el rostro contraído— no puedo verla sin pensar en Odette… ¡Dios mío! —dijo desmayadamente, y después su voz se quebró—. ¡No puedo evitarlo!

—Tranquilícese —dijo Bencolin—. Venga arriba con nosotros. Necesita beber algo.

Atravesando la gruta y volviendo a cruzar el vestíbulo, llegamos a las habitaciones de Augustin. El firme balanceo de la mecedora disminuyó, mientras la muchacha nos miraba, con un hilo entre los dientes. La expresión de nuestras caras debió revelarle que habíamos encontrado más de lo que buscábamos; además, destacaba el bolso de cuero. Sin decir palabra, Bencolin se encaminó al teléfono. Augustin, revolviendo en uno de los armarios de la sombría y vieja habitación, sacó una pequeña botella de brandy. Los ojos de su hija midieron el gran vaso que el anciano sirvió a Chaumont, y sus labios se apretaron. Después, continuó meciéndose.

Me sentí incómodo. Se oían el tic-tac de un reloj y el crujido de la mecedora. Presentía que el recuerdo de esta habitación se me iba a asociar para siempre al olor de coles hervidas. La muchacha no preguntó nada; su cuerpo estaba rígido y sus dedos se movían mecánicamente. Las fuerzas de una explosión temblaban y convergían en la camisa de rayas rojas que remendaba. Al beber un vaso de brandy con Chaumont, vi que los ojos de él estaban también fijos en ella… Varias veces el padre intentó hablar, pero todos permanecimos silenciosos e incómodos.

Bencolin volvió al cuarto.

—Señorita —dijo—, quiero preguntarle…

—¡Marie! —exclamó el padre con voz agonizante—. No pude decírtelo. Es un asesinato. Es…

—Tranquilícese, por favor —dijo Bencolin—. Deseo preguntarle, señorita, ¿cuándo encendió las luces del museo esta noche?

, La muchacha no gastó tiempo preguntando a Bencolin qué quería decir. Con tranquilas manos dejó a un lado su costura, y dijo:

—Poco después de que papá saliera para reunirse con usted.

—¿Qué luces encendió?

—Giré la llave que conecta las luces del centro de la gruta principal y de la escalera que baja a los sótanos.

—¿Para qué hizo eso?

La muchacha miró tranquilamente, sin interés.

—Fue un movimiento maquinal. Me pareció oír que alguien andaba en el museo.

—Imagino que no es usted una mujer nerviosa.

—No.

Ni una sonrisa, ni un gesto en los labios; era como si toda nerviosidad fuera para ella una cosa despreciable.

—¿Fue usted a averiguar?

—Fui.

Mientras el detective la miraba con las cejas levantadas, ella prosiguió:

—Miré en la gruta principal, donde me pareció haber oído ruido, pero no vi nada. Me había equivocado.

—¿Bajó las escaleras?

—No.

—¿Cuánto tiempo tuvo encendidas las luces?

—No estoy segura. Cinco minutos… tal vez más. ¿Quiere explicarme usted ahora —exclamó bruscamente, levantándose casi de la silla— qué quieren decir esas palabras sobre un asesinato?

—Una muchacha —contestó Bencolin lentamente—, una tal señorita Claudine Martel, ha sido asesinada. Han colocado su cuerpo en los brazos del sátiro, a la vuelta de la escalera…

El viejo Augustin tiraba de la manga al detective. Su cabeza calva, con los dos absurdos mechones de pelo blanco detrás de las orejas, miraba a Bencolin con mirada de perro. Los rojizos ojos se agrandaban y se hundían, implorantes.

—¡Por favor, señor! ¡Por favor! Ella no tiene nada que ver con este asunto.

—¡Tonto! —exclamó la muchacha—. No te metas en esto. Yo me las arreglaré.

El anciano obedeció, tirándose de su blanco bigote y de sus patillas, con expresión de sentirse orgulloso de su hija, aunque pidiéndole perdón. Los ojos de ella retaron nuevamente a Bencolin.

—Señorita, ¿conoce usted el nombre de Claudine Martel?

—Señor, ¿cree usted que yo conozco los nombres y la caras de todos los visitantes de este lugar?

Bencolin se inclinó hacia adelante.

—¿Qué le hace suponer, señorita, que se trata de una visitante del museo?

—Usted dice —fue la torva respuesta— que esa persona se encuentra aquí.

—Fue asesinada detrás de esta casa, en el corredor que comunica con la calle —dijo Bencolin—. Probablemente no haya visitado el museo jamás.

—En ese caso… —la muchacha se encogió de hombros y buscó nuevamente su labor—. ¿Por qué no deja en paz el museo?

Bencolin sacó un cigarro. Parecía considerar la última frase de ella, con el entrecejo fruncido. Marie Augustin, volvió a su labor: sonreía como si hubiera ganado una difícil batalla.

—Señorita —dijo pensativamente el detective—, quiero pedirle que, dentro de un momento, se levante y vaya a mirar el cuerpo… Pero mis pensamientos vuelven a la conversación que hemos tenido esta noche, algo más temprano.

—Bien.

—Una conversación referente a la señorita Odette Duchêne, la joven que fue encontrada muerta en el Sena.

Nuevamente ella dejó a un lado su costura.

—¡Por Dios! —exclamó golpeando la mesa—. ¿No nos van a dejar en paz? Ya le he dicho todo lo que sé sobre ese asunto.

—Si no recuerdo mal, el capitán Chaumont le pidió que describiera a la señorita Duchêne. Ya sea por falta de memoria, o por otro motivo, su descripción es inexacta.

—Ya se lo he dicho. Debo haberme equivocado. Debo haber pensado en otra cosa …en otra persona…

Bencolin encendió su cigarro y agitó, el fósforo.

—Precisamente. Precisamente, señorita. Pensaba en otra persona: No creo que haya visto jamás a la señorita Duchêne. Se le pidió bruscamente una descripción, y corrió usted el riesgo. Habló rápidamente, describiendo a alguien que tenía presente. Eso es lo que me hace pensar…

—¿Qué?

—… lo que me hace pensar —prosiguió Bencolin pensativamente—, por qué esa imagen ocupaba el primer puesto en su mente. Lo que me hace pensar, en una palabra, por qué nos dio usted una descripción tan exacta de la señorita Claudine Martel.