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LAS VERDES LUCES DEL CRIMEN

La voz seca, aguda, sonora, se detuvo. Chaumont se cruzó de brazos.

—Usted es un canalla —dijo crispado— o, de otro modo, está loco.

—Despacio —interrumpió Bencolin—. Es posible, señor Augustin, que haya visto usted a una mujer verdadera. ¿Ha averiguado eso?

—Yo… tenía miedo —contestó el viejo. Parecía desdichado y a punto de llorar—. Pero sé que ninguna persona parecida visitó ese día el museo. Estaba demasiado aterrado para volverme y mirar a aquella figura a la cara; pensé que podría encontrarme… con una cara de cera y unos ojos de vidrio. Por lo tanto, me volví y pregunté a mi hija, que cumplía sus obligaciones a la puerta, si había vendido entrada a alguna persona que respondiera a la descripción de Madame Louchard. No había vendido tal billete. Yo ya lo sabía.

—¿Qué hizo usted, entonces?

—Fui a mis habitaciones y me tomé un poco de brandy. Tenía escalofríos. No me abandonaron hasta después de la hora de cerrar.

—Por lo tanto, ¿usted no recogió los billetes ese día?

—¡Había tan poca gente, señor! —respondió el viejo, moqueando. Prosiguió, con voz cascada—: Es la primera vez que hablo de este asunto. Usted dice que estoy loco. Tal vez. Yo no sé.

Se cogió la cabeza entre las manos.

Después de un momento, Bencolin se levantó, poniéndose un sombrero oscuro que ocultaba sus angostos, inescrutables ojos. Surcos profundos se marcaban desde su nariz hasta su barbado mentón. Dijo:

—Vamos al museo.

Guiamos nuevamente a Augustin, que parecía medio ciego, entre el tumulto del café, donde la música de tango rompía nuevamente, con un sonido casi enervante. Mi imaginación se volvió hacia el hombre que Bencolin había señalado antes, el de la nariz de gancho y los ojos extraños. Estaba en el mismo rincón, con un cigarrillo entre los dedos. Tenía la rigidez y la vidriosa mirada de un hombre borracho. Sus compañeras le habían dejado. Contemplaba una gran pila de platillos sobre la mesa, y sonreía.

Cuando subimos las escaleras que llevaban a la calle, la vulgaridad de los contornos se había esfumado un poco. El gran arco de piedras de la Porte St. Martin se erguía oscuro contra las estrellas; el viento desgarraba las vestiduras oscuras de los árboles, y empujaba hojas caídas sobre el pavimento, con un ruido raspante, como de pequeños pies nerviosos. Las ventanas de algunos cafés estaban iluminadas, y contra ellas podía verse la sombra de algunos camareros colocando sillas. Dos policías que conferenciaban sombríamente en una esquina saludaron a Bencolin cuando cruzamos el Boulevard St. Denis y torcimos a la derecha, hacia el Boulevard de Sebastopol. No vimos a nadie. Pero yo tenía la sensación de que se nos espiaba desde los zaguanes; que la gente se retiraba apretándose contra las paredes, y que detrás de las chispas de luz que escapaban de las celosías cerradas, una inusitada y sigilosa actividad se detenía momentáneamente a nuestro paso.

La calle St. Appoline es corta y estrecha, con sus casas de persianas furtivamente cerradas. Hay en la esquina un ruidoso bar y salón de baile, con sombras cruzando rápidamente las tenebrosas cortinas; más allá no brilla nada, excepto un número rojo iluminado: el 25, a la izquierda. Directamente opuesto a esto, nos detuvimos frente a un alto zaguán con retorcidas columnas de piedra y puertas con herrajes. Un sucio anuncio; de letras doradas casi ilegibles, decía: «Museo Augustin. Colección de Maravillas. Fundado por J. Augustin, 1862. Abierto desde las 11 a las 17 y de las 20 a las 24».

En respuesta a la llamada de Augustin las puertas se abrieron con ruido de cerrojos. Entramos en un pequeño vestíbulo, aparentemente abierto al público durante el día. Estaba iluminado por polvorientas bombillas eléctricas, colocadas en el techo en forma de A. Sobre las paredes, más letras doradas testimoniaban la extraordinaria calidad de los horrores que se encontraban dentro y el valor educativo de ver las torturas practicadas por la inquisición española, los mártires cristianos arrojados a los leones y un gran número de gente conocida apuñalada, tiroteada o estrangulada. La simpleza de estos anuncios no empañaba su brillo. El hombre que no experimenta una sana curiosidad hacia las cosas mórbidas, es porque está muerto y casi enterrado. Noté que, de todos nosotros, el sobrio y tranquilo Chaumont era el que observaba los anuncios con mirada más apreciativa. Sus oscuros ojos leyeron cada palabra, una tras otra cuando creyó que no le veíamos.

Pero yo miraba a la muchacha que nos abrió la puerta. Debía ser la hija de Augustin, pero no se parecía a su padre. Su cabello castaño, que llevaba en una larga melena, estaba colocado detrás de las orejas: tenía gruesas cejas, una nariz recta y ojos oscuros, de mirada tan eléctrica y alerta, que parecían salirse de su cabeza. Miró a su padre como sorprendida de que no lo hubiera atropellado un automóvil dejándole herido en la calle.

—¡Ah, papá! —dijo vivamente—. Estos son de la policía, ¿verdad? Hemos cerrado nuestro negocio por ustedes, señores. —Nos miró ceñuda—. Ahora espero que nos dirán lo que desean. ¡Supongo que no habrán hecho caso de las tonterías de papá!

—¡Vamos, querida, vamos! —protestó Augustin, tranquilizándola—. Me harás el favor de entrar y encender todas las luces del museo…

Ella interrumpió con voz brusca:

—No, papá. Las encenderás tú. Yo quiero hablar con estos señores. —Después se cruzó de brazos, mirando a su padre fijamente, hasta que éste asintió, sonrió de un modo tonto, y fue a abrir las puertas de cristales del fondo. Ella prosiguió:

—Por aquí, señores. Papá les llamará.

Nos llevó por una puerta, a la derecha de la taquilla, que comunicaba con la vivienda. Llegamos a una salita poco alumbrada, con un aroma de encajes, borlas, viejos adornos y coles hervidas. Ella se colocó detrás de una mesa, estando aún de brazos cruzados.

—Él es un niño —dijo, señalando hacia el museo—. Hablen conmigo.

Bencolin le contó brevemente los hechos. No mencionó lo que Augustin nos había dicho; hablaba casi descuidadamente, dejando entrever que ni la muchacha ni su padre tenían nada que ver con la desaparición. Pero estudiando a la muchacha, comprendí que esto, precisamente, la hacía sospechosa. Miró los ojos de pesados párpados de Bencolin, que vagaban ausentes por la habitación, con una mirada fija, que parecía de vidrio. Creo que su respiración se volvió algo más rápida.

—¿Ha hecho mi padre algún comentario sobre esto? —interrogó pronta cuando Bencolin terminó.

—Sólo para decir —contestó Bencolin— que no había visto salir a la muchacha.

—Eso es cierto —los dedos de la muchacha se apretaron sobre los músculos de sus brazos—; pero yo la vi salir.

—¿Usted la vio salir?

—Sí.

Vi otra vez apretarse los músculos en las finas mejillas de Chaumont. Dijo:

—Señorita, no me agrada contradecir a una mujer, pero usted está equivocada. Yo estuve fuera todo el tiempo.

Ella miró a Chaumont, como si lo viera por primera vez. Le miró de arriba abajo, lentamente, pero los ojos de él no se movieron.

—¡Ah! ¿Y cuánto tiempo esperó usted, señor?

—Por lo menos, hasta unos quince minutos después de la hora de cerrar.

—¡Ah! —repitió la muchacha—. Eso lo explica todo. Ella se entretuvo conversando conmigo. La hice salir después que las puertas se cerraron.

Chaumont apretó los puños en el aire, como si se encontrara frente a una pared de vidrio, detrás de la cual esta mujer, inalcanzable, lo mirara.

—Bueno, en este caso, nuestras dificultades están resueltas —murmuró Bencolin sonriendo—. Conversó usted con ella unos quince minutos, ¿verdad, señorita?

—Si.

—Naturalmente. Hay un punto sobre el que la policía no está segura —dijo Bencolin, arrugando la frente—. Creemos que faltan algunas ropas. ¿Cómo estaba vestida cuando habló con usted?

Una vacilación.

—No me fijé —contestó la señorita Augustin, tranquilamente.

—¡Entonces —gritó Chaumont irguiéndose—, díganos cómo era! ¿Puede decirnos eso?

—Un tipo común. Como muchas otras.

—¿Rubia o morena?

Otra duda.

—Morena —dijo rápidamente—. Ojos pardos, boca grande, figura pequeña.

—La señorita Duchêne era morena. Pero era bastante alta, y tenía ojos azules. ¡Por Dios! —exclamó Chaumont, apretando otra vez los puños—^ ¿Por qué no nos dice la verdad?

—He dicho la verdad, pero puedo haberme equivocado. Señor, debe comprender que aquí viene mucha gente durante el día, y yo no tenía ningún motivo especial para recordar a esa persona. Puedo equivocarme. Mi declaración es: La hice salir de aquí, y no he vuelto a verla desde entonces.

El viejo Augustin volvió en ese momento. Vio la helada tensión en la cara de su hija, y habló apresuradamente:

—Lo he iluminado todo, señores. Pero si quieren inspeccionarlo detenidamente, tendrán que usar linternas. Él lugar no es nunca muy claro. ¡Adelante! Nada tengo que ocultar.

Bencolin se detuvo indeciso, cuando se encaminaba hacia la puerta. En ese momento el codo de Augustin golpeó la pantalla de la lámpara, empujándola a un lado, de manera que una fuerte luz amarilla cayó sobre la cara del detective. Se acentuaron los prominentes pómulos, y los cambiantes ojos, con su fruncido entrecejo, miraron inquietos alrededor del cuarto…

—¡Esta vecindad! —murmuró—. ¡Esta vecindad! ¿Tiene usted teléfono, señor Augustin?

—Está en mi taller, señor, en mi cuarto de trabajo. Lo guiaré hasta allí.

—Sí, sí. Inmediatamente. Pero una cosa más. Creo que usted nos dijo, amigo mío, que, cuando la señorita Duchêne entró ayer en el museo, le dirigió una curiosa pregunta: «¿Dónde está el sátiro?». ¿Qué quiso decir con esto?

Augustin pareció ligeramente herido.

—¿No ha oído hablar nunca —preguntó— del sátiro del Sena?

—Nunca.

—Es uno de mis mejores esfuerzos. Una concepción puramente imaginativa, claro está —se apresuró a explicar Augustin—. Se trata de uno de los mitos populares parisienses; una especie de hombre-monstruo, que vive en el río, y que arrastra a las mujeres a la muerte. Creo que la leyenda tiene cierto fundamento. Aquí hay algunos datos, si quiere usted examinar…

—Ya veo. ¿Y dónde está la figura?

—En la entrada de la Galería de los Horrores, al pie de la escalera. Se me ha elogiado mucho…

—Muéstreme el teléfono. Si desean recorrer el museo —nos dijo—, yo me reuniré con ustedes muy pronto. Ahora, si me hace usted el favor…

La hija de Augustin se sentó en una vieja mecedora, al lado de la lámpara, y tomó un costurero de sobre la mesa. Con sus brillantes ojos negros fijos en una aguja que estaba enhebrando, dijo fríamente:

—Ya saben el camino, señores. Yo no quiero molestarles.

Comenzó a mecerse enérgicamente y a trabajar con la aguja en una camisa con rayas rojas, después de haberse echado la melena detrás de las orejas, acomodándose con una expresión de domesticidad ultrajada. Pero nos vigilaba.

Chaumont y yo fuimos al vestíbulo. Él sacó su pitillera y me ofreció un cigarrillo; nos estudiamos mutuamente, mientras los encendíamos. El lugar parecía envolver a Chaumont como un ataúd. Se había echado el sombrero sobre las cejas y sus ojos se movían nerviosamente, acechando al enemigo.

Preguntó súbitamente:

—¿Es usted casado?

—No.

—¿Comprometido?

—Sí.

—¡Ah! Entonces usted comprenderá lo que esto significa. Estoy fuera de mí. Debe disculparme si estoy intranquilo. Desde que vi aquel cuerpo… ¡Dios mío!

Sentí una curiosa hermandad con este reprimido, vital y poco imaginativo joven, que vagaba fuera de su elemento. Cuando atravesamos las puertas de vidrio del museo, avanzó cautelosamente; su apariencia denotaba que había luchado bajo fuertes soles. Pero ahora se veía en su cara una expresión casi de temor.

La quietud del lugar me estremeció. Olía a humedad; olía (sólo puedo describirlo de esta manera) a ropas y cabellos. Estábamos en una inmensa gruta, de unos ochenta pies de extensión, sostenida por columnas con grotescas tallas en piedra. Todo nadaba en una penumbra verdosa, surgiendo como agua verde de una fuente que no pude descubrir. Esa luz retorcía y tornaba espectral cada línea, de modo que los arcos y los pilares parecían agitarse, ondulantes, como cavernas de juguete en una pecera. Parecían lanzar verdes tentáculos y estar cubiertos de iridiscente moho.

Pero era la inmóvil asamblea lo que aterrorizaba. Un policía se erguía tieso a mi costado; habría jurado que era

un policía de verdad, hasta que se podía hablar con él. A lo largo de las paredes, a ambos lados y detrás de una verja, miraban las figuras. Miraban al frente (no pude menos de imaginar), como si se dieran cuenta de nuestra presencia y deliberadamente apartaran la vista de nosotros. Una pequeña luz amarilla las hacía destacarse en el resplandor verdoso. Doumergue, Mussolini, el Príncipe de Gales, el rey Alfonso, Hoover; después los ídolos del deporte, de la escena y de la pantalla, todos familiares y hechos con extraordinaria habilidad. Pero se notaba que aquello era un comité de recepción —de gesto respetable y hospitalario— para preparar a lo que venía después. Me detuve un poco al ver, hacia la mitad de la gruta, una mujer sentada inmóvil, y cerca de ella, un hombre arrinconado en una esquina, como si estuviera borracho. Me detuve, con un vuelco de corazón, hasta que me di cuenta de que eran también de cera.

Mis pasos resonaban mientras avanzaba vacilando por la cueva. Pasé a un pie de distancia de la figura caída contra el banco; un sombrero de paja le tapaba los ojos; casi sentí un irrefrenable impulso de tocarla, para asegurarme de que no podía hablar. Ser espiado desde atrás por unos ojos de vidrio es tan malo como ser espiado por ojos verdaderos. Oí a Chaumont vagando alrededor; cuando miré sobre mi hombro le vi contemplando dudosamente la figura borracha del banco.

La gruta se abría en una rotonda casi completamente a oscuras, excepto por el débil resplandor que rodeaba a los muñecos. Sobre el pórtico me miró una repugnante cara contraída. Era un bufón inclinándose como si fuera a tocarme con su bastoncito, y haciendo guiños. Mis pasos hicieron temblar los cascabeles dé su vestimenta, que resonaron levemente. En la oscura rotonda, los ecos asumían una muerta y vacía pesadez; el olor de polvo, ropas y cabellos, era más acentuado; las figuras de cera parecían aún más fantásticamente ultraterrenas. D’Artagnan coqueteaba, con la mano en la espada. Un gigante de armadura negra, con el hacha levantada, brillaba entre las sombras. Después vi otro pórtico, confusamente iluminado en verde, con escaleras bajando entre paredes de piedra, hacia la Galería de los Horrores…

La simple inscripción sobre el pórtico me hizo vacilar. La palabra era definitiva; se sabía lo que podía esperarse, y como todas las cosas realmente definidas, yo no estaba seguro de desear enfrentarme con ellas. La escalera parecía querer engullirnos entre sus paredes, sin escapatoria posible. Allí mismo, delante de las escaleras, el viejo Augustin había visto descender a Odette Duchêne y creyó ver moverse detrás de ella aquel, horrible fantasma sin cara, la mujer con el chal de pieles y el sombrerito pardo… Hacía más frío al descender las escaleras, y las pisadas tenían repercusiones huecas, burlonas, que se adelantaban, como si alguien saltara delante en los escalones. Súbitamente me sentí solo. Deseé volver.

La escalera daba la vuelta bruscamente. Contra el rudo y verdoso muro se erguía una sombra, y el corazón latió con violencia en mi pecho. Ante mí tenía a un hombre de hombros gibosos, con el rostro ensombrecido por una capucha medieval, pero con una larga mandíbula qué parecía sugerir una sonrisa… El cadavérico modelo se apoyaba contra la pared. En sus brazos, cubierta en parte por la capa, tenía la figura de una mujer. Era un muñeco común, sólo que el pie que se adelantaba era una pezuña hendida. ¡El sátiro! Un hombre ordinario, de no haber sido porque el artesano había atrapado, con genio sutil, una sugestión de locura y de paganismo en las huesudas costillas y en la sonriente mandíbula. Era mejor que la sombra ocultara los ojos…

Pasé de prisa junto al repulsivo muñeco, y seguí el tortuoso corredor, hasta el punto en que se abría en otra rotonda de nivel más bajó. Aquí había grupos de figuras en compartimientos separados; representando escenas; cada una era una obra maestra de arte diabólico. El pasado respiraba. Había cierta palidez en las figuras, como si las viera a través de velos y, sin embargo, se veía detrás de estos velos, en el tiempo. Marat yacía hacia atrás, en su baño de hojalata, con la mandíbula caída, las costillas sobresaliendo en su azulada piel, una mano como una garra cogida, al cuchillo clavado en su sangriento pecho. Se veía esto; se veía a la criada agarrando a una impasible Carlota Corday y a los soldados de gorro rojo, las bocas abiertas con sus aullidos, rompiendo la puerta; toda la pasión y el terror gritaban allí sin voz. Pero detrás de esta lóbrega habitación se veían, a través de la ventana, el amarillo sol de septiembre y el emparrado de la pared exterior. El viejo París vivía de nuevo.

Oí el sonido de algo que goteaba…

El pánico se apoderó de mí. Mirando aquellos grupos más allá de su palidez —los inquisidores trabajando con fuego y tenazas, un rey bajo la cuchilla de la guillotina y la furia de los tambores sin sonido—, sentí que era contrario a la naturaleza que no se movieran. Resultaba más espantosa esta sombra de gente que si se hubiera adelantado a hablarnos, con sus chaquetas de colores.

No era fantasía. Algo caía lentamente…

Subí corriendo las escaleras, entre un tumulto de ecos. Buscaba luz y presencias humanas en este sofocante aire de cera y pelucas. Cuando alcancé la última vuelta de las escaleras, traté de calmarme; no iba a enloquecer por un montón de muñecos. Era ridículo. Bencolin y yo nos reiríamos de ellos, tomando coñac y fumando cigarrillos, cuando hubiéramos dejado este diabólico lugar.

Allí estaban Bencolin, Augustin y Chaumont, saliendo de la rotonda superior, en el momento en que yo ascendía. Me tranquilicé y les llamé. Pero algo debía notarse en mi cara, porque lo percibieron hasta en aquella luz difusa.

—¿Qué le ocurre, Jeff? —preguntó el detective.

—Nada —dije. Mi voz les dijo que mentía:—. Estaba admirando… las figuras de cera de abajo. El grupo de Marat. Y quise ver el sátiro. Es espantosamente buena… la expresión del sátiro, y la mujer que tiene en brazos.

La cabeza de Augustin saltó sobre su, cuello.

¿Qué? —dijo—. ¿Qué dice usted?

—Digo que es espantosamente bueno: el sátiro y la mujer que tiene en brazos…

Augustin dijo, como hipnotizado:

—Usted… debe de estar loco también. En los brazos del sátiro no hay ninguna mujer.