Bencolin no llevaba traje de etiqueta; por eso se sabía que nadie corría peligro.
Existe una leyenda sobre este elegante cazador de hombres —jefe de la policía de París—, conocida y creída en todos los rincones nocturnos, desde Montmartre hasta el Boulevard de la Chapelle. Los parisienses, aun aquellos que tienen motivos para temer a los detectives, prefieren imaginarlos pintorescos. Bencolin tenía costumbre de vagabundear por las boîtes de nuit: desde las elegantes que empiezan a subir por la rué Fontaine hasta los lóbregos lugares de las cercanías de la Porte St. Martin. Aun los peores sitios apiñados detrás del lado izquierdo del Boulevard St. Antoine —lugares poco conocidos por los turistas— lo habían visto bebiendo cerveza y escuchando el quejido chillón de una música de tango, bajo un pesado velo de humo de tabaco. El dice que esto le agrada. Le gusta sentarse oscuramente en una mesa frente a un vaso de cerveza, en una penumbra de luces de colores, y escuchar el jazz más estrepitoso… para tejer los sueños que se deslizan bajo sus arqueadas cejas de Mefistófeles. Esto no es completamente cierto, porque su presencia es algo menos oscura que la de una banda. Pero no habla; sonríe agradablemente y fuma cigarros toda la noche.
La leyenda dice que cuando en tales ocasiones viste traje ordinario, ha salido por placer. Al verle con esa indumentaria, los propietarios de los cafés dudosos se vuelven efusivos, se inclinan y le ofrecen champagne. Cuando viste de smoking, sigue la pista de algo, vigila y especula; los propietarios, intranquilos, le ofrecen entonces una buena mesa y le dan una bebida breve, como, por ejemplo, coñac.
Pero cuando se pasea vestido de frac, con la conocida capa, sombrero de copa y bastón de puño de plata; cuando su sonrisa es suave y hay un ligero bulto debajo de su brazo izquierdo…, entonces, señores, esto significa peligro, y tened la seguridad de que todo el mundo lo sabe. El propietario no le ofrece bebidas. La orquesta desafina un poco. Los camareros dejan caer uno o dos platos, y los entendidos, si los acompaña alguna môme favorita, se apresuran a llevársela antes de que reluzca un cuchillo.
Por raro que parezca, esta leyenda es verdadera. He dicho a Bencolin que tal procedimiento está por debajo de su dignidad de juge d’instruction. Estrictamente hablando, éste no es uno de sus deberes, y podría hacerlo igualmente un inspector de menor categoría. Pero sé que decirle tal cosa es inútil, porque se divierte enormemente. Continuará así, hasta que alguna rápida navaja o una bala lo arroje en algún callejón alumbrado a gas, sabe Dios de qué horrible barrio, con sus botones de ópalo hundidos en el fango y el estoque a medio desenvainar.
Le he acompañado ocasionalmente algunas noches, pero una vez solamente, cuando llevaba corbata blanca. Aquella noche fue muy ruda, hasta que cerramos las esposas en las muñecas del hombre. Recibí por lo menos dos agujeros en un sombrero nuevo, dije malas palabras, y Bencolin se rió, hasta que, finalmente, entregamos el ruidoso caballero a los gendarmes. La noche de octubre en que comienza esta crónica escuché, pues —con lo que mis compatriotas llaman confusos sentimientos—, una llamada telefónica de Bencolin, invitándome a salir.
—¿De etiqueta? —pregunté. Respondió—: En modo alguno. —Lo que fue tranquilizador.
Habíamos seguido las luces rosadas de los bulevares hasta el vulgar, sucio y ruidoso barrio que rodea la Porte St. Martin, donde abundan los lupanares, y alguien parece estar siempre excavando la calle. A medianoche estábamos sentados en un cabaret de un sótano, con intención de beber mucho. Los extranjeros, mis compatriotas especialmente, creen persistentemente que los franceses no se emborrachan. Recuerdo que esta jocosa creencia fue discutida por Bencolin, mientras nos abríamos camino hacia una mesa arrinconada y pedíamos nuestro coñac, gritando sobre el tumulto.
Hacía mucho calor allí, aunque el humo era cortado por ventiladores. Un reflector de luz azul jugaba en la oscuridad sobre las intrincadas sombras de los bailarines, y tornaba espantosa alguna cara pintada, que aparecía para sumergirse después en el montón. Moviéndose a compás, con un largo y sordo ronquido, la orquesta ejecutaba lentamente un tango. El lamento de los saxofones tan pronto se elevaba, trémulo, como caía, mientras los murmurantes bailarines se balanceaban al compás y las sombras se dibujaban en las paredes iluminadas de azul. Dependientas y acompañantes se entregaban con los ojos cerrados a la música, porque el tango es, entre todos los bailes, el de ritmo más salvaje y apasionado. Miré las cansadas caras que aparecían y desaparecían, como rostros barridos por una ola negra, bajo una luz que ahora se había vuelto verde; algunos parecían borrachos, y todos tenían un aire de pesadilla; en las cadencias del ruido, cuando el quejido del acordeón se quebraba, podía oírse el murmullo de los ventiladores.
—¿Por qué ha elegido especialmente este lugar? —pregunté.
Con flores y ruidos de platos, el mozo había deslizado nuestras bebidas sobre la mesa.
Sin levantar los ojos, Bencolin dijo:
—No mire ahora, pero fíjese después en el hombre sentado dos mesas más allá, en el rincón. Aquel que evita encontrar mi mirada.
Miré. Estaba demasiado oscuro para distinguir con claridad, pero una de las veces la luz verde del reflector cayó sobre el rostro indicado. El hombre tenía abrazadas a dos muchachas y se reía entre ellas. En el breve resplandor fantasmal vi el brillo de una negra cabellera con brillantina, una pesada mandíbula, una nariz de gancho y ojos que miraban fijamente el reflector. Esta cara no hacía juego con el ambiente prosaico, aunque no podía decir por qué. Ver el escurridizo brillo de esos ojos en el rayo de ‘luz era como iluminar un rincón oscuro, y ver la aparición y la fuga de una araña. Pensé que si le encontrara otra vez, le reconocería.
—¿Una presa? —pregunté.
Bencolin sacudió la cabeza.
—No… por ahora no… Pero esperamos a alguien… ¡Ah, ahí está nuestro hombre! Viene hacia la mesa. Acabe de beber.
La figura indicada zigzagueaba entre las filas de mesas, evidentemente perpleja e indecisa. Era un hombrecito de cabeza grande y lacias patillas blancas. Cuando la luz verde brilló en sus ojos, los cerró, y tropezó con un grupo de clientes. El pánico se apoderó de él, y sus miradas buscaron a Bencolin. Este se movió hacia mí; nos levantamos y el hombrecito nos siguió hasta el fondo de la sala. Eché una mirada al hombre de nariz de gancho. Había arrimado contra su pecho la cabeza de una de las muchachas y con una mano jugaba distraídamente con los cabellos de ésta, mientras nos miraba sin pestañear… Cerca de la plataforma de la orquesta, donde el ruido era ensordecedor, Bencolin encontró una puerta.
Entramos en un corredor blanqueado, con una bombilla eléctrica que iluminaba confusamente nuestras cabezas. El hombrecito se paró delante de nosotros, con la cabeza a un lado, , la espalda inclinada; parpadeando nerviosamente. Sus ojos, rodeados de un círculo rojo, parecían crecer curiosamente, redondearse y encogerse después, como si latieran. El bigote ralo y las patillas blancas eran demasiado grandes para su cara angulosa; los pómulos brillaban, pero la cabeza calva parecía estar cubierta de polvo. Dos mechones de cabello blanco se levantaban detrás de las orejas. Llevaba un traje negro, gastado y demasiado grande para él, y parecía nervioso.
—No sé lo que desea el señor —dijo con voz aguda—. Pero aquí estoy. He cerrado mi museo.
—Jeff —me dijo Bencolin—, éste es el señor Augustin. Es dueño de la más antigua colección de figuras de cera de París.
—El Museo Augustin —explicó el hombrecito. Levantó la cabeza y se irguió inconscientemente; como si se encontrara frente a una cámara fotográfica—. Yo mismo hago todas las figuras. ¿Qué? ¿No ha oído usted hablar del Museo Augustin?
Parpadeó nerviosamente, y yo asentí, aunque jamás había oído hablar de aquel lugar. Conocía el Museo Grévin, pero el Museo Augustin era cosa nueva.
—No viene tanta gente como antes —dijo Augustin sacudiendo la cabeza—. Eso es porque no quiero mudarme a los bulevares, y poner luz eléctrica, y servir bebidas. ¡Bah! —retorció impetuosamente su sombrero—. ¿Qué se creen? No es el Luna Park. Es un museo. Es arte. Trabajo como trabajaba mi padre, por amor al arte. Grandes hombres elogiaron el trabajo de mi padre…
Se dirigía a mí, casi desafiante, casi suplicando, con grandes ademanes y retorciendo otra vez su sombrero. Bencolin le interrumpió llevándonos por el corredor hacia abajo, donde abrió otra puerta.
Junto a una mesa, en medio de una habitación charra, cuyas ventanas estaban cubiertas por gastadas cortinas rojas, y que se usaba evidentemente para citas, un joven se
levantó cuando entramos. Tales lugares tienen una enfermiza atmósfera de mezquina lujuria y perfumes baratos; surge en la mente el cuadro de innumerables encuentros bajo una luz con polvorienta pantalla rosa. El joven, que había fumado cigarrillos hasta que el aire estancado se hizo casi asfixiante, era una figura inapropiada allí. Estaba tostado por el sol y su cuerpo era atlético, de cabello oscuro y corto, ojos de mirada lejana y porte militar. Hasta su bigote tenía la sequedad de una orden militar. Se notaba que durante el tiempo que había esperado estuvo perdido y nervioso; ahora que se le presentaba algo concretó, sus ojos se achicaron y se tranquilizó.
—Debo disculparme —dijo Bencolin— por elegir este lugar para una conferencia. De todos modos, estaremos aislados… Permítanme que les presente: el capitán Chaumont, señor Marle, un socio mío, y el señor Augustin.
El joven se inclinó sin sonreír. Evidentemente no estaba muy acostumbrado a la ropa civil, y sus manos se movían arriba y abajo, a los costados del traje. Saludó, mientras observaba a Augustin con expresión grave.
—Bueno —dijo—. ¿Este es el hombre, entonces?
—No comprendo —replicó Augustin. Su bigote se erizó; se adelantó—. Usted habla, señor, como si se me acusara de algún crimen. Tengo derecho a una explicación.
—Siéntese, por favor —dijo Bencolin. Acercamos unas sillas a la mesa sobre la que brillaba la lámpara de pantalla rosada, pero el capitán Chaumont siguió de pie, tanteando el costado izquierdo de su chaqueta como si buscara un sable.
—Ahora —dijo Bencolin— sólo deseo hacer algunas preguntas. No lo tome usted a mal, señor Augustin.
—Claro que no —contestó el otro con dignidad.
—Tengo entendido que usted es propietario de las figuras de cera desde hace mucho tiempo.
—Cuarenta y dos años. Esta es la primera vez —dijo Augustin con voz vibrante, y mirando con sus ojos de círculos enrojecidos a Chaumont— que la policía…
—Pero el número de personas que visitan su museo… es escaso.
—Ya le he dicho por qué. No me importa. Trabajo sólo por el arte.
—¿Cuántos ayudantes tiene?
—¿Ayudantes? —los pensamientos de Augustin tomaron otro rumbo; parpadeó otra vez—. Y bien; solamente mi hija. Ella vende las entradas y yo las recojo. Yo hago todo el trabajo.
Bencolin estaba distraído y casi complacido, pero el otro hombre miraba fijamente a Augustin, y creo que descubrí un odio silencioso en aquellas miradas penetrantes. Chaumont se sentó.
—¿No va usted a preguntarle…? —dijo el joven, apretándose las manos con fuerza.
—Sí —contestó Bencolin. Sacó del bolsillo una fotografía—. Señor Augustin, ¿ha visto usted antes a esta joven?
Inclinándome, vi un rostro insípido, extremadamente bonito, mirando coquetamente desde el retrato: una muchacha de unos diecinueve o veinte años, con vivaces ojos oscuros, labios llenos y un débil mentón. En un rincón estaba la marca del fotógrafo de moda en París. No se trataba de una midinette. Chaumont miró los suaves tonos grises y negros de la fotografía, como si le hirieran los ojos. Cuando Augustin dejó de estudiar el retrato, Chaumont lo tomó y le dio la vuelta. Se inclinó hacia el centro de luz amarilla: la cara morena, que parecía mordida y pulida por tempestades de arena, estaba impasible, pero un resplandor brillaba detrás de los ojos.
—Piense usted bien —dijo—. Era mi novia.
—No sé —dijo Augustin. Sus ojos estaban atormentados—. Yo… no puede usted esperar que yo…
—¿La ha visto usted antes? —insistió Bencolin.
—¿Qué es esto, señor? —preguntó Augustin—. Todos me interrogan como si yo… ¿Qué desean? Me han interrogado sobre ese retrato. Es una cara familiar. La he visto en alguna parte, porque nunca olvido nada. Siempre estudio la gente que visita mi museo, para captar —extendió sus delicadas manos—, para captar la expresión… la sombra de la gente viva para mis figuras de cera. ¿Comprende?
Vaciló.
Miró intensamente a cada uno de nosotros, moviendo todavía los dedos como si la cera estuviera bajo sus manos.
—¡Pero… no sé! ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué he hecho? No hago daño a nadie. ¡Sólo quiero que me dejen en paz!
—La muchacha de este retrato —dijo Bencolin— es la señorita Odette Duchêne. Era hija del difunto Ministro de Gabinete. Ahora está muerta, y la última vez que se la vio viva fue entrando al Museo Augustin, de donde se sabe con seguridad que no volvió a salir.
Después de un largo silencio, durante el cual llevó una temblorosa mano a la cara, apretándose fuertemente los ojos, el viejo dijo en tono lastimero:
—Señor: he sido un hombre bueno toda mi vida. No sé lo que quiere usted decir.
—Fue asesinada —respondió Bencolin—. Su cadáver ha sido encontrado esta tarde flotando en el Sena.
Chaumont, mirando fijamente a través del cuarto, añadió:
—Magullada, golpeada… apuñalada.
—Augustin miró ambos rostros como si le llevaran lentamente contra una pared de piedra, empujándole a punta de bayoneta.
—¿No creerán ustedes… —murmuró al fin— que yo…?
—Si lo creyera —dijo Chaumont sonriendo súbitamente—, le estrangularía. Por eso queremos saber. Pero creo que no es la primera vez que ocurre una cosa semejante. El señor Bencolin me dice que, hace unos seis meses, otra muchacha fue al Museo Augustin y…
—¡Nunca se me interrogó sobre eso!
—¡No! —dijo Bencolin—. El museo era sólo uno de los lugares que ella había visitado. Le considerábamos a usted, señor, más allá de la sospecha. Además, aquella muchacha no volvió a aparecer. Puede haber desaparecido voluntariamente. Hay muchos casos semejantes.
Pese a su miedo, Augustin hizo un esfuerzo por enfrentar tranquilamente la mirada del detective.
—¿Por qué? —preguntó—: ¿Por qué está usted tan seguro de que entró en mi museo y no volvió a salir?
—Contestaré a eso —intervino Chaumont—. Yo era novio de la señorita Duchêne. Ahora estoy en casa, con permiso. Nos prometimos hace un año, y yo no la había visto desde entonces. Al volver, noté un gran cambio. Pero eso no interesa. Ayer, la señorita Duchêne debía tomar el té en el Pavilion Dauphine con la señorita Martel, una amiga de ella, y conmigo. Se comportó… extrañamente. A las cuatro me telefoneó para cancelarla cita, sin darme razones. Telefoneé a la señorita Martel y me enteré que ella había recibido la misma comunicación. Presentí algo malo. Por lo tanto, me encaminé inmediatamente a la casa de la señorita Duchêne. Cuando llegué, ella se marchaba en un taxi. Tomé otro coche… y la seguí.
Chaumont se irguió. Rígidos músculos contrajeron sus mejillas.
—No veo motivo para defender mis actos. Un novio tiene derechos… Me interesé particularmente cuando vi que el taxi se encaminaba hacia este barrio. No es un lugar apropiado para una muchacha, ni siquiera de día. Despidió el taxi frente al Museo Augustin. Me sorprendió, porque ignoraba que le interesaran las figuras de cera. Luché conmigo mismo para decidir si debía seguirla o no; tengo mi orgullo.
Chaumont nunca perdía la calma. Era un hombre educado en el austero molde que Francia da a sus soldados cuando son también caballeros. Nos miró consecutivamente, con una mirada que desafiaba comentarios.
—Vi anunciado en la pizarra que el museo cerraba a las cinco. Faltaba media hora. Esperé. Cuando el museo cerró sin que ella hubiera aparecido, supuse que había salido por otra puerta. Además… estaba enojado por haber tenido que aguardar en la calle todo aquel tiempo… sin resultado.
Su cabeza se adelantó, y miró a Augustin con creciente fijeza.
—Me enteré hoy, cuando ella no volvió a su casa y yo hice averiguaciones, de que el museo no tiene otra salida. ¿Qué me dice usted?
Augustin echó hacia atrás su silla.
—¡Pero la hay! —afirmó—. ¡Hay otra salida!
—Creo que no está habilitada para el público —indicó Bencolin.
—No… ¡No, naturalmente, no! Da a una calle transversal; comunica con las paredes traseras del museo, detrás de las figuras, donde yo arreglo las luces. Es privada. ¡Pero, el señor dice…!
—Y siempre está cerrada —continuó Bencolin pensativo.
El viejo levantó los brazos con un grito.
—¡Bueno! ¿Qué quieren de mí? ¡Digan algo! ¿Tratan de arrestarme por asesinato?
—No —dijo Bencolin—. En primer lugar, queremos examinar su museo. En segundo lugar, queremos saber si usted ha visto a esa muchacha.
Levantándose tambaleante, Augustin puso sus marchitas manos sobre la mesa y se inclinó casi hasta el rostro de Bencolin. Sus ojos se agrandaban y retrocedían en aquella extraña, casi terrible ilusión.
—Entonces —dijo—, la respuesta es que sí. ¡Sí! Porque han pasado cosas que no comprendo muy bien en ese museo. Me pregunto si estaré enloqueciendo.
Agachó la cabeza.
—Siéntese —sugirió Bencolin—. Siéntese y cuéntenos eso.
Chaumont se inclinó sobre la mesa y empujó suavemente al viejo hacia su silla. Este se sentó, cabeceando por un momento y golpeando con el dedo sus hirsutos labios.
—No sé si ustedes podrán apreciar lo que digo —nos dijo. Su voz era seria y aguda. Se notaba que por largo tiempo había deseado un confidente—. Me refiero al propósito, la ilusión, el espíritu de las figuras de cera. Es una atmósfera de muerte; sin sonido y sin movimiento. Grutas de piedra, como en un sueño, las separan de la luz del día; sus ruidos son ecos, y el museo está lleno de una triste luz verde, como si se tratara de profundidades submarinas. ¿Comprenden? Todos los personajes están muertos, en actitudes sublimes o de horror. En mis cavernas hay verdaderas escenas del pasado. Marat es apuñalado en el baño. Luis XVI muere con la cabeza bajo la cuchilla de la guillotina. Bonaparte muere, con la cara pálida, en la cama de un cuartito pardo en Santa Elena, con la tempestad fuera y un criado durmiéndose sobre una silla…
El hombrecito hablaba como consigo mismo, pero tiró de la manga de Bencolin.
—Y… ¿comprende usted?… Este silencio, este quieto huésped de la penumbra, es mi mundo. Creo que es como la muerte, exactamente, porque la muerte debe consistir en gente helada para siempre en las actitudes que tenían al morir. Pero ésta es la única fantasía que me permito. No imagino que las figuras vivan. He pasado muchas noches entre mis figuras, y he cruzado las rejas, y me he detenido frente a ellas. He mirado la cara muerta de Bonaparte, imaginando que realmente estaba en la habitación en que murió; tan fuerte era mi fantasía, que pude ver estremecerse la luz nocturna, y escuché el viento y el gemido de agonía en su garganta…
— ¡Eso son tonterías! —interrumpió Chaumont.
—No… ¡Déjeme seguir! —insistió Augustin lastimero, en su extraña y distante voz—. Señores, yo me siento débil después de una noche semejante; tiemblo y me restriego los ojos. Pero, comprendan bien, nunca he creído que mis figuras vivieran realmente. Si alguna de ellas llegara a moverse —su voz se elevó aguda—; si una de ellas llegara a moverse bajo mis ojos, creo que me volvería loco.
Esto era lo que temía. Una vez más Chaumont hizo un gesto de impaciencia, pero Bencolin le hizo señas de guardar silencio. El detective, con su barbado mentón en la mano y entornando los pesados párpados, miraba a Augustin con creciente interés.
—¿Se ha reído usted en los museos de figuras de cera —se apresuró a añadir el viejo— de la gente que, al encontrarse frente a las figuras, imagina que son reales? —Miraba a Bencolin, que asintió—. También habrá visto que, cuando alguna persona viva se queda quieta, creen que es una figura de cera; y ¿les ha visto usted dar un salto y gritar cuando la persona se mueve?… Bueno, en mi Galería de los Horrores está la figura de Madame Louchard, la asesina del hacha. ¿Ha oído hablar de ella?
—La mandé yo a la guillotina —contestó Bencolin brevemente.
—¡Ah! Comprenda, señor —dijo Augustin con alguna ansiedad—. Algunas de esas figuras son como viejos amigos. Puedo hablar con ellas. Las quiero. Pero Madame Louchard… no puedo hacer nada de esto con ella, ni siquiera cuando la estaba modelando. Vi que algo diabólico tomaba forma en la cera bajo mis dedos. Era una obra maestra, pero me dio miedo. —Se estremeció—. Está en la Galería; es muy sobria, muy bella, con las manos juntas. Casi parece una novia, con su chal de pieles y su pequeño sombrero pardo. Una noche, hace varios meses, cuando yo estaba cerrando, juraría que vi a Madame Louchard, con su chal de pieles y su sombrerito, caminar bajo la luz verdosa de la Galería…
Chaumont dio un puñetazo en la mesa. Dijo desesperadamente:
—Vámonos. Este hombre está loco.
—No. Era una ilusión… Ella estaba en su sitio, señor —dijo Augustin a Chaumont, mirándole fijamente—. Haría usted mejor en escuchar, porque tal vez le interese esto. La señorita desaparecida era su novia. ¡Bueno!… ¿Quiere usted saber por qué recuerdo a su novia? ¡Voy a decírselo! Llegó ayer, una media hora antes de que cerráramos. No había más que una o dos personas en el vestíbulo principal, y reparé en ella. Yo estaba de pie junto a la puerta que conduce a los sótanos… donde tengo la Galería de los Horrores… y, en el primer momento, ella pareció creer que yo era de cera, y me miró curiosamente. Una hermosa muchacha. Chic. Después me preguntó: «¿Dónde está el sátiro?».
—¿Qué diablos quería decir con eso? —gruñó Chaumont.
—Es una de las figuras de la Galería. ¡Pero escuchen! —Augustin volvió a inclinarse. Su bigote y sus patillas blancas, su brillante cara huesuda, sus pálidos ojos azules temblaban gravemente—. Me dio las gracias. Cuando ella empezó a bajar las escaleras pensé que debía salir un momento y averiguar cuánto tiempo faltaba para cerrar. En el momento de irme, volví la vista hacia atrás y miré hacia las escaleras que descendían… La verde y mortecina luz brillaba sobre las rudas piedras de las paredes a ambos lados de la escalera. La señorita estaba muy cerca del descansillo. Podía oír sus pasos y verla buscar cuidadosamente el camino. Y entonces, casi juraría haber visto otra figura en la escalera, siguiéndola en silencio. La figura de Madame Louchard; la asesina, porque pude ver su chal de pieles y su sombrerito pardo.