A las nueve de la mañana el sol pegaba fuerte sobre el aeropuerto de Santiago. Vaya. Estaba pisando suelo chileno luego de dieciséis años por el mundo. ¿Por qué no saliste conmigo, Verónica? ¿Por qué ninguna bruja nos vendió el bálsamo para ver el futuro? ¿Por qué la fiebre de aquello tan inexplicable y que llamábamos consecuencia se interpuso entre el amor y nos dejó en frentes diferentes? ¿Por qué fui tan imbécil? ¿Por qué?
—Belmonte, Juan Belmonte —dijo el agente de Interpol examinando el pasaporte.
—Sí. Ese es mi nombre. ¿Pasa algo?
—Nada. Estamos en democracia. No pasa nada.
—¿Entonces?
—Es que se llama igual que un famoso torero, ¿lo sabía?
—No. Es la primera vez que me lo dicen.
—Hay que leer. Belmonte fue un gran torero. Caramba, lleva varios años sin venir a Chile.
—Así es. Soy un turista consuetudinario y el mundo está lleno de lugares interesantes.
—No me interesa saber qué hizo en el extranjero ni los motivos por los que salió. Sin embargo le daré un consejo y gratis: éste no es el país que dejó al salir. Las cosas han cambiado y para mejor, así que no intente crear problemas. Estamos en democracia y todos felices.
El tipo tenía razón. El país estaba en democracia. Ni siquiera se molestó en decir que habían, o que se había, recuperado la democracia. No. Chile «estaba» en democracia, lo que equivalía a decir que estaba en el buen camino y que cualquier pregunta incómoda podía alejarlo de la senda correcta.
Tal vez ese mismo tipo había hecho parte de su carrera en prisiones que nunca existieron o de cuyos paraderos es imposible acordarse, interrogando a mujeres, ancianos, adultos y niños que nunca fueron detenidos y de cuyos rostros es imposible acordarse, porque cuando la democracia abrió las piernas para que Chile pudiera estar en ella, dijo primero el precio, y la divisa en que se hizo pagar se llama olvido.
Quizás ese mismo tipo que ahora se permitía darme el consejo de no ocasionar problemas fue uno de los que se ensañaron con Verónica, contigo, amor mío, con tu cuerpo y tu mente, y ahora disfruta la tranquilidad de los vencedores, porque nos ganaron, amor mio, nos ganaron olímpicamente y por goleada, sin dejarnos siquiera el consuelo de creer que habíamos perdido luchando por la mejor de las causas. Y como no se puede saltar al cuello del primer sujeto que nos huele a hijo de puta, decidí alejarme rápidamente del control policial.
Siguiendo las instrucciones de Kramer, apenas salí de los controles me fui a las ventanillas de la línea aérea nacional. Allí me entregaron los boletos para seguir vuelo a Punta Arenas. Disponía de dos horas, de tal manera que dejé la valija y salí del edificio para reencontrar el calor.
El aeropuerto está rodeado por un parque de coníferas, compré un periódico al azar y me dirigí a un asiento sombreado. Desde aquel lugar estudié el desplazamiento solar y me volví hacia el sur. En esa dirección, en algún lugar estaba Verónica. Casi me alegré de tener el billete a Punta Arenas en el bolsillo. Cuánto ansiaba y temía el encuentro.
Abrí el periódico. Las noticias hablaban de las dificultades de la selección chilena de fútbol, del aumento de las exportaciones, del encanto manifestado por los turistas que veraneaban en los balnearios costeros. Entre las informaciones destacaban fotografías de individuos sonrientes triunfadores, dueños del futuro. Reconocí a varios ex dirigentes de la izquierda revolucionaria bajo trajes bien cortados y corbatas de diseño. No me importaron, soy todavía duro y el asco no me descontrola de buenas a primeras, pero creo que salté al ver la foto del hombre con los ojos abiertos y un agujero en medio de la frente.
La información hablaba de un crimen:
«En su domicilio de la calle Ureta Cox 120 departamento 3-C, fue encontrado el cadáver de Bonifacio Prado Cifuentes, cuarenta y cinco años, casado, sin profesión. Prado Cifuentes falleció de un disparo realizado a corta distancia. Según informaciones entregadas por la Brigada de Homicidios, Prado Cifuentes llevaba muerto unas cuarenta y ocho horas al ser encontrado por su cónyuge, Marcia Sandoval, de la que vivía separado. Consultados por la policía, los vecinos del inmueble declararon no haber escuchado ruido de pelea y mucho menos disparos en el departamento del occiso. Prado Cifuentes trabajaba como mayordomo del parvulario Lucero, en la comuna de San Miguel. Sus compañeros de trabajo lo definen como un hombre de carácter reservado…»
Vaya una vuelta de la vida. Durante muchos años quise encontrar a aquel hijo de puta del que no conocí más que su chapa política: «Galo». «Comandante Galo», y en ese momento, cuando todavía no llevaba media hora en Chile, un periódico me lo entregaba con un agujero entre los ojos y su identidad completa.
Lo conocí de la peor de las maneras, en Nicaragua a comienzos de los ochenta.
Los internacionalistas de la Brigada Simón Bolívar sabíamos de la llegada de un contingente de chilenos y argentinos, tipos preparados en academias militares de Cuba, la URSS, y otros países socialistas, que, una vez disparado el último tiro contra la guardia de Somoza, aparecieron por Nicaragua para cumplir labores de depuración ideológica. No les temíamos ni nos preocupaban, tal vez porque los nicas nos habían contagiado su cultura de los huevos bien puestos; tipos que no habían tocado en el baile no tenían derecho a estar en nuestra banda. Pero ellos lo veían de manera diferente.
Una noche de enero de 1980, cinco enmascarados me interceptaron cerca del lugar donde vivía. Al mínimo intento de alegato respondieron golpeando con las culatas de sus kalashnikovs impecables, limpísimas, de esas que no dispararon jamás contra la guardia somocista. Recuerdo que perdí el conocimiento mientras me machacaban tendido en el suelo de un jeep y que, cuando abrí nuevamente los ojos, estaba molido y desnudo en un cuarto vacío. Las pateaduras se repitieron varias veces, con los intervalos necesarios para que no disfrutara de la inconsciencia. Aquellos gorilas hacían bien su trabajo. Sabían que al despertar del cuarto o quinto K.O. la víctima ha perdido la noción del tiempo y no sabe dónde está. Pero yo conocía muy bien aquel cuarto. Entonces se presentó Galo.
Hizo que me sentaran con las manos atadas a las patas delanteras de la silla. «Pau de arara del burócrata» llamábamos a aquella posición en la vieja jerga. No era la postura más confortable, porque los deseos de doblar el cuerpo eran impedidos por el gorila que me sostenía de los pelos. Galo se sentó frente a mí con la cara descubierta.
—Mírame bien. Soy el comandante Galo y vamos a tener una larga plática. Nombre y nacionalidad.
—Comandante de columna Iván Leiva. Nicaragüense.
—Me cago en tu grado. Te llamas Juan Belmonte y eres chileno.
—Comandante de columna Iván Leiva. Nicaragüense. Tus hombres tienen mis papeles.
—Me limpio el culo con ellos. Eres chileno. Infiltrado para desestabilizar el proceso revolucionario. Eres un agente de la CIA.
—Comunista paranoico. Pruébalo. Y si quieres desconcertarme dile a tus gorilas que me lleven a otro lugar. Conozco este cuarto. Sé dónde estamos; en el búnker. En este mismo cuarto juzgamos a varios «orejas» luego del triunfo. ¿Sabes de qué hablo? Hubo una insurrección en Nicaragua.
Las pateaduras se prolongaron durante dos semanas, y las acusaciones bajaron de categoría: de agente de la CIA pasé a provocador. De eso a trotskista, luego a anarquista, finalmente mi gran pecado fue haber combatido junto al Chato Peredo en Bolivia. Entraba a la tercera semana en el búnker, cuando quiso la suerte que me viera un comandante sandinista.
—¡Hermano! ¿Qué haces aquí, y en bolas?
—Pregúntale a Galo.
Me sacó puteando a los gorilas de bellos uniformes, los que respondían haciendo chocar los talones y llevándose un puño cerrado al corazón. Mientras caminábamos por las ruinosas calles de Managua el sandinista me informó del trabajo de Galo.
—Les dieron con todo a los compañeros de la Simón Bolívar. Los desarmaron, detuvieron y juzgaron. Bueno. A su manera. La Brigada ya no existe, hermano. Lo sentimos, pero la política es el arte de negociar, y los cubanos tienen sus exigencias. Tu entiendes.
Entendí. Por entender, tuve que renunciar a mi recién adquirida nacionalidad nicaragüense, a mi nueva identidad, volver a ser chileno, a llamarme Juan Belmonte y a salir de Centroamérica. Pero por lo menos puedo contarlo. Otros no tuvieron la misma fortuna y desaparecieron en las mazmorras argentinas, paraguayas, uruguayas, porque Galo se encargó de devolverlos a sus países de origen.
Empezaba a sentir simpatías por el asesino de Galo cuando un detalle del periódico me inquietó. Junto a la toma que enseñaba el primer plano de su rostro había otra, de la habitación, que lo mostraba de cuerpo entero junto a una silla derribada.
A escasa distancia de sus pies se veía una estantería, y en la última tabla de arriba asomaba una figura que me pareció familiar.
Los detalles de la foto eran borrosos. Volví al edificio del aeropuerto y fui directamente al puesto de prensa. Aliviado vi que tenían anteojos de lectura. Compré un par, y entonces la imagen amplificada me permitió reconocer al monigote: era un cascanueces de madera. Un típico cascanueces sajón.
No me gustó. Y siempre que algo no me gusta mis neuronas empiezan a hilar fino.
La información del periódico decía que Galo trabajaba en un parvulario desde hacía dos años. Eso significaba que regresó a Chile durante la dictadura. En 1980 era un tipo joven que reunía experiencia y hacía méritos. Luego de su trabajo en Nicaragua el Partido tenía que haberlo movido a un país socialista de los duros. A Cuba no. Los latinoamericanos siempre terminamos por encontrarnos para saldar las viejas cuentas, y los colombianos de la Simón Bolívar que consiguieron salir indemnes de Nicaragua se la tenían jurada. A Cuba no. Tampoco a China o a Corea. Los camaradas de ojos rasgados comerciaban con Pinochet. Tampoco a la URSS. En ese mismo año 1980 el PCUS congeló la preparación militar de los chilenos. Los soviéticos descubrieron que el aparato militar del partido comunista estaba infiltrado por la dictadura. Tampoco a la URSS. El trabajo realizado en Nicaragua hizo a Galo merecedor de un premio, y el único lugar donde podían dárselo era Cottbus, la academia de inteligencia militar de la RDA. Aquel cascanueces sajón insistía en probarme que Galo estuvo en Cottbus y, de paso, en llenarme de interrogantes: si Galo pasó por Cottbus, ¿conoció al Mayor? ¿Era el hombre del Mayor en Chile? Si todo esto se confirmaba, el cadáver de Galo auguraba dificultades que ni Kramer ni yo supusimos.
—Quiero cambiar mi vuelo a Punta Arenas —dije a la chica de la aerolínea.
—¿Cuándo quiere volar, señor?
—Mañana, o pasado.
—Le haré reservaciones, señor Belmonte. Pero por favor, si no vuela, cancele varias horas antes de la salida del avión.
—Gracias. Muy amable.
—De nada. Estamos en democracia.
Santiago. Qué ciudad tan fea. El sol pegaba como un castigo a las doce del día. Salí del metro a la Gran Avenida, justo a pocos metros de la calle Ureta Cox. No sabía qué buscar en la vivienda de Galo, pero iba seguro de encontrarlo. Frente al edificio había una fábrica. Varios obreros con monos azules se reunían en un quiosco de refrescos. Me acerqué y pedí un helado.
—Putas, qué calor hace —dijo un petisito que me recordó a Pedro de Valdivia.
—Así es. Hace más calor que la cresta —respondí sorprendido de recuperar el idioma chileno.
—Y uno trabajando, como huevón —agregó el petisito.
—Hay que trabajar.
—Claro. ¿Y usted? ¿En qué se las machuca?
—Soy cobrador de una mueblería. Espero a un cliente que vive ahí enfrente.
—¿Allí, donde se cargaron a un tipo?
—Allí mismo. Qué extraño que no se ven policías.
—Hay. Dejaron a un par de carabineros, pero ahora están almorzando en el bar de la esquina.
Subí los escalones de dos en dos. La puerta 3-C estaba sin llave, como si el cinturón de plástico del precintado judicial sirviera de barricada. Entré. Lo primero que vi fue la silueta de Galo marcada con tiza en el suelo. Fui directo a la estantería y tomé el cascanueces sajón. Lo di vuelta. Tenía una dedicatoria en alemán: «Genosse Moreira Wir werden siegen. Berlín, 7. November 1985». Compañero Moreira, venceremos. ¿Se movió con esa chapa en la RDA? Recuerdo del día de la revolución bolchevique. Recorrí las habitaciones buscando lo que no sabía, hasta que de pronto decidí que estaba actuando estúpidamente. «Vamos, Belmonte», me dije, «¿dónde tendrías el barretín?»
Me envolví un puño con una toalla y rompí el espejo del baño. No fue difícil dar con el ladrillo suelto. En el barretín encontré una baqueta para limpiar un cañón calibre nueve, una lata de aceite Walter, y una llave con la inscripción: CORREOS DE CHILE 2722.
Salí de allí caminando con calma. Al parecer los carabineros disfrutaban de un buen almuerzo.
Al llegar a la esquina de la Gran Avenida con Ureta Cox pensé que me bastaba con subir al metro y en cinco minutos estaría frente a la casa de la señora Ana. ¿Reaccionaría Verónica? ¿Sería amor, como si despertaras de un largo sueño? ¿Me llenarías de preguntas? ¿Sería yo capaz de responderlas? Con la llave en una mano entré a un restaurante.
—¿Qué va a ser? —saludó el mozo.
—El menú. ¿Qué hay?
—Pastel de choclos, ensalada, asado con papas fritas, vino o agua.
—Asado.
—No. El menú es todo eso, además del postre se entiende.
Me sorprendió comprobar que no sentía el cansancio de las horas de vuelo y que además comía con voracidad. «Vaya, Belmonte. Parece que sigues siendo chileno», me dije trinchando carne asada.
«Galo», «Moreira», o como se llamara, debía de tener alquilada la casilla en un correo de barrio, pero no en el suyo. Tampoco cerca del trabajo. Que la llave estuviera oculta en el barretín hablaba de la importancia de la casilla. Debía de ser en un correo de gran movimiento, pero no en el central. Antes de pagar pedí una guía de teléfonos y miré la larga lista de correos santiaguinos.
En el correo de la Avenida Matta, que elegí por el comercio que lo rodea, no resultó. La llave no correspondía. En el correo del mercado central, tampoco. Inteligente, Galo. Me llevó tres horas dar con el correo preciso. Funcionaba en un edificio compartido con un municipio, un banco y un centro comercial.
Abrí la casilla. La urna estaba vacía. Luego de echar una mirada al personal decidí intentar un bluf. Me acerqué al funcionario de más edad.
—Señor, disculpe, ¿cómo se llama la señorita nueva?
—¿Cuál? Hay dos nuevas. ¿La rubia?
—No. La otra.
—Ah, Jacqueline. Se llama Jacqueline.
—Gracias. No me acordaba. Gracias.
—Claro, como es tan nueva…
Bendita la costumbre que obliga a los funcionarios a llevar una placa de acrílico con sus nombres.
Me acerqué a la ventanilla que atendía «J. Gatica» para seguir con el bluf.
—Señorita, ¿puede ayudarme?
—Diga, señor.
—Tengo una casilla aquí y estoy esperando una carta de Alemania. Es de mi hermano, ¿sabe?, y en ella vienen documentos importantes. Lo extraño es que ayer hablé por teléfono con mi hermano y me dijo que mandó la carta hace como dos semanas. ¿Qué habrá pasado?
—¿Cómo es su nombre?
—Bonifacio Prado Cifuentes, casilla 2722.
«J. Gatica» se levantó y consultó un grueso cuaderno. Anotó algo en un papel y regresó a su puesto.
Ya recibió la carta, señor Prado. La pusimos en su casilla hace nueve días. Venía de Berlín, Alexander Platz, y el remitente respondía a las iniciales W.S.
—Qué cosas. Tal vez la retiró mi mujer y se olvidó de dármela.
—Eso debe ser, señor Prado.
Santiago era para mí una ciudad nueva en muchos aspectos. Algunos me alegraron, uno de ellos fue la proliferación de centrales telefónicas en las estaciones del metro. Cinco de la tarde en Chile. Diez de la noche en Hamburgo. Kramer esperaba mi llamada desde la Tierra del Fuego a la medianoche. Me adelanté.
—¿Belmonte? ¿Cómo va todo? ¿Dónde estás?
—Creo que nada va. Estoy en Santiago.
—¿Qué diablos pasa?
—Escuche, Kramer: quiero que use sus relaciones con la pasma grande. Quiero que averigüe si tienen algo sobre un tipo de iniciales W.S. Creo que es el hombre del Mayor.
—Está bien. Busca un hotel y me llamas enseguida.
Los ordenadores de la pasma grande funcionaron con gran efectividad en Alemania. La llamada de Kramer la recibí a las ocho de la noche en un cuarto del Hotel Santa Lucía. Al inválido se le notaba eufórico.
—¿Belmonte? ¡Bingo!
—Escupa de una vez.
—W.S. Werner Schroeders. Esa era la chapa de un oficial de inteligencia de la RDA en la base de Cottbus. Se llama en realidad Frank Galinsky, y eso no es todo: voló hace cuatro días a Santiago de Chile. Mañana sales a la Tierra del Fuego. No hay tiempo que perder.
—Hay un problema, Kramer.
—¿Cuál?
—El tipo tiene una pistola nueve milímetros.
—Imposible. Nadie mete armas en los aviones de Lufthansa.
—La compró aquí. Y mató al vendedor.
—Tenemos un trato, Belmonte. Mañana me llamas desde el sur.
—Cumpliré con lo pactado, Kramer. Pero voy a actuar a mi manera.
Vi caer la noche sobre Santiago. Y Verónica estaba tan cerca, tan cerca, amor, y yo con mi miedo al encuentro, que lentamente dejaba de ser miedo, y si no corría a tus brazos era porque estaba paralizado por esa maldita fiebre que me hace llegar al final de lo que empiezo, y porque la cercanía de la acción me fue mostrando un camino que ya creía olvidado, Verónica, mi amor, el camino que me llevaría de regreso al que fui, al que quisiste.