El cascanueces de madera miraba la sala desde la parte más alta de una estantería. En su desmesurada boca abierta enseñaba dos hileras de dientes parejos y blancos. Los dientes superiores estaban pintados bajo un grueso labio púrpura, y los de abajo tallados en un extremo de la palanca que hacía de maxilar inferior. La palanca le cruzaba el cuerpo, salía por la espalda como una floja joroba colgante, y bastaba con moverla hacia arriba para que el maxilar bajara abriéndole la boca hasta la mitad del pecho. Otro movimiento de la palanca, esta vez hacia abajo, le cerraba la boca y la poderosa quijada destrozaba la nuez o lo que tuviera adentro.
Medía unos cuarenta centímetros de alto y representaba a un farolero sajón, altivo y disciplinado, de esos que existieron hasta que los bombarderos aliados sepultaron Dresden en 1945. En la cabezota hidrocefálica llevaba una chistera negra, y en el cuerpo le habían pintado un gabán azul, con botones, charreteras y bocamangas doradas. Unos pantalones blancos con ribetes azules y botas de montar negras completaban su indumentaria. En la mano derecha sostenía una larga vara con la punta plateada y en la izquierda un farolillo sexagonal. De las cortas alas de la chistera sobresalían mechones de crin de caballo, y un mostacho puntiagudo al estilo kaiser, pintado bajo la prominente nariz, terminaba la personificación del monigote. Se veía inútil y atónito. Como cualquier exiliado.
—El Bocazas se vino conmigo —dijo Javier Moreira indicando el cascanueces.
Moreira era un cuarentón de cabellera tan escasa como las razones que lo obligaban a asumir una identidad postiza, a sabiendas de que el otro conocía sus datos al dedillo. Pero así lo dictaban las reglas de una dramaturgia persistente como la sarna, y cuya observancia irrestricta tenía categoría de consecuencia. No se llamaba Javier Moreira, y el hombre sentado al otro lado de la mesa tampoco se llamaba Werner Schroeders. La vida insistía en mostrarse como lo que era: una farsa.
—Es una pieza de museo. Pero ya empezaron a fabricarlos en Hong Kong —comentó Schroeders.
—Así que todo se fue a la mierda.
—Algunos opinan lo contrario. Dicen que todo era una mierda, de tal manera que no precisó moverse de donde estaba.
—El hijo de puta de Gorbachov. Fueron demasiado blandos. Todos fuimos demasiado blandos. ¿No lo crees?
—Yo soy un tipo disciplinado. No pienso, no opino, no creo ni digo nada. Cumplo órdenes.
Moreira fue hasta el mueble de cocina y empezó a exprimir limones para hacer unas rondas de piscosour. Quería descubrir alguna señal de optimismo en las palabras del alemán. Si un individuo un «cuadro» como él, llegaba a Chile cumpliendo órdenes, quería decir que todavía había quienes las daban, y que tal vez aún no se libraba la última batalla. Pero los acontecimientos se habían sucedido con tal vertiginosa rapidez que la realidad pesaba como una lápida y no dejaba pasar ningún rayo de luz esperanzadora.
—Werner, ¿contabas con encontrarme?
—Corrí el riesgo, y me alegra comprobar que no me equivoqué.
Moreira se mordió los labios. Esperaba un «Sí naturalmente, compañero». Había regresado a Chile en 1986, en las peores condiciones, cuando su partido se deshacía, y su única acción consistió en alquilar una casilla en un correo de barrio y hacer dos copias de la llave. Una la envió a Cuba y la otra a la RDA. Durante casi cuatro años acudió cada lunes y cada jueves, disciplinadamente, a revisar la pequeña urna empotrada en una pared de ladrillos, enfrentándose siempre al vacío de los derrotados, de los náufragos olvidados en islas sin nombre, hasta que una tarde, y de eso hacía exactamente siete días, la presencia de un sobre remitido desde Berlín le provocó taquicardia.
En él encontró un aviso recortado de un periódico alemán: «¿Ratones? Déjenos su dirección y en siete días lo libramos de la plaga». El mensaje era breve, pero para Moreira contenía más información que una enciclopedia.
—Me alegra verte, Werner.
—Eso lo sabré luego de probar lo que haces.
Moreira sirvió dos copas.
—¿Brindamos por algo? ¿Por los viejos tiempos?
—Sigues siendo un romántico, Moreira. Te recuerdo como a uno de los pocos que se emocionaban al brindar por la hermandad de los pueblos.
—En Rostock. Con champaña de Crimea.
—O con ron. Nos pegamos unas buenas juergas con el agregado militar cubano.
—Por los viejos tiempos y los nobles camaradas.
—No tienes remedio, Moreira. Salud.
Los dos hombres se conocieron en Cottbus a comienzos de los ochenta. Por aquel tiempo existía un gran malestar en el Ministerio del Interior de la RDA, pues se estaban filtrando a Occidente los nombres de numerosos chivatos al servicio de la Stasi y todo indicaba que la válvula de escape era de fabricación latinoamericana.
Werner Schroeders era oficial de inteligencia, y con ese nombre lo conocían en el Departamento Latinoamericano del ministerio. En él recayó la misión de encontrar un veneno que eliminara el gusano en el corazón mismo de la manzana.
El acta confidencial de Javier Moreira hablaba de él como de un comunista a toda prueba. Destacado militante de las Juventudes Comunistas. Servicio militar en la infantería de Marina. Poco antes del golpe militar de 1973 fue integrante del aparato de seguridad del Partido. Hasta 1975 estuvo en la clandestinidad a cargo de la seguridad del Comité Central en el interior. Entre 1977 y 1979 recibió instrucción militar en Bulgaria y Cuba. A finales de 1979 se trasladó a Nicaragua como uno de los encargados de las operaciones de depuración ideológica. Su misión consistió en anular a los elementos trotskistas, anarquistas y guevaristas que ingresaron a Nicaragua con la Brigada Internacional Simón Bolívar.
—¿Con quién vives? —preguntó Schroeders.
—¿A qué viene la pregunta?
—El piso tiene tres cuartos. Mucho para un hombre solo.
—Ojos en la nuca. Vivo solo. Al volver de Chile me casé, pero duró poco. Mi ex se largó con sus cosas y el canario. Puedes contar con la casa.
—A mí me pasó lo mismo. Está bueno esto. Repite la ronda.
Werner Schroeders lo vio exprimir más limones y descubrió que en los movimientos de Moreira había una derrota demasiado palpable, casi obscena. Estaba muy lejos de ser el hombre seguro que en 1981, en un vetusto edificio de Berlín oriental, escuchó durante horas sin mover un músculo el informe de situación que le leyera, y que luego de recibir el atado de documentación falsa se despidió haciendo chocar los talones.
Moreira se reveló entonces como un hombre eficaz, como un «cuadro altamente confiable». Con la diligencia de una hormiga se movió por Frankfurt, Munich, Hamburgo, Berlín, Leipzig. Asistió a innumerables fiestas latinas. A misas católicas y protestantes. Escuchó cientos de discos de Mercedes Sosa, Joan Baez, Inti Illimani, Pete Seeger, Quilapayún, Viglietti. Marchó protestando por Bolivia, por Chile, por Sudáfrica, por Nicaragua, por El Salvador, por todos los países sumidos en conflictos de clase. Se dejó apalear en sentadas frente a centrales nucleares e industrias contaminantes. Bailó con sujetos vestidos de gitanas en festivales gay. Fumó marihuana cultivada en balcones y hachís comprado en Amsterdam. Fornicó en sacos de dormir, en camastros burgueses y al aire libre. Hizo en definitiva la vida normal del exilio latinoamericano. A los seis meses dio con la entrada del laberinto y regresó a Berlín con un retrato robot del minotauro.
En la RDA la Stasi golpeó con ganas. Los implicados alemanes fueron a dar al banquillo de los colaboradores con el enemigo de clase, les confiscaron los bienes y recibieron largas condenas en cárceles que poco o nada tenían que envidiarle a las mazmorras de Pinochet o de Videla. Los latinos que no alcanzaron a escapar fueron expulsados a sus países de origen, para felicidad de muchos dictadores de todos los pelajes, y Moreira recibió la orden de regresar a Frankfurt a cerrar el caso.
El cerebro del correo era un uruguayo, un militante con muchos años de circo entre los tupamaros. El oriental vio desmoronarse la red y se puso a hilar fino hasta que dio con la identidad del topo. Entonces hizo un análisis bastante objetivo de la situación: la represión proletaria no iba a estirar la mano hasta Frankfurt para raptarlo. No. No eran tontos los hijos de papá Stalin. Lo entregarían a la policía política de Alemania Occidental. Sabía demasiado acerca del movimiento contestatario de la RFA. Los alemanes occidentales le permitirían elegir entre servir como chivato o viajar al Uruguay a pudrirse en un penal de nombre paradójico, Libertad. Fue un análisis acertado. Como también lo fue pensar que tenía una carta de triunfo en las manos: conocía la verdadera identidad de Moreira. Los comunistas chilenos y los alemanes orientales no querrían ver «quemado» a un hombre en el que habían invertido dinero, confianza y tiempo. Vio una posibilidad de negociar con Moreira y se anticipó citándolo a conversar en un lugar abierto. Su propuesta era simple y directa: no destapar ni la acción desbaratadora ni la identidad de Moreira a cambio de un par de semanas de tranquilidad, tiempo suficiente para trasladarse a algún país escandinavo del que se comprometía a no salir jamás. Pensando en todo eso vio aparecer a Moreira por una de las entradas de la estación Konstablerwache. Lo que no vio ni previó fue al militante del Partido de los Trabajadores del Kurdistán que lo empujó hacia las vías del metro.
—Háblame de ti, Moreira. ¿Qué haces?
—Vegeto. Leo, cago, duermo, y vuelta a lo mismo. Perdí.
—El Partido tenía bienes.
—El Partido. Tú conociste a quien manejaba nuestras finanzas en Berlín. Un cuadro. Un gran compañero con estudios en la URSS y en la RDA. Ahora tiene una empresa de transportes, y la única vez que lo visité para pedirle apoyo me rezó el rosario de la economía de mercado: «No pueden crearse puestos de trabajo fantasmas, compañero. Entiendo su situación, pero yo no soy Cáritas, compañero. Estábamos equivocados, compañero. Así que, muy fraternalmente, compañero, cáguese de hambre y salga de mi oficina antes de que llame a la policía». El Partido. ¿Quieres saber en qué trabajo? Soy mayordomo, bonita palabra, pero no mayordomo de un Lord. Soy mayordomo de un parvulario. Cada mañana debo limpiar, encender la estufa, revisar los columpios para que ningún crío se desnuque, pulir el tobogán, reparar mesas y sillas enanas, colgar cortinas, juntar chupetes y tijeritas olvidadas, y por las tardes reunir los pañales enmierdados. El Partido. Estuve dos años viviendo del poco dinero que traje de la RDA y más tarde de lo que ganaba mi ex mujer. Pagar la casilla postal, mi contacto con la causa, con los hombres como tú, Werner, a veces me significó pasar semanas a pan y agua. El Partido. Algunos que fueron dirigentes están bien colocados, son individuos prósperos. Una vez visité a uno para pedirle trabajo y ¿sabes qué me preguntó?: «¿Cuáles son tus estudios, compañero?». Mis estudios. Geopolítica materialismo histórico y dialéctico, conducción psicológica de la guerra, técnicas de sabotaje, contrainteligencia, la teoría de Von Clausewitz, la de Ho Chi Minh, historia de la resistencia argelina, tae kwon do. Paja. Ni siquiera sirvo para ser basurero. El Partido. No existe. Todo fue una farsa, una miserable estafa. Cuando los rusos nos quitaron la teta en el ochenta y cinco se derrumbó todo y vino el sálvese quien pueda. Y para los actuales dirigentes los tipos como yo somos unos miserables aventureros, los responsables de la gran desgracia, los culpables del debacle. El Partido. Salud.
—Feo discurso, Moreira. Jamás pensé que se les derrumbaría el castillo de esa manera. Después de los rusos, los chinos y los italianos, ustedes tenían el cuarto partido comunista mejor organizado del planeta.
—Todo fue una estafa. ¿Preparo otra ronda?
—No. ¿Lo tienes?
—El matarratas. Sí.
Moreira fue hasta el cuarto de baño. Al retirar los pernos que fijaban el espejo a la muralla se vio retratado y sintió vergüenza. Se había mostrado como un sujeto desesperado, a punto de perder el control, ¿y para qué puede servir un hombre en semejante estado? Era pura escoria. Quitó el espejo y con la ayuda de una pinza movió el ladrillo que tapaba la boca del barretín.
Antes de volver a la sala se enjuagó la cara. Al poner sobre la mesa el bulto envuelto en una toalla respiró confiado. No estaba tan al fin del camino. Ahí tenía la prueba.
Werner desenvolvió el bulto.
—¿Crees que podría volver a Berlín?
—Colt nueve milímetros largo. Es una excelente pistola. Y este tubo, ¿qué diablos es?
—Tecnología criolla. Un silenciador. Empezamos a fabricarlos antes del setenta y tres. Es algo muy simple; un tubo de acero al que por dentro se le soldan cojinetes formando una espiral en sentido contrario a las estrías del cañón. Amortigua un ochenta por ciento del estampido. Se acopla por fuera del cañón y, aunque queda fijo, conviene sujetarlo con una mano para que el retroceso no lo desvíe.
—Admirable. ¿De veras funciona?
—Nunca te fallé. Werner. Respóndeme.
—Berlín. Ni lo pienses. ¿Ignoras la caza de brujas que se desató? No faltaría alguien que te reconociera, y por el momento cualquier delación confirma el pedigrí democrático del delator.
—Pero hay compañeros que podrían echarme una mano.
—Olvídalos. Se delatan unos a otros. Es una forma de sobrevivir, y debes saber que los alemanes somos campeones en eso. Al finalizar la segunda guerra cada vecino vendió al otro por una barra de chocolate o cigarrillos. Ahora lo hacemos por vídeos, autos, vacaciones en Torremolinos, trabajo.
—No lo puedo creer. Eran miles, cientos de miles los compañeros. Yo los vi desfilar con los puños en alto, las antorchas, las camisas azules de la FDJ. Yo estuve allí. El anticomunismo no puede haberse impuesto tan fácilmente.
—Eso no existe. El comunismo no existe, de tal manera que nadie puede ser anticomunista. Ahora todos somos anti RDA. ¿No lo entiendes? Todo lo que hicimos como RDA fue malo, perverso, podrido, avergonzante. Durante cuarenta años nos alimentamos de basura, nos vestimos con harapos, follamos con gonorreicas y tuvimos hijos cretinos. Pero eso se acabó, y ahora, a cambio de una delación sincera, Occidente nos perdona, nos redime, nos mete en un útero climatizado, nuestros cordones umbilicales se conectan a una lata de Coca-Cola, y enseguida nos expulsa por la vagina de doña Mercedes Benz. Aleluya, Moreira. Hemos nacido de nuevo.
—No hablas en serio, Werner. ¿Me crees un imbécil? Me estás provocando, me estás probando. No soy tonto. Estás aquí por algo, Werner. Por algo has conservado la llave de la casilla. Vienes a cumplir una misión y me necesitas. Como en los viejos tiempos.
—Correcto. ¿La revisaste?
—Funciona perfectamente. Todavía me consideran, ¿verdad?
—Eres nuestro hombre al otro lado del Atlántico. Véndame los ojos. Como en los viejos tiempos.
Moreira obedeció, y para asegurarse de que el pañuelo estaba bien puesto hizo el amago de darle un puñetazo deteniendo la mano a escasos centímetros del rostro vendado. El alemán no reaccionó.
—Desármala, Moreira.
Con movimientos precisos, Moreira quitó el cargador, soltó los pasadores de seguridad, ahuecó una mano para recibir el resorte recuperador, desacopló el cañón del ánima, y en pocos segundos la pistola se convirtió en un rompecabezas de piezas diseminadas.
—Listo, Werner. Empieza.
—Toma el tiempo, Moreira.
Las manos del alemán se movieron como dos autómatas, rápidas, precisas. Cada dedo asumió la tarea de sostener o empujar una pieza, y no se detuvieron hasta que la pistola recuperó su forma definitiva y mortal con una bala en la recámara.
—Tiempo.
—Un minuto y cinco segundos. No está mal Werner.
—Envejezco. Siempre lo conseguí en menos de un minuto. Veamos qué tal lo haces tú.
—Tienen que darme una chance. La inactividad me está volviendo loco. Nunca les fallé. Lo sabes Werner.
El alemán le vendó la vista, también se aseguró de la temporal ceguera y lo miró detenidamente.
—Un cuadro militar se sobrepone a cualquier situación. Eso de volverse loco no suena consecuente, Moreira.
—Lo sé. Y por eso tengo miedo.
—Tengo algo para ti, Moreira. Harás un largo viaje. No. No te quites el pañuelo de los ojos. Quiero comprobar que estás en forma.
—Lo sabía. Apenas vi tu nota supe que no me dejarían tirado. Revuelve bien las piezas. Siempre fui el mejor en este juego.
Pero Frank Galinsky no desarmó la pistola. Acopló el silenciador de fabricación criolla y apuntó a la cabeza del hombre con la vista vendada.
Moreira recibió el tiro entre los ojos y se fue de espaldas con silla y todo. En el suelo, alcanzó a quitarse el pañuelo que le cubría los ojos, mas desde esa perspectiva humillante no pudo ver al alemán sentado al otro lado de la mesa. Lo último que vio fue la mueca cínica del cascanueces sajón.