Luego de la cena proyectaron una película decididamente somnífera, y la mayoría de los pasajeros roncaba bajo las mantas azules de la Lufthansa. Seguí el filme de Indiana Jones sin ponerme los audífonos, deseando que terminara y aparecieran nuevamente en la pantalla los contornos de Europa y Sudamérica separados por un espacio azul. Una línea de puntos suspensivos indicaba el curso del avión. Volábamos muy cerca de unas manchas identificadas como el archipiélago de Cabo Verde, y yo sentía que cada uno de aquellos puntos era un eslabón más de la cadena que me ataba a una aventura de la que dudaba salir bien parado.
Dos días antes de partir tuve la última entrevista con Kramer. Aquél fue uno de esos días de sol inútil que sin embargo llenan las calles de Hamburgo de sujetos extasiados ante la confirmación de que el viejo astro sigue brillando todavía.
Me citó en los jardines de Planten und Blumen, un gran parque que nace en el centro y termina en las inmediaciones del puerto. La cita era a las nueve de la mañana y, cuando llegué, él ya estaba allí disfrutando de un espectáculo denigrante y de las putadas que le dirigía una abuela tan furiosa como horrorizada, porque el asqueroso perro del inválido se estaba cepillando a su perrita.
—Viejo degenerado, ¡haga algo para que su bestia suelte a mi animalito! —dijo la abuela esgrimiendo un bolso que no estrelló contra la cabeza de Kramer, como eran mis deseos.
—Mi buena señora, no se pueden frenar los instintos —respondió el inválido con una sonrisa cínica.
—Señor, por favor —me suplicó la abuela cuando me acerqué; quise darle una patada al perro, aprovechando que gemía, ocupadísimo, pero no tuve suerte pues en ese mismo momento se desacopló de la perrita. Con la roja verga todavía erguida como un cuerno se sentó en el suelo y desde ahí me enseñó los dientes.
—Gracias. Sé que a ustedes el Corán les prohíbe estas inmundicias —dijo la abuela y se alejó con su mascota denigrada.
—No te metas en los asuntos de Canalla. Es un buen consejo —saludó Kramer.
—¿Cuántas razas ha degenerado su esperpento?
—Vamos a desayunar. Canalla se ha ganado un refrigerio.
Ocupamos una mesa al aire libre. También Kramer sentía la necesidad de mentirse jurando que aquel sol le calentaba los huesos. Pidió dos jarras de café con magdalenas y ordenó que al perro le sirvieran una tortilla de soja.
—La soja es un gran reconstituyente sexual. Los chinos saben mucho de estas cosas.
—Por mí, que le den veneno a su perro de mierda.
—Tú y Canalla llegarán a quererse. Estoy seguro. ¿Tienes los pasajes?
—Sabe muy bien que los tengo.
—Sólo trato de ser amable. Veamos: ¿cuál es tu misión?
—Viajar a la Tierra del Fuego. Encontrar a un tal Hans Hillermann y convencerlo para que devuelva sesenta y tres monedas de oro. Todo muy fácil, salvo que un tipo al que llaman el Mayor haya llegado antes y ya no existan ni Hillermann ni las monedas.
—No ha llegado. No se ha movido de Berlín. De eso quería hablarte, Belmonte. Contraté a un detective privado y di con el famoso Mayor. Es un ex oficial de inteligencia de la RDA que ahora dirige un negocio inmobiliario.
—Un ex oficial de inteligencia. Hay otro hombre en camino. Tal vez viene de vuelta.
—Es posible. En todo caso te obliga a actuar muy rápido. Sé y comprendo que quieras ver a Verónica…
—No la nombre, Kramer. No quiero escuchar en su hocico el nombre de mi compañera.
—¡Quieto, Canalla! Está bien, pero no grites, Belmonte, que el perro se pone nervioso. Escucha: lo que tenga que ver con tu vida personal lo harás una vez cumplida la misión. He cambiado tu vuelo de Santiago a Punta Arenas. En el aeropuerto de Santiago estarás dos horas y enseguida proseguirás rumbo al sur. Lo he arreglado todo y debes retirar el billete de la línea aérea nacional en el mismo aeropuerto. Vas a llegar antes que el otro, Belmonte. Vas a ganar la partida. Debes ganarla y sabes por qué.
Y vaya si lo sabía. Desde el primer encuentro Kramer intentó dar a entender que me tenía en sus manos. Consiguió que la pasma me borrara la retaguardia, la condenada infraestructura de las fábulas guerrilleras, y me quedara en el limbo de los descolgados, de los que no tienen adónde ir, de los que se quedan nada más que con los principios y no saben qué diablos hacer con ellos. En aquella oportunidad me tuvo realmente por las cuerdas. Mis principios empiezan y terminan en Verónica. Tienen su nombre, y todo lo que hice y hago conduce a satisfacer sus mínimas necesidades. Ignoro si Kramer desestimó mi pasado al pensar que me metía en un callejón cuya única salida vigilaba sentado en su silla de ruedas, o si todo lo hizo para comprobar que los hombres como yo pensamos mejor cuando lo hacemos aprisa, apremiados por el cerco que se estrecha. Evaluar la situación sobre la marcha, decíamos en la vieja jerga, y eso hice mientras caminábamos por la orilla del Elba. Me ponía contra las cuerdas porque me necesitaba. Recurría al chantaje, ergo los dos teníamos algo que ganar o que perder. Y además citaba una bonita suma de dinero como premio a mis servicios. En Nicaragua aprendí algo de Edén Pastora, uno de los mejores guerrilleros de la historia: las retiradas difíciles resultan cuando se disfrazan de ataques masivos.
—Está bien, Kramer. Haré lo que me pida, pero tengo un precio.
—Veamos. Todo se puede negociar.
—Su dinero me interesa un carajo. Quiero algo más: voy a cumplir con la misión, tendrá las malditas monedas, pero usted se encarga de traer a Verónica a Europa, al mejor centro médico para enfermedades psíquicas.
—De acuerdo. La mejor clínica suiza.
—No, danesa. En Copenhague está el mejor centro para víctimas de la tortura. Cueste lo que cueste.
—Acepto. En cuanto vea las monedas sobre mi escritorio empiezo a organizar el viaje de tu compañera. Cueste lo que cueste.
Los puntos suspensivos avanzaban lentamente sobre la mancha azul, como trazando un puente entre las dos orillas. Una azafata me preguntó si acaso tenía dificultades para dormir y me ofreció antiparras. Le pedí un Jack Daniel’s con hielo y con el vaso en la mano empecé a recordar la salida de Hamburgo. Habían pasado apenas ocho horas y me resultaba como si hubiese ocurrido en otra vida de la que apenas conseguía retener detalles.
Pedro de Valdivia fue a dejarme al aeropuerto. El petisito quedó instalado en mi piso con instrucciones precisas.
—Entonces, ya sabes; si no regreso en dos semanas, vendes todo lo que puedas vender y el dinero lo giras a la dirección que te he dejado.
—No se preocupe, jefe. Usted va a volver. No sé por qué viaja a Chile, pero le irá bien. Yo no hago preguntas, jefe.
—Cierto. Es lo que más me gusta de ti.
—Febrero. Allá es verano. Ya ni me acuerdo del calor.
—Depende, jefe. En la capital es verano, pero en el sur está empezando el otoño.
—Cierto. Tengo una cita en la Tierra del Fuego.
—Yo soy de allá, jefe. De Porvenir. Tiene que llevar ropa gruesa. En esta época empiezan a soplar los vientos del polo. Sé lo que digo, jefe.
—O sea que no me voy a librar del abrigo.
—Mejor un anorak. ¿No tiene uno? No importa. Le paso uno mío que me queda súper grande. Es de los rellenos con plumas de pato.
La mañana de la partida apareció con el anorak verde que incluso a mí me vino grande. Nos despedimos con un apretón de manos, y luego de pasar por el control de policía giré la cabeza. El petisito seguía en el hall sonriendo, con el pasamontañas azul metido hasta las cejas y un ojo medio cerrado todavía.
Tras diez horas de vuelo fue un verdadero placer estirar las piernas en São Paulo. Un calor pegajoso se adueñaba de las ropas y del cuerpo. Tomando por fin una taza de café verdadero en un bar de la sala de tránsito me vi alarmado por una idea: ¿y si el «alguien», fuera quien fuera, hombre o mujer, mandado por el Mayor viajara en el mismo vuelo? En el avión íbamos unas doscientas personas. Decidí preocuparme de los rostros. Apenas se reanudara el vuelo recorrería los pasillos memorizando caras. Al segundo café me pareció un esfuerzo inútil. Estaba actuando como si fuera un detective privado, suponiendo que así actúan los sabuesos por la libre.
Conocía muchos nombres de detectives privados que solucionan casos en los turbios mundos de las novelas policiacas, pero de carne y hueso no había visto más que a uno, cuyo nombre olvidé disciplinadamente.
Creo que fue en 1977, cuando el mundo era una especie de supermercado donde los revolucionarios de todos los pelajes se surtían de dinero y armamento. Regresaba de Mozambique a Panamá con dos días de descanso en Rabat. Allí debía topar con un militante del Frente Polisario que me entregaría un mensaje para Hugo Spadafora. Nos citamos en un café y el hombre me gustó desde el primer momento. Se llamaba «Salem», como los cigarrillos, y hablaba el español ceremonioso de los saharauis.
—A nosotros nos están olvidando. Parece que las guerras independentistas ya no se venden —dijo Salem.
—Yo, no. Sé poco de los saharauis pero me simpatizan. Debe de ser porque siempre me gustaron las historias de tuaregs.
—¿Harías algo por nosotros?
—Llevo un mensaje para Hugo. ¿No basta?
—Se trata de algo más. De recuperar una pasta que necesitamos. Hay un traficante de armas que nos jugó sucio, nos entregó pura chatarra y eso no se les hace a los hijos del desierto.
—¿Y dónde atiende el caballero?
—En México, D.F., que como sabes es una ciudad muy tranquila, pero la pasta la mueve en Luxemburgo. Tenemos a su segundo hombre vigilado día y noche.
De Rabat seguí viaje a Panamá y de ahí a La Habana para buscar al hombre que me ayudaría a echarles una mano a los hijos del desierto. Sé muy poco de México, D.F., lo cual es normal, pues nadie puede jactarse de conocer la ciudad más grande del planeta. Y de los mexicanos sabía aún menos. Curiosos los mexicanos. Un pueblo sin el corte traumático de la historia que significaron los golpes militares en el cono sur. Vivían su rollo, la pasaban mal, pero continuaban empecinadamente la lucha por conseguir días mejores, sólo que, a diferencia del resto de los latinoamericanos, no hipotecaron la posibilidad de ser felices por el cheque fulero de la toma del poder.
Por entonces sabía poco de los mexicanos de México, pero mucho de los mexicanos de Cuba. Un año antes había hecho amistad con Marcos Salazar, un profesor que, a fines de la década de los sesenta, se lanzó a la aventura de la lucha armada para completar la gesta inconclusa de Villa y de Zapata. Se llamaron Movimiento Lucio Cabañas y pensaron que sus acciones se inscribían en el panorama insurreccional que sacudía al continente. Calcularon mal porque Cuba no los apoyó. La revolución cubana no podía darse el lujo de manchar las relaciones con México. Razones de Estado. Conclusiones basadas en «análisis objetivos de la correlación de fuerzas».
Duraron poco. La represión del Partido Revolucionario Institucional se descargó sobre ellos y varios militantes, entre los que estaba Salazar, secuestraron un avión para escapar de la muerte. Lo llevaron a Cuba y allí se quedaron, para siempre o hasta que la empalagosa telaraña de la historia decida sobre sus vidas, sus muertes, sus miedos, u otras alucinaciones.
Empecé a pasear por el malecón de La Habana. Ese era un lugar de encuentros y en él hallaría el hilo para llegar hasta Marcos. Compré el Granma y lo leí de cabo a rabo sentado en un lugar visible desde los cuatro puntos cardinales. Fumé casi un atado de cigarrillos mirando a las bellas habaneras, hasta que por fin me saludó una voz conocida.
—¿Tú por aquí, Belmonte? —saludó Braulio, un mulato de andar columpiado que cargaba una maleta atada con cordeles.
—¿Qué tal, Braulio? ¿De viaje?
—Claro, me voy a Suiza a depositar las ganancias del día. Soy representante exclusivo, distribuidor y vendedor de un producto extraordinario. Se lo juro, caballero. Extraordinario.
—¿Y quién es el productor?
—Un árbol. Vendo aguacates, coño.
Braulio era uno de los ingeniosos buscavidas cubanos. Ex combatiente de Playa Girón en desgracia, pero sin perder jamás el humor.
—Necesito encontrar a un amigo. Mexicano.
—Difícil. Hace una semana nos visitó el gerente de PEMEX y a los muchachos los movieron a Camagüey.
—Diez dólares abren más de una boca.
—Bonitas palabras. Tú podrías ser poeta. Ven mañana a mirar esos cultivos habaneros. Entre diez y doce. ¿Quieres un aguacate?
Marcos Salazar. ¿Qué será de él? Por entonces cuarentón, gesto cansado, implacable fumador. Una pronunciada y bronceada calva le negaba cualquier aspecto guerrillero. Un tipo de guayabera caqui y con aspecto de notario lo seguía simulando mirar las olas.
—Belmonte, carajo. Lo veo y no lo creo.
—¿Nos echamos unos mojitos?
—Yo invito y el caballero paga. ¿Y mi ángel de la guarda?
—Ya lo he visto. ¿Hay más?
—No. Soy tan insignificante que no me lo cambian desde hace meses. Fíjate que hasta turnio es el pinche chivato. Lo que sea, hermano, escúpelo mientras caminamos. Luego le hacemos al ron y a los recuerdos.
—Necesito un hombre en el D.F. Uno capaz de chingarse al diablo.
—Entiendo. Para las orejas: su nombre ya lo olvidaste y lo encuentras en Azcapotzalco. Faro del Fin del Mundo. Le falta un ojo, no sé cuál. La última vez que lo vi tenía dos.
—¿Te debo algo?
—Una borrachera que me dure días.
Azcapotzalco era lo que en muchas ciudades se conoce como un suburbio, un furúnculo que no le creció a la capital desmadrada, sino que estaba ahí de antes, esperando emboscado. Todo parecía girar en torno a una megalómana refinería que emporcaba el aire. Un par de preguntas me bastaron para dar con el Faro del Fin del Mundo, taberna frecuentada por obreros de la refinería y otros sujetos de la hermandad de la barra.
—Bueno —dijo el mesonero.
—Una cerveza. Oiga, ando buscando a un cuate que es cliente de la casa. Ese al que le falta un ojo.
—¿Y cree que él quiere ser encontrado?
—Seguro. Ya le dije que somos cuates. Y es urgente.
—Aguántele. ¿De parte de quién? —consultó el mesonero echando mano al teléfono.
—De Robinson Crusoe.
Esperé lo que duran cinco cervezas bebidas de a tercios, tiempo suficiente para convencerme de que el mundo se dividía entre pinches cabrones e hijos de la chingada. Trataba de decidir en cuál de los bandos me sentía más a gusto cuando vi al mesonero estirando el cuello y la boca para señalarme. Los gestos iban dirigidos al hombre que acababa de llegar, un tipo de edad indefinida, con la cabeza cubierta por una gorra de béisbol y el ojo derecho tapado por un parche de cuero marrón.
—Usted no es Robinson Crusoe —saludó.
—No, pero soy amigo de Marcos. En la isla me dio su nombre.
—Pinches cubanos. Ponme un eufemismo, mano.
—¿Un qué? —consultó el mesonero.
—Un cubalibre.
El mesonero cumplió con el pedido y entonces vi cómo el tuerto tomaba el vaso con un dedo metido adentro para impedir que la rodaja de limón y los cubitos de hielo cayeran mientras botaba el ron. Dejó caer hasta la última gota y entonces llenó el vaso con Coca-Cola.
—Se llama cubalibre para niños. Venga. Veamos de qué se trata.
Le solté la información que me diera Salem. El tuerto escuchaba sorbiendo su cubalibre para niños. Los parpadeos de su ojo me indicaron que ya planificaba la acción y cuando terminé dijo que quería ver el objetivo.
El tuerto de nombre olvidado conducía un Volkswagen escarabajo. Cruzamos la ciudad, el D.F. que parecía no tener fin, hasta que llegamos a una zona de bungalows estilo Hollywood. Aparcó a unos cincuenta metros de la casa que nos interesaba y la atención de su único ojo se posó en el retrovisor.
—No se ve difícil —opinó.
—Me gustaría chequear el lugar, hacer un levantamiento operativo.
—Ya se le salió el chileno. De eso me encargo yo. Usted es demasiado visible.
—¿Hablamos un poco del factor riesgo?
—¿Para qué? Robinson Crusoe es como mi hermano, y los amigos de mi hermano, etcétera.
Me llevó en el Volkswagen hasta una parada de taxis. Al despedirnos me entregó una tarjeta con la indicación de llamarlo a las ocho de la tarde. En la tarjeta se leía su nombre y, más abajo: «Investigador Privado».
Lo llamé por la tarde según convenimos. Curiosos, los mexicanos. Cuando dicen que sí, es definitivo.
—Lo haremos mañana. Paso a buscarlo al hotel a las seiscientas, como decía el general Patton.
—De acuerdo. Supongo que tiene una herramienta para mí.
—¿Cuál es su número de la suerte?
—Nueve largo.
Por la noche llamé a Rabat y le conté a Salem cómo iban las cosas. El hijo del desierto me dijo que por su lado todo marchaba según lo convenido.
Al día siguiente, poco después del amanecer, cerca de un bungalow hollywoodiense, en el D.F., tres hombres vistiendo monos amarillos y cascos de seguridad esperaron hasta que de la casa salió un automóvil con tres personas en el interior. Entonces bajaron de la camioneta. Uno era el tuerto, el otro, un muchacho muy ágil y el tercero, yo. El tuerto se dirigía al muchacho llamándole «Vecino».
El Vecino no tocó el timbre, se pegó a él hasta que un ropero de tres cuerpos se acercó trotando hasta la puerta. La culata nacarada de una cuarenta y cinco asomaba de su cintura.
—¿Qué pasa? —preguntó el ropero.
—Abra la pinche puerta que tenemos que encontrar el escape de gas y apúrese que si no lo encontramos a tiempo vamos a tener una explosión madre y va a volar medio efe, ándele y abra de una vez.
El ropero picó. Los discursos sin comas son infalibles. Entramos. El Vecino no dejó de dar voces de alarma hasta que acudieron otros dos guardaespaldas todavía con los ojos legañosos, y un par de mucamas.
—¡El escape viene de la casa y es peor de lo que pensamos! —gritó el Vecino siguiendo los dictados de un amperímetro que hacía funcionar como un contador Geiger.
Entramos al bungalow a la carrera y, cuando vimos que los tres matones y las mucamas también estaban dentro, sacamos las herramientas. El tuerto manejaba una cuarenta y cinco negra, el Vecino un treinta y ocho de cañón recortado y yo me sentí bastante seguro con la Browning nueve milímetros largo.
—Esta bola de cabrones y las chamacas le pertenecen, vecino. Nosotros vamos a ver al viejo —indicó el tuerto y nos lanzamos a patear puertas.
Wolfgang Obermeier, alias Ernesto Schmidt, alias César Braun, en todo caso, ex comandante de las SS hitlerianas estaba sentado en la cama y comiendo una toronja a cucharadas.
El tuerto permaneció en la puerta del dormitorio repartiendo su único ojo entre el pasillo y la habitación. Salté a la cama del viejo nazi y le cambié la cuchara por el cañón de la pistola. Obermeier empezó a temblar con ojos desorbitados. Babeaba el cañón de la Browning sin el menor respeto por la industria belga.
—Escucha bien, viejo cerdo. Vas a ver la foto de un hombre que tiene muchas ganas de saber tu dirección.
Saqué del bolsillo la fotografía de un hombre vestido con uniforme del ejército israelí, que enseñaba unos números tatuados a fuego en un brazo. El viejo nazi miró la foto y, tal como dijera Salem, estuvo a punto de cagarse. Babeando farfulló unas palabras incomprensibles.
—Quítele el cañón de la boca. ¿No ve que el cabrón quiere hablar? —aconsejó el detective tuerto desde la puerta.
Antes de sacar el cañón de su boca lo tomé del escaso pelo. El viejo nazi temblaba como un perro.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?
—Hijos del desierto. Pero nos gustan los chicos del Mosad.
—Mi familia…, mi familia… —balbuceó.
—Tu familia me importa un huevo. Para las orejas: vas a llamar de inmediato a tu agente en Luxemburgo. Lo vas a despertar, pero así es la vida.
Obermeier se dejó arrastrar hasta el escritorio.
—Parlante abierto. Yo también quiero escuchar. Y ojo con lo que dices, que hablar alemán es una de mis virtudes.
Sudando marcó el mismo número luxemburgués que Salem me entregara en Rabat. Pasaron algunos segundos hasta que se escuchó una voz somnolienta respondiendo en alemán.
—Ja? Hallo?
—Soy yo…, Braun.
—¡Herr Braun! ¿Ocurre algo?
Le metí el cañón en la oreja libre.
—Dile que se asome a la ventana que da a la Marienplatz. Abajo verá a un ciclista reparando su bicicleta. Que lo llame y le abra la puerta.
Obermeier obedeció. El del otro lado empezó a hacer preguntas, pero el cañón de la pistola aplastando una oreja del viejo nazi le hizo recuperar la voz de mando y exigió obediencia.
Tres minutos más tarde el luxemburgués informó que el ciclista estaba arriba. Hablé con él en español.
—Saludos de México.
—Saludos del oasis —respondió.
Le devolví el teléfono a Obermeier.
—Dile que haga una orden de pago por cuatrocientos mil dólares.
—Pero sólo recibí la mitad —farfulló.
—¿Y los intereses? —dijo el detective tuerto desde la puerta.
Con varios milímetros de cañón metidos en la oreja dio la orden al luxemburgués. Pasados unos minutos hablé de nuevo con el tuareg.
—¿Tienes el pastel?
—Chorreante de crema. Salgo a degustar.
Ahora, cabrón, dile a tu socio que lo acompañe hasta la puerta, que espere hasta que se haya marchado y que regrese al teléfono.
A los cinco minutos el luxemburgués estaba nuevamente al aparato. No cesaba de preguntar qué más debía hacer.
—Dile que tome un libro. Cualquiera.
El luxemburgués dijo que tenía La montaña mágica sobre la mesa.
Eran las ocho de la mañana cuando el luxemburgués empezó a leer la obra de Thomas Mann por teléfono. El detective tuerto fue hasta el cuarto donde el Vecino custodiaba a los tres matones y a las dos mucamas y regresó con ellos. Era una bonita tertulia que se prolongó hasta la una de la tarde pese a que el luxemburgués leía pésimamente. A la una y cinco ordené a Obermeier que colgara y llamé a Rabat. Se notaba a Salem eufórico.
—Cobrado. Si alguna vez caes por acá lo celebraremos.
—Prometido, hijo del desierto.
Antes de salir hicimos un buen paquete con los matones y a las mucamas las dejamos en un cuarto de aseo. Obermeier temblaba de miedo, bronca e impotencia. Se atrevió a lanzar una pregunta mientras lo atábamos a una silla.
—¿Me entregarán a los judíos?
—Nosotros jugamos limpio. Yo te volaría los sesos, pero con eso nos echaríamos encima a la pasma. Y no te entregamos a los judíos por una sola razón: porque vas a negociar con ellos todo lo que sabes de los palestinos.
Salimos del bungalow y montamos en la camioneta. El Vecino opinó que no estaba mal la cosecha de cuarenta y cincos. El detective tuerto manifestó su preocupación por la cuenta de teléfono que le dejamos al viejo nazi.
Sí. Aquel tuerto era el único detective privado que conocía, y pensé qué bueno sería tenerlo a mi lado en Chile.
El cansancio me venció apenas despegamos de Buenos Aires, y juraba que recién me disponía a dormir esa última placentera hora de vuelo cuando sentí que alguien me metía un codazo en las costillas. Abrí los ojos y me enfrenté al gordito que me tocó por compañero de asiento.
—¿Qué pasa? —pregunté sin saber si estaba despierto.
—¡Mire! ¡Mire! —respondió el gordito tratando de perforar la ventanilla con un dedo.
—¿Qué? —dije medio pensando en un motor en llamas.
—La cordillera de Los Andes. ¡Estamos en Chile!
Gordo de mierda. Me quitó el sueño. Dejé el asiento y caminé como un pelícano hasta el lavabo. Ahí me miré en el espejo. Carajo, Belmonte. Cuando saliste de Chile no tenías ni una cana, y ahora te ves con la cabeza dividida en dos colores, como si una parte fuera un negativo mal conservado de lo que fuiste, y la otra una copia aún peor de lo que eres.