Dejé a Kramer a la entrada del edificio del Lloyd y enseguida eché a andar sin rumbo fijo. Primero pensé en acercarme hasta el Imbiss de Zelma, luego quise pasar por el Regina a retirar el dinero que me adeudaban, pero finalmente se impuso el desamparo, la necesidad de las cuatro paredes protectoras y así me vi subiendo la escalera en busca de mi guarida.
El vecino del piso de abajo debió de estar horas con el ojo pegado al visor de seguridad, o como se llamen esos odiosos orificios vigilantes. Esperó a que cruzara el descanso para abrir la puerta.
—Oiga. Queremos decirle que ésta es una casa decente —escupió.
—¿Queremos? No veo al resto del coro.
—Lo hemos hablado con los vecinos. Por la mañana estuvo la policía registrando su piso. Firmamos una solicitud para que lo echen.
—Gracias por el aviso. Me gusta la gente amable.
—¿Por qué no se larga a Turquía?
—Porque no me da la gana. Porque me gusta vivir rodeado de hijos de puta como tú. ¿Lo entiendes?
Acompañé la pregunta subiendo los peldaños y el tipo cerró la puerta.
El piso se veía como si hubiese pasado por él un huracán. Todos los libros estaban desparramados, los cojines de los sillones abiertos a navajazos y de la cama tampoco quedaba demasiado. En el lavamanos, una pasta formada con dentífrico, champú y agua de colonia burbujeaba su impotencia de bajar por el desagüe. En la cocina, el refrigerador abierto iluminaba una geografía de arroz, sopas de sobre y fideos convenientemente pisoteados. En el suelo de la sala vi a la víctima invitada: el calentador eléctrico de Pedro de Valdivia enseñaba sus cables cortados. La pasma había hecho un buen trabajo.
Retiré los cojines abiertos y me tiré sobre los resortes del sofá. Hacía frío, tanto como afuera. Al parecer seguía sin calefacción. Pensé en el petisito del pasamontañas azul. Cuando acepté el encargo de Kramer, el inválido me aseguró que Pedro de Valdivia sería puesto en libertad sin cargos, pero no dejaba de sentir que le debía más de una disculpa.
—Mañana recibirás los pasajes, las últimas instrucciones y un adelanto para gastos —dijo Kramer al separarnos.
—Y la posibilidad de jugarle sucio. De joderlo.
—No lo harás. Lentamente, aunque te niegues a aceptarlo, vas descubriendo que te he propuesto el mejor de los tratos. Vas a ganar, Belmonte. Por primera vez obtendrás provecho de una aventura.
—Qué sabe usted de ganar o perder.
—Más de lo que crees. Y no olvides: trabajas para mí. Exclusivamente.
Volvía a Chile. Viví con el temor de aquel momento, y no porque el país hubiera dejado de gustarme, de ocupar un lugar en mis neuronas. Temía el regreso porque siempre fui un sujeto inmune a la amnesia, sobre todo a las amnesias decretadas por razones de Estado, por pactos políticos, por mandato basural.
¿Qué me esperaba en Chile? Un miedo terrible. La incertidumbre de no saber cómo reaccionaría mi estómago, por darle un nombre antojadizo a la región donde se nos aloja el alma.
Y además, allá estás tú, Verónica, mi amor, en tu reducto de silencio al que no quiero acercarme porque sé que no me dejarás entrar.
Desde aquella perspectiva de reptil vi de pronto el ejemplar deslomado de Viaje al fin de la noche. En ese libro conservaba la única carta que alguna vez me produjo todo el dolor que puede esconder una buena noticia. Me incorporé a buscar entre sus páginas. Ahí seguía, doblada en cuatro como si también tuviera frío.
Santiago de Chile, 3 de septiembre de 1982
«Señor Juan Belmonte,
usted no me conoce. Me llamo Ana Lagos de Sánchez y soy la esposa de un detenido desaparecido. A mi marido Ángel Sánchez lo detuvieron el 22 de mayo de 1974, a las diez de la mañana y cuando salía de casa. Iba a comprar materiales a una ferretería. Era fontanero y tenía cuarenta años. Varias personas vieron cómo se lo llevaban en un auto sin placas, y desde esa fecha no volví a saber de él. Ángel era militante del partido comunista. Yo sigo siéndolo. Buscando a mi marido empecé a participar activamente en el Comité de Familiares de Desaparecidos. Usted debe saber que hemos logrado dar con las tumbas secretas de muchos de ellos, y que también algunas veces, por desgracia las menos, hemos encontrado a algunos con vida, sobre todo a niños.
»Una de nuestras formas de búsqueda consiste en salir de casa muy temprano, apenas levantan el toque de queda, para dirigirnos a los basurales y otros sitios eriazos que rodean Santiago. Lo hacemos cada día. No quiero atormentarlo, pero creo que hemos encontrado a su compañera, y viva.
»El 19 de julio de 1979, en un basural de San Bernardo apareció una mujer joven. Nos avisaron y fuimos. Lo que sigue es muy duro, Juan, pero sé que usted es un hombre de valor. Como sabe, ella fue detenida en octubre de 1977. Usted no estaba en Chile. El padre de su compañera, que era viudo, se movilizó buscándola hasta que las fuerzas lo abandonaron. Don Andrés Tapia falleció en septiembre de 1978, después de conseguir que la justicia chilena diera por desaparecida a Verónica Tapia Márquez. Nuestro comité tiene fotos de casi todos los desaparecidos, y gracias a una de esas fotos pudimos identificarla.
»Ella está físicamente bien, Juan, pero la destrozaron psíquicamente. No habla. Desde que la encontramos no hemos conseguido que pronuncie ni una sola palabra. Quién sabe qué horrores padeció y vio durante el tiempo que estuvo a merced de los militares.
»Una vez que la identificamos empezamos a buscar a su familia, pero, como usted sabe, Verónica no tenía otro familiar que el padre. Ella vive conmigo. Como una forma de protegernos mutuamente, he dicho que es mi sobrina. Hace ya tres años que vive en mi casa, y aunque no habla y permanece todo el tiempo ausente, he aprendido a quererla como a una hija.
»Pero por fin he dado con usted. Hace unas semanas, cuando esperábamos el bus que nos llevaría de regreso a casa luego de visitar un médico amigo que atiende a Verónica, se nos acercó un hombre que la reconoció. Ella no salió de su silencio, entonces yo le pregunté al desconocido si acaso era amigo de Verónica y si podía ayudarnos a encontrar a más personas que la conocieran de antes. El hombre tenía miedo. Se le notaba. Son tantos los cobardes en este país. Le insistí, y de manera muy rápida me habló de usted, de que sabía que estaba en el exilio.
»Lo demás fue buscar información en el Comité de Familiares de Desaparecidos. Como la desgracia une, por fortuna tenemos relaciones con las Madres de la Plaza de Mayo. De ellas nos llegó su domicilio.
»Sé que usted no puede ni debe regresar a Chile mientras dure la dictadura. Quiero que sepa que Verónica está bien atendida y que, pese a no saber dónde se encuentra, prisionera acaso del horror que padeció, no le falta ni el cariño ni la solidaridad de los vencidos que siguen creyendo en el amor.
»Le adjunto mi dirección y mi número de teléfono.
»Le abrazo en este momento tan duro, y le pido que de él rescate la alegría de saberla viva.
»Su amiga.
»Ana Lagos de Sánchez.»
Así volvió Verónica, así volviste, amor, en fotografías que más tarde me envió la buena señora Ana. Tu mismo rostro de niña enmarcado por la ausencia que destilaban tus ojos. La larga cabellera poblada de canas que he recorrido con los dedos hasta casi borrar la imagen, mientras una y otra vez aceptaba vivir sólo para ti, para tu bienestar, y renunciaba a las luchas que me invitaban desde las selvas salvadoreñas o guatemaltecas. Vivir para ti, para que no te faltara nada, Verónica, mi amor. Cumpliendo con cualquier oficio por indigno que fuera, avergonzándome por haber reído en Managua aquel mismo día 19 de julio de 1979 en que aparecías, resucitabas en un basural de Santiago. Cómo he odiado estas manos que aquel día tocaron el cielo rojinegro de la victoria sandinista. Cómo quise volver de inmediato y cuánto me desprecié al comprobar que no deseaba volver por ti, la ausente que eres, sino para vengar la muerte de la que fuiste. Y ahora regreso, Verónica, mi amor, y tengo miedo, mucho miedo, porque la sed de venganza determina y dirige cada uno de mis pensamientos.
Alguien llamó a la puerta y apreté los puños. Si se trataba de uno de mis vecinos propensos a dar consejos lo haría bajar regando dientes por la escalera.
Pedro de Valdivia me observó con su único ojo abierto. El otro lo tenía hinchado y adornado por un hematoma violáceo.
—La pasma dejó la cagada, jefe. Rompieron todo —saludó.
—Ya me di cuenta. Pasa.
—Les dije que usted no estaba y no me creyeron.
—Así es la pasma. Incrédula. ¿Quién te cerró el ojo?
—No fueron ellos. Me metieron a una celda con un noruego borracho que insistió en hacerme bailar una danza de la lluvia. Pero recibió lo suyo, jefe. Le metí un cabezazo que lo hará dormir varios días.
El petisito contempló los destrozos moviendo la cabeza. Al observar el destripado calentador eléctrico adquirió una expresión de Polifemo iracundo.
—Cabrones. Putos cabrones. Se cargaron la estufa.
—No hay problema. Yo lo pago.
—No lo digo por eso, jefe. Todo el edificio tiene calefacción menos usted —dijo, y empezó a recoger libros y otros objetos del suelo.
Mientras Pedro de Valdivia se entregaba a las faenas de reordenar el mundo luego de una explosión policial, fui a la cocina para ver si las fuerzas del orden habían respetado alguna botella. Tuve suerte. Dejaron una de tequila Cuervo amontonada junto a los artículos de la limpieza.
—Deja eso. Echémonos un trago.
—¿Pisco? Puedo bajar a comprar limones y le hago un piscosour.
—Es tequila. Trago de machos. Salud.
—Bueno el pisco mexicano —dijo el petisito guiñando el ojo intacto.
A las dos horas Pedro de Valdivia tenía el piso tan ordenado como si por él hubiera pasado una pandilla de amas de casa. Sin mayor entusiasmo lo ayudé, pero me gustó que estuviera conmigo. La última mota de espuma de los cojines destripados desapareció junto a la última gota de tequila.
—Yo vengo mañana con aguja e hilo y le dejo los cojines como nuevos, jefe.
—¿No vas a preguntar qué quería la pasma?
—La pasma siempre quiere lo peor.
—Te metieron en cana por mi culpa.
—Un par de horas. ¿Qué le hace el agua al pescado? Lo que me extraña es que me soltaran luego de haberle roto la cara al noruego.
—¿Sabes una cosa, Pedro de Valdivia? Nos iremos a comer donde unos amigos turcos.
—Fantástico, jefe. ¿Celebramos algo?
—¿Por qué no? Celebramos mi regreso a Chile.
Caminando hacia el Imbiss de Zelma empezó a nevar. El petisito se bajó el pasamontañas hasta el cuello y a cada segundo paso giraba la cabeza para mirarme. El brillo de su ojo sano parecía indicar que nos estábamos metiendo en algo grande, en una de esas empresas cuyas tribulaciones serían insoportables sin la presencia de un buen compañero.