Galinsky y el Mayor subieron a un taxi en Alexander Platz. Una cortina de lluvia mezclada con nieve hizo que el vehículo avanzara lentamente hasta la parte occidental de la ciudad. Se detuvo frente al Candy, uno de los buenos restaurantes de Charlottenburg. Entraron. El maître se acercó a saludar.
—Buenas tardes, Herr Director. ¿El aperitivo de siempre?
—Naturalmente. Ponte cómodo, Galinsky. Aquí preparan los mejores Martinis de Berlín.
Galinsky asintió con un movimiento de cabeza. Esperó a que el maître se alejara antes de comentar:
—¿Cliente de la casa?
—Suelo cenar aquí de vez en cuando. Y lo de director también es cierto. Estoy en la dirección de una inmobiliaria que tiene las oficinas muy cerca.
Un mozo trajo los Martinis. Bebieron. El Mayor ofreció cigarrillos.
—¿Cómo te sientes, Galinsky?
—Ahora, bien. Hasta ayer no dejaba de pensar en un psicólogo militar que habló de la abulia como un síntoma de fatiga de combate. Me sentía como un abúlico que no llegó a combatir. ¿No es curioso?
—¿Tenías planes?
—Ninguno. Cada vez que intentaba pensar, la situación me pesaba, me aplastaba. A lo más que llegué fue a comprar una de esas publicaciones para mercenarios, pero no la abrí. No niego que todavía temo los resultados de la investigación. Estar en situación de disponible es insoportable.
—No tienes razones para temer. Los oficiales de inteligencia somos intocables. Hay demasiada mierda de por medio y podría salpicar a muchos de manera que a nadie se le ocurrirá removerla. Los únicos jodidos son los civiles, los chivatos que colaboraron con la Stasi, los pobres diablos que vendieron al vecino. Esa caza de brujas va para largo, pero a nosotros no nos tocan.
—Me gusta su optimismo, Mayor.
—Sé de lo que hablo. En tu pasado no existe nada reprobable, Galinsky. Estuviste en Cuba enseñando a submarinistas nicaragüenses a desactivar cargas de profundidad. ¿Y qué? Las Naciones Unidas condenaron a los norteamericanos por el minado de los puertos. Cumpliste una misión humanitaria y nadie te condenará por ella. También estuviste en Angola preparando a los mismos milicianos que luego protegieron las instalaciones de la Shell. En Mozambique ayudaste a proteger el tendido ferroviario y el aeropuerto de Maputo. ¿Qué hay de censurable en todo eso? Con anterioridad impartiste cursos de explosivos a chilenos y bolivianos. ¿Y qué? Venían de naciones con grandes recursos mineros y te fueron presentados como obreros con becas de especialización. Lo que hiciste con ellos se llama ayuda al desarrollo. Eras militar y todo tu quehacer se sustentó en leyes. Simplemente las obedeciste.
Cenaron opíparamente. El Mayor escogió los vinos con acierto y, luego de los postres, bebiendo un excelente coñac, le repitió que no había motivos para temer sanciones o represalias.
—Naturalmente que alguien ha de expiar todas las culpas. Y ese alguien será un viejo senil que en estos momentos prepara sus maletas. Lo dejarán viajar a Chile y allá morirá, en el exilio. Es el fin trágico que exige la dramaturgia alemana. Bebe, Galinsky. A la salud de nuestro secretario general, presidente, último dirigente proletario. El pobre viejo fue tan cretino que llegó a creer en los homenajes que él mismo ordenaba que le hicieran, en las estadísticas y balances de producción que él mismo inventaba. Bebe, Galinsky. ¿Quieres saber cuánto cuesta una botella de coñac? Lo mismo que tú y yo ganábamos en un año. Pero esos tiempos pasaron. Esos piojosos tiempos son historia molesta. Ahora, los nuevos tiempos corren y trabajan para nosotros.
—Yo también quiero verlos de esa manera. ¿Hay una receta?
—Positivo. La hay, y empieza por fijarse la única meta válida: ser rico. Mientras más rico mejor. La riqueza es un bálsamo y la pobreza es obscena. Piensa, Galinsky; cuando cayó el muro, creímos que los occidentales, los Wessis, mirarían nuestra pobreza con piedad, con misericordia, ¿y qué pasó en realidad?, que la miraron con asco, con repugnancia. El discurso oficial decretó que éramos todos iguales, pero sabemos que no es verdad. Cuando uno de nosotros, un roñoso Ossi levanta la mano para ver la hora en su puerco reloj ruso, siente que el tiempo le ha jugado una mala pasada, que se le escapa a torrentes, que marcha a una velocidad imposible de seguir. Pero cuando un Wessi consulta la hora en un Rolex de brillantes, entonces comprueba que el tiempo le pertenece y lo domina. Hay que decidirse a ser ricos, Galinsky, y los hombres como tú y yo estamos en estupendas condiciones para conseguirlo. Eramos comunistas, por lo tanto conocemos las reglas del capitalismo. Y también éramos militares, es decir, individuos que se prepararon para superar las derrotas.
—Disculpe, Mayor. No lo entiendo.
—¿Qué mueve a un militar?
—Todo lo que me viene a la cabeza me suena estúpido.
—Y tal vez lo sea. Es que eres joven, Galinsky. Siempre te consideraron un oficial honesto porque te creías todos los cuentos. Pero yo soy veterano y puedo decirte la gran verdad: la razón de ser de todo militar es simplemente el botín de guerra.
Bebieron otra copa de aquel delicioso coñac y salieron del restaurante emprendiendo un paseo por las calles de Charlottenburg. Galinsky sintió que un resabio de mal humor amenazaba con arruinarle la estupenda cena. ¿Lo había citado e invitado para eso? ¿Para filosofar en un lenguaje de curiosos códigos moralizantes? ¿Para demostrarle que podía pertenecerse al bando de los triunfadores, mas sin detallarle cómo? Al llegar frente a la reja de un parqueadero privado se detuvieron.
—Ábrete, Sésamo —dijo el Mayor introduciendo una tarjeta magnética en el portero automático.
Entraron a un garaje subterráneo. Pasaron delante de dos filas de autos hasta que llegaron frente a un Mercedes descapotable. El Mayor accionó un mando a distancia y quitó los seguros de las puertas.
—¿Te gusta? Es mi juguete favorito.
—¿Es suyo?
—Hazme el favor de conducir. Estoy algo cansado.
Salieron del garaje. Galinsky no podía creerlo. Iba conduciendo un coche de película. Un Mercedes deportivo. Los instrumentos del panel brillaban y las luces de la ciudad se reflejaban sobre el reluciente capó. Siguiendo las instrucciones del Mayor condujo hasta la parte oriental de la ciudad, débilmente iluminada, flanqueada por edificios grises y chatos como el socialismo que representaron.
Toma la Unter den Linden. ¿Cómo lo traduces al español?
—Bajo los Tilos. Avenida Bajo los Tilos. ¿Adónde vamos, Mayor?
—¿Estás en buena forma, Galinsky?
—¿En qué sentido, Mayor?
—En el mejor. Tengo una misión para ti.
—Usted ordena. Ayer se lo dije.
—Como en los viejos tiempos. Sólo que esta vez no te espera ninguna chapa de hojalata si la cumples. Te espera un cuarto de millón de marcos.
—Nunca antes me sentí tan bien. Usted ordena Mayor.
—Formidable. Sigue por la Unter den Linden. Vamos a putas.
Los tilos que dan nombre a la avenida se mostraban tan mustios como los edificios circundantes. Al pasar frente al mausoleo de las víctimas del militarismo y del fascismo, el Mayor soltó una carcajada.
—Lo están vendiendo todo, Galinsky. ¿Cuántas veces te tocó ser parte de la guardia de honor del mausoleo? Sabañones que nos dio la patria. No tardarán en venderlo. Seguramente abrirán una hamburguesería en el lugar. Podrán usar la llama eterna para las fritangas.
Aparcaron cerca de la Platz der Akademie. Galinsky miró la triste luminaria del hotel Charlottenhof. El Mayor volvió a reír.
—El viejo Charlottenhof. Debe de traerte recuerdos de cuando venías a buscar a los latinoamericanos para llevarlos a la base de Cottbus. El que compre ese hotel se encontrará con una fortuna en alambre y micrófonos. La Stasi instalaba micrófonos para cada invitado, nosotros poníamos otros, la KGB, la CIA, los árabes, los cubanos, los angoleños. Aquí hay más micrófonos que ladrillos. Sé de un británico que acaba de comprar los ascensores de jaula.
Galinsky secundó la risa del Mayor. Rió, pero no evitó recordar cierta mañana de 1980. En aquella ocasión pasó por el hotel Charlottenhof para entrevistarse con una nicaragüense. La mujer había llegado a la RDA con una delegación de niños que no podían jugar, y no porque les faltaran ganas. Les faltaban las manos. Poco antes de la victoria sandinista, la guardia de Anastasio Somoza cercenó las manos de veinte niños que lanzaron piedras durante la insurrección de Masaya. Doce de ellos sobrevivieron y llegaron a Berlín para recibir las prótesis que les permitirían volver a jugar. Los chicos lo saludaron alzando los muñones derechos en una horrenda parodia del saludo proletario. Galinsky tragó saliva y no dijo nada. Tocar un tema como ése era lanzar un balde de agua sucia sobre la alegre noche de los buenos tiempos que comenzaban.
Empujaron un ancho y vetusto portón que daba a un típico pasadizo berlinés. A los costados estaban las escaleras que conducían a las alas derecha e izquierda del edificio. Junto a ellas se ordenaban las filas de buzones y contadores eléctricos. Avanzaron hasta la puerta que conducía al patio interior. Galinsky conocía muy bien ese tipo de edificaciones. Supuso que en el patio interior, en el Innenhof, encontrarían bloques con los muros descascarados, balcones colgando peligrosamente y, tras los vidrios de alguna ventana pobremente iluminada, la silueta de un viejo leyendo, o revisando una colección de postales.
Para sorpresa de Galinsky el edificio del patio interior estaba semioculto por andamios, de los que colgaban rótulos publicitarios de constructoras de Occidente. Todo el primer piso se veía iluminado. La entrada olía a pintura fresca y una voz los saludó desde el portero automático.
—Buenas noches. ¿Qué desean?
—Uno o varios tragos, pero bien acompañados —respondió el Mayor.
Un sujeto musculoso los recibió a la entrada del piso. Reconoció al Mayor y se disculpó por el penetrante olor a pintura. Enseguida los condujo hasta una amplia habitación. Allí, acodadas frente a una barra americana, un grupo de mujeres charlaba con algunos clientes. Ordenaron dos ginebras.
—De todos los burdeles que se han abierto, éste es el mejor. Alégrate, Galinsky. No tiene nada que envidiarles a los del otro lado. El dueño es un tipo de Munich que se ha gastado una fortuna renovando el edificio. ¿Qué tal las chicas? Hay para todos los gustos. Mira. Con la mulata aquella puedes practicar español. Es cubana. ¿Pero dónde se metió mi geisha?
A las tres de la mañana una espesa capa de nieve cubría las calles de Berlín. Galinsky se acercó hasta una ventana y la abrió para recibir el aire frío y vivificante. Llevaba dos horas estudiando los documentos que el Mayor le entregara.
—¿Cansado, Galinsky? —preguntó desde el otro lado del escritorio.
—No. Mayor. Impresionado por la historia.
—Bueno. Tienes dos días para organizar el viaje.
—Chile. Nunca estuve en ese país.
—No ha de ser muy diferente a Cuba. Festejaremos tu regreso en el mismo burdel. Y serás tú el que invite.
—Será un placer, Mayor. Un verdadero placer —dijo Galinsky, y dejó sobre el escritorio un ejemplar del catálogo general del Museo Numismático de Zurich.