5
Hamburgo: un paseo junto al Elba

Me despertó un calambre. Buscando la agarrotada pierna derecha abrí los ojos y vi que estaba en el sofá. Muy cerca, en la mesilla de centro, había un termo, panecillos frescos y un pote de mermelada.

—Buenos días, jefe —saludó el petisito. Sin el pasamontañas y con el pelo mojado se veía más chaparro todavía. Se notaba recién duchado.

—¿Qué hora es?

—Siete y media, jefe. Parece que lo agarró el vino anoche. Se fue de golpe a la lona y no quise molestarlo. ¿Le sirvo café? Hay pancitos frescos.

—¿Dónde dormiste?

—En su cama, jefe, pero encima. No vaya a creer que le ensucié las sábanas. Es que no quise molestarlo. Y ahora me voy porque el ingeniero debe de estar por llegar. Hoy sí que le arreglamos la calefacción. Hasta luego.

Se puso el pasamontañas azul, agarró el maletín de herramientas y echó a andar hacia la puerta.

—Espera. Debes de tener algún nombre, ¿no?

—Pedro de Valdivia. Bueno, en realidad me llamo Pedro Valdivia y yo mismo me puse el «de». Suena más elegante, ¿verdad, jefe?

—Súper. Escucha, Pedro de Valdivia. Quiero pedirte un favor.

—Diga no más.

—Es posible que alguien llame por teléfono cuando estés aquí. Si preguntan por mí, di que salí de viaje, ayer, y que no sabes cuándo regreso. Lo mismo si vienen a indagar. ¿Entiendes?

—¿Lío de faldas, jefe?

—Peor. ¿Puedes hacerme la gauchada?

—Salió ayer y quién sabe cuándo vuelve.

—Eso. Gracias, macho.

Bajo la ducha empecé a hacer mecánicamente un análisis de la situación: a) el inválido no era de la pasma; policías en sillas de ruedas se ven sólo en el cine; b) tenía buenas relaciones con la pasma es decir, era alguien de «arriba», cualquiera que fuese la altura en la que se movía; c) además de las relaciones con la pasma tenía también contactos con el servicio de defensa constitucional, la policía política de Alemania Federal. Solamente de ella podía tener información sobre mí, y el que supiera la existencia de Verónica lo confirmaba. Siempre supe que, como exiliado, estaba en la memoria del Big Brother, pero no imaginé que me consideraran tan importante como para meterse con mis giros postales y correspondencia. Era lo que se llama un hombre transparente; d) el inválido no era de la policía política, pues me había citado en una agencia de seguros y, aunque la oficina fuera una fachada más del servicio, ¿para qué quemar una cobertura dándola a conocer a un tipo como yo? Además, si la policía política quería algo de mí, que les sirviera de chivato, por ejemplo, no me hubieran buscado en un lugar público. Conclusión: ninguna. ¿Qué demonios quería de mí el inválido?

Al salir a la calle descubrí cuánto tiempo hacía que no veía la luz de la mañana. Faltaban unos minutos para las nueve. Saqué del bolsillo la tarjeta que el inválido dejara y vi que no había ninguna dirección escrita. No me gustó. El viejo había tirado la única carnada que yo podía morder: Verónica; pero me citaba a un lugar no establecido. ¿Qué juego era ése? En un directorio telefónico busqué la dirección del Lloyd Hanseático. No estaba lejos, en el puerto, y decidí caminar hasta allá.

Caminando empecé a ver la ciudad de una manera desconocida. Hacía frío, los árboles sin follaje tenían los troncos impregnados de un musgo verde, casi brillante, intensamente verde, como los también verdes techos de cobre de las construcciones típicamente hamburgueñas. Me gustó la ciudad. Me gustó como un reencuentro con alguien que nos ha protegido, abrigado, de vez en cuando alegrado, y me dolió la posibilidad de tener que ahuecar el ala.

Tal dolor no era nuevo. Recordé qué a gusto viví en Cartagena de Indias luego de mi último fracaso político. Corregía pruebas en un periódico, lo que me permitía disfrutar de los incomparables atardeceres caribeños, hasta que una tarde dos sujetos me interceptaron el paso con los argumentos de dos cañones dirigidos al vientre.

Hasta aquí llegué, pensé, suponiéndolos miembros de algún escuadrón de la muerte al que, por cualquier razón, le habían obsequiado mi nombre.

—Tranquilo, macho. No pasa nada —dijo uno.

—Alguien te ha invitado a una copa. Y como tú no lo sabes te vamos a llevar. No hagas bolas, macho —indicó el otro.

Los escoltas me llevaron hasta un restaurante en pleno centro de Cartagena. Ahí me saludó un hombre al que llamaban «licenciado». Me ofreció un vaso de Chivas, que rechacé.

—¿No le gusta el whisky? —preguntó el licenciado.

—Sí. Pero sólo bebo Jack Daniel’s, y con hielo.

El licenciado movió la cabeza y habló a los escoltas.

—Un comandante sandinista que toma whisky gringo. ¿Cómo lo ven?

—Es que el Chivas es trago de machos —apuntó uno.

—En Colombia somos todos machos, chileno. ¿Cómo es en tu puto país? —inquirió el otro.

—Allá somos la mitad machos y la otra mitad hembras. No se pasa mal mitad y mitad.

Los escoltas acusaron el golpe, farfullaron un: «No te salgas de madre», pero el licenciado los mandó callar.

—Así me gustan los hombres, corajudos, pero vamos a cortar la joda. Escuche, Belmonte, Juan Belmonte, qué vaina, se llama igual que el torero de Hemingway, escuche: «Alguien de arriba» quiere que trabaje para él. ¿Conoce Medellín? Es una ciudad bonita y corren ríos de dólares, pero hay que poner un poco de orden. «Alguien de arriba» piensa que un hombre de su experiencia viene soplado. Usted me entiende.

—¿Puedo pensarlo?

—«Allá arriba» dicen que ya lo pensó.

—Cierto. Lo había olvidado. ¿Cuándo parto para «arriba»?

—Mañana. Los muchachos le harán compañía hasta entonces. «Allá arriba» no quieren que se nos pierda.

Benditos sean los cinco mandamientos de la clandestinidad que facilitan los movimientos de sus hijos bien amados, que permiten saber cuáles son los bares que tienen cagaderos con ventanas, que le obligan a uno a tener apartados postales donde se guardan documentos y los escasos bienes, a tener siempre a mano un billete de la aerolínea nacional y a la ciudad más importante, a letrear nuestros nombres bien pronunciados para que aparezcan bien transcritos en la lista de pasajeros, y a tener por amante a una putita con la que hay que ser generoso sin pedir nada avergonzante a cambio.

Noble putita. Ella me ayudó a dejar Cartagena a bordo de un tramp que navegaba por las aguas del Caribe. Dejando atrás el golfo de Darién, mientras los hombres del licenciado me esperaban en el aeropuerto de Bogotá, le dije adiós a Cartagena y al sueño de vivir tranquilo y olvidado junto al mar, igual que en los versos de Gil de Biedma: «como un noble arruinado entre las ruinas de mi inteligencia».

Y claro que me dolió salir del Caribe, pero entre verse convertido en «sicario» de los narcos o en carta de triunfo de los militares colombianos posando junto al cadáver de un extremista extranjero, la vida siempre nos entrega una tercera posibilidad: la de esfumarse.

Qué diablos. Tal vez me llegaba la hora de abandonar Hamburgo. Mantenía un pasaje abierto a Costa Rica y en la casilla del correo tenía dos mil dólares en efectivo. Podía largarme a cualquier parte, pero el problema era Verónica, sola, sin tenerse siquiera a ella misma allá en Santiago.

«Allá voy, Oskar Kramer. Me tienes agarrado por la jeta. Puede que conozcas mi vida al dedillo, pero hay algo que ignoras: sé perder, y en estos tiempos eso es una gran virtud», me dije y eché a andar hacia el edificio del Lloyd Hanseático.

«Regla elemental antes del combate: el guerrillero sabe que se enfrentará a un enemigo militarmente mejor equipado. Debe golpear una sola vez, de manera contundente, definitiva, y luego replegarse. Debe ir tranquilo al combate, relajado, con la seguridad que da el correcto análisis de la correlación de fuerzas. Pensar en que la naturaleza ayuda a conseguir la serenidad imprescindible al guerrillero.» Comandante Giap.

Vietcong chingón, cabrón, mamador de gallo. Pero seguí su consejo. A poco caminar se desató un aguacero y decidí relajarme apurando el paso al tiempo que pensaba en un paraguas. Me compraría un paraguas japonés, uno de la nueva generación equipado con un sensor que, en cuanto detectara que su dueño se aleja más de un metro, empezara a gritar: «No me olvides», con voz de robot. ¿Existirá tal portento? Los japoneses serían muy cretinos si no se hubieran preocupado de inventar un artefacto tan necesario. El paraguas imperdible. El paraguas con alarma. El paraguas que se negara a abrirse si lo manipularan manos ajenas.

Vaya. Conseguía pensar en otros asuntos, pero el aire de Hamburgo continuaba pringado de un tufo que conocía muy bien: el empalagoso tufo de las fugas.

El recepcionista del Lloyd Hanseático, la mayor aseguradora del mar, según rezaba en la placa de bronce de la entrada, me miró con el mismo interés que se le prodiga a una cagarruna en la acera.

—Buenos días. Tengo una cita con el señor Oskar Kramer —dije.

—¿Habla alemán?

—Tengo una cita con el señor Kramer. A las diez.

—Le pregunté si habla alemán.

—No creo que estemos hablando Afrikaner.

—Su identificación.

—Kramer me espera a las diez.

—Identificación.

Le entregué el pasaporte chileno y lo miró con asco. Una vez que entendió mi nombre buscó en una lista.

—A las diez tiene una cita con el señor Kramer.

—No me diga. Qué agradable sorpresa.

—¿Se cree gracioso? —dijo clavándome la mirada.

Le acepté el reto y empecé a mirar los destellos de la calle reflejados en sus ojos. De tal manera que Kramer estaba en alguna oficina del edificio. Me dejó la tarjeta sin dirección seguro de que la buscaría. El tipo bajó la vista simulando consultar algo en el escritorio. Me dio lástima. Un patán frustrado, desdichado en su modesto uniforme azul de los empleados de rango menor. Lo que ese tipo deseaba era un uniforme chorreante de parafernalia, que evidenciara su poder de decidir quién entraba y quién no al edificio del Lloyd. Empezó a anotar mis datos recorriendo las hojas del pasaporte con un gesto que del asco pasaba a la estupefacción.

Le estaba jodiendo los esquemas. Cómo podía llamarse pasaporte ese cuadernillo con una heráldica incomprensible, adornado con dos bichos que muy bien podrían haber sido un pollo o una rata de pie, en lugar de la poderosa águila de alas extendidas. Sí. Le jodía los esquemas. Tal vez se preguntaba cómo era posible que un tipo a todas luces extranjero anduviera por el mundo sin un pasaporte turco.

—Espere ahí. Cuando falten cinco para las diez lo llamaré y le entregaré una credencial de visita —ladró indicándome un rincón del vestíbulo.

Me arrellané en un sillón de cuero y encendí un cigarrillo. Tras dar un vistazo a la mesa y a la maceta del imprescindible gomero volví donde el recepcionista.

—Le ordené esperar ahí.

—Tranquilo, Fritz. ¿Tiene un cenicero?

—¡Está prohibido fumar y no me llamo Fritz!

—Entonces tenemos tres problemas: uno, usted no se llama Fritz, que es un nombre adorable; dos, tendré que fumar afuera; y, tres, deberá salir a llamarme cuando falten cinco para las diez.

Fumando a la entrada del edificio me descubrí sorprendentemente tranquilo. Kramer, fuera lo que fuera e hiciera lo que hiciera, era sin duda un sujeto poderoso y sin embargo ya no le temía. Alguna vez uno debe enfrentarse a situaciones sin salida. Kramer sabía de Verónica. Saber es poder dijo Mac Luhan, y tal combinación aliada a la disposición de hacer daño no deja de ser aterradora. Temía por ella, pero yo estaba tan tranquilo como una fotografía. De pronto me sentí como el personaje de El campeón, de Ring Lardner, un púgil que se enfrenta a la necesidad de ganar un combate, pero no por él, sino por una legión de indefensos que dependen de sus puños.

Pisaba la colilla cuando el recepcionista me llamó golpeando los vidrios de la puerta.

—El señor Kramer lo espera. Oficina quinientos cinco. Póngase la credencial de visitante en un lugar visible —dijo al entregarme un rectángulo de plástico que metí en un bolsillo.

Esperando el ascensor saqué un pitillo.

—Le dije que está prohibido fumar —chilló el recepcionista desde su rincón.

—No estoy fumando.

—Y póngase la credencial en un lugar visible.

—Este saco es de franela inglesa. No lo decoro con cualquier cosa. ¿Qué diría la Reina?

—Las disposiciones deben cumplirse.

—En eso estamos de acuerdo, Fritz —dije entrando al ascensor.

La oficina de Kramer era amplia y fría. En un muro había una plancha de corcho con algunos papeles fijos con chinchetas. Sobre el escritorio no se veía más que un teléfono negro, de los de disco. La luz de neón contribuía a la frialdad del ambiente. Con un gesto me indicó la única silla disponible.

—Belmonte, Juan Belmonte. ¿Por qué te llamaron así? Que yo sepa los chilenos no son amantes de los toros.

—A mí tampoco me interesan. ¿De eso quiere hablar conmigo?

—No. Para distender el clima empezaré diciendo que voy a jugar limpio; tan limpio como lo permitan mis intereses. Como ya sabes, mi nombre es Oskar Kramer y soy suizo. Según mi contrato de trabajo ejerzo de jefe del Departamento de Investigaciones de Ultramar del Lloyd Hanseático. Antes fui policía, en Zurich, hasta que un traficante de armas ordenó que me metieran una porción de plomo en el espinazo.

—Triste historia. ¿Qué tiene que ver conmigo?

—Ya lo sabrás. Todo a su debido tiempo. Los suizos somos famosos por nuestra lentitud, mas yo trataré de no ser demasiado típico, Juan Belmonte. Como el gran torero. Mis relaciones con las autoridades alemanas suelen ser de mucha utilidad. ¿Sabes que tu acta se encuentra entre los IPP, Individuos Potencialmente Peligrosos? Me han entregado una copia de tu currículo. Interesante, Belmonte. Muy interesante. Guerrillero en Bolivia durante la ofensiva del Ejército de Liberación Nacional en el Teoponte. Guerrillero urbano en Chile. Participación en varios asaltos a bancos o mejor dicho «expropiaciones», para respetar el argot militante. Sigamos. Participante en varios atentados terroristas durante los primeros años de la resistencia contra el régimen del general Pinochet. Otro detalle interesante. Servicio militar en el cuerpo de comandos del ejército chileno. Dos estadías en Cuba, turismo en Angola y Mozambique. Guerrillero en Nicaragua. Brigada Internacional Simón Bolívar. Más tarde comandante sandinista. Es una vida demasiado interesante para un matón de burdel que además tiene nombre de torero. ¿Sigo?

—Siga, Big Brother. Dígame ahora qué sabe de Verónica.

—Casi nada. Nombrarla fue un truco, acepto que sucio. Supongo que debo disculparme.

—Dijo que jugaría limpio. Escupa todo lo que sabe de Verónica.

—Si así lo quieres. Su acta es breve: hasta 1973 militante de las Juventudes Socialistas. Detenida en octubre de 1977 por efectivos de la Dirección Nacional de Inteligencia en Santiago. En enero de 1978 se la dio por desaparecida, pero en julio de 1979 unos vagabundos la encontraron en un basural al sur de la capital chilena. Un informe médico realizado por la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos revela que padeció toda clase de torturas. Desde el día de su reaparición está incapacitada. Otro dictamen médico se refiere a una forma de esquizofrenia más conocida como autismo. Sigue la dirección actual, número de teléfono y finaliza indicando que es el único contacto que mantienes en Chile. Hay fotocopias de todas las cartas que le has escrito. Es todo.

—Los hijos de puta que coleccionan mis cartas, ¿son de la pasma silvestre o de mayor pedigrí?

—También juego limpio con ellos. No puedo decirlo, pero…

—Siga. Hasta ahora no suelta lo que quiere de mi.

—Pero puedo destruir las dos actas y te aseguro que no hay copias.

—Está blufeando. Sabe que a Verónica no pueden tocarla. La dictadura acabó en Chile y, aunque siguiera en el poder, nunca hubo cargos en contra suya.

—A ella no, directamente. Pero ¿qué pasa si consigo que te expulsen de Alemania? Ella depende de ti. Del dinero que le mandas. Te hice seguir, Belmonte. Vives de una manera espartana. Hasta lías tú mismo los cigarrillos que fumas. Y de Verónica supe que no tiene otra compañía que esa tía que la cuida. Ana creo que se llama. Admirable tu lealtad para con una mujer que no ves desde 1973, de no ser que hayas mantenido encuentros durante tu vida clandestina en Chile. Admirable.

—Me está cansando, Kramer. Diga de una maldita vez qué es lo que quiere de mí.

—Todo a su debido tiempo. Vamos a dar un paseo. Tú empujas la silla de ruedas, de paso ahorro baterías, y entretanto tiro el anzuelo en cuya punta hay una jugosa carnada que terminarás mordiendo.

Salimos del edificio. El recepcionista se deshizo en sonrisas al verme en compañía de Kramer y del asqueroso perro que saltaba de felicidad ante la perspectiva de un paseo. Empezamos a seguir la costanera del Elba y pensé que bastaba con un leve empujón para hacerlo desaparecer en la mezcla de agua e inmundicia.

El paseo se prolongó hasta los jardines de Blankenese. Observando los barcos que entraban o salían del puerto, Kramer hablo de fortunas, de tesoros artísticos, de colecciones de objetos de valor incalculable extraviados antes, durante y después de la segunda guerra mundial. Yo lo escuchaba luchando con la tentación de arrojarlo al agua. El perro parecía tener dotes telepáticas, porque a cada paso me observaba enseñando los dientes.

—Y los grandes perdedores de todas estas historias de fortunas extraviadas no fueron sus dueños, Belmonte, sino las compañías de seguros. Una vez disparado el último tiro, en el año cuarenta y cinco, empezó la guerra fría, aunque los historiadores insistan en que todo comienza con la construcción del muro de Berlín. El año cuarenta y cinco, el de la división del mapa europeo entre los colores rojo y blanco, fue para las aseguradoras como una guillotina cortando la serie de puntos suspensivos que hilaban el camino hasta muchos de esos tesoros extraviados. Pero todas las compañías de seguros sabían que tarde o temprano los eslabones de la cadena volverían a juntarse, recuperando la continuidad lógica que condujera al desenlace, al inevitable cierre de los círculos.

—Está hablando chino. No le entiendo un carajo.

—Conforme. Abreviaré la historia: durante más de cuarenta años a los dos lados del muro de Berlín se preservaron parcelas de historias, con la certeza de que los poseedores del otro lado esperarían pacientemente hasta que llegara el momento propicio de juntarlas. Ese momento llegó con el derrumbe del mundo socialista; los círculos empezaron a cerrarse, sólo que de una manera demasiado vertiginosa y que amenazó con transformarlos en espirales.

—Me aburre, Kramer. Dijo que jugaría limpio y no deja de envolverme con parábolas que no entiendo. Qué me importa que sus putos círculos se cierren o sigan abiertos. Y que el maldito perro deje de restregarse contra mis piernas. ¿No lo baña nunca?

—La higiene de Canalla es su problema personal. Empújame hasta esa cafetería. Todavía no he desayunado.

El café Mirador del Elba estaba vacío a esa hora. Ocupamos una mesa frente a una ventana. Afuera los barcos seguían pasando. En muchos se veía sobre cubierta a tripulantes entregados a las faenas de zarpe. Los envidié. Muy pronto alcanzarían Cuxhaven y la libertad del mar abierto. Kramer ordenó jarras de café y huevos revueltos. Al perro le sirvieron una enorme salchicha.

—Come, Belmonte. Entretanto te contaré una historia que servirá para que entiendas por qué te necesito. Escucha: cuando la caída del muro de Berlín era una simple cuestión de tiempo, todos los alemanes de la parte oriental festejaban por adelantado, desfilaban gritando: «Somos un pueblo», preparaban las papilas para el sabor de la Coca-Cola, todos menos un vejete al que llamaremos Otto. ¿Verdad que en toda Sudamérica se conocen los chistes de don Otto? Pues bien, nuestro don Otto, ex miembro de las SS hitlerianas y más tarde héroe del trabajo en la RDA, esquivó los festejos y se plantó como un poste frente al legendario Check Point Charlie. Esperó día y noche. Inamovible como un centinela de otros tiempos. Esperó acalambrado, aguantando las ganas de mear, hasta que llegó el histórico momento en que los Vopos empezaron a vender sus uniformes y condecoraciones a los periodistas. Acababa de morir la RDA, y entonces, mientras los berlineses de los dos lados de la ciudad corrían a abrazarse y a derribar el muro hasta con las uñas, nuestro don Otto corrió hasta la primera cabina telefónica que encontró en Occidente, discó el número de informaciones, pidió el teléfono del Lloyd Hanseático en Hamburgo, llamó y solicitó hablar con el mandamás. Presumo que don Otto debió de sentirse algo frustrado al recibir como respuesta un «Llame mañana», pero un hombre que ha esperado más de cuarenta años para jugar sus cartas no puede perder el tiempo. Don Otto insistió. Dijo: «Busque al mandamás en su casa, donde sea necesario y dígale solamente Kunsthalle, Bremen, 1945. Él entenderá. Volveré a llamar en una hora».

»Mágicas palabras, Belmonte. El director del Lloyd apareció en pijama a las once de la noche. En menos de dos horas nuestro don Otto acomodaba el culo en una limousine que lo trasladó de Berlín a Hamburgo, y a las seis de la mañana era recibido con honores por el director, y una caterva de historiadores y expertos en arte. Varios empleados del Lloyd no durmieron esa noche. Al grano, Belmonte. Don Otto aceptó un café y dijo: “Ustedes buscan la colección de arte perdida de la Kunsthalle de Bremen. Yo sé dónde está. Hablemos de la recompensa”. Por si lo ignoras, se trata de una magnífica colección de pinturas evaluadas en unos sesenta millones de dólares. “Nuestras averiguaciones indican que posiblemente se encuentre en Moscú”, dijo un historiador. Don Otto continuó sin inmutarse. “Puede ser. Pero sólo una parte”, indicó y a continuación narró su participación en la desaparición de las pinturas. Arreglado el tema de la recompensa, se tornó más locuaz. Una parte importante de la colección se encontraba en Asunción, Paraguay, guardada por un ex camarada de armas en las SS cuya identidad y paradero valían oro en Israel. Para enfatizar sus argumentos don Otto enseñó unas fotografías que, pese a ser de pésima calidad, hicieron temblar de emoción a los expertos.

»Don Otto empezó a ver la vida de un color absolutamente rosa. Acompañado por ejecutivos del Lloyd y expertos en arte voló sobre el Atlántico. Durante la travesía debió de reflexionar sobre lo que haría con la recompensa, sobre la virtud de la paciencia, pero al aterrizar en Asunción sus sueños continuaron bajando hasta el infierno. Los periódicos paraguayos informaban sobre la trágica muerte de un distinguido miembro de la colonia alemana residente en Asunción. Al parecer sufrió un accidente en la tina de baño. Un secador de pelo que por desgracia estaba conectado a la corriente, cayó al agua y lo hizo brincar hasta el otro mundo. Accidente, ¿entiendes?

—Vi algo parecido en una película de James Bond. Con un ventilador. ¿Qué pasó con las pinturas?

—Nadie sabe dónde están ahora. Tal vez aparezcan. Lo más probable es que terminen en el sótano climatizado de algún coleccionista árabe.

—Termine el chiste de don Otto.

—No creo que lo haya encontrado gracioso. Le pagamos el boleto de regreso y lo entregamos a la policía. Después de todo, el año cuarenta y cinco fue cómplice de un robo que afectó los intereses del Lloyd. ¿Entiendes la moraleja de la historia?

—No por mucho madrugar amanece más temprano. Llegaron tarde al Paraguay. Pero sigo sin entender por qué me habla de todo esto y qué quiere de mí.

—Necesito tu astucia y tu experiencia. Para investigar. Para no llegar tarde al Paraguay o a donde sea.

—Está loco. Qué sé yo de investigaciones. Supongo que una compañía como el Lloyd trabaja con los mejores detectives. Y dígale al perro de mierda que deje en paz mis pantalones.

—Creo que le gustas. Supones bien. Contamos con los mejores detectives, investigadores, pero son ratones de bibliotecas o laboratorios. Investigan con ordenadores. En realidad dar con el paradero de una obra de arte o de un objeto valioso no es tan difícil. Es cuestión de paciencia. Las verdaderas dificultades se dan luego con el tira y afloja, con los sobornos, con las reglas que impone la ley de oferta y demanda, que son las que en definitiva deciden si el objeto cambia de manos. Pero todo esto es así en tiempos normales y como sabes, Belmonte, los tiempos han cambiado muy rápidamente. También las reglas del juego han cambiado. Ahora se trata de investigar contando con muy pocas pistas, se trata de rastrear, dar con ciertos asuntos y actuar. No pongas esa cara, que me acerco al meollo de lo que debes saber. No te imaginas, nadie puede imaginar, la cantidad de bienes que hemos conseguido recuperar en Sudamérica. Durante cuarenta y pico de años fuimos estableciendo las reglas de la negociación con los muchachos del Tercer Reich que salvó la Odessa Connection. Un trabajo arduo y lento, de burócratas, que fue posible gracias a que disponíamos de tiempo. Pero ahora, con el fin de las fronteras que encerraban a los habitantes del mundo socialista, nada impide que los poseedores de muchos secretos viajen a por lo que consideran suyo. Y como la mayoría de estos depositarios de verdades ha envejecido, o bien vende los secretos al mejor postor o bien se lanza al camino. Quiere ahora su tajada.

—Sigo sin entender qué demonios pinto yo en su historia.

—Piensa en un tipo como Mengele. Proscrito y reclamado por medio mundo, y sin embargo consiguió disfrutar de una existencia legal y feliz entre Brasil y Paraguay. Los judíos nunca pudieron comprobar ante un tribunal brasileño o paraguayo que el vejete de aspecto bonachón fotografiado miles de veces era el mismo Ángel de la Muerte. Entonces intentaron echarle el guante por otros medios, tal como lo hicieron con Adolf Eichmann en Buenos Aires, pero no les resultó. Enviaron varios comandos a secuestrar o eliminar a Mengele, pero todos fracasaron, y ¿sabes por qué? Porque no conocían los secretos de la ilegalidad sudamericana. Y tú sí que sabes del tema, Belmonte. Dominas el arte de la clandestinidad. Un ex guerrillero del cono sur no es el sujeto romántico y fracasado que pintan los informes políticos de la socialdemocracia. El capitalismo victorioso ha hecho que sus conocimientos sean una ciencia temporalmente exacta y necesaria. Entonces, ¿qué quiero de ti? Tu experiencia.

El inválido terminó de hablar y se quedó mirándome con expresión autosuficiente. ¿Y de semejante idiota había sentido miedo? Vaya un pelmazo. Si Kramer, con sus ideas ridículas del guerrillerismo, era un tipo respetado por la pasma política, eso explicaba por qué no daban con los prófugos de la Baader-Meinhof.

—Experiencia. Usted no sabe de qué habla. No entiende un carajo. No niego que estuve metido en un par de aventuras, pero fracasaron, Kramer. Fracasaron. Dé una vuelta por París o Berlín y se topará con cientos de guerrilleros jubilados.

—Cierto. Pero no es lo mismo un hombre que pegó tiros en la selva, que uno que conoce todos los terrenos. ¿Sabías que la policía antiterrorista alemana considera una joya el atentado contra Somoza? Lo estudian. Cinco hombres logran colarse en el país más vigilado de Sudamérica, el Paraguay, donde uno de cada cuatro habitantes era chivato de la seguridad. Meten armas al país, hasta dos lanzacohetes, dan con Somoza y lo liquidan. Y no eran nicas Belmonte. Eran del cono sur. Eran tíos como tú. Durante largo tiempo busqué un ex tupamaro, un ex ERP, uno como tú, de los que aprendieron idiomas, técnicas de sabotaje, clandestinidad, el arte de ser invisibles, que se movieron por el mundo y en cada país dejaron una red de contactos.

—Usted está loco, Kramer. Lo que me dice es pura novelería. El hombre que necesita se llama Iván Ilich Ramírez. Le regalo el dato.

—El legendario «Carlos». No creas que no he pensado en él. Lástima que se haya convertido en un anciano. Cuando lo echaron del Líbano se largó a Siria con su harén de alemanas. Grandes fornicadoras las damas de la Fracción del Ejército Rojo. Hicieron de él un estropajo. Acabemos. Vas a trabajar para mí. No para el Lloyd. Para mí.

—No. Ni para el Lloyd ni para usted. ¿Algo más?

—Sí. Hay algo más. Debes saber que la policía recibió una llamada anónima que la condujo hasta un alijo de coca. Cuando esperabas en la sala del Lloyd revisaban tu casa. Mal asunto, Belmonte, porque tu cómplice, un tal Valdivia, opuso resistencia al allanamiento. Mal asunto. ¿Dos mil dólares tenías en la casilla postal? También fueron requisados. Es lo normal en estos casos. No te pongas tenso. A Canalla le gustan los tipos relajados.

—Pensó en todo, hijo de la gran puta.

—Naturalmente. A los suizos no nos gusta dejar cabos sueltos. Es una deformación nacional. Y ahora salgamos de aquí. Regresaremos lentamente. La policía necesita tiempo para reconocer un error.

—¿Qué debo hacer?

—Viajar. A Chile. Vuelves al pago, Belmonte. Y no pienses en desertar. Sabes muy bien que los mecanismos de extradición entre tu país y Alemania funcionan de maravilla.

—Usted gana, por ahora. Pero me las pagará Kramer. No sé cómo, pero lo voy a hacer mierda.

—¿Viste Casablanca? Al final de la película el policía francés le dice a Rick: «Pienso que de esto puede nacer una bella amistad».