Aquella tarde de febrero me despertó el frío. Salté de la cama soltando chorros de vapor por la boca y lo primero que hice fue comprobar si las ventanas estaban cerradas. Así era, en efecto. Enseguida miré el termostato del calefactor graduado en el número cinco, el más alto, pero el radiador estaba tan frío como el suelo. Me disponía a telefonear al mayordomo cuando escuché que llamaban a la puerta.
Abrí. Un petisito con un pasamontañas azul metido hasta las cejas y que se empeñaba en expresarse en una mezcla de alemán, inglés e idioma de sordomudo, me enseñó un atado de herramientas.
—Lo siento. No compro nada —le dije.
—No. La calefacción. ¿Comprende?
Le dejé pasar. Llegó hasta el radiador, se hincó, soltó un perno, del agujero empezaron a caer gotas de agua aceitosa, volvió a ajustar el perno, palpó por todas partes, movió la cabeza, echó mano de un walkie-talkie y habló en chileno clásico:
—La cagamos, huevón. Te lo dije, over. ¿Cómo? O sea que yo tengo que ir por todos los pisos dando explicaciones. A mí no me entienden, huevón, over.
El petisito permaneció algunos segundos con el artefacto pegado a la oreja, mas al parecer su colega había decidido cortar la comunicación.
—¿Chileno? —pregunté.
El petisito hizo una señal de afirmación con la cabeza. Seguía esperando a por la voz de su compañero.
—¿Y qué va a pasar con la calefacción? Estamos en invierno.
—Parece que atascamos la tubería central. El problema es saber dónde está el atasco. Vamos a tener que desmontar los radiadores de todos los pisos. Flor de cagada, jefe.
—Entonces empieza por éste, yo debo salir dentro de poco.
—No es tan simple. Hay que esperar al ingeniero. Esto va para largo.
—¿Y qué hacemos? No me pueden dejar sin calefacción.
—No se preocupe. Usted nos deja la llave, pero antes debe firmarnos una autorización para entrar en su piso. Aquí tengo un formulario.
El petisito me entregó una hoja que rellené cumpliendo con la obsesión alemana por las biografías, firmé, y la devolví junto con una copia de la llave del piso.
—Bueno, ahora voy a avisar a los demás inquilinos. Y no se preocupe que cuando regrese tendrá el calefactor funcionando —dijo antes de salir.
—Eso espero. No tengo vocación de pingüino.
En el cuarto de baño descubrí que tampoco había agua caliente, y cuando me resignaba a una afeitada en seco escuché que de nuevo llamaban a la puerta. Abrí, y ahí estaba otra vez el petisito, con el papel que le firmara en una mano y una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Feliz cumpleaños!
—¿Cómo? No te entiendo.
—Está de cumpleaños. Mire, aquí anotó su fecha de nacimiento. ¿Se da cuenta? ¡Feliz cumpleaños!
Cuarenta y cuatro. Petiso de mierda. Capicúa. Sentado en el inodoro resolví que no valía la pena darle vueltas al asunto. Cuarenta y cuatro. En un sujeto como yo, el único mérito de haber llegado a esa edad es justamente eso: haber llegado a ella. Feliz cumpleaños. Encendí el primer pitillo del día y vi los libros amontonados en el alféizar de la ventana. Ahí estaban las historias de Paco Taibo, de Jürgen Aberts, de Daniel Chavarría, que solía leer entre cagada y cagada con el innegable placer de los pequeños desquites, porque en ellas los individuos que sentía de mi bando perdían indefectiblemente, pero sabían muy bien por qué perdían como si estuvieran empeñados en formular la estética de la más contemporánea de las artes: la de saber perder.
El frío me expulsó del piso. Al cerrar la puerta con doble llave sentí una punzada en los riñones y me pregunté si no sería la súbita certeza de cumplir los cuarenta y cuatro. Empecé a bajar las escaleras. Al llegar al descanso del segundo piso me topé con una pareja de vecinos que subían cargando bolsas de compras. Eran unos vecinos bastante peculiares y dados al deporte de otomanizarlo todo. El tipo practicaba una costumbre epistolar con el mayordomo, y en sus cartas denunciaba como molestas costumbres turcas cualquier cosa que yo hiciera. Si escuchaba tangos a bajo volumen, escribía quejándose de mis liturgias musulmanas y, si ponía algún disco de salsa, entonces sus reclamos apuntaban a la dudosa moralidad de un turco que vivía sin mujer conocida. Les deseé buenas tardes sin el menor interés por que se cumplieran. El tipo respondió con un gruñido, lo que demostraba que no era sordo, pero de la mujer no recibí la menor respuesta, pues se desgañitaba gritándoles a los chicos que subieran de una maldita vez. Seguí bajando y me enfrenté a las miradas desconfiadas de dos niños.
—¿Qué tal, enanos?
—No somos enanos y tú eres un tío muy vago —respondió uno.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque nuestros padres nos dicen que debemos estudiar para no ser como tú, el turco vago que se levanta a las cinco de la tarde —precisó el otro.
—Cántenme algo. Hoy es mi cumpleaños.
—Los extranjeros no tienen cumpleaños —indicó el primero, pero no alcanzó a decir más porque la amorosa voz materna amenazó desde las alturas con una tunda.
Noche. En la calle, el frío de febrero arqueaba los lomos de los caminantes obligándoles a buscar algo inencontrable en el suelo. Alcé el cuello del abrigo y eché a andar con las manos en los bolsillos. Noche. Hasta finales de marzo seguiría sin ver la luz del día, pero aquélla no era una razón para quejarse. Cuando llegaran los interminables días del verano desearía con vehemencia la oscuridad nocturna que hermana a todos los gatos.
Como todas las tardes, un respetable río de orines bajaba por las escaleras del metro. Esquivando las pozas me acerqué a los automáticos de billetes. Como siempre, de los cinco sólo funcionaba uno y, como siempre, junto a las máquinas un puñado de eufóricos borrachos trataba de despachar una bandeja de latas de cerveza en el menor tiempo posible. Metí las monedas del importe.
—¿Eh? ¿Desde cuándo aceptan cerdos en el metro? —escupió uno.
—Lárgate a Anatolia, Mustafá —gruñó otro.
Aunque eran casi las seis de la tarde me pareció que el día comenzaba bastante bien. Sin calefacción, insultado por dos enanos, y luego esos muchachos que apestaban a meados. Una de las ventajas de vivir en Hamburgo consiste en que a menudo se encuentran posibilidades de mover el cuerpo. Un nazi es algo así como un putching-ball parlante que implora por un par de sopapos, aunque muchos intelectuales decididamente cobardes bajo su disfraz de pacifistas intenten convencerme de que, por ejemplo, en esa banda de borrachos no debo ver a nazis, sino a desencantados del sistema, víctimas alejadas del consumo, como si el nazismo no fuera la quintaesencia de la mierda.
—¿Te largas o no, cerdo Kanaka? —consultó otro.
Sí. Aunque eran casi las seis de la tarde el día empezaba bien. «Feliz cumpleaños», me dije, haciendo volar el pie izquierdo hasta la bandeja de latas de cerveza.
Los muchachos retrocedieron hasta una distancia prudencial para desde allí, insultarme mientras yo reventaba latas de cerveza a pisotones. «Feliz cumpleaños», me repetí dando los últimos pasos de aquella danza demoledora y luego me alejé hacia el andén con los zapatos llenos de espuma.
El vagón del metro iba repleto de individuos silenciosos. Algunos me observaron con la evidente desaprobación de todos los días, para volver al curso de alfabetización que les ofrece el Bild. Compañeros de un breve viaje de cinco estaciones. Tal vez nunca he coincidido con los mismos, pero siempre los veo iguales. Cansados luego de ocho horas de trabajo en fábricas u oficinas, sin la energía ni el deseo de entrar a un café cálido y sentarse a decidir en qué emplear las dulces horas del ocio bien ganado. Herméticos, dando sorbos a la infaltable lata de cerveza tibia, camino de un hogar silencioso, de un pan silencioso, de unos pepinillos silenciosos, de unas lonjas de salchichón tristísimo, de unas pantuflas incómodas pero que preservan la moqueta, de una cerveza y otra y otra más, frente al televisor a muy bajo volumen para comprobar si el vecino de arriba respeta las leyes del silencio.
Uno de los pasajeros se acercó hasta un afiche de la Oficina del Trabajo. Leyó, de un bolsillo sacó un lápiz y anotó algo en el borde del periódico. También me acerqué al afiche. Informaba de la conveniencia de la capacitación laboral. Nunca es tarde para aprender.
¿Y qué podría aprender un tipo como yo a los cuarenta y cuatro años?
Tenía un empleo y debía conservarlo pues las posibilidades de encontrar otro, a no ser cargando bananas congeladas en el puerto, no eran como para saltar de júbilo. ¿Para qué diablos sirve un tipo como yo? ¿Para qué diablos sirve un ex guerrillero a los cuarenta y cuatro años? En la Oficina del Trabajo de Hamburgo no verían con buenos ojos mi solicitud de capacitación laboral si en el apartado «Qué sabe hacer» ponía: Experto en técnicas de chequeo y contra chequeo, sabotajes y ramos similares, falsificación de documentos, producción artesanal de explosivos, doctorado en derrotas.
Tenía un empleo que me permitía dormir por las mañanas y, luego de despertar, empleaba unas horas leyendo historias criminales sentado en el inodoro o en la tina de baño. Por las tardes oficiaba de discreto encargado del orden en el Regina, uno de los últimos cabarets de la Grosse Freiheit. La Calle de la Gran Libertad.
El trabajo no era en ningún caso agobiante ni requería de complicaciones analíticas. Se trataba de llamar a la mesura a los vejetes que, encandilados por un par de tetas, intentaban subir al escenario para comprobar si tales portentos eran truco de siliconas o genuina carne de hembra. También debía explicar a los discutidores de los reservados que las chicas de gargantas profundas no hacían temporada de rebajas y de vez en cuando me correspondía atizar un soplamocos a los avaros que trataban de llevarse sin pagar las braguitas de las estriptiseras. No estaba mal eso de ser un matón de burdel así que opté por ignorar las sugerencias de la Oficina del Trabajo.
Al salir de la estación del metro el frío mordía las carnes, y las primeras putas vestidas de astronauta ocupaban sus metros cuadrados de calle frente al cuartel policial de la Davidstrasse. Sobándome las manos caminé hasta el Imbiss de Zelma. Apenas abrí la puerta del chiringuito, el calorcillo reinante y el aroma del Kebab asándose vertical y chorreante me dispuso a celebrar mi cumpleaños. Zelma, gorda como un tonel, le envolvía a una chica dos porciones de pimientos rellenos.
—¿Qué tal, coterráneo? —saludó.
—Con hambre, coterránea. Con mucho hambre.
—Y con frío, coterráneo. Estás tiritando. Anda sírvete un vaso de té.
La chica recibió el paquete. Mientras pagaba preguntó:
—¿Por qué hablan alemán entre ustedes? ¿No son coterráneos?
—Este es turco a la fuerza —indicó Zelma.
—No. Por ósmosis —aclaré.
—No entiendo —dijo la chica.
—¿Sabes lo que es la ósmosis? Es el paso, forzado o voluntario, de dos líquidos de diferente densidad a través de un tubo. A los turcos los hacen pasar por el tubo del odio a fuerza de putadas. Yo no soy turco, por lo tanto merecería pasar por otro tubo, pero me meten en el mismo.
—Bien explicado, coterráneo. Tú deberías estar en el magisterio —opinó Zelma.
—Demasiado complicado para una estudiante. Pero tienes aspecto de turco —agregó la chica y salió con sus pimientos rellenos.
El té caliente, dulce y aromático, me hizo olvidar el frío. Entraron dos muchachos y ordenaron doner kebab. Con el vaso de té en las manos vi a Zelma cortar trocitos de la dorada carne de cordero y meterlos en los livianos panes turcos. Era gorda como un barril, pero se movía con la gracia de una bailarina. Tal vez alguna vez bailó la danza del vientre electrizando a tipos bigotudos. Un pañuelo blanco le envolvía la negra cabellera y el brillo infantil de sus ojos oscuros dejaba suponer que tomaba la actividad comercial como un juego. Generaciones de putas se habían alimentado en el Imbiss de Zelma, las fiaba en las épocas de vacas flacas, algunas pagaban con dinero y otras con insultos, pero Zelma jamás perdía ni el humor ni el brillo de la mirada.
—Ahora sí, coterráneo. ¿Qué vas a comer?
—Algo muy bueno. Estoy de cumpleaños.
—¡Alí! —llamó Zelma, y del fondo del chiringuito apareció Alí, el esposo, con los ojos enrojecidos de picar cebollas.
A los pocos minutos estaba sentado frente a una bandeja con berenjenas fritas, pimientos rellenos, queso de cabra, peperones, cordero asado y delicados dulces de hojaldre con miel.
—No sé cómo me voy a comer todo esto —dije.
—Con vino —indicó Zelma—. Alí, ¿qué estás esperando?
Alí descorchó una botella de vino portugués y me preguntó cuántos años cumplía. Se lo dije comiendo a cuatro carrillos.
—Cuarenta y cuatro —empezó a decir mientras pasaba cuentas de su rosario—, cuarenta y cuatro. Cuando yo cumplí tu edad decidí que era tiempo de pensar en el regreso a la patria. Con nuestros ahorros podíamos montar un restaurante en Turquía, pero Zelma, ya sabes cómo es, se negó a salir del barrio. Tú deberías pensar en el regreso, muchacho. El tiempo pasa muy rápido y uno se va quedando.
—Joder, Alí. ¿También tú me quieres echar de Alemania?
La risa de Zelma llenó el local, y no paró de reír hasta que juntos me cantaron el Happy Birthday to you.
Cuando salí a la calle había empezado a llover. Los anuncios de los sex shops se reflejaban en el asfalto y los chulos pasaban en sus Mercedes deportivos controlando la carne expuesta bajo los paraguas. Acababa de festejar mi cumpleaños, y en forma, o por lo menos así lo atestiguaba el sabor de las especias pegado al paladar. Pero también llevaba algo en las orejas y eran las palabras de Alí.
Regresar, volver. Volver con la frente marchita, las nieves del tiempo etcétera. ¿Volver adónde? Lo único que me esperaba en Chile era la convicción de una venganza imposible. No. No era lo único. Había alguien, una persona, una mujer, que tal vez me esperaba, o que tal vez ni siquiera se había percatado de mi ausencia porque toda ella era ausencia y lejanía. Muchas veces me abofeteé la cara para ponerme de frente a la realidad. «Vamos», me dije, «estás en Europa, en Occidente, en Alemania, en Hamburgo, latitud tanto», pero fue como pegarle a la indefensa imagen que ofrece un espejo, porque las rebeldes neuronas se encargaron de recordarme que vivía en el país de nadie que algunos eufemísticamente llaman exilio.
Se exilia el que no conoció más que un lado de la medalla y fomenta sus errores más allá de donde los aprendió, pero el que atravesó todo el túnel descubriendo que los dos extremos son oscuros se queda preso, pegado como una mosca a la cinta impregnada de miel. La luz no existía. No fue más que una invención afiebrada, y la claridad ortopédica del lugar que habitas te dice que vives en un territorio sin salida y que cada año que pasa, en vez de entregarte serenidad, sabiduría, astucia, para intentar la huida, se transforma en un eslabón más de la cadena que te ata. Y te puedes mover, o creer que lo haces, avanzar en cualquier dirección, pero las fronteras irán también alejándose en progresión geométrica a la longitud de tus pasos. No, Alí. De aquí no salgo, a menos que ocurra un milagro, y los viejos guerrilleros no tenemos ni tiempo ni ánimos como para aferrarnos a nuevos mitos. Bastante difícil es cuidar de las sepulturas de los que tuvimos. En el fondo, Alí, lo que tengo es miedo de morir en cueros. Durante años busqué como tantos, la bala que llevaba mi nombre entre las huellas de las estrías. Era la llave de una muerte digna, vestida con el traje elemental de creer en algo. Pero todo acabó, se esfumó la creencia, el dogma no fue más que una anécdota pueril y me quedé desnudo, despojado de la más grande perspectiva que marcó a los sujetos como yo: morir por algo llamado revolución, y que era semejante al paraíso que aguarda a los pashdarán islámicos pero con música de salsa.
Entré al Regina cuando el show había comenzado. En el escenario una chica simulaba masturbarse con un boa de plumas. Ocupé mi lugar en la barra, mientras a mi lado Big Jim revolvía el sorbete preparado con medio litro de leche, seis huevos, un puñado de pimienta y un vaso de ron. Lo despachó sin pausas y, al acabar, como siempre masculló el «Mierda», que se complementaba con un gesto de repugnancia. Antes de subir al escenario me palmoteó la espalda.
—Lleno total. He contado cuatro gatos.
—Mala noche, negro. Tal vez mejore para la segunda vuelta.
Big Jim era un paquete de músculos cubiertos por una tensa pátina negra. Envuelto en la capa de poliéster que imitaba la piel de un leopardo esperó a un costado del escenario a que el showman lo presentara.
—Respetable público del Regina…, bueno, es una manera de decir, nadie debe sentirse ofendido. ¡No tan respetable público del Regina! ¿Ahora sí? Directamente llegado de Nueva Orleans el coloso del peep show americano. ¡Big Jim Splash, el follador telepático!
Los cuatro gatos de la sala abuchearon mientras Big Jim avanzaba hasta el centro del escenario arrastrando un taburete. Allí esperó a que el pinchadiscos arremetiera con el primer movimiento de Also sprach Zarathustra para quitarse la capa y quedar en bolas.
Los cuatro gatos de la sala eran fonéticamente identificables como bávaros. Con seguridad no entendieron qué quería decir eso de follador telepático y con espasmos guturales quisieron dar a entender que venían a ver a hembras en cueros, en ningún caso a machos, y mucho menos a un negro pero cuando Big Jim se sentó en el taburete y, moviendo las caderas, hizo oscilar como un péndulo el buen palmo lacio de su virilidad, entonces se produjo el silencio respetuoso que todos los artistas agradecen.
—Mierda de noche. Y tengo que ganar para el arriendo —dijo Tatiana la polaca.
—El frío inhibe. Cuatro gatos —le respondí.
—Cinco. En un reservado hay un tipo en silla de ruedas. Quise hacerle compañía pero tiene un perro asqueroso que no me dejó.
Miré hacia los reservados. Divisé al hombre sentado en una silla de ruedas. Había un balde champañero sobre su mesa. El perro debía de estar debajo.
En el escenario, Big Jim apretaba las manos y las nalgas con los ojos cerrados. La verga había ganado espacio y apuntaba hacia el público su cabezota morada. Big Jim empezó a rechinar los dientes en tanto sus caderas se agitaban en un movimiento ondulatorio.
—¿Me pagas una grapa? Estoy sin una perra —se quejó Tatiana.
—Una sola. Tienes que hacer tu número. Mira. El negro está a punto de soltar las cabras.
—Negro puto. No sé cómo lo hace. Me lo he llevado tres veces a la cama y no funciona. ¿Has visto lo feliz que se pone cuando hay mujeres entre el público y se pelean por sobarle la pija?
—A mí nunca me has invitado a la cama.
—Cierto. Será porque eres como un hermano y no se folla entre hermanos. ¿Sabes que tienes algo de fraile? No te enojes. Gracias por la grapa.
Los movimientos ondulatorios de Big Jim se transformaron en un baile frenético. El sudor corría por el rostro del follador telepático. De pronto se puso de pie, alzó los brazos, los cruzó sobre la nuca, se empinó para que su verga alcanzara la máxima longitud y, entonces, al tiempo que soltaba una queja nacida del fondo de los huesos, la hendidura del glande se dilató para escupir chorros de semen que alcanzaron las mesas vacías de la primera fila.
Los cuatro gatos tardaron en aplaudir. Uno de ellos se atrevió a romper la católica estupefacción bávara reclamando bis, pero Big Jim ya salía del escenario arrastrando su piel de leopardo sintético. Le tocaba el turno a Tatiana la polaca.
«Directamente de Varsovia, Tatiana, la joya polaca del striptease. Las personas con problemas cardíacos deben abandonar la sala antes de que se quite el sujetador», debió anunciar el showman, pero no dijo una palabra. Permaneció lívido mirando hacia la entrada. Lo que vi tampoco me llenó de dicha.
Cinco bebés monstruosos. Cabezas rapadas. Camisetas con la leyenda: «Estoy orgulloso de ser alemán». Chupas de bombardero yanqui. Botas de paracaidistas. Entraron ladrando el Deutschland Deutschland über alles y eructando a destajo. Venían con los bofes y el amor patrio convenientemente llenos de cerveza. Cuando terminaron de ladrar el himno patrio, uno de ellos trepó sobre una mesa.
—Heil Hitler! A partir de este momento en el establo mandan las reglas de la moral alemana. Bando número uno: queda prohibido a las filipinas, polacas y negros degenerados presentarse en público porque ofenden la dignidad alemana. Dos: queda prohibido que las putas de alterne follen con cerdos extranjeros. Tres: todo el personal artístico y de servicios, y las chupadoras de vergas de los reservados cotizarán el cincuenta por ciento de sus ingresos a la Unión del Pueblo Alemán, cuyos abnegados representantes están ante ustedes para recaudar las donaciones. Heil Hitler!
Finalizado el discurso patriótico, exigieron una ronda de cervezas, advirtiendo que, si no los complacían, harían una pequeña demostración de fuerza y, para enfatizar sus propósitos, le sacudieron un soplamocos al barman. De tal manera que me llegó el turno de dialogar con los bebés. Qué diablos, para eso me pagaban.
Mientras caminaba hacia los bebés del «Cuarto Reich» con mi mejor gesto conciliador, quiso la suerte que tropezara con un peldaño invisible, que me fuera de bruces y que mi frente se estrellara contra el hocico del nazi que acababa de discursear. La verdad es que nunca me interesé por la pediatría, pero sabía que con los bebés se debe actuar rápido, así que, mientras lo consolaba por los dientes perdidos con una seguidilla de rodillazos en los testículos, encabecé el coro de los noctámbulos cantores de Hamburgo reclamando por la pasma.
Y llegaron. Precedidos por un ulular de sirenas y con las candorosas Walter nueve milímetros en las manos. Lo primero que vieron fue al bebé en el suelo. El cabeza rapada descubría las delicias del aire entrándole lentamente y doblado como una escuadra respondía con manotazos a cualquier intento por moverlo.
—¿Quién agredió a este hombre? —preguntó uno.
—Nadie. Estos llegaron provocando. Mire cómo me dejaron la cara —dijo el barman.
—Mentira. Entramos a beber una cerveza y el turco se nos echó encima —chilló uno de los bebés.
—Tú, turco. Enséñame tus papeles. Ordenó el que mandaba el rebaño.
—¿Por qué?
—Porque yo te lo digo, mierda. ¿No te parece una buena razón?
Con la bofia no debe discutirse, menos aún cuando se presenta en equipo y con los fierros apuntando. Con movimientos lentos metí una mano en el bolsillo interior de la americana y saqué el pasaporte tomándolo con dos dedos. El poli observó con atención la tapa azul del documento. Tal vez sus desconocimientos de zoología le impedían saber que el pájaro del escudo chileno no es una gallina, sino un cóndor, y que el bicho parado en dos patas no es un galgo sino un huemul.
—¿Por qué tienes un pasaporte chileno?
—Nadie elige donde nace.
—Yo soy alemán y estos cerdos me pegaron. ¿O es que debo agradecerles el sopapo? —insistió el barman.
—Soy testigo. Le pegaron sin aviso —corroboró Tatiana.
—Nombre —dijo el poli.
—Tatiana Janowsky. Ciudadana polaca.
—¿Y no teme resfriarse? —consultó el poli señalando la mínima braguita de Tatiana.
—Estaba a punto de presentar mi número de culturismo cuando irrumpió esta banda de cerdos —insistió Tatiana.
—Nos ha insultado, ustedes son testigos. No alcanzamos a entrar en el local y Kanaka se nos echó encima —chilló otro de los bebés.
El poli que llevaba la voz cantante hizo un ademán llamando a la calma y le pasó el pasaporte a otro de rango inferior.
—Ve si el pájaro está limpio y pide una ambulancia para éste —ordenó indicando al bebé que se quejaba en el suelo.
—Entonces, ¿cuál es tu versión de la historia? —dijo indicándome.
—Estos llegaron insultando al establecimiento, le pegaron al barman y, cuando quise pedirles que se retiraran, tropecé y choqué con el señor. Lo siento mucho. Fue una casualidad.
—Naturalmente. Y tiene los huevos en el cuello porque sufre de hipo. Me temo que tendrás que venir con nosotros. Cuestión de rutina.
—¿Por qué? Él se limitó a proteger el prestigio del establecimiento —dijo Big Jim.
—¿Quién es este breva? —preguntó el poli.
—Big Jim Splash. El follador telepático. Americano —informo el barman.
—Tápese o lo detengo por inmoral. Y el chileno nos acompaña al cuartel —enfatizó el poli.
El asunto tomaba un matiz bastante desagradable. La pasma alemana es terriblemente sensible cuando les joden los esquemas. Ahí tenían un claro, nítido, caso de alteración del orden y con un turco culpable servido en bandeja, pero el turco no era turco y hasta tenía un testigo alemán a su favor. Mal asunto, parecía reflexionar el poli, y no se precisaba de una gran sagacidad para adivinarle las intenciones: quería verme un par de horas en una celda y con los cuatro bebés que se sostenían sobre sus patas como compañeros de infortunio.
—Dame tus manitas —pidió mostrándome las esposas.
Hay que saber perder. Obedecí, y en ese preciso momento se escuchó la voz del hombre de la silla de ruedas. Habló con un pausado acento suizo y sin moverse del reservado.
—Oficial. Acérquese, por favor. Creo que puedo colaborar para superar este malentendido.
Mientras el poli se aproximaba al inválido entraron los camilleros. Esquivando las patadas y manotazos del bebé lo examinaron.
—Varios dientes perdidos y posible fractura del tabique nasal. Lo demás lo dirán las radiografías —murmuró uno, y lo sacaron todavía doblado sobre la camilla.
El poli al mando regresó del reservado. Estiré las manos, pero me ignoró.
—El pasaporte —dijo al poli que había consultado por mi currículo.
—Está limpio —informó el otro.
—Vamos. Y ustedes, chicos, a divertirse a otra parte —aconsejó a los bebés.
—¿Y yo qué? ¿Y mi denuncia? Esos me pegaron —volvió a insistir el barman.
—Si quiere hacer una denuncia pase por el cuartel. Buenas noches.
Se marcharon. Recién entonces el dueño del Regina se atrevió a abandonar su despacho. El tipo era un monumento al valor.
—Se te pasó la mano. Un golpe es un golpe, pero esta vez fuiste demasiado lejos. Estos escándalos desprestigian el local y ahuyentan a los clientes.
—Su ayuda no pudo ser más oportuna. Gracias.
—¿Y qué querías que hiciera? No me gustan los líos con la pasma.
—Gracias de todos modos.
El barman se acariciaba la cara con un trozo de hielo. Hizo un gesto de desprecio en cuanto el dueño regresó a la tranquilidad de su despacho.
—¿Te pongo un trago?
—Un Jack Daniel’s con hielo, pero no con ese que estás babeando. ¿Te duele todavía?
—Algo. Lo hiciste bien. Condenaste a ese cabrón a comer papillas y a sonarse por la nuca. Lástima que no le reventaras los huevos. No le vi sangre en la entrepierna.
—Nadie es perfecto.
—El tipo del reservado hace señas para que te acerques.
Avancé hasta el reservado. Los bávaros se habían marchado luego del incidente, de tal manera que era el único parroquiano. Le calcule unos sesenta años, apenas había probado el champaña y fumaba un grueso cigarro. Al acercarme, el perro salió de debajo de la mesa y me enseñó los dientes.
—Tranquilo, Canalla. ¿Una copa?
—No sé qué le dijo al poli, pero supongo que debo darle las gracias.
—Olvídalo. ¿Puedo tutearte?
—El cliente manda.
—No estuvo mal la exhibición.
—A veces hay suerte. A veces no.
—Juan Belmonte. ¿Sabes que tienes nombre de torero?
—Veo que sabe mi nombre.
—Sé mucho de ti. Mucho.
¿Qué hace un inválido como tú en un lugar como éste? La pregunta le caía cortada al viejo. Ocupaba una silla de ruedas dotada de numerosos botones de mando, y la parte superior de su indumentaria se notaba fina. Aquel viejo no se vestía con los saldos de C & A. Lucía manos pequeñas y bien cuidadas. En la ópera no hubiera llamado la atención, pero en un cabaret de mala muerte como el Regina resultaba totalmente fuera de sitio. Lo sentí escudriñándome sin perder una sonrisa cínica. El perro también me observaba.
—Usted me llamó. ¿Qué quiere de mí?
—Hablar largamente. En privado, se entiende.
—A diez metros encontrará un club gay. Lo siento, pero no es lo mío.
—¡¿Marica yo?! ¡Dios mío! En silla de ruedas y con un tipo dándome por el culo. Parecería una pala mecánica. Y con la verga parada me vería como un tanque. ¡Dios mío!
Le vino un ataque de risa que ahogó con su contundente tos de fumador. El perro, alarmado, gruñó amenazante.
—Tranquilo, Canalla. No pasa nada. Tenemos que hablar, Belmonte.
—Depende del tema.
—De tu pasado, por ejemplo. No me decepciones. Sé que eres chileno y los chilenos son grandes conversadores. Creo que les viene de los indios. Los mapuches elegían a sus jefes en concursos de oratoria.
—También los suizos son grandes conversadores. Pero no me interesa hablar ni de mi pasado ni del suyo.
—¿Tan fuerte es mi acento? En fin. Vamos a hablar de trabajo.
Trabajo. No era la primera vez que alguien se me acercaba para proponerme un «Trabajo sencillo, sin complicaciones, se trata de llevar unos paquetes a Berlín, ¿entiendes? Un polvito blanco, un detergente muy delicado».
—Tengo trabajo y me gusta lo que hago. Dejémoslo aquí. Buenas noches.
—Espera. Si das un solo paso, Canalla te arranca los huevos. Vas a trabajar para mí, Belmonte. Sé todo lo que se puede saber de ti. Todo. ¿No me crees? Te daré un ejemplo: hace dos semanas giraste quinientos marcos a Verónica.
El dedo, la mano entera en la llaga. Estiré los brazos con la intención de levantarlo con silla de ruedas y todo, mas el perro se interpuso presto a saltarme al cuello.
—¿Quién demonios eres, tullido de mierda?
—¿Ves como es posible conversar? Quieto, Canalla. Vas a trabajar para mí y te aseguro que no te arrepentirás. Aquí te dejo una tarjeta. Nos vemos mañana a las diez. Vamos, Canalla.
Lo vi mover la mesa y avanzar en la silla de ruedas hasta la salida. El perro, con el lomo erizado y sin dejar de mostrar los dientes, le cuidó la retirada. Cogí la tarjeta. En ella se veía un velero y tres líneas de texto:
Oskar Kramer
Lloyd Hanseático
Investigaciones de Ultramar
—Belmonte —el inválido me llamó desde la puerta—, casi lo olvido: ¡Feliz cumpleaños!
El local quedó vacío. Regresé a la barra sintiendo que el sudor me empapaba la espalda. El inválido conocía mi punto más vulnerable. Necesitaba pensar y deprisa. Si algo me mantuvo hasta entonces fue la certeza de saber que Verónica se encontraba a salvo, segura en su país construido con olvidos y silencios. Si el inválido sabía de ella era porque mi nombre, mis datos, mis pasos, mis costumbres no habían sido olvidados por la máquina tragahombres. Alguien leía las cartas que me remitían desde Santiago, se enteraba del estado de Verónica, tal vez hacía comentarios con sus colegas en un cuarto secreto. Ese mismo alguien leía también mis cartas, las palabras, las frases de amor que mes a mes enviaba para que se las colocaran sobre el regazo con la esperanza de que, de pronto, súbitamente, preguntara por mí y la vida tuviera nuevamente un sentido. Y en aquel cuarto secreto, los empleados de la máquina se reirían de mis palabras, harían comentarios obscenos mientras bebían cerveza y alimentaban el cartapacio que reflejaba cada uno de mis movimientos.
—Te llama el jefe —dijo el barman.
El tipo ocupaba un sillón giratorio detrás del escritorio. A su espalda colgaban docenas de fotografías de artistas del cabaret. Fue directo al grano.
—No me gustó lo que hiciste.
—Ya lo dijo antes.
—No hablo de los Skids. Me refiero al inválido. Vi toda la escena.
—Es un asunto personal.
—Me interesan un carajo tus asuntos personales. El inválido arregló el lío con la pasma. Y tú trataste de golpearlo. Hasta aquí llegamos con tus servicios. No se puede amenazar o golpear a alguien que tiene buenas relaciones con la pasma.
—¿Estoy despedido?
—Pasa mañana a buscar lo que se te debe.
Vaya día. Me había caído de todo. Al regresar a la barra, el local se notaba algo animado por una docena de turistas japoneses. Miré la hora. Era casi medianoche. Menos mal que finalizaba el maldito día de mi cumpleaños.
—Dame el último Jack Daniel’s —pedí al barman.
—Lo escuché todo. Mierda de tipo. Si sé de algo te aviso.
—Suerte, turco —murmuró Big Jim.
—Gracias, muchachos.
Afuera llovía intensamente. Subí el cuello del abrigo y me eché a andar en dirección del puerto. Debía actuar, llevar la delantera, anticiparme a los hechos, pero no sabía cómo ni por dónde empezar. De pronto, mientras caminaba pegado a las murallas sentí el peso de las monedas en el bolsillo. Bendita costumbre de cargar siempre monedas. Bendito hábito de tener siempre abiertas las posibilidades de comunicación. Me encerré en la primera cabina de teléfonos.
Dos ceros y tus deseos se van al espacio, allá los almacena un satélite, innegable evidencia del porvenir científico que aguarda a la humanidad. Otros dos números trasladan tus ansias desde el espacio hasta la costa más austral del Pacífico, un número las deposita en la ciudad de Santiago, y la seguidilla de los otros cinco dígitos las lleva hasta la sala de una casa.
—¿Aló? ¿Señora Ana?… Sí. Soy yo. Estoy bien, muy bien. ¿Y Verónica?… Igual. Sí. Sigue igual… Sí, por favor. Vea si está despierta.
Pasos. Una puerta se quejó en mi memoria. Habría que aceitar los goznes. Fijar las bisagras.
—¿Está despierta? Por favor, acérquele el teléfono. ¿Verónica?
La sentí respirar acompasadamente y no le dije nada. ¿Qué podía decirle? Soy yo, amor, Juan, y te hablo aunque sé que mi voz no te alcanza, que ninguna voz te alcanzará mientras sigas perdida en el laberinto del horror. ¿Por qué no sales de él, Verónica? ¿Por qué no sigues el porfiado ejemplo de tu cuerpo que emergió del mar de las desapariciones luego de dos años durante los cuales la máquina intentó destrozarlo? Tu cuerpo desnudo en un basural de Santiago. Verónica, mi amor.
—Juan. Es inútil. No lo escucha.
—Está bien, señora Ana. Sólo quería saber cómo está.
—Como siempre. No habla. No deja de mirar algo que ella no más puede ver. Juan… ¿Ocurre algo?
—¿Por qué lo pregunta?
—Es que hace unas horas llamó un amigo suyo preguntando por la salud de Verónica. Dijo que usted también llamaría, y que no olvide su cita para mañana. ¿Era un amigo suyo, Juan?
—Sí. Un buen amigo. Un gran amigo.
Actuar. Pasar a la ofensiva. ¿Qué quería el inválido? Desesperado empecé a buscar su número de teléfono en el directorio. No estaba. Y cuando me disponía a llamar al servicio de informaciones, un retorcijón me avisó que el vientre se estaba solidificando.
Tengo miedo. Eso está bien. El miedo impulsa a pensar las acciones. Todavía funcionas, Juan Belmonte. Todavía funcionas, repetí mientras caminaba por veredas desiertas.
Desde la calle vi que mi piso tenía las luces encendidas. No podía ser el inválido el que esperaba arriba. El edificio no tiene ascensor. Subí las escaleras con sigilo y al llegar frente a la puerta me quité el cinturón. Abrí y, sosteniéndolo con las dos manos, avancé hasta la sala. Ahí, despaturrado dormía el petisito del pasamontañas azul.
—¿Estás cómodo? —saludé.
El petisito dio un salto.
—¡Putas! Me dormí. Disculpe, jefe.
—¿Desde cuándo estás aquí?
—Desde las ocho. Es que no pudimos reparar la calefacción y le traje una estufa eléctrica. Me senté un rato a esperarlo y me quedé dormido. Disculpe.
Lo vi pararse, coger el maletín de herramientas y caminar con desgano hasta la puerta. Además de petiso era rechoncho y tenía menos cuello que una almeja.
—No quiero molestar pero…
—Pero tienes que llevarte la estufa. Adelante.
—No. No lo voy a dejar sin calefacción. Perdí el último metro y vivo lejos, muy lejos.
—Está bien, quédate. Te daré una manta.
—¿Celebró el cumpleaños?
—Más o menos.
Entonces el petisito abrió el maletín de las herramientas y sacó una botella de vino. Me la enseñó feliz, como quien muestra un trofeo.
—¿Le damos el bajo? —sugirió.
—En la cocina hay copas —respondí, recordando un dicho que habla de la soledad como la peor de las consejeras.