Emilio aún no había llegado a la floristería. Decidí esperarle en la terraza de un bar cercano. A pesar del cielo despejado de nubes, hacía menos calor. En media hora cerrarían las tiendas. Me entretuve observando los paseantes, que llenaban el Paseo de Gracia, los automóviles, los tranvías, las letras apagadas de los anuncios luminosos. Después de la limonada pedí una ginebra.
En la tienda, una mujer rubia con un elegante vestido negro me rogó, con una seña, que esperase. Los aromas eran fuertes allí dentro. La rubia dejó de hablar con el hombre bajito, al que unos lacios pelos le resaltaban la calva.
—Quisiera encargar un centro. No sé las señas aún, pero, en todo caso, se las comunicaré a primera hora de la tarde.
—De acuerdo, señor. ¿Qué le parecen unas camelias?
—Bien, sí.
Tenía una piel cuidadísima, que mejoraba su apretada obesidad. Le seguí, con la vista fija en sus caderas, hasta el fondo de la tienda. Nos enseñaba un cuenco de camelias cuando llegaron Foz y Emilio.
—Perdona, Javier. Te acuerdas de Alberto Foz, naturalmente.
—¿Cómo estás? Claro que me acuerdo.
—Mi querido Javier… ¡Cuántos años sin verte! —me abrazó—. Nunca quieres venir por nuestro pueblo, eh. O vienes y no me avisas. ¿Qué debo hacer para ser amigo tuyo? Buenos días, Paulita.
—Buenos días, don Alberto.
—Pero si cuando vengo estás siempre en el extranjero.
—Ah, hijo, no me extraña. ¿Me encuentras más viejo? Claro, qué me vas a decir. Pues he cumplido ya los sesenta y tres.
—¿Es posible? Parece que tienes cincuenta.
—Paulita, estos señores se molestan por mandarle unas flores a mi mujer.
—Ah, magnífico. A S’Agaró, entonces.
Emilio descubrió al calvo bajito que husmeaba por la tienda y vigilaba la confección de un enorme ramo, al que hacía añadir una nueva clase de flores de vez en cuando. Guiñó los ojos ante la inclinación de cabeza de Emilio.
—Ah, amigo mío.
Foz me apartó suavemente y avanzó con la más ruidosa de sus sonrisas.
—¡Señor Director!
—¡Ah, amigos míos!
—¿Cómo se encuentra, señor Director? —preguntó Emilio.
—Sabe usted la dirección, ¿verdad?
Paulita, con su aureola rubia y su personalísimo perfume, movió el índice de la mano derecha coquetamente.
—Oh, si usted me hubiese dicho desde un principio que se trataba de los señores de Foz, con lo que aprecio a don Alberto… Mire, es el Director —bajó la voz— de…
—¿Cómo?
—Una personalidad, ¿sabe?
Foz prodigaba sus risotadas, en contrapunto a las desiguales sonrisas de Emilio, que se apoyaba en un pie y otro, como si danzase. El chaleco del Director iba ribeteado de piqué blanco. Paulita recibió los billetes distraídamente.
—Pero usted nunca descansa.
—Ah, el descanso.
Paulita se movía de un lado para otro. Acabamos todos pendientes del ramo del Director.
—Es una maravilla.
—Ah, las flores… No hay nada como las flores.
—Sí, señor Director. Según he leído, su viaje por Andalucía ha sido un triunfo completo.
—Inenarrable, señores míos.
—Nos tiene usted muy olvidados.
—Señores, el trabajo me impide tantos placeres… Algún día me libraré de esta cadena.
—Nosotros encantados por usted. Pero Dios le conserve mucho tiempo el cargo, para bien de esta tierra.
—Oh, esta tierra… Créame que Cataluña va siempre dentro de mi corazón.
Paulita cuchicheaba al teléfono. Un chiquillo, con un largo mandil gris, colocó el cartel de cerrado en la puerta de vidrio.
—Y usted en el nuestro.
—Lo sé, lo sé, amigos míos —movió los dedos de una mano a la altura del hombro; Paulita se apresuró a acercarse—. Querida amiga, confío plenamente en usted. Señores, muy honrado.
La puerta se abrió, volvió a cerrarse y el grupo se disgregó.
—Cuando queráis —dije.
—No te lo he presentado, porque ya sabes cómo son estas eminencias —dijo Emilio.
—Le molesta que le presenten gente, ¿comprendes? —Foz entonaba como el señor Director, ampuloso casi—. Como es demasiado importante, supone que se le va a pedir algo. Lo que daría yo porque Paulita me comunicase el destino de ese ramo.
—Don Alberto, don Alberto, ¿qué le parecería a usted que traicionase sus secretos delante de estos señores?
—Aaah, esta Paulita es terrible.
—Vamos a comer con Foz —dijo Emilio—. Se ha escapado antes del despacho, por venir con nosotros.
—Muy bien.
Foz, que salía con la cabeza medio vuelta hacia las sonrisas de Paulita, tropezó con dos muchachas que bajaban por la acera cogidas del brazo.
—Hasta siempre, don Alberto. Adiós, señores. Muchas gracias.
El chófer cerró la portezuela, rodeó el automóvil y, ya con la gorra puesta, se sentó al volante.
—Es extraordinaria esta mujer. Y guapetona, eh. Mira, aún puede despertar pasiones.
—Qué simpático es el Director, ¿verdad?
—Simpatiquísimo. Y un hombre muy sencillo, muy campechano. Conviene frecuentar la tienda de Paulita. Te lo tengo dicho, Emilio.
—Eso queda para vosotros, los grandes banqueros. Yo casi no conozco a nadie. Yo, escucha, no soy más que un humilde fabricante.
—¿Oyes esto, Javier? —me golpeó el muslo—. El gran sinvergüenza… Hace unos meses, cuando lo de los créditos, el Consejo pensó en recurrir a ti. ¡Un humilde fabricante! Muy simpático el Director. No, gracias, antes de comer no fumo. Dispepsia. No te lo he presentado porque siempre teme que le pidan una recomendación.
—Nada, hombre, no te preocupes.
—Tú, además, en Madrid, con todos los Ministerios a tu alcance… Eh, Emilio, fíjate. Estos son los afortunados.
—Ellos, ellos —rió—. Pues se acordaba de mí. ¿Y a quién le mandaría las flores?
—Esta Paulita… Pero es cierta su discreción. Jamás descubre nada ni pregunta. Está viuda.
—¿Viuda?
—Sí, viuda. De un alto cargo republicano, al parecer. Ella era joven, la engañó, se la llevó en el 38, cuando la retirada, pasó mil calamidades en Méjico. Luego se quedó viuda y volvió. Ella, la pobre, no había hecho nada. Un caso lastimoso. Pero vale, lleva el negocio muy bien. Se la ha ayudado, naturalmente.
Llegamos a la falda del Tibidabo. Esperé a que estuviésemos sentados en la terraza, desde la que la ciudad era una larga extensión de colores y formas desiguales. Emilio terminó de encargar el menú.
—Bueno, éste ya te habrá hablado de…
—Todo arreglado. Foz ha cogido el teléfono y en dos minutos lo ha arreglado todo.
—¡Pues no faltaba más!
—Te digo que milagroso.
—Gracias, Alberto. Emilio te explicaría lo desagradable del asunto.
—Quita, por Dios. Una monstruosidad. Esas pobres criaturas implicadas en un caso de crónica negra… Y, encima, por una tontería, por una cabezonada de ese hombre. Gracias —examinó la carta de los vinos—. Chateauneuf du Pape. ¿Os parece?
—Sí, sí —dijo Emilio.
—No os volverán a molestar y, claro, lo del Juzgado queda sin efecto. Pero si es inútil. Si según me han explicado, el caso está ya resuelto. O casi resuelto. He dicho quiénes sois, quiénes son vuestros hijos. ¡Adorables niños, qué asustados se encontrarán!
—Un día tienes que ir por Velas Blancas.
—Gracias, Emilio. Oye, Javier, después de comer te voy a robar media hora. Dejamos al humilde fabricante en su despacho, para que vigile cómo entra el oro a chorros, y te consulto un par de cosas.
—Lo que quieras.
—Se trata de unos terrenos que tenemos en Alicante. Es sólo una idea, un proyecto muy difuso, pero pensaba construir por allí algo parecido a vuestra colonia. Como explotación comercial. Nada de lujos. Yo sólo puedo veranear en S’Agaró y, como las cosas continúen así, el próximo verano los chicos no salen de la calle de Balmes.
—Continuarán así.
—Hombre, Emilio, no seas pesimista.
—¡Pesimista! Mira, Alberto, esta mañana Javier y yo estuvimos a ver a Augusto.
—¿A Augusto Mondoñedo?
—Pues no estaba.
—Claro, si veranea en Málaga.
—No sabíamos que estuviese en Málaga. Antes de molestarte a ti, fuimos a Augusto.
—Mal hecho.
—Yo me puse a charlar con el secretario. Desde allí te telefoneé. No sé si conoces a su secretario. Un chico joven, muy listo…
—Sí, sí, muy competente.
—Como es lógico, vinimos a parar en lo del discurso. Has leído el discurso, claro. Yo no soy una potencia en algodón, pero…
—Bueno, Emilio, si sacas lo del algodón, me indigestas la comida.
Hasta los postres hablaron del algodón. El vino me llenaba de una fruición silenciosa. A lo lejos, en la neblina, que debía de ser ya el mar, terminaba el profuso panorama de las fachadas, las azoteas, la mancha verde del Parque Güell, las torres de la Sagrada Familia, las chimeneas de las fábricas, bajo un bloque de luz cristalina incrustado en las calles. De repente experimenté una conocida sensación de potencia y bienestar, últimamente olvidada; algo muy compacto por todo el cuerpo, que me mostraba el mundo en un orden claro. Cuando Emilio quiso pagar, supimos que el chófer de Foz había abonado ya la cuenta. Emilio encargó unos habanos.
—Pero ¿visteis a esa chica? —preguntó Foz.
—¿Qué chica? —dije.
—Sí, la vimos. Espeluznante.
—¿Desfigurada?
—No, no —me apresuré a contestar—. Estaba quieta, dormida, como con un sueño fingido. Tenía una boca de una belleza rara.
—No me acuerdo.
—Yo, sí. La vi en la playa y, luego, en la caseta del antiguo guarda. Parecía haber sido alguien realmente interesante, la chica. Y, ya ves, resultó una ramera.
—Es doloroso —Foz se escarbó en los dientes con un palillo, la mano izquierda como pantalla de la boca—. Y la mala pata de esos chicos que iban con ella. ¡Sobre todo, de las chicas! En una sociedad como la nuestra, tan pacata. La verdad es que nosotros tampoco éramos así, caray. A nosotros ni se nos ocurría coger el Hispano y marcharnos de viaje con una prostituta y dos muchachas de nuestra clase.
—No —dijo Emilio—. Da miedo cómo evolucionan los jóvenes.
—Yo a mis hijos les parezco un extraño. Y no os digo ellos a mí. Con sus costumbres de negros.
Dimos un corto paseo por la explanada del funicular. Después de dejar a Emilio en su despacho, Alberto me llevó al suyo para exponerme con planos, con estudios económicos, con memorias y con aclaraciones personales, sus proyectos sobre los terrenos. Me escuchaba con una atención concentrada, sin sonreír, emanando una especie de solidaridad que me facilitaba el pensamiento. Me asombró que fuesen las seis cuando me despedía de Alberto Foz.
—Te lo agradezco, pero prefiero andar hasta el hotel. Alberto, muchas gracias por todo.
—A ti, gran hombre. Dile a Emilio que cojo vuestra invitación. La semana próxima me tenéis en Velas Blancas. Vuelvo a repetirte que el coche está a tu disposición —me estrechó la mano—. Como quieras… Ah, oye, no dudes un momento en llamarme si os molestasen otra vez. Que no creo. Recuerdos a tu mujer.
Antes de ducharme telefoneé a Emilio. Me contestó, distraído, que tardaría una media hora. Nada más colgar, tuve la idea de llamar a Angus. La telefonista no me prometió la conferencia antes de unos cincuenta o sesenta minutos. Me vestí calmosamente, fumé unos cigarrillos, encargué una ginebra, di un paseo por las Ramblas, compré los periódicos de la noche, los leí en el hall. Cerca de las nueve llegó Emilio, sudoroso.
—Perdona, perdona. No he tenido tiempo de avisarte siquiera —se dejó caer en el butacón—. Un café, por favor.
—Y a mí tráigame otra ginebra. Pero ¿qué pasa?
—Que yo no puedo faltar. Asunción cree que son manías mías, ganas de amargarme la vida. Pero no. Mira, dile que no voy, ¿sabes? Que hasta dentro de tres o cuatro días no volveré.
—¿Tanto trabajo tienes?
—¿Trabajo? Tú se lo explicas, que yo mañana le pondré una conferencia. Que no se inquiete, que estoy bien en casa, que se cuide sólo de los niños. ¿Te marchas ahora?
—Sí.
—Es tarde. ¿Por qué no te acuestas y sales mañana temprano? Mañana a las siete tengo que estar en el despacho. No, no puedo faltar.
—Prefiero conducir por la noche, que hace menos calor.
—Todo amontonado, sin resolver, sin atender los pedidos… Te digo que cuando autorizo las nóminas, firmo un robo. ¡De mi dinero!
La noche estaba clara. Por la ventanilla, ya fuera de la ciudad, penetraba un viento frío. Me detuve en un restaurante a tomar una tortilla francesa, una salchicha y una botella de cerveza. Me encontré menos fatigado cuando otra vez cogí el volante. La carretera, durante varios kilómetros, bordeaba el mar, que quedaba, a veces, al mismo nivel y otras en lo hondo de unos acantilados. A la salida de un pueblo me pararon los agentes de tráfico para revisar mis documentos. En una y otra dirección circulaban muchos automóviles y camiones.
Al llegar al pueblo de Angus dejé la carretera general. Las calles estaban solitarias. Me detuve en la oscuridad, desde donde distinguía los perfiles del chalet. Fumaba despacio, amodorrado casi. Si Angus no había deshecho el paquete, estarían resecos los dulces comprados para los pescadores. Luego descubrí que pensaba en Elena, en los planos de Foz, en mi sed. Con los faros apagados, di la vuelta.
Apenas si duró la gasolina hasta Velas Blancas. Las suelas de mis zapatos crujieron en la grava del sendero. Olía a tierra mojada. Tanteando por el vestíbulo y por el pasillo fui a la cocina. Unos puntos marrones corrieron por el suelo al encender la luz; se inmovilizaron. Con la sangre agolpada en las mejillas, no supe qué hacer durante unos segundos. Por fin, busqué una escoba, pero, antes de que llegase a levantarla, las cucarachas desaparecieron por las rendijas de las baldosas, en el suelo y en las paredes.
Bebí agua glotonamente. El sueño, la fatiga, también el bienestar, me los había arrebatado en un velocísimo instante la visión de aquellos animaluchos. Salí al jardín. Mi ira creciente se empecinaba en el absurdo de las cucarachas por mi casa nueva, que tanto me había costado. Tardé mucho en recordar la existencia de los insecticidas.