Ala salida de misa, entre los colores de los vestidos de las mujeres, que el sol hacía más detonantes, destacaba el negro de la sotana de don José María. Me encaminaba hacia el grupo cuando me detuvo Emilio.
—¿Te parece que nos encerremos con los chicos?
Se tardó más de media hora en reunirles. Yo esperé en el despacho hasta que llegó Emilio con ellos, como empujando un rebaño. Enrique, José y Martita ocuparon el diván del tresillo. Asun y Leles, que entraron cogidas de la mano, se sentaron al lado de su padre. Dorita empezó a recorrer la habitación sobre un solo pie.
—¿Y Joaquín?
José balanceaba las piernas.
—¿No habéis oído? —preguntó Emilio.
—No sabemos —dijo Enrique.
—¿Cuándo le habéis visto por última vez?
—Ayer estuvo metiendo papeles quemados —Asun rió agudamente—. Pero no sacó un solo topo.
Los demás rieron también. Leles corrió hacia los del diván, que se apresuraron a hacerle sitio.
—Estaos quietos.
—Dorita está andando a la pata coja.
—Ya sabéis que ha estado aquí la policía.
—¡Acusica!
—La tía Ernestina —dijo Martita— habló ayer con mamá de que nos van a meter en la cárcel.
—¿En la cárcel tiene uno que bañarse todos los días?
—¡Callaos! Mientras no os pregunten, tenéis que estar callados.
Leles me sonrió, guiñándome un ojo.
—Sí, papá —dijo José.
—Vamos a ver, José. Y tú, Enrique. Vosotros, que sois los mayores, cuando…
—Yo también soy mayor —dijo Asun.
—… llegasteis a la playa y encontrasteis a aquella mujer, ¿qué pasó?
—Llegamos a la playa —dijo Enrique— y nos encontramos a la muerta. Salimos arreando para avisar.
—¿Por qué supisteis que estaba muerta, José?
Le levantó la barbilla del pecho.
—Le toqué un pie.
—¿Alguien más la tocó?
En el silencio sonó la raspadura de la cerilla, seguida del chisporroteo.
—Digo yo una cosa —nos volvimos hacia Leles—. En la cárcel nos pondrán a todos juntos, ¿verdad?
—Cállate.
—Somos pequeñas para que nos cojan presas.
—Tío Javier, las niñas no vieron a la muerta. Ellas no saben nada.
—Nada, nada, nada —dijo muy de prisa Asun.
—¿Y vosotros?
—Nosotros sí vimos a la muerta. A lo mejor había huellas. Pero como pisoteamos la arena, se borrarían. No fue intencionado.
—Yo no quiero ir a la cárcel —dijo Dorita.
—¡Nadie va a ir a la cárcel! Si habéis dicho la verdad.
—Sí, sí.
—Lo de las huellas no fue aposta.
—Era muy guapa, ¿verdad? Se parecía a mamá, según dijo Joaquín.
—¡Leles! —Emilio abrió la puerta—. Andad fuera. A la playa… o al diablo.
Después de la algarabía de sus voces, el silencio era más profundo. Emilio llevaba una corbata de motas blancas sobre fondo azul claro.
—No se puede con ellos —dije.
—Son inocentes. Pero me gustaría que no estuviesen asustados. Bueno, me voy.
—Te acompaño.
Asunción y Dora tomaban una limonada en la veranda. Nos sentamos con ellas y, durante un largo tiempo, estuvimos en silencio. En una ocasión, inclinada sobre el morris de Dora, le cuchicheó algo. Emilio miraba al frente, sin apoyarse en el respaldo, casi inmóvil.
—Javier, últimamente las cosas no han ido muy bien entre nosotros.
Luisa dijo adiós, desde la calle, pero no entró, ni se detuvo. Dejé de mirar a Luisa y el lugar que momentáneamente había ocupado, al otro lado de la acera.
—Yo también deseaba solventar estas tonterías nuestras —tragué una bocanada de humo, que me secó aún más el paladar—. No debemos continuar regañados.
—Ya sabes, Javier, que si en algo…
—No, no. Soy yo quien…
—A mí me parece —dijo Dora— que ya está todo olvidado. Con la buena amistad que siempre habéis tenido…
Nos levantamos con las manos extendidas, que no llegamos a estrechar, porque, también al unísono, abrimos los brazos. Sobre el hombro de Emilio, a través de los párpados entreabiertos, observaba a Asunción, con el velo doblado y el misal sobre el halda, que se metió la punta del pañuelo en uno y otro lacrimal.
—Créeme, Javier, que le he pedido mucho a Dios porque llegase este momento.
—Emilio —gimoteó Dora—, no digas esas cosas, porque me haces llorar. Tenéis que quedaros a comer.
—Voy a buscar un poco de whisky. Hay que celebrarlo, ¿no?
En la penumbra del living me sequé el sudor lentamente, con los ojos cerrados y una extraña angustia por el estómago. Fuera piaban los pájaros, a la luz del sol ardiente, al cielo azulísimo, el aire quieto y pegajoso. Ya Rufi había sacado los vasos cuando yo regresé con la botella. Brindamos y, luego, los tres se pusieron a hablar, principalmente Emilio. Asentía, emitía algún monosílabo, mantenía fija, como el calor de la mañana, mi sonrisa. Asunción propuso telefonear a todo el mundo. Al fin, Emilio decidió bajar a la playa.
—Entonces, os esperamos a almorzar.
—No, Dora, gracias. Será mejor a la noche, cuando los niños ya estén acostados.
Nos volvimos a abrazar. Dora, que subió a ponerse el traje de baño, cantaba por el vestíbulo, por la escalera. Rufi vino a recoger el cubo del hielo para llenarlo otra vez.
—Hace mucho calor.
—Ah, sí, Rufi, mucho calor.
Dora me besó —triunfalmente— antes de marcharse. Arrastré un sillón con el empeine del pie, y me estiré, abandonado a aquella creciente desgana, con el vaso lleno de whisky.
Era domingo. Angus estaría con el tipo aquel —B. G.— que no habría encontrado sola la casa, ni habría recibido una carta de ruptura. Sería preferible pensar en otra cosa. En algo que no se me ocurría, porque sentí el gusto de los labios de Angus. Me quité la camisa. El sudor me empapaba el vello del pecho, se escurría en gotitas por el esternón. El amigo de Raimundo se llamaba Agustín Riva. Se quedó en ir un día por el cámping, a la busca de aquellas inglesas o alemanas amigas de Raimundo. En la carpeta de cuero del despacho se encontraban los datos para la recomendación del camión. Y la proposición de Vicente.
—Vengo a que me cuentes la rendición de Breda —antes de que me incorporase en el morris, Andrés se sentó frente a mí—. O cuadro de las lanzas. ¿Quién hizo de Spínola?
—Bébete una copa. El hielo debe de estar hecho agua.
—Me lo ha contado Dora. No quiero hielo, porque da más calor. Ha tenido que ser preciosísima la escena. Cuando vayas a representar una escena cumbre, haz el favor de avisar. ¿Es verdad que os besasteis todos?
—Me temo que sea verdad.
—¡Qué hermosura! Reina la paz, todo el mundo está en la playa y no sé qué hora es.
—Son las…
—No, si no quiero saberlo. Me gusta mucho tirarme así, en una veranda, tomar un trago, ignorar la hora, sentir que la colonia está desierta.
—¿Has visto a Joaquín?
—No recuerdo ningún encuentro con mi hijo en estos dos últimos años. Miento. La otra-mañana coincidimos en la playa. La verdad es que aquí se está de maravilla.
Volví a estirarme. Andrés, con los ojos cerrados, sonreía.
—Cuando eras pequeño, ya te gustaba quedarte solo.
—¿Te acuerdas? —se movió una ráfaga de aire caliente—. No creo que sea nada lo de los chicos. ¿Estoy equivocado?
—No.
—Me disgusta ver a los críos mezclados en eso. La abuela afirmaba que los niños únicamente deben jugar. Así nos educaron a nosotros. Y la verdad es que no ha dado mal resultado. Está genial tu whisky.
—¿Crees que dio buen resultado?
—Hombre, sí.
—El inspector no hará nada de lo que dijo.
—Supongamos que los otros la hubiesen matado.
—No, no. Siempre he sabido que no se trataba de un asesinato. Que, en cierto modo, se sacaban las cosas de quicio. Yo también.
—Con los niños… —dejó las palabras en el aire, como una tela de araña.
—Nadie está dispuesto a permitir que se metan con los niños. Te lo aseguro.
—Sí, claro —luego, tardó mucho en añadir—: Me alegro que estés aquí.
Nos adormilamos en los morris con el calor, con el whisky, con el silencio. Cerca de las tres llegó Amadeo. Las mujeres se quedaban en la playa. Después de la comida organizamos una partida de tute. A las cinco o seis manos dejamos las cartas. Andrés se acomodó en la veranda. Yo me acurruqué en un sillón del living.
—No seas bestia —dijo Andrés—. Espera dos horas por lo menos.
—Nadie ha dicho que me vaya a tirar ahora mismo a la piscina.
Rufi recogía la baraja, las fichas, cerraba las persianas. Me quedé dormido antes de que hubiese salido, con el pensamiento de proponerle a Dora que subiese el jornal a Rufi.
Las voces en el hall me despertaron. Llegué abotargado, casi tambaleante, junto a Emilio, que manoteaba con el papel desplegado.
—Mira, no ha perdido el tiempo.
Amadeo leía otro impreso.
—Pero la ha tomado con nosotros.
—Dijo que lo haría —por la puerta entornada distinguí al hombre que avanzaba por el jardín—. Y esto ya no se lo consiento.
Al salir a la veranda, la luz de la tarde me obligó a entrecerrar los ojos. Traía los zapatos cubiertos de polvo, una estrecha chaqueta de paño marrón y una camisa de rayas, muy sucia. Dijo mi nombre al subir los escalones.
—Soy yo —y cogí el papel.
—Tiene usted que firmarme —al sonreír le rojearon unas enormes encías, encuadrando unos dientes desiguales y amarillos—. Por favor.
Con el bolígrafo del alguacil firmé el duplicado de la citación.
—Buenas tardes, señor.
Entonces comprendí que él no tenía culpa alguna. Me volví en el umbral y grité:
—¡Adiós! Buenas tardes.
El hombre continuó por el sendero, sin casi despegar los zapatos de la grava.
A Marta, que tenía un ataque de histeria, trataban de calmarla Elena y Luisa. Estuve unos minutos, con el ruido de sus palabras que no llegaba a distinguir, la hoja doblada en una mano caída, hasta que Emilio me cogió de un brazo.
—Vamos a un sitio tranquilo.
Entramos en el despacho; antes de cerrar la puerta, se introdujo Amadeo.
—Ignoro lo que vosotros vais a hacer. Pero a mi hija no la llevan ante un juez.
—Siéntate y no te dejes llevar por la ira. Javier, debemos actuar rápidamente.
—Sí.
—Él lo ha hecho en menos de veinticuatro horas.
—De acuerdo, Emilio.
—Yo no conozco a este juez, pero alguien lo conocerá en Barcelona. Se puede llamar a un abogado. Además, tengo amistad con el presidente de…
—¡Eso es! Ahora mismo me largo a Barcelona. ¡A ese tío le hundimos!
—Un momento —dijo Emilio.
—Yo creo —tenía mal sabor de boca— que no es preciso que vayamos todos. Emilio conoce a más gente allí y yo, aunque ahora no puedo precisar quién nos valdría, sé que cuento con amigos de influencia. Además, en Madrid…
—Vamos —dijo Emilio.
—Tendré que ducharme, aguarda.
En el hall había aumentado el desorden. Dorita lloraba en los brazos de Ernestina. La ducha me entonó. Me vestía cuando oí el ruido. Al principio no supe lo que era. Luego me abalancé a subir la persiana. El viento, cálido y polvoriento, movía el jardín. Aspiré con fuerza, eché atrás los hombros. Rufi acabó de llenar mi maletín.
Alguien había sacado el automóvil. Andrés discutía con Amadeo. Sentado en el césped, Santiago reía y luchaba con los niños. Emilio atravesó la calle, con una enorme cartera de cuero con costuras de hilo amarillo; se había puesto sombrero, lo que le hacía distinto. También las mujeres, con los suéters sobre los hombros, adquirían un aspecto insólito. Tardamos mucho en las despedidas.
Durante los primeros kilómetros no hablamos. En el cielo se agolpaban unas nubes redondas, amoratadas, muy bajas. Emilio, que fumaba sin pausa, consultaba direcciones y teléfonos en su agenda de bolsillo.
—¿Llegaremos de noche?
—No podremos estar antes de las once.
—Da lo mismo que corras o no. Hasta mañana no será posible ver a nadie. Lo malo es que muchos estarán en el campo. Va a llover.
—Ojalá.
Al pasar junto al pueblo, sonó en el cuartel un clarinazo fuerte, luego modulado. Tardé en identificar aquel toque. Emilio guardó la agenda.
—Mañana, bien temprano —se puso el sombrero—, empezamos.
—Sería preferible hacer pocas visitas; dos o tres. Pero eficaces. Si te molesta el viento, cierro la ventanilla.
—No me molesta. De acuerdo, pocas y eficaces.
Se puso a recordar sus amistades. Por la carretera general aceleré, a pocos kilómetros del pueblo. Decidimos tres nombres. Aquello me hizo rememorar personas que no veía hacía años, historias, negocios, viajes. Encendí los faros. El tráfico crecía, como las nubes, que formaban ya una única cortina, unida a la tierra en el horizonte.
—Supongo que encontraremos habitación en algún hotel.
Se removió en la penumbra.
—Ah, sí —dijo.
—En esta época, casi todos los hoteles están llenos en Barcelona.
—¿Hotel? Vamos a casa. No nos hace falta hotel.
Un resplandor rojizo crecía al frente. La sed me inquietaba. Los restaurantes quedaban atrás, cada vez más numerosos.
—Pero la casa está cerrada, con los muebles recogidos.
—Siempre será mejor. Pero, vamos, si tú quieres… Por mí no lo hagas. Yo es que le prometí a Asun que daría una vuelta por el piso.
En las primeras calles, los faroles, las aceras llenas de gente, los tranvías, me animaron.
—Oye, con toda confianza, creo que me voy a buscar un hotel.
—Claro, como te parezca.
En la Plaza de Cataluña me equivoqué de dirección y tuve que enfilar por las Ramblas.
—Ahora doblo y te llevo a casa.
—De ninguna manera. Primero debemos solucionar lo de tu habitación.
—Pues, aquí mismo.
Dejé aparcado el coche en una calle lateral. Una vez conseguida la habitación, entregué la llave del automóvil en el comptoir para que lo llevasen al garaje.
—Está bien —opinó Emilio de la habitación.
—Es una tontería que te vayas. Y, encima, en taxi.
—Quizá telefonee Asun —leía la nota, clavada en la hoja interior de la puerta—. Un poco caro, ¿sabes? Es de primera A. Bueno, mañana vendré a las ocho. Que descanses.
—Hasta mañana, Emilio.
—Sigue pensando, por si recuerdas alguien más importante.
Me cambié de calcetines, me lavé las manos, abrí el balcón. El camarero trajo, además del maletín, la notificación de una multa por aparcamiento en zona prohibida.
Antes de salir, bebí un whisky en el bar del hotel. Por las aceras, pero, sobre todo, por el andén central, paseaba mucha gente. Los kioscos de revistas de las Ramblas estaban cerrados.
Dudé si sentarme en una de las sillas, pero llegué hasta el puerto; en la soledad, el viento movía las bombillas. Llegaba fresco el aire, revuelto, lleno de olores. Al regreso, empezó a llover.
Primero cayó un agua lenta, como arenosa. De repente, los truenos sonaron sin interrupción y la lluvia se transformó en un aguacero de gotas gruesas, que dejaron vacías las calles. Corriendo de portal en portal, llegué empapado al hotel.
Una vez desnudo, apagué las luces. Desde el balcón veía bajar el agua, desbordando los bordillos de las aceras, espumosa y negra. Me tendí en la cama, fatigado, sin retirar la sábana superior. Olía todo a humedad y a carbonilla de tren.
Los relámpagos y los truenos se alejaban, pero la lluvia arreció, arrancó más sonidos, trajo un viento más puro hasta mi piel húmeda de sudor.
Desperté encogido de frío. Era noche cerrada y ya no llovía. Envuelto en un cobertor, me senté cerca del balcón a fumar un cigarrillo, a mirar la calle, su soledad, los reflejos en sus superficies mojadas, las sombras de los árboles. Angus ni se imaginaría que yo estaba allí.