31

Angus me ayudaba a encontrar las mangas del batín.

—Pero ¿sólo ha dicho que era urgente?

—Sólo.

—Dame el tabaco. Y las cerillas.

—No quedan cerillas. Toma mi mechero.

Rafael miraba por la ventana de la habitación de atrás. Se volvió al entrar yo.

—Buenos días, señor. La señorita Elena me encargó…

—¿Ha pasado algo, Rafael?

—El inspector de policía, que está en la colonia.

—Bien. ¿Y qué?

—La señorita Elena me mandó avisarle, señor. El inspector quería hacer unas preguntas a los niños.

La roja camisa de Rafael tenía una mancha de grasa en la hilera de botones. Estornudó. Los nervios me dieron un tirón.

—No, a los niños no.

—¿Cómo, señor?

—¿Por qué a los niños?

—Al parecer, los detenidos han dicho algo. O la gente de la aldea.

Dejé de pasear. Rafael guardaba el pañuelo.

—Dile a la señorita Elena que ahora voy —encendí un cigarrillo—. Y que, en ningún caso, dejen solos a los niños con ese hombre.

—He traído la furgoneta.

—Marcha tú delante. Yo iré en el coche.

Se levantó al entrar yo en el dormitorio, pero no se aproximó a mí.

—¿Tienes que irte?

—Sí, está allí la policía.

Se puso en movimiento, como impulsada por alguien. Cuando abandoné la ducha, Angus tenía ya recogidas mis cosas. Fue al cuarto de baño, regresó con la máquina de afeitar y el cepillo de dientes y cerró el maletín. Mientras me vestía, imaginaba velozmente qué habría de hacer al llegar a la colonia. Pero, al tiempo que Angus me entregaba una prenda o la veía cruzar de un lado a otro de la habitación, pensaba también que debía decirle algo a ella en el minuto siguiente, que no era justo salir en silencio.

De pronto, me di cuenta de que estábamos junto a la puerta del jardín, entornada ya por Angus.

—No te preocupes, porque esto no será nada. Volveré pronto —cerró los ojos, para asentir con la cabeza—. De verdad que volveré pronto. Esta misma noche, quizá. O mañana por la mañana. Todo sigue igual entre nosotros.

—Anda —dijo—. No pierdas tiempo.

En la carretera, con la hiriente luz del sol en el parabrisas, sentí la desesperada fuerza del beso de Angus unos segundos antes de que yo saliese de la casa. Pero, al instante, olvidé aquella pasión de su boca. Apretaba el acelerador, salvo en las curvas, con una constante decisión. A cada momento, hasta que llegué al pinar, esperaba encontrar la furgoneta. Entonces me asustó la idea de que Rafael había venido a mayor velocidad que yo.

En el centro de la calle corrieron, revoloteantes, unas gallinas. El perro de los Hofsen ladraba alborotadamente a Poker. En la esquina había un grupo. Antes de que acabase de recorrer el sendero de grava, Dora y Ernestina aparecieron en la veranda.

—¿Y el policía?

—Javier, ¿cómo te has enterado? Qué contenta estoy de que hayas vuelto.

—Hola, Javier —dijo Ernestina—. El tipo ese ha ido a casa de Andrés. Por lo visto, también intenta interrogar a Joaquín.

—¿Dónde tienes a los niños?

—Arriba, con Rufi. No le he dejado que se quedase a solas con ellos.

—Has hecho bien, Dora.

—Estamos asustadas, Javier.

—Mujer… —dijo Ernestina.

—Dora, no les dejes salir. En el pueblo me encontré con Rafael. Ahora…

—Qué suerte, Dios mío.

—… te estás aquí, para que de ninguna manera los niños salgan.

Llegaron los demás. Asunción se soltó del brazo de Emilio y vino a besarme.

—En casa de Andrés —dijo Santiago.

—No le hemos dejado que interrogue a los niños —Emilio subió el bordillo de la acera—. Les hemos encerrado en las casas.

—Sí, gracias, Emilio —dije—, ya me lo han dicho. ¿Qué quería saber?

—Preguntaba a unos y a otros por la calle —dijo Marta.

—Verás —comenzó a explicarme Amadeo—, debió de llegar hacia las diez o diez y media. Empezó con Rafael, por alguna de las criadas. Merodeaba hacia el sendero de la playa, sin duda para cogernos a todos conforme apareciésemos —me puse a andar lentamente, con una mano en el hombro de Amadeo, seguido por los otros—. A mí me preguntó que quién había descubierto el cadáver, cuándo, de qué forma. Le dije que todo eso ya lo había declarado, pero insistió en que necesitaba que se lo contase otra vez. Y a los demás, por el estilo. Muy educado, eso sí.

—Continuamente con disculpas —dijo Marta.

—Calla —dijo Asunción.

—El hecho es que —a medida que nos acercábamos a la esquina, Amadeo disminuía la voz— debió de encontrarse con tu hijo y con José en el sendero. Leles llegó llorosa a la playa. Cuando subimos, interrogaba a los chicos. Ellos estaban muy asustados, claro, y nosotros…

—¿Qué dijeron los niños?

—Nada. Parece ser que nada. Les sorprendió demasiado.

—¿Y qué les preguntó?

—Enrique me ha contado —dijo Claudette— que empezó a hablarles amistosamente, que le ayudasen, que era importante su colaboración. Les propuso la cosa como si se tratase de un juego. Pero no les preguntó nada en concreto.

—Nosotros llegamos —encadenó Amadeo— y él empezó a dar disculpas.

—Entonces, yo —dijo Emilio— me negué en redondo a aquello. Le comuniqué que no consentía —la barba negreaba sus mejillas— aquel abuso de autoridad ni con mis hijos, ni con los hijos de mis amigos.

—¿Qué piensas hacer, Javier? —preguntó Marta.

Me volví hacia ellos al principio de la cuesta. Quedaban agrupados bajo el árbol, que les moteaba de pequeñas sombras y diminutos círculos de luz, excepto Emilio, unos pasos adelantado, a pleno sol, con una seriedad atenta y parsimoniosa en el rostro.

—No os preocupéis. Sé cómo tengo que entendérmelas con él.

Apenas había andado unos metros, cuando oí la recomendación de Asunción:

—¡Javier, hazle comprender que somos unas personas honradas!

Luisa, con un albornoz corto sobre el traje de baño, estaba sentada en la hierba.

—Lleva más de media hora ahí dentro.

—¿Y Joaquín?

—En casa de Emilio. Si me necesitas, llama.

Manolita me recibió en el hall. Dejaron de hablar cuando descorrí las puertas del living. Con el vaso casi vacío de whisky en una mano, Andrés se detuvo. Julio se despegó unos centímetros del diván. Junto al ventanal, en la mecedora de rejilla, Elena sonrió.

—Buenos días. Perdonen que interrumpa su conversación.

—Hola, Javier —dijo Elena.

—No tiene importancia. Los señores y yo estábamos acabando.

—¿Quieres beber algo?

—Gracias, Andrés.

Traté de llegar calmosamente hasta el sillón, frente a Julio. Me senté, moví un cenicero sobre el mármol de la mesita que nos separaba y levanté la mirada.

—Supe por casualidad que había venido usted esta mañana.

—Me alegro de encontrarle. Cuando usted ha abierto esa puerta, he dado un suspiro de alivio. Desgraciadamente, mi presencia ha provocado mucho barullo. Espero que usted, que está más enterado del asunto y que lo comprende mejor, haga ver a su señora y a sus amigos que yo…

—Disculpe. Usted me dijo que se marchaba del pueblo.

—Y no le mentí. Pensaba hacerlo, pero luego cambié de idea.

—Después de haber interrogado otra vez a los detenidos, quizá.

—Sí, una vez más se ratificaron en su primera declaración.

—Y añadieron algo contra mis hijos.

—¡No! Perdone, no ha sido mi intención gritar. Esos muchachos no acusaron a los hijos de ustedes de nada. Ni siquiera hablaron de ellos. Aunque usted no me crea.

—No, no le creo.

—Sin embargo, usted confiaba en mí anteayer mismo. Y en la inocencia de esos muchachos.

—Javier…

—Deja, Elena. ¿Les preparo un whisky?

El inspector, sorprendido, volvió la cabeza hacia Andrés.

—Gracias, sí. Ahora se lo acepto.

—¿Tú, Javier?

—Pero ya no. Si intentan cargarles la responsabilidad a los niños, es que ellos son culpables de algo.

—Lo ignoro. Los pescadores afirman que ellos no saben nada de nada.

—Ni los niños —dijo Elena.

—Señora, el problema está en que ustedes me han impedido conversar con ellos.

—Pero nosotros le aseguramos que los niños no tienen ninguna participación en el asunto.

—Es cierto, señora, que ustedes lo afirman así…

—Oiga —bebió un trago; cuando dejó el vaso en la mesita, continué—. En el 36 yo tenía veinticuatro años y luché desde el primero hasta el último día. Gané dos medallas individuales y tres colectivas. Empecé de alférez provisional y acabé de capitán. En el 39 me puse a trabajar…

—Por favor, don Javier, no desconozco que es usted una persona honorable.

—Me puse a trabajar como una mula y he hecho algo, y bastante importante, en la reconstrucción de la patria. He dado trabajo a cientos y cientos de hombres, he creado empresas, he traído y llevado materias primas, he aumentado la riqueza.

—Le repito que siempre le he considerado un señor. Pero escúcheme, por favor. Esos muchachos no han dicho nada contra los hijos de ustedes… Quizá porque ni se les ha ocurrido. Por eso sólo. Yo también hice la guerra de oficial y trabajo desde que la ganamos. Y fue a mí a quien anoche se le ocurrió la idea de interrogar a los niños. No por capricho, sino por necesidad. No olvide que tengo una obligación que cumplir.

—De acuerdo. Comuníqueme qué le interesa saber y yo…

—¿Quiere usted un poco más de hielo?

—Me es imposible. No quiero más hielo, gracias.

—¿Por qué le resulta imposible decírmelo?

—Si le digo a usted qué necesito preguntarles, usted dirá a los niños lo que deben responder.

—Pero ¿qué es lo que han hecho?

—Elena, deja a Javier. O vete, si te pones nerviosa.

Oí crujir a mi espalda la mecedora. Le ofrecí un cigarrillo y retrasé encender el mío —con el mechero de Angus— a la busca de una nueva táctica para descubrir sus intenciones.

—Usted debe saber que la ley no obliga a unos menores de edad, unas criaturas, a…

Dio unos pasos hacia la puerta. Andrés, con un vaso lleno en la mano, se apoyaba en la chimenea.

—No he venido aquí en plan legal. Sé que son menores, que ustedes tienen la patria potestad, que no puedo interrogarles si no es con el consentimiento de todos ustedes. Todo eso lo sé. Pero yo no pretendo hacer daño a los niños, sino poner en claro unos extremos. Y que respondan sinceramente, con espontaneidad, sin que nadie les haya preparado. Es más, sólo se trata de que ellos me ayuden, puesto que ellos encontraron el cadáver.

—Todo lo sucedido…

—Ya, ya. Pero, aunque todo el mundo se ratifica en sus declaraciones, algo no cuadra. Lo cual significa que alguien ha mentido o ha callado parte de la verdad.

—¿Ha interrogado usted a los tres muchachos y a las dos chicas que iban con Margot aquella noche?

Volvió a sentarse. Con los codos apoyados en las rodillas, resbaló con lentitud las puntas de los dedos a ambos lados de la nariz.

—Pero ¿quién es Margot?

—No bebas, Andrés, por favor —dijo Elena.

—Les he interrogado. Hace ya tiempo, en cuanto se les localizó, que no fue muy difícil. Probablemente usted les conozca o, al menos, conozca a sus padres o sus apellidos, porque ellos también son de buena familia. A ver si nos entendemos —se apoyó unos segundos en el respaldo del diván—. Yo le explico a usted el estado de la cuestión y usted me autoriza a hablar con los niños cinco minutos.

—No. Lealmente le advierto que…

—Bien, es lo mismo. Tampoco se trata de cerrar un trato. Espero, sobre todo, que comprenda de una vez —Julio miró fugazmente a Andrés, que acababa de sentarse en uno de los extremos del diván—. La muchacha era una prostituta, como usted sabe. Los otros salieron de viaje desparejados. Tres hombres y dos mujeres. En Madrid encontraron a Margot. Y siguieron la juerga. Eran jóvenes y con dinero de sobra. Llegaron al pueblo borrachos y, después, a la aldea, donde, a las cuatro de la mañana, alquilaron una barca con motor y se hicieron a la mar. Al día siguiente, la barca estaba en el dique, pero nadie les vio regresar. Naturalmente, volvieron cinco. Esa desdichada se quedó en la playa de ustedes. Ellos, que estaban lo suficientemente asustados cuando se les detuvo, soltaron todo pronto.

—¿La mataron esos chicos?

—Escuche, según el forense no la mató nadie. El exceso de alcohol le arreó un ataque al corazón, una embolia, o lo que fuese. El hecho es que se murió. Ellos no la conocían, no querían líos y la desembarcaron ahí abajo. Luego salieron corriendo. Como esos tipos que aprietan el acelerador cuando dejan a alguien tumbado en la carretera, ¿comprende?

—Sí.

—Pero queda algo que ni ellos, ni los pescadores, ni ustedes me han explicado. Algo que, posiblemente, saben los niños.

—¿Por qué los niños?

—Porque si todo es así como le he contado, y quiero creer que todo fue así, sus hijos tienen que saber lo que les voy a preguntar.

—¿Qué es?

Se puso en pie, con una violencia inusitada. Andrés retiró las piernas para dejarle salir. En la puerta se volvió.

—Créame que lo siento —dijo—. En este asunto hay muchas personas importantes más o menos complicadas. Pero mi único remedio es recurrir al Juzgado —compuso una sonrisa—. Buenos días, señores.

—Un momento, le acompaño.

—No se moleste.

—Adiós.

—No, no es molestia. Debía usted de haber terminado el whisky. ¿Es que no estaba bueno? Dígame, pero ¿cuánto bebió esa pobre mujer para que sucediese una cosa semejante? Tan espantosa.

Junto a ella, la cara al ventanal, Elena me cogió una mano. En la palma de la otra se me clavaban las aristas del mechero de Angus.

—Han sido —dijo— esos piojosos de la aldea.

Pensaba en Angus, en el dormitorio lleno de sol, y sentía el mechero, el refrescante contacto de la piel de Elena, su perfume, mientras Andrés y el inspector caminaban hacia la cerca de piedra y, en la misma dirección, Luisa atravesaba diagonalmente el césped. Me costó girar la cabeza y moverla en un sentido negativo.

—Sí, Javier, ha tenido que ser esa gentuza. Y vete a saber lo que se habrán inventado para quitarse ellos su responsabilidad.

Todo volvería a ser igual. Sus dedos acariciaron mi muñeca. Aunque Elena y los demás me negasen lo suficiente, les haría creer que yo sí daba lo suficiente. Aquello me determinaba para siempre al doble esfuerzo de la mentira y el éxito. Me guardé el mechero en un bolsillo del pantalón.

Abrazados por la cintura, Andrés y Luisa regresaban. Se separó del ventanal. En pocos minutos estarían todos allí mismo. Se hablaría hasta la cena, durante la tarde entera, incluso hasta mucho después de la cena. Le miré los labios antes de que se moviesen.

—Tenemos que hacer algo para vernos, a la noche —susurró.