30

—Dicen que el policía y usted estuvieron ayer juntos, porque usted le tenía que descubrir unas cosas.

—¿Qué cosas?

—Cosas.

—¿Quién lo dice?

—Anda, pues ya lo sabe usted. En el mercado lo estaban hablando esta mañana. Y en la tienda en que usted se compró las camisas y los calcetines, cuando fui por el bulto.

Llevaba un vestido verde, con una orla de puntilla negra en el escote cuadrado y unas zapatillas azules. Levanté los ojos y sólo distinguí sus labios.

—¿Y qué más decían?

—Eso. Que para eso había venido usted al pueblo. Bueno, que sin usted el policía estaba a ciegas.

—Y de los presos, ¿qué dicen?

—Que los van a condenar. También…

—¿Quiere encender la luz?

Después entornó la ventana del patio. Se quedó inmóvil, contemplativa e indecisa. Las manos, enrojecidas y ásperas, se apoyaban una sobre otra, a la altura del vientre.

—Me voy, si no manda usted otra cosa.

—Nada, gracias.

—Y mañana, ¿van ustedes a salir también? Lo digo por la comida. Ayer se quedó la mitad encima de la mesa y hoy ha sobrado toda.

—Ya le dejaremos una nota, si es que salimos pronto.

—No se olvide. Y ponga la nota en la mesilla del pasillo. Adiós, señorito.

La puerta del jardín sonó. Angus caminaba por el piso de arriba. En el patio, sentado en la Lambretta, me fumé un cigarrillo. Sobre el suelo de cemento caía una rendija de luz de la habitación de atrás. En el sumidero, cegado por algunas hojas de la mata de adelfas, se evaporaba un resto de agua sucia. Las paredes de la casa almacenaban el calor del día. Al terminar la escalera, sudaba de nuevo. Esperé a oscuras en el dormitorio.

—¿Quieres que encienda?

—No, no. Hace una noche muy clara.

—Lo que hace es un calor de infierno.

Angus dejó caer la toalla y se tumbó en la cama. Me senté en el borde, con una mano bajo su espalda.

—¿Te siguen quemando los hombros?

—No. Tu crema me ha ido muy bien —dije.

Angus suspiró al estirarse. En alguna radio sonaba un cuplé antiguo. Tenía arena en las sandalias.

—Ahora me levanto.

—¿Tienes ganas de vestirte?

—¿Qué hora es?

—Cerca de las nueve. Estás fatigada.

—Me echo un vestido y damos un paseo. Me apetece un poco de animación, después de dos días de playa.

—Como quieras.

—Además, lo de esos chicos.

—Yo puedo comprarlo —Angus se puso de costado, los labios contra mi antebrazo—. Estás rota de sueño.

—Sí.

—Duerme.

Continué sentado, con una fatiga bienhechora. Cuando retiré la mano de su espalda, Angus varió de postura. Cerré la puerta del dormitorio sin ruido. Antes de apagar en la habitación de atrás, bebí una coca-cola en la cocina.

Conforme me alejaba de las últimas calles del pueblo y entraba en las más concurridas, que conducían a la plaza, me sentía ligero y alegre. En el estanco compré cuatro cartones de tabaco y cerillas, y dos cajas de dulces en una confitería. Durante un largo rato elegí revistas, novelas de aventuras e historietas ilustradas en el kiosco de la plaza, donde la vendedora me hizo un solo paquete, envolviendo los otros en un diario atrasado de Madrid, que aseguró con un trozo de bramante.

Raimundo hablaba con unos amigos en la puerta de un bar. Sobre las flechas, lucía una cruz de bombillas. Por la calle Mayor cerraban los comercios; los cláxones de los automóviles dejaban la calzada libre de paseantes o les obligaban a subir a las aceras. Las muchachas, generalmente en grupos de cuatro o cinco, vestían telas de colores rotundos. Al entrar, sobre el ruido de las conversaciones y del vapor de la cafetera, oí, clara y seca, la voz de Elena.

—Bueno, ¿es que no quieres saludarme? —sonrió desde la mesa junto a la cristalera.

—No te había visto —coloqué el paquete en una silla y me senté frente a ella; las hojas de plástico de la persiana se movieron con un rumor metálico—. ¿Estás sola?

—¿Y tú? ¿No te espera tu gran amor? Y la pobre Dora, tan tranquila suponiendo que estás de negocios por Barcelona. Te encuentro muy bien, ¿sabes? Como más moreno.

—¿Qué haces aquí?

—Bebo mi jugo de tomate.

—¿También tú tienes un gran amor en este pueblo?

Dejó de sonreír, casi sin fuerzas para sostener mi mirada. Llevaba recogido el pelo hacia arriba. Aquel ceñido vestido azul, de una tonalidad mate, no se lo había visto nunca.

—Javier —con un movimiento de cejas, me indicó que la camarera esperaba.

—Ah, sí. Un whisky, por favor. Solo.

—En seguida.

—Soy yo quien te encuentra muy bien, con esa boca tan bien pintada. A juzgar por tu aspecto, acabas de llegar de la colonia.

—No tengo a nadie en este pueblo.

—Lo dije solamente para molestarte.

—¿Te gusta molestarme ahora?

—Sí.

—Vaya. Toma un cigarrillo —nuestras manos se rozaron—. Estás muy sincero, al menos.

—Para ponerme a tu altura, Elena. El último domingo me mandaste a la mierda y hace tres minutos, nada más sentarme, has empezado a hablar de la pobre Dora y de mis grandes amores. Cuando tú eras uno de ellos, mi mujer no te parecía tan pobre. No, no, por favor, si prefiero la sinceridad. Estoy empezando algo muy decisivo para andarme con mentiras.

—Yo no te mandé a la mierda.

—El domingo. Hace… Lunes, martes, miércoles, jueves y hoy. Cinco días. No es mucho tiempo para que se te haya olvidado.

—Y, sobre todo, que para eso estás tú, ¿verdad? Para recordar todo lo desagradable —Elena, al llegar la camarera con mi whisky, miró por entre las hojas de la persiana a la calle—. He venido por ti.

—Pues me has encontrado de casualidad.

—Confiaba en la casualidad.

—¿No pretendías más bien husmear lo que hacía?

—Sí.

—¿Y de qué te has enterado? —debí largarme—. Si es que estás dispuesta a continuar tu sinceridad del domingo.

—Pero ¿qué te hice yo, Javier?

—Un poco más bajo, por favor. No estamos en la cala, con la escena de la escapatoria.

—Estás dolido. Lo que nunca sospeché es la locura de liarte, a sesenta kilómetros de tus hijos, con una perdida. A ser la comidilla de todo el mundo.

—¡Vaya! ¿De todo eso te has enterado en los bares y en las tiendas?

—Sí, preguntando —la rabia le adelantó el rostro sobre la mesa, crispadas las manos a la altura de las sienes—, y hablando con tu amigote ese, Raimundo. El señor vive con una zorra. El señor se pasa el día con la Guardia Civil y la policía. El señor se ha metido hasta arriba en un asunto feo. Porque ellos creen que tú…

—¿Qué es lo que dicen?

—Cuarenta mil tonterías.

—Por ejemplo.

—Por ejemplo, que aquella desdichada era amiga de alguien de la colonia. Que has comprado a los pescadores para que callen lo que tú o algún amigo tuyo habéis hecho. Que tu mujer está en el ajo.

—¿Todo eso dicen? Es sorprendente la llamada imaginación popular. ¿Quieres otro jugo o prefieres un whisky?

—Tu maldita imaginación popular. ¡No quiero nada! ¿Cómo puedes convivir con tales gentes? Tú, una persona tan normal, tan seria, tan inteligente. Y con tu valor y la seguridad en ti mismo, que siempre te han hecho triunfar y que…

—Requiescat in pace. Ahora vivo con una puta. Y oye, Elena —crucé los brazos sobre la mesa y engarfié los dedos en los bíceps—, no vuelvas a llamarla zorra o perdida. Que no te lo consiento.

—Javier… Perdona, hijo. Ya veo que es difícil…

—Muy difícil.

—¡Déjame hablar!

—Muy difícil. Tú lo sabes bien, porque me conoces. Me sobra voluntad para eso y para más. Y lo voy a hacer. Voy a librarme de vuestras pamemas y vuestras falsedades. Para vivir honradamente. Y puedes gritarlo así esta misma noche en mi casa y en todas las casas de la colonia.

—Bueno… Anda, pídeme un whisky, por favor. Espero que seas muy feliz con ella toda la vida. ¿No es eso lo que se dice en estos casos?

Me eché atrás en la silla, acabé el whisky y, cuando nuevamente me apoyé en la mesa, logré un tono de voz que me tranquilizó instantáneamente.

—Es posible que no dure toda la vida. Ya sabes, por nuestra propia experiencia, que lo malo de las aventuras es que acaban convirtiéndose en costumbres.

La cafetería estaba casi vacía, así como la calle, que parecía ahora más grande y más iluminada. Elena bebió nerviosamente, con los ojos llenos de unas lágrimas alargadas, con la forma de los cristales de la lámpara del comedor de la madre de Andrés.

—Provocarás más chismes con tus gimoteos.

—Javier —fingió no haber oído—, ¿es definitivo?

—¡Hombre!, eso mismo te preguntaba yo el domingo, cuando no me creíste.

—¿Quieres acompañarme al coche?

Se apoyó en mi brazo. Yo caminaba con las manos en los bolsillos del pantalón, deseoso de silbar una cancioncilla que me sonaba en la cabeza. Elena daba unos pasos cortos y rápidos sobre sus altos tacones. Abrió la portezuela. Al sentarse, le vi los muslos. Giró la llave del contacto y me miró.

—Has olvidado tu paquete.

—Ahora lo recogeré. Debes —comencé a empujar la portezuela— regresar al hogar, Elena. Seguro que te has pasado la tarde fuera, sin tener en cuenta tu honra —la portezuela se enquistó en la carrocería con un chasquido—. Adiós.

Atravesé los haces de los faros encendidos, moviendo una mano sobre el hombro. Al poco, sonó el ruido del motor.

La camarera había guardado el paquete detrás del mostrador. Me acomodé en una banqueta. Bebía, silbaba en sordina, fumaba. Durante unos minutos fui el único cliente. Más tarde, la barra y las mesas comenzaron a llenarse de hombres y matrimonios que pedían café —solo, cortado, con leche, con crema, sin crema, con dos terrones, un terrón o sin azúcar—. El whisky me entraba bien. Llegaron dos parejas de turistas que hablaban con acento extremeño. En el coche, aparcado a la puerta de la cafetería, se amontonaban las maletas, las bolsas de nilón y las revistas extranjeras. Me entretuve observando las piernas de ellas, sus nalgas apretadas bajo los pantalones, sus manos cuidadas. La más vieja exhibía complacida sus uñas moradas.

Con el paquete debajo del brazo me demoré por las calles solitarias. En algunas había faroles; en otras, las bombillas al aire pendían de unas barras en forma de ese, clavadas a la altura de los primeros pisos. Aunque sudaba, sentía menos calor. Cerca de casa de Angus tropecé en un bache. Y comencé a correr sin esfuerzo. Apoyado en la verja, recuperé aliento. Dejé el paquete en la cocina y puse la cara en el chorro del grifo del fregadero. Subí con una lentitud titubeante. Centuplicando las precauciones de silencio, me desnudé. Angus era una gran mancha palidísima. La sábana estaba tibia. Mordí la almohada para contener la súbita risa que me produjo el recuerdo de la expresión de Elena ante el volante. Era dichoso con aquella risa ahogada, sin compartir.

La sequedad de la garganta y la obstrucción de la nariz me despertaron. Los ojos de Angus brillaban, fijos en mí. Me incorporé sobre un codo. Continuaban las estrellas.

—¿Cómo estás? —murmuró Angus—. Has tenido un mal sueño.

—No. ¿Por qué?

—Dormías tranquilo y, de pronto, diste un salto, como si te hubieran pinchado.

—Voy a beber un poco de agua. ¿Quieres que te suba algo?

Busqué a tientas el pantalón del pijama. Angus fumaba, sentada y con las piernas en ángulo, cuando regresé. Sus manos me hicieron una lenta caricia desde las sienes al cuello. La presión de sus dedos en las vértebras de la nuca me sosegaba. No muy lejos, cantó el gallo.

—¿Sabes que son las cinco y media? Dentro de nada amanecerá.

Me quedé en contacto con sus piernas.

—¿No tienes sueño?

—No.

—Llevamos el sueño cambiado esta noche. Compré unas cosas para los muchachos de la aldea, pero no recuerdo dónde he dejado el paquete. Me pegaron fuerte unos whiskys que bebí. Hacía muy buen tiempo. Y menos calor. Ahora también hace menos calor. En cinco minutos me quedo como un leño. ¿En qué piensas?

—Te escuchaba. ¿De verdad te encuentras bien?

—Maravillosamente bien.

Había dejado de acariciar su piel, me dormía con una placidez deliberada, cuando Angus se movió. Inmediatamente sentí su cuerpo, sus dientes y su saliva.

—Oh, vas a volverme tonta.

—Angus, cariño —bostecé.

—No lo comprendes.

—¿Qué debo comprender ahora?

—Lo que te quiero.

—Ya, ya lo sé.

—Estás dormido y no lo sabes. Nunca lo sabrás.

—Poco a poco. Tenemos mucho tiempo por delante.

Miraba por la ventana. Se sentó en la butaca, cogiéndome las manos, y entreabrí los ojos.

—Me da rabia que duermas.

—A mí también, pero tengo mucho sueño.

A los pocos segundos, encendí un cigarrillo.

—Fíjate, al principio, cuando me lo dijiste, pensé que mentías. Ahora sé que me has dicho la verdad.

—¿A qué viene ahora todo eso?

—Estoy nerviosa.

—¿Por qué?

—Me desperté y empecé a rumiar lo que hemos hablado estos tres últimos días. De ti y de mí.

—Por la noche se agrandan las cosas.

—Tú y yo no podemos vivir juntos.

—Angus, por favor… Está a punto de amanecer.

—¡Qué más da! Tú a mí no me aguantas ni seis meses. Somos tan distintos… Quiero decir que yo soy poca mujer para ti, porque estás acostumbrado a otra educación, a otra vida. Yo, mira, no tengo cultura.

—Angus, deja de decir tonterías.

—Es lo mismo decirlas que no. Pero, a la fuerza, te cansarás de una mujer así, como yo.

—¿Complejo de inferioridad o miedo?

—Las dos cosas —rió.

—¿O tratas de librarte de mí?

—No, eso no. Si te fueses, me harías daño. Aunque debo estar preparada —denegué con la cabeza—. Sí. Porque tú a mí no me soportas más de seis meses.

—Si me impides dormir, ni seis días.

—Pero ¿a quién se le ocurre dormir cuando te hablo de amor?

Se acercó más. Abrumado de sueño, con los ojos en su rostro crispado, la tomé otra vez. Luego me derrumbé agotado.