—En la terraza de cualquier bar de la plaza hará menos calor —dijo Julio.
—Como quiera.
El aire, al abandonar el oscuro portalón de la casa-cuartel, era un viscoso fluido que quemaba la piel y la humedecía. La tienda de Raimundo ya estaba cerrada. En la terraza se encontraban desocupadas sólo dos mesas.
—Mejor aquí que no en la covachuela aquella, ¿verdad? Y podemos beber cerveza. ¿Está fría la cerveza, chico?
—Helada, don Julio. ¿Desean algún marisco los señores?
—No —dijo.
—Las cigalas estarán buenas.
—Es que no suelo tomar nada antes del almuerzo.
—¿Tienes percebes? Pues tráeme una de percebes. Y rápido esas cañas.
—¡Volando!
Julio se desabrochó el cuello de la camisa para aflojarse el nudo de la corbata. Después arregló las rayas del pantalón, cruzó las piernas y se subió las gafas hasta el entrecejo.
—¿Se molesta usted por ésos? La verdad, no lo entiendo.
—Es fácil. Nadie se preocupa por ellos.
—Sus familias están todos los días dándole la lata al sargento.
—Y usted ¿ha visto a sus familias?
—No.
—En cambio, yo sí. Alguien, que pueda hablar con usted, debe preocuparse. Hace diez días que están encerrados. Desde el martes de la semana pasada, concretamente. Es injusto.
—¿Por qué injusto? ¿Sabe lo que han hecho?
—No, naturalmente que no —el camarero colocó el servicio—. Pero es injusto, porque llevan diez días sin procesamiento.
—¿También sabe usted que no han sido procesados?
—Y, si lo han sido, ¿por qué no les buscan un abogado que pida la libertad provisional?
—Ellos no tienen dinero para abogados, ni falta que hacen leguleyos en este asunto.
—Perdóneme, pero es injusto.
Levantó los hombros con una casi silenciosa risa que le cerraba los ojos. Bebí más de medio vaso de un solo trago. El pañuelo olía a colonia. Esperó a que me enjugase el sudor de la frente, del cuello y de las manos, para dejar de reír.
—Mire, no se debe juzgar precipitadamente. Ahora conviene que esos chicos estén ahí. Ellos se encuentran bien atendidos, no les falta nada…
—La libertad.
—Oh, por favor, pero por poco tiempo.
—Entonces, ¿no han hecho nada?
—Ellos quizá no.
—Veo que no quiere usted aclararme el asunto.
—Escuche, sí quiero. Y le voy a decir más de lo que probablemente debiera, para que se quede tranquilo y no alborote la aldea con sus impulsos filantrópicos.
Al mirarle dejó de sonreír y de hablar. La sangre me daba pequeños golpes en las muñecas. Hubiese querido arrastrarle por el polvo de la plaza. De pronto, observé que le temblaba la mejilla izquierda cada cinco o seis segundos. Cambió la mirada a las relucientes punteras de sus zapatos blanquinegros. Ahora que acababa de descubrir su tic nervioso, me sentí más seguro.
—Disculpe —dijo—. No he pretendido molestarle con eso de la filantropía.
—Carece de importancia.
Acabé la cerveza y encargué dos más al camarero.
—Usted me ocultó que conocía a la muerta.
—Fue después que usted me lo preguntase, cuando me dijeron quién era.
—No discutamos eso. Sabe quién era y confío en que no lo habrá dicho por ahí.
—No he dicho nada.
—Le creo. Generalmente no conviene propalar noticias. Se embrolla todo.
Temí un chantaje con lo de Angus, a pesar del tono normal de su voz. El vaso de cerveza transmitió a las palmas de las manos una momentánea frescura. En un extremo de la plaza, dos hombres, vestidos con unos viejos trajes de pana marrón, regaban con una manguera los adoquines de la calzada. Julio movió la nuez al tragar la cerveza.
—Usted no ignora que la chica pasó acompañada por este pueblo.
—Sí, lo sé. Y aquel lugar donde fue después.
—Y con quién.
—Exactamente, y con quién. Le aseguro que en este momento sé casi todo. Por eso. Por eso tengo encerrados a los pescadores.
—No lo entiendo. Ellos no han matado a…
—Oiga, ¿quién ha hablado de matar?
—¿Fueron entonces los tipos con los que iba ella?
—Espero contestar pronto a esas preguntas.
—¿Por qué no suelta a los chicos?
—Le repito que están bien. Probablemente, sólo probablemente, no tienen nada que ver con lo que ando buscando. A lo mejor tiene usted más que ver. ¡Entiéndame! —se apresuró a aclarar—. Quería decir que ellos posiblemente no hicieron nada a la difunta. Pero he de hallar a quien se lo hizo antes de soltarles.
—¿Qué le hicieron?
—Escuche, don Javier, debe usted confiar en mí. Si usted no se fía, vaya al juez. Bueno, el juez lleva quince días de vacaciones. Pero encuéntrelo y no le sacará ni la mitad de lo que yo le he comunicado.
Me dolía la cabeza cuando hice un gesto impensado con la mano, como de desaliento o abandono, que el inspector pareció interpretar como de conformidad, puesto que sonrió.
—Bien, siento haberle hecho perder el tiempo.
—Usted, don Javier —se retrepó en el sillón—, no molesta nunca. ¿Ha visto a Raimundo? Creo que preparaba una mariscada para esta noche. Yo debo volver a Barcelona.
—Gracias por todo. ¡Camarero!
—De ninguna manera. Oye, tú, el señor no paga, eh.
—Entendido, don Julio.
—Por aquí vengo poco, pero soy una verdadera autoridad. Le dejaré dicho al sargento que puede usted ver a los detenidos cuando quiera.
—Gracias otra vez.
—De nada. Le tendré al corriente.
Sus dedos eran escurridizos. Entró en el bar. Sobre la mesa quedaban, negros y resecos, los percebes.
La criada, que colocaba el mantel en la habitación de atrás, me comunicó que Angus estaba arreglándose. Fumé un cigarrillo antes de subir.
El agua escurría por las baldosas blancas del cuarto de baño.
—¿Se puede? —la cama estaba aún deshecha.
Angus se volvió, insólitamente sobresaltada. Antes que su desnudez percibí el violento rubor de sus mejillas.
—Ah, hola.
—¿Te he asustado? Perdona.
—No, no. Bueno, un poco —anduvo hacia el armario empotrado, encogida y presurosa—. ¿Cómo ha ido todo?
—Bien. Pero ¿qué te pasa?
—Nada.
Sobre la mesilla de noche, doblada y rasgada, estaba la envoltura del esparadrapo. Angus, que había seguido mi mirada, permaneció un momento con la boca entreabierta.
—Angus, no comprendo.
Se me abrazó llorando. Conseguí sentarla, siempre en mis brazos, en la cama; le abrí el puño, que ocultaba la gasa y el esparadrapo, enrojecido por alguna sustancia química.
—No quiero oírte llorar así —besé sus labios—. Nadie debe tener miedo o pena hasta ese punto. No hay hada que merezca tantos sollozos. ¿De acuerdo? —suavemente, con la boca pegada a su oído, empujé sus hombros—. Y, sobre todo, ahora que hemos de soportarnos el uno al otro. ¿Qué te ha asustado? —denegó con la cabeza—. Habrás de acostumbrarte a no guardar secretos entre nosotros. Debe de ser difícil, ¿verdad, Angus? Yo nunca he conseguido confiar del todo en una persona, sin reservas de ninguna clase. Y de eso me di cuenta hace poco. Que nunca había estado realmente unido a ninguna mujer. Y tú, Angus, ¿has querido a alguien hasta el punto de no ocultarle nada? —volvió a mover la cabeza contra mi pecho, sus mejillas mojadas de lágrimas—. Desde ahora todo tiene que ser distinto.
Permaneció inmóvil, mientras me aproximaba a sus ingles. En el muslo, sobre el trozo blanquísimo de piel del tamaño de una moneda grande, había tatuadas dos letras: B. G.
—Angus, ¿llevas siempre un esparadrapo para tapar estas letras?
Al separarme de ella se contrajo en un espasmo, abrazándose las piernas. Un hilo de saliva le caía por la comisura de la boca. Se encontraba abarquillada, casi hecha una bola de carne temblorosa. Toqué uno de sus hombros y se desenroscó en un movimiento restallante.
—¿Son las iniciales de ése?
—Sí.
—Ya ves, hace sólo unos días pensaba en tu rozadura.
—Yo era muy joven y me dejé marcar. ¡Como una bestia, como marcan al ganado!
—Vamos, Angus, no digas tonterías.
—Como una bestia, sí. Como hacían en mi pueblo con las terneras recién paridas o con las ovejas. Él decía…
—Angus, tienes que olvidar. Vamos a una playa a que te cuente mi conversación con el policía. Luego haremos planes para empezar tú y yo desde el punto cero. ¿Me escuchas, Angus? Lo demás no tiene…
La voz de la chica llegó estridente.
—¡Señorita, la comida está servida!
Angus hipó, al estrangulársele la voz en la garganta.
—Ahora bajaremos —después reí—. Hay muchas cosas buenas y alegres. No quiero que llores.
Los campos, quemados de sol, se encuadraban en la ventana en una única mancha enceguecedora. Me volví, al tiempo que Angus se cerraba su bata granate. Se secó los ojos en la escalera.
—Que no note que has llorado, porque pensará que te trato mal.
—Soy idiota, Javier.
—Un baño de cinco horas. O de seis. Hasta que salgan las estrellas. Buscaremos un restaurante con…
—Tú estás empapado en sudor. Y cansado —me cogió la barbilla.
—¡No! Me encuentro mejor que nunca.
En la habitación de atrás, sobre el mantel amarillo, humeaba la sopera. Había, afortunadamente, una penumbra sosegadora.