28

La vieja se guarecía del sol bajo un gran paraguas amarillo, que cubría también la cesta de los frutos secos. Crucé la calle.

—Están durmiendo la siesta.

—¿No hay nadie? —pregunté con un pie sobre el escalón del portal.

—Sí, pero están durmiendo la siesta. ¿Es urgente?

Un rayo de sol hacía más vivos los colores de las envolturas de los paquetes de tabaco y de chicle. La vieja dejó de pelar las bayas, que amontonaba sobre la falda.

—No es urgente.

—De todas maneras, puede usted llamar. En la primera puerta, a mano izquierda.

Sobre la vieja, apoyado el paraguas en el repecho, había una ventana cubierta de una celosía, partida hacia la mitad, con los listones verdes roídos por el sol y la lluvia.

—Gracias. Entraré, por si acaso.

—De estar están, pero durmiendo la siesta.

La puerta era de cuarterones y, antes de golpear en ella con el puño, aguardé a que la oscuridad del portal se disolviese.

—Buenas tardes.

El muchacho se acabó de abrochar la sahariana y levantó la cabeza.

—¿Qué quiere?

—Deseo ver al inspector de policía.

—¿Qué inspector? Aquí no está la policía. Lo que tenga usted que decir, dígamelo a mí.

—¿Es usted el cabo?

—No.

Me decidí a presentarme.

—¿Usted es el dueño de Velas Blancas? Perdone, señor, no le había reconocido. ¿En qué puedo servirle? El sargento sí está.

—Si pudiese recibirme.

—Usted dispensará un momento.

Volvió a entrar para salir a los pocos segundos, colocándose el cinturón.

—Sígame.

Hacia el final, en el comienzo de la escalera, el empedrado de losas continuaba en otro de guijos. Olía a humedad.

—Tenga cuidado. Aquí se ve poco.

Había un rellano antes de llegar al primer piso. El muchacho me precedió por un largo pasillo, que terminaba en una sala. Esperé a que regresase.

—Que pase usted.

El pasillo final tenía unos escalones, una ventana de vidrios sucios a un patio de paredes encaladas con una cuerda cargada de ropa, húmeda. Entré en una habitación, cubierta de estanterías llena de legajos, con varias mesas y varias máquinas de escribir.

—Espere un momentito. Aquí hace fresco.

—Sí, tienen ustedes buena temperatura.

—El sargento está ocupado, sabe usted. Pero en seguidita viene.

—No tengo prisa.

El muchacho movió unos papeles en la mesa bajo la ventana, al tiempo que mantenía una atención cortés por mi presencia. Me puse a calcular la cantidad de papel almacenado en los estantes. De repente, el muchacho se irguió y chocó los talones de sus botas. El sargento, que avanzaba con la mano derecha extendida hacia mi estómago, tenía mojados los cabellos de las sienes.

—¿Cómo está usted? Dispensará, pero no le esperaba.

—No tiene importancia. Lo decidí esta mañana.

—Si no manda usted nada, mi sargento.

Se volvió bruscamente, cuando me indicaba un sillón de cuero deslucido, para mirar extrañado al muchacho en la claridad de la ventana. Le hizo un gesto y me sonrió; después de cuadrarse otra vez, salió del despacho.

—Espero que no pasará nada de particular por Velas Blancas —me tendió la petaca.

—Aquello es un sitio tranquilo, usted lo sabe —con la petaca abierta, titubeé—. Nunca ocurrió nada hasta lo de esa chica.

—El librillo está dentro.

Dispuse el papel de fumar y volqué el tabaco sobre él.

—Lo de esa chica de la playa.

—Sí, sí.

—Creí que se encontraría aquí el inspector que lleva el caso. Le conocí en la colonia y, además, es amigo de Raimundo, el de la tienda de artículos de… —pasé la lengua por el borde engomado del papel—. Desde la guerra no había vuelto a liar un pitillo.

—Ya se ve. Ese no se lo va a poder fumar usted, se le deshace a las primeras chupadas. Coja del suyo.

—¿Usted quiere? —le tendí sobre la mesa el paquete.

—No; yo, rubio, no. Pues don Julio no está aquí, pero si yo puedo servirle…

—Verá, uno tiene ciertos compromisos, compromisos de vecinos podríamos decir. La gente de la aldea ha venido a verme.

—Los chicos marchan bien.

Sus dedos hacían rodar lentamente el papel en torno al tabaco, en contradicción con la rápida sequedad de sus últimas palabras.

—Sí, lo imagino. Es más, ni siquiera había pensado que no pudieran hallarse bien. Pero ¿es posible saber por qué les han detenido?

—Yo no puedo decírselo, porque se trata de un sumario. Pero usted es una persona seria y de consideración. Comprendo que le interese saber qué clase de gentes tiene usted en la aldea. Por eso, voy a comunicarle lo único que puedo. Los chicos esos están complicados en lo de la señora que apareció en la playa de Velas Blancas.

—¿Muy complicados?

—De verdad que lo siento. Mire usted, mañana vendrá don Julio; ¿por qué no habla con él?

—¿Mañana? Sí, volveré mañana. Ellos son jóvenes, son honrados, como usted sabrá mejor que yo. Parece difícil que hayan cometido algo serio. Que hayan matado a esa mujer, quiero decir.

Me mantenía la mirada con una expresión atenta, irónica, casi inquisitiva. Me puse en pie y él también, unos segundos después, parsimoniosamente.

—Don Julio es quien lleva el asunto. Yo, por mí, hasta le dejaría que los viese. Ellos marchan bien. Si usted les ha traído algo, tabaco, comida o periódicos, deje el paquete, que se les entregará inmediatamente. Pero más no puedo hacer. Y créame que lo siento.

—No les he traído nada. Ni siquiera les conozco. Quizá alguna vez les haya visto, pero me fijo poco en la gente. Mañana volveré.

—No se deje usted impresionar —a mi espalda, en la oscuridad del pasillo, la asmática respiración del sargento cortaba sus palabras— por lo que digan las familias.

—Es natural su preocupación.

—Sí, es natural. Pero usted no se deje impresionar. A usted, que es una buena persona, le van con sus quejas y le hacen mella.

Me detuve al final de la escalera, sobre el suelo desigual y húmedo de los guijos. El muchacho llevó la mano al tricornio cuando pasamos frente a él. Nos despedimos en la acera. Al doblar la esquina giré la cabeza; el sargento hablaba con la vieja del paraguas amarillo. En la otra calle me quité la americana.

En un rincón de la cafetería, casi vacía, bebí una ginebra con mucho hielo.

Los camareros mantenían una cansina conversación con la muchacha, a la que sobresalía una cofia de encaje, almidonada, de su pelo negro. Por la nuca le escurrían unas gotas de sudor.

La calle estaba en sombra cuando abandoné la cafetería. Atravesé la plaza. Por las calles solitarias luchaba porque los pensamientos no se me amontonasen nerviosamente. Como si tratase de conseguir una licencia de importación.

Angus abrió la puerta. En el pasillo hizo las primeras preguntas. De inmediato, salió de la habitación del fondo para prepararme algo de beber.

—Sobre todo, frío, Angus.

—Sí, no te preocupes. Has pasado mucho calor, ¿verdad?

La luz se reflejaba en la pintura negra y roja de la moto de Angus, enrojecía las adelfas del patio. Apoyé la cabeza en el respaldo del sillón.

—¿Te has despertado ya? —Angus sonrió desde la penumbra, un instante antes de abrazarme.

—¿Qué hora es?

—Las ocho y media.

—¿Cómo es posible?

—Y tan posible —me besó las mejillas—. El cansancio y, además, la comida, el calor… Te he dejado dormir. Pero no hacía ninguna falta, porque no te hubiera despertado ni un cañonazo. ¿Quieres algo?

—Tomaría una taza de té.

—No sé dónde vamos a parar —saltó de mis rodillas— con este tiempo.

Seguí a Angus a la cocina, iluminada por los tubos fluorescentes.

—Me dijiste que no habías visto a esos chicos, ni al policía.

—El inspector vendrá mañana.

—¿Y le buscarás?

Me apoyé en el fregadero, con las manos en los bolsillos del pantalón, sintiendo en las nalgas el frescor de la piedra. Angus puso a hervir el agua.

—Sí.

—El sargento, ¿cómo estuvo?

—Muy amable. Amabilísimo. Más que yo, que casi no resisto su amabilidad —encendí un cigarrillo—. Gracias —Angus dejó el cenicero sobre el hule de la mesa—. No me dijo absolutamente nada. Disculpas y amabilidades. Hasta incluso creo que sospechaba de mí.

—¿De ti? Esos sitios son horribles.

—No exactamente sospechar, pero sí una especie de conmiseración, como si me reprochase, con golpecitos en la espalda. Pero, hombre, señorito, ¿cómo se deja usted engañar? A usted ¿qué le interesan esos pobretones que hemos encerrado?

—Haberle contestado… Bueno, con esa gente es mejor callarse. ¡Claro que te interesas por ellos! Porque eres un señor, y si los señores no os preocupáis por los pobres no sé quién lo va a hacer.

—Angus, estás divertida de verdad.

Cogió el cazo de agua, dentro del que se enfriaba la tetera.

—¿Por qué?

—Me haces gracia, hablando tan seria de esas cosas de pobres y ricos, con tus brazos —me rodeó la cintura— tan bonitos y el color de tu piel…

—Pues sí que con esta luz. Vete a la sala, que ahora mismo te llevo el té. Está ya frío.

—¿Querrás ponerme una rodaja de limón? Lo tomo aquí.

—Ay, sí, perdona. Espera que te dé el azúcar.

—Gracias, Angus —con las manos cruzadas, me observó beber—. No me imagino qué han podido hacer esos chicos.

—¿No te dejó verles?

—Se adelantó a decir que no, antes de que se lo pidiese. ¿Dónde pongo la taza?

—En la pila mismo.

—Voy a ducharme.

—Subo contigo para ver si tienes todo en orden.

Liado en la toalla, con la ropa y los zapatos bajo el brazo, entré en el dormitorio. Angus se había tendido en la cama. Apagué la luz.

Luego me fumé un cigarrillo calmosamente, con las estrellas muy arriba en el cielo azul de la noche. Angus cantaba bajo la ducha. Su piel estaba fría y olorosa cuando nos abrazamos.

—Me duermo con frecuencia estos días sin darme cuenta. Como si estuviese enfermo.

—Pero no lo estás.

—No. Estaba raro. Debe ser eso, Angus. ¿Cómo eras tú a los diez años?

—¡Qué cosas se te ocurren! Como todos los niños, creo yo. No me acuerdo.

—¿Tenías juguetes?

—Sí, claro —con sus manos en mis mejillas, me obligó la mirada—. Todos los críos tienen juguetes. Hasta hace poco, guardé un oso de peluche. Un día lo tiré, porque estaba muy viejo y, además, era una tontería ya.

—Me gustaría conocer bien tu infancia.

—En casa se pasaban apuros. Desde muy pequeña me enseñaron que las cosas valen dinero. Y que mis padres no tenían pesetas.

—Me regalaron muchos juguetes siempre, Angus. El mejor tren eléctrico que se vendía en Alemania, cuatro o cinco Meccanos, un Pathe-Baby, escopetas de aire comprimido… Muchos juguetes.

—No te entiendo.

—Naturalmente, cariño. Se me había ocurrido que tú nunca has poseído una buena joya, una joya como las de mi mujer o las amigas de mi mujer.

—No, nunca.

—Te compraré una buena joya. Y muchas más.

—Oye, oye, eso es como en la copla. ¿Quieres un vestido? Catorce. ¿Y un collar? De brillantes.

—¿Quieres un collar de brillantes, Angus?

—Eres estupendo —reía tumultuosamente entre mis brazos—. Muy bonito, hombre. Pero ¿has pensado que te voy a cobrar esto?

—Algún día serás vieja y necesitarás tus ahorros.

—¡Anda a la puñeta! Claro que seré vieja. Dentro de muchos años, eh. ¿Y qué? ¿Te empiezo a sacar a ti los cuartos en grande para mi vejez?

—No me hagas caso, Angus. Verás, querría hacer algo por ti, demostrarte… Bien, no me hagas caso. Debo de seguir dormido.

—Piensas mucho. Te haría falta un viaje. Los viajes son buenos. Hay veces que estoy muy mal y me voy de Madrid. A la sierra.

—¿Y te alivia?

—No.

—Sería magnífico hacer un viaje. Por ejemplo, a Francia o a Mallorca.

—Palma es muy bonito. Margot decía que París estaba bien, pero que no era para tanto. Eso pasa siempre que te dicen que una cosa es muy buena. Luego vas y no te resulta tan buena como te habías hecho la idea. Con el cine pasa muchísimo. Por eso yo no me dejo contar las películas, ni que me las alaben, luego me aburren. Dios mío, cuánto hablo. Y qué de prisa. Seguro que te mareo.

—¿Cómo? No, no, no. No me aturdes.

—Mira, voy a preparar unos sandwiches y los subo aquí.

—No tengo apetito.

—Debes comer algo antes de irte. Llegas a las tantas y cenas frío.

—Tengo el coche en el garaje.

—Sí, ¿y qué? ¿O es que te vas a quedar toda la noche?

—Anda, anda —la empujé fuera de la cama—. Y no pongas mucha lechuga.

La noche llegaba claramente a los límites de los campos y de los bosquecillos. Los colores se mezclaban, como los ruidos que sonaban en la distancia. Me volví a tender. Ni un solo embrollo en la mente. Todo como decidido. Únicamente que debía reprimir una pequeña risa nerviosa, si recordaba a Elena.

Angus colocó la bandeja sobre el colchón.

—Mi madre decía que sólo los cerdos comen donde duermen.

—No pienso dormir en toda la noche, Angus.

—¿De verdad vas a quedarte?

—No, no enciendas.

—Mucho mejor. Abajo hace un calor de horno.

—Angus —comencé—, quisiera vivir contigo. Quedarme a vivir contigo, porque resulta idiota no unirse a alguien que me quiere y a quien yo quiero. Cuando he encontrado a esa persona.

—Javier —dijo.

—Nos instalaremos por ahí. A cierta edad —cogí un emparedado—, aunque no se crea en él, se tiene, a cambio, ideas más claras y, sobre todo, más prácticas del amor. Tú y yo, si quieres, empezamos juntos de nuevo.

El tenedor tintineaba contra el plato. Las puntiagudas uñas de su otra mano se arañaron el cuello. Solté el sandwich y procuré que mi beso no estuviese cargado de una urgencia apasionada.