27

A media tarde —debía de ser media tarde— la apisonadora había dejado de funcionar. El goteo de uno de los grifos del cuarto de baño machacaba el silencio. En las persianas del ventanal había mucha luz. Me pasé una mano por las mejillas barbudas.

—¡Enrique! —gritó Rufi, probablemente desde la veranda.

Pensé en fumar un cigarrillo. Recordé una postura de Angus, doblado el cuerpo al borde de la cama en busca de las chinelas. Volví a quedarme dormido antes de haber alargado la mano hasta la mesilla de noche, donde estaba la bandeja y el vaso lleno de zumo de naranja.

Desperté muy lentamente, con sucesivas recaídas en un sopor fatigoso; en el rectángulo del ventanal lucían unas estrellas. No sólo habían retirado las cortinas, sino que también se habían llevado la bandeja. Sudaba, inmóvil, con un regusto amargo de bilis por las mandíbulas. Seguramente me hallaba tan enfermo como había dicho encontrarme por la mañana. Las estrellas brillaban pequeñas y numerosas. Después de encender un cigarrillo, me puse el termómetro. Reclinado en las almohadas, embrutecido por el calor, dejaba pasar el tiempo. Dora habló con alguien en el jardín. Rufi sacó los sillones de mimbre, los morris y los metálicos a la pérgola, lo que auguraba reunión. Al moverme, resbaló el termómetro por la axila. Con la luz de una cerilla comprobé que tenía treinta y siete grados y seis décimas. Joaquín llamó a Enrique desde la calle. Las ramas de los árboles filtraban de sombras el reflejo de las farolas en el alféizar de la ventana.

Esperaba que una brisa, aunque sólo fuese un soplo brevísimo, penetrase hasta la cama. Me levanté a beber agua en el lavabo. Al regresar descubrí en la mesilla de noche un vaso lleno y otro vacío, junto a una jarra con limonada.

La noche traía con una nitidez seca pequeños ruidos, ecos, susurros. Progresivamente se habían hecho visibles los muebles, los contornos de las paredes, la mancha oscura de la colcha en la cama de Dora. Me persistía el sabor amargo en el paladar. Si me levantaba a lavarme los dientes, acabaría afeitado en la pérgola, con una ginebra entre las manos.

—Voy, señora.

—Que sí —dijo Enrique.

—Que volverá, señora. El niño dice que estará antes de la cena.

Angus tenía cortas las piernas, bien hechas, la piel tirante y asombrosamente tersa. Con aquel esparadrapo junto a la ingle, que protegía su rozadura y denotaba el corto tiempo que nos conocíamos, puesto que siempre se lo había visto allí colocado. Comencé a calcular. En la Vespa de Ernestina, antes de modificarse el ruido del motor, el cambio de velocidades produjo un chirrido. Un mes o menos. El corto tiempo de una rozadura. Encendí otro cigarrillo y bebí un vaso de limonada, que me dejó un gusto metálico.

—Dora.

Las sombras y los reflejos llegaban al techo.

—¡Dora!

Creí oír el crujido de la grava del sendero.

—¿Vienen ya?

—No. Yo estaba probando la moto. Han ido a buscar a Asunción y están allí, tomando una copa.

—Oh, diles que no me dejen colgada, por favor.

—¿Cómo va Javier?

—Sigue durmiendo. Díselo de todas maneras, Ernestina. Que no se pongan a beber en casa de Emilio.

—Descuida.

A aquella hora les darían de cenar en el cuartel de la Guardia Civil, al tiempo que Angus, sentada a la barra de la cafetería del pueblo, se tomaría su segundo cuba-libre con sus pensamientos en mí. O en Margot, que había acabado de mala manera. O en su querido o en los muchachos encerrados en la celda o, sencillamente, en su infancia. Hacia el 36 Andrés acabó el bachillerato, tres años más tarde de lo normal. La guerra no le había hecho crecer como a los demás, ni tampoco la posguerra le había envejecido. A Elena la tenía sujeta. Como yo a Angus. Innominado queri-do-yo-Angus, yo-Andrés-Elena. De no haberse producido la guerra, los negocios no habrían dado el salto. Se podía regresar al pasado o comprobar qué hubiese sido el presente sin la guerra, con sólo pararse a pensar cómo vivían mi madre y el resto de la familia. Enrique y Joaquín, en 1980, tendrían un yate para pasar seis meses al año en las islas griegas. Las piernas de Angus terminaban, como la piel restallante de un tambor, en el esparadrapo.

Pensé que debía haber golpeado a Elena, que tenía la obligación de hacerle comprender, aun a golpes. De pronto oí sus voces en un conglomerado indistinto.

Me senté en la cama. El corazón me latía débil y apresuradamente a flor de piel. Me asustó pensar que, quizá, hubiese vuelto a dormir puesto que no les había oído llegar. En el cuarto de baño, a oscuras y después de haberme lavado los dientes, dejé la cabeza bajo un grifo del baño durante unos minutos.

Con la toalla entre las manos me quedé apoyado en el quicio de la puerta, junto al tocador de Dora. La luz brillaba en los tarros de plata, se deshacía en el espejo. Estaban hablando y riendo. Me senté en el redondo taburete de raso azul muy cerca del ventanal. Transmitía calor el aire quieto. Unas lejanas hebras de nubes moteaban el cielo, hacia la aldea.

—Pero si hay más, ¡Rufi!

—Lo malo del bicarbonato es la costumbre, porque luego ya no puedes prescindir.

—¿Qué cuchicheáis?

—Sí, señora; ahora mismo.

—Ay, hijo, nuestras cosas.

—¿Trapos?

—Yo conocía a uno… Bueno, tú, Santiago, también le conoces.

—¿Quién? Perdona, no te he oído.

—Martínez. El delegado gerente de Textiles Bresós.

—Ah, sí.

—Mañana, lo he leído en el periódico.

—¿Y se podrá ver desde aquí?

—Llevaba siempre un frasco-petaca con bicarbonato en el bolsillo. Lo agitaba, se echaba un trago y seguía hablando. Ya no podía prescindir.

—¿Quieres no beber más?

—Vamos un rato a la playa.

—Hace una noche maravillosa.

—Sí, mañana, seguro. Hacia las veintidós quince, en dirección noroeste-sudeste. Lo traían los periódicos.

—Para los niños ha de ser magnífico. Pero ¿se verá?

—Dora, ¿no despertaremos a Javier con nuestra charla?

—Oh, no, no. Hace un momento seguía dormido. Tendrá más fiebre.

—¡Javier, vamos a la playa a bebernos una…!

—¿Quieres callar, Andrés?

—Pues, ya ve usted, las sales de fruta a mí me sientan mejor, porque no me mueven el vientre. Si he comido algo picante, en seguida me amaga una diarrea.

—¿Picante?

—Antonio, por favor, qué conversaciones.

—Pero si es verdad. Yo ceno callos, por ejemplo, y al día siguiente…

—¿Usted cena callos?

—Ya ves, hijo, a mi edad y aún ceno callos. Pero, eso sí, al día siguiente tengo el vientre movido. Las sales de fruta, no.

—Y, entonces, ella dijo que aquello no se lo perdonaba.

—Las mujeres siempre perdonan.

—Calla, Amadeo. Tú verás, le dije. Si no le perdonas, él se marcha y la cosa va a tener peor arreglo. Además, que ella no podía volver a casa de sus padres.

—Antes de la guerra, las sales de fruta producían más efecto.

—¿Y qué hizo?

—¿Qué iba a hacer? Estaba en una posición falsa.

—No seas pesado, ahora iremos. Y deja de beber.

Volví a colocar la cajita sobre el cristal de la coqueta. Una vez acostado, traté de no oírles. Me puse a imaginar, principalmente, un crucero por el Mediterráneo. De vez en cuando temía que subiera alguien a interesarse por mi salud. Era bueno navegar bajo el sol, con fuerte y fría brisa contra el pecho.

Más tarde, se marcharon. Yo continué despierto mucho tiempo. El silencio era casi absoluto. Antes de dormirme bebí dos vasos de limonada. Entre el chirriar de los grillos creí oírles regresar.

La mano de Dora se puso sobre mi frente sudorosa. En el ventanal persistían los reflejos de las farolas. Mascullé algo y di media vuelta. A la madrugada me desperté. Quieto entre las sábanas, vi amanecer. Dora respiraba fuerte en su sueño. El termómetro marcó treinta y seis grados y cuatro décimas. Me encontraba contento. Rememoraba sus conversaciones de la noche anterior y mis pensamientos como algo desprovisto de sentido y, sobre todo, muy lejano. La limonada, que había perdido la acidez, estaba tibia. Cantaban los pájaros. Rafael apagó los faroles de la colonia. Proyecté, para después del desayuno, un viaje al pueblo. Todo sería fácil.

—Papá.

Dorita, que estaba sentada en la cama de su madre, se acercó a besarme.

—¿Cómo estás, hija?

—Muy bien. Ahora vamos a bañarnos. Mamá ha cambiado los muebles. ¿Tú ya estás bueno?

—Sí.

Enrique entró corriendo detrás de Rufi. Los niños olían a colonia y se marcharon cuando entró Dora.

—Muy bien. Ahora me subirá Rufi el desayuno.

—Será mejor que no te levantes. Has pasado una noche muy inquieta.

—¿Qué tal ayer?

—Oh, fue muy agradable. Estoy cambiando la disposición del living, porque no se aprovechaba la luz.

Rufi entró con la bandeja, que puso sobre la mesita de patas plegables.

—Le he subido el correo y los periódicos, señor.

—Gracias, Rufi.

Dora cerró el armario.

—No debías de tomar plum-cake. Te hará mal.

—Tengo hambre.

—¿Conecto el teléfono aquí?

—No, Rufi. ¿Qué día hace?

—Mucho calor.

Leí los periódicos concienzudamente, mientras bebía el té frío. Había varias cartas, facturas, una nota de Vicente aclaratoria de su proposición, un voluminoso sobre de la oficina de Madrid con el consabido informe de Emilia. Detrás de las blancas cortinas del ventanal lucía la mañana en la mancha verde de los árboles. Alguna voz más fuerte o algún ruido me distraían momentáneamente.

—Van a venir a verte Elena y Claudette.

—¿Has terminado con tu living?

Dora se quedó frente a mí con una expresión de pasmo.

—No. Tardaremos lo menos tres días.

—Ah.

—¿Te encuentras mejor?

—Sí, muy bien. Ahora me levantaré.

Anotaba unas cifras, cuando Rufi me trajo la comida.

—La señora dice que si usted no la necesita, no sube. Que está muy cansada.

—Que no se preocupe.

Al bajarse a recoger mi batín del suelo, le quedaron al descubierto parte de las piernas. Una mecha de pelo le caía sobre la frente sudorosa. Arregló mis papeles e hizo la cama de Dora.

—¿Está bien el pescado?

—Perfecto. ¿Qué hay por ahí, Rufi?

—Nada de particular, señor. Se está llenando la piscina. María dijo que luego subiría a ver al señor.

—Que no se moleste. Estás guapa hoy, Rufi.

—Ay, pues con el día que llevamos… ¿Quiere usted alguna otra cosa?

—No, gracias. ¿Volvieron los niños?

—Aún no. La señorita Luisa se ha quedado a comer con la señora.

Rufi corrió las cortinas. Antes de dormirme, dejé el cigarrillo a medio consumir en el cenicero.

Creí que era ya de noche cuando me desperté, pero al levantarme estaba la tarde en todo su apogeo de calor. Puse el reloj en marcha, en la hora en que se me había parado. La ducha y la loción del afeitado me tonificaron.

La casa parecía vacía cuando bajé. El living, que estaba revuelto, olía a polvo. Sentado en el porche, bebí un jugo de tomate. Después me acerqué a la piscina.

Ernestina me alcanzó cerca de la carretera.

—Hombre, ya era hora de que se te viese. ¿No te has muerto? Anda, sube y vente conmigo al pueblo.

—¿Cómo voy a ir en esta pinta? —cabalgué el asiento trasero de la moto y puse una mano en el hombro de Ernestina—. Me dejas un par de kilómetros más adelante.

—De acuerdo. Andrés, Marta y Amadeo me están esperando. Agárrate bien que arreo, ¿eh?

El viento de la velocidad me mejoró. Bajo la blusa verde, las hombreras del sostén se le clavaban en la carne de la espalda.

—Hueles a gloria.

—¿Qué? —volvió escasamente la cabeza.

—Que hueles bien. Y que conduces con más seguridad que el año pasado. Para antes del pinar.

Una vez que me hube apeado, detuvo el motor.

—Que me esperen. Me fumo un pitillo contigo —nos sentamos en la cuneta—. Entonces, ¿ya pasó tu cólico?

—Sí, cuéntame qué sucede por el mundo.

—No sucede nada. Están bacheando por ahí abajo. ¿Me das lumbre?

—Ah, perdona —tenía húmedos de saliva y rojos de pintura los labios—. ¿Sigues aburriéndote?

—Oye, fíjate, ayer tuve una conversación en serio con Santiago y con Amadeo. También estaban Luisa y Andrés, pero habían bebido mucho y sólo decían tonterías.

—¿Una conversación seria?

—Sí, sí. Yo estaba hecha mixtos, sin saber por qué. Amadeo y Santiago pretendían que necesitaba casarme, que si Luisa y yo íbamos al médico nos diría que necesitamos casarnos. Me reventó mucho la cosa, porque los hombres siempre salís con eso. ¿Qué crees tú?

—A veces se pasan momentos malos.

—Ésa es mi idea —se puso de pie de un salto; en los pantalones le quedaron marcadas las formas de las rodillas—. En octubre, cuando volvamos a Madrid, todo será distinto. Pero ¿tú crees que me vendría bien casarme?

—Si te casas bien…

—¿Cómo?

—Que sí, mujer.

—Gracias, Javierón —me revolvió el cabello con una mano—. No te doy un beso porque estamos solos.

—¿Temes que me eche encima de ti?

—Un convaleciente nunca se sabe cómo va a reaccionar. A la noche nos vemos. Ciao.

Dio unos acelerones antes de hacer entrar la velocidad.

—No hagas carreras con el coche a la vuelta.

—Descuida, padre.

Levantó la mano izquierda por encima del hombro. La carretera estaba solitaria; me entretuve observando las desigualdades del asfalto, la tierra negra en los bordes de los baches, las ondulaciones como pompas o vejigas. Había proyectado atravesar los campos hasta el mar, pero lo recordé cuando ya estaba metido entre los pinos. Subí muy alto, hasta cansarme. Fumé unos cuantos cigarrillos, cuyas puntas enterraba meticulosamente bajo la manta de hojas puntiagudas. Con la noche, el aroma de la resina se hizo más fuerte. La luna, en la carretera, destacaba los perfiles del paisaje y hacía compactas las sombras. Me detuve a atarme los zapatos antes de continuar por una de las cunetas hacia la colonia.

Frente a casa estaba el automóvil de Amadeo. Rufi me comunicó que se encontraban en el jardín de Elena, a donde ella iría en cuanto acabase de preparar unos sandwiches..

—Dese usted prisa —subió los escalones de la veranda con unos saltos menudos que hicieron oscilar la falda de su uniforme negro— o se perderá el satélite.

Empujó la puerta batiente del pasillo de la cocina. Apagué las luces del vestíbulo. En el despacho todo estaba muy ordenado. En la cocina, que despedía un vaho caliente a mantequilla, no había nadie. Anduve por el jardín, sin dirección premeditada. Inconscientemente, salí a la calle. En casa de los Hofsen habían dejado encendidas las luces del living. De repente, decidí ir aquella misma noche al pueblo.

Al final de la cuneta, en las sillas de lona y en los sillones de mimbre que habían colocado en el centro de la calle, allí donde los árboles no obstaculizaban la visión, esperaban. Los niños corrieron a mi encuentro. Rufi y las otras chicas distribuían bocadillos, refrescos y whiskys; las bandejas y las botellas descansaban sobre la cerca del jardín de Andrés.

—¿Cómo se encuentra usted? Siéntese aquí, a mi lado.

—Buenas noches, don Antonio. ¿Y doña Pura?

—Aquí, hijo —saludó desde el círculo de sillones.

—Creo que veinte mil kilos.

—Oh, Andrés, usted se lo toma a broma.

Andrés me tendió un vaso vacío.

—A mí tampoco me cabe bien en la cabeza —dijo Karl.

Por el cuello abierto de la camisa de don Antonio salían unos espesísimos pelos blanquinegros. Desde el bordillo de la acera, en que estaba sentada con Ernestina, Amadeo y Dora, Claudette me saludó moviendo una mano.

—Pues tiene que entrarles, amigos míos. Son las conquistas de la ciencia y de la técnica moderna. Para que luego digan —se volvió, al tiempo que se apoyaba en mi sillón— que América está degenerada. ¡Ahí está la degeneración!

Como los niños viesen extendido el brazo de don Antonio hacia el cielo y oyesen sus exclamaciones, comenzaron a gritar; en un momento todos estaban en pie, con las cabezas levantadas. Cuando se cansaron de escudriñar el horizonte o se enteraron del malentendido, se sentaron de nuevo. Rufi, con una sonrisa nerviosa, cargaba diligentemente con un cubo de plástico lleno de botellas entre trozos de hielo.

—Pero si no son las diez y cuarto. ¡Pero, señoras, que aún no son las diez y cuarto!

—Ay, Antonio, hijo, ya lo hemos oído. Además, has sido tú quien ha dicho que llegaba ese aparato.

—Pura, yo no he dicho que llegase el satélite, porque sé muy bien que hasta las veintidós quince no pasará.

—¿Qué satélite?

Andrés comenzó a reír. Durante unos segundos, don Antonio y yo nos miramos en una absoluta inmovilidad. Inmediatamente, Andrés contó mi pregunta a unos y a otros.

—¿No lo ha leído en los periódicos?

—Sí, sí, naturalmente. Lo había olvidado. Quiero decir que había olvidado por qué nos encontramos aquí.

—No, no se ría usted, Andrés. Las personas como Javier son las que hacen el mundo.

—Yo…

—Sí, querido Javier. Pura, ponte el chal, que está refrescando. La vida produce dos clases de hombres. Los que hacen las cosas y los sencillos mortales que las contemplamos. Usted ahora maduraba seguramente algún negocio, alguna gran operación financiera que producirá en su día hermosos frutos a la patria. Y se había olvidado del espectáculo. No se rían ustedes. Hombres, como Javier, que trabajan en cualquier momento, son los que han hecho el milagro de colocar esa maravilla en los cielos.

—¿Qué dice don Antonio, que no le oigo bien? —preguntó Santiago.

—Que Javier —la risa le cortaba las palabras a Luisa— ha inventado el satélite.

En el centro de la atención general, comprendí que se me pedía la continuación de mi despiste, como a un clown. Que incluso don Antonio exigía de mí la participación para el éxito del número. Elena, que salió del jardín, se sentó en el bordillo junto a Marta. Iba en shorts y con unos zapatos sin talón, plateados, de prostituta barata.

—¡No, no, no! —don Antonio, en tono conciliador, trató de hacerse escuchar entre el barullo—. Yo no he dicho eso.

Joaquín se acercó lentamente, hasta quedar semisentado en una de mis piernas.

—¿Tienes sueño?

—Si ha empezado a refrescar para mí, también lo ha hecho para ti. Ponte la chaqueta.

—Tú, échate el chal.

—No. Estoy un poco cansado.

—¿Por qué no te vas a la cama?

—Lo que yo decía…

—Quiero ver pasar el satélite —murmuró Joaquín.

—… es que no debíamos reírnos de Javier.

—¡Desde luego! —dijo Amadeo—. Encima que ha inventado el satélite.

—Y asegura que tenía un cólico. Construyendo satélites, es lo que estaba.

En la penumbra, como dos bolas tersas llenas de reflejos, brillaban las rodillas de Elena. Busqué su mirada infructuosamente. Angus estaría en su ventanal —si había leído los periódicos— o en medio de la plaza del pueblo, también al acecho del cielo. Podría levantarme y, en cinco minutos, estar al volante del coche por la carretera.

—Dirección noroeste-sudeste.

—Don Antonio —dijo Asunción—, si no nos lo explica usted de una manera más sencilla…

—Ustedes, los hombres —interrumpió Dora—, siempre emplean unas palabrejas que la dejan a una como boba.

—Mis queridas señoras, el ingenio celeste volará, digamos, desde Montserrat hacia Mallorca —dejó caer el brazo, que había movido de atrás adelante, sobre su cabeza.

—Ah.

—Y ahora en serio, señores. Yo, que soy ya viejo, o por lo menos más viejo que ustedes, me siento esta noche fuerte y joven como el más joven de los reunidos aquí.

—¡Viva don Antonio! —gritó Ernestina.

—¡¡Viva!!

—Porque esta noche nos estamos sacando unas cuantas malas espinas, unas cuantas dolorosas espinas, que en los últimos años, concretamente desde Suez, teníamos clavadas en el corazón.

—Manolita, un whisky, por favor.

—¿Por qué Suez?

—Esta noche no son tantos kilos, ni tantos aparatos, ni tantas maravillas, las que vuelan por esos cielos de Dios. No son esas cosas, aunque también todas esas cosas milagrosas vuelen. Esta noche pasan sobre nuestras asombradas cabezas el valor, la inteligencia y la honradez de todo un pueblo.

—¿Has traído los prismáticos?

—Pero ¿a qué hora es?

—Faltan tres minutos, hija mía.

—No, no los he traído —inclinado sobre Joaquín, vi a Elena, con un cigarrillo entre los labios, que cuchicheaba con Claudette—. No sé dónde los tengo.

—Yo te los dejaré un poco. Son los de teatro de mamá.

—Ya.

—Eran de la abuela, ¿sabes?

—Gracias, Rufi —bebí el whisky de un solo trago y, al acabar, me levanté también.

—A lo mejor se retrasa.

—Parece que estamos esperando el tren, ¿verdad?

De pie, cara al pinar, apenas si decían algunas frases. Paulatinamente, todos los prismáticos acabaron sobre los ojos. Tropecé con Elena.

—Perdona.

—¿Estás —bajó las manos— ya mejor?

—Sí, gracias.

Delante los niños, después ellos y, unos metros más atrás, el servicio. Leoncio, Rafael, el jardinero de los Hofsen, un hombre con pantalones de pana y pañuelo negro a la cabeza. Rufi mantenía el cuello estirado y hacía pantalla con las dos manos sobre las cejas.

—Allí, allí.

—¿Dónde?

—¿Pero dónde?

—Tío Amadeo, ¿éste es uno de los que van a la luna?

—¡Que se callen esos niños!

—Yo no veo nada.

—¡Sí, sí, mujer! Mira, lanza destellos.

—Pero, tío Amadeo, ¿éste puede ir a la luna?

Los últimos metros los bajé corriendo. En la oscuridad, arrodillado junto al matorral, me metí tres dedos en la boca. Cuando terminé, me dejé estar quieto, con un sudor frío por todo el cuerpo, que me temblaba. Les oí llegar y traté de incorporarme. Los brazos de Andrés penetraron bajo mis axilas, al tiempo que Claudette rodeaba mi cintura con sus manos.

—Puedo yo —murmuré.

—Anda, vamos a dar un paseo. ¿Cómo se te ocurre beber, después de un día de cólico?

—No ha sido eso.

—¿Estás mejor? —dijo Claudette.

—Me voy a casa.

Me desprendí de ellos. Las farolas de la calle lucían fijas y duramente, sin vacilaciones.

—Pero no seas burro. ¿Cómo vas a acostarte ahora?

—Yo sé bien lo que tengo que hacer.

—¿Qué dices?

Lejos, muy lejos, gritaban. Claudette corrió hasta ponerse a mi altura.

—Que sé bien lo que voy a hacer.

Andrés la detuvo, mientras yo continuaba a trompicones, casi llorando de rabia por no conseguir dominar mis piernas.

—No seas tonta, déjale. Cada uno se cuida las tajadas a su gusto.