Había luces en el mar. Las barcas habían salido una hora antes, poco después de que yo hubiese llegado al camino de las rocas. Recordaba la carta de Angus, que Rafael me entregó al mediodía cuando oí unos crujidos. En la oscuridad blanquearon los pantalones de Elena y, en un tono más apagado, la piel de sus brazos y de sus facciones.
—Perdona. ¿Llevas mucho tiempo esperando?
—Un rato. ¿Quieres dar un paseo?
—Vamos hasta la cala. Hace un tiempo sensacional, ¿verdad? —me besó en los labios—. Estaba a punto de escaparme cuando llegó Úrsula. Seguían discutiendo lo de ayer por la mañana.
—Pero ¿quiénes eran esos imbéciles del árbol?
—No se sabe. Huyeron al llegar los niños. ¿Estás contento?
—Quiero hablarte, Elena.
—Sí.
El camino bajaba entre las rocas y los pinos. Más allá de la línea de la playa, la noche tenía una débil claridad, sin estrellas, sin luna, uniformemente igual en toda la extensión del horizonte. El perfume de Elena me enervaba. Por unos instantes dudé, pero su atractivo me decidió a no soslayar mi propósito.
—Si quieres —dijo con una sonrisa— podemos bañarnos.
—Ya que no hemos podido ir a la casilla… Se te desharía el maquillaje y ese peinado tan perfecto.
—¿Te gusta? Claudette dice que me quita diez años de encima.
—Claudette es muy amable.
—¿Es que no me rejuvenecen estas patillas?
—Sí, estás muy guapa.
En la cala, sentados sobre la arena, volvimos a besarnos. Fumamos un cigarrillo en silencio. Me levanté porque creí oír unos pasos. Elena miraba hacia el mar, los labios ligeramente separados en una sonrisa olvidada.
—Atiende, quiero decirte una cosa importante.
—Ah, sí, perdona —se volvió hacia mí y apoyó los brazos en mis rodillas.
—Quisiera hablar de ello con tranquilidad, sin escenas. Desde hace veinticuatro horas, le soporto a Dora una escena cada diez minutos. Y es demasiado ya.
—Busca que te reconcilies con Emilio, que vayas a misa, que asistas a las comidas de gala en mi casa —rió—, que trabajes en tus papelotes. ¿Por qué no, una noche…? Yo creo que eso es lo que necesita.
—No la juzgues a ella por ti. El hecho es que odio las escenas. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —parpadeó en un intento de sonrisa—. Empieza cuando quieras.
La arena era más fina que la de la playa de la colonia; si se encontraba alguna piedra, solía ser un canto plano, como una moneda. Me restregué las manos, sin saber empezar.
—Quiero que tú y yo nos vayamos.
—¿Dónde?
—No sé dónde. Además, me da igual un sitio que otro. Al extranjero. A Italia, por ejemplo. O a Mallorca. Es lo mismo. Lo importante es que tú y yo nos vayamos a vivir juntos. Para siempre.
Estuvo callada un largo tiempo y yo creía que había comprendido, sin más, por la sola entonación de mi voz. Le besé un hombro, redondo como un membrillo y también un poco áspero. De pronto, preguntó:
—¿Por qué?
—No sé por qué. Por todo. Necesitaría mucho para explicártelo.
—Explícamelo.
—Por eso…, por todo.
Apoyó el cuello en las rodillas; su rostro tendía hacia arriba, como desentendido. Caminé hasta la orilla, donde las olas dejaban restos de algas. Allí pensé que el agua del mar estropeaba el cuero, que las sandalias se me estaban mojando, que Elena continuaría en la misma postura. Me volví. Elena, sin romper su gesto, sonrió.
—Resulta bonito que le digan a una estas cosas después de tantos y tantos años. Imaginaba que éramos una pareja de novios y que ahora tú te habías decidido, por fin, al matrimonio.
—Sí, es bonito. Tú y yo no teníamos dinero para casarnos… —me interrumpí, al ver venir hacia mí su boca entreabierta—. Oye, Elena, sin cursilerías. Esto que te digo es serio.
Bajó la mirada hacia una de mis manos, que sujetaba sus hombros. Bruscamente se echó atrás, al tiempo que dejaba de sonreír. Cerca del nacimiento del pelo, la piel se le plegó en unas largas arrugas, de sien a sien, que le estrechaban la frente.
—Tienes razón, ya estamos viejos para novios.
—Ojalá lo fuésemos.
—Bien, Javier, acaba de una vez con lo que sea.
—Otro día, déjalo.
—¿Cómo?
Carraspeé antes de repetir:
—Otro día.
La luz de la noche parecía extendida desde algún lugar invisible. Me apoyé en los codos. La sangre me golpeaba en el pecho y en los dedos de las manos. Sucediese lo que sucediese, una hora después a lo sumo, me bebería un largo whisky, bien repleto de hielo. Elena se apoyó en mí.
—Termina de decírmelo. Prefiero discutir a verte así.
—Ya lo has oído. Quiero marcharme contigo. Estoy convencido de que es difícil. De que hay muchos inconvenientes, quiero decir. Pero si queremos, todos esos obstáculos se pueden superar. Mira, yo sé ganar dinero en cualquier lugar del mundo. Te decía Italia porque, como tú sabes, allí tengo relaciones comerciales. O en Francia. Es lo mismo, todo esto ya lo discutiremos. Es una de las infinitas cosas en que tenemos que llegar a un acuerdo. Dinero hay de sobra. Llevaremos lo suficiente para continuar como hasta ahora.
—¿Tienes dificultades económicas?
—No, sabes que no.
—Temí que…
—De verdad que no es eso. Tenemos que irnos, porque es falsa toda esta vida nuestra, Elena, llena de mentiras que, incluso a veces, pueden ser cómodas, pero que a la larga se vuelven contra nosotros. No puedo continuar con la mala conciencia de nuestro lío. Y todo lo demás. La gente no es así, ¿sabes? El mundo se compone de personas diferentes.
—Ya lo sé.
—No lo sabes. Crees comprenderlo, pero en realidad lo ignoras, porque nunca has pensado en ello. Porque se piensa de los otros con ideas ya hechas. Mira, a mí eso me ocurría hasta hace poco. Hay gente que no tiene miedo.
—¿Seguro?
—O si lo tienen, se lo comen. Yo ahora no temo nada, Elena. Sólo continuar así hasta el fin de mis días —retiré la mano en que descansaba su mejilla, húmeda de sudor—. ¿Por qué no vamos a poder tú y yo vivir libres y felices?
—Dora, Andrés, tus dos hijos, el mío.
—¿Y qué? Tarde o temprano, esto tendrá que estallar. Tratemos de que estalle de la mejor forma posible.
Mientras yo encendía un cigarrillo, sus manos arreglaban el peinado y el cuello de la blusa.
—Pero no tiene que estallar.
—¡Sí! ¡Sabes perfectamente que sí! ¿Cómo quieres que te lo explique? Un día nos hartaremos de no poder estar juntos. O de que tú estés con tu marido. O nos descubrirán.
—Entonces, ¿quieres que nos vayamos?
—Sí.
—Que abandonemos nuestras familias y demos el escándalo.
—Me importa un bledo el escándalo. Además, estas cosas se olvidan con facilidad. Conoces infinidad de gente en Madrid que viven juntos sin ser matrimonio. El mismo Sirman. Ella está casada con otro. Y, ya ves, él tiene un cargo importante.
—A los cuarenta y seis años tuyos y a los cuarenta míos…
—Treinta y siete, Elena.
—Es lo mismo, Javier.
—Sí, es lo mismo, porque la edad no tiene nada que ver con esto. Ya sabemos muy bien que es posible una vida en común.
—¿Hasta cuándo duraría?
—No seas injusta.
—Ten en cuenta que no es una aventura, que sería como un matrimonio.
—Tú para mí no eres una aventura.
—Sí, sí lo soy, Javier. Y aburrida, según descubro últimamente. Si no fuese una aventura, no te atreverías a proponerme una cosa semejante.
—¿Es que te ofende?
—Naturalmente.
—¿Por qué?
—Creo que está claro.
—No, no lo veo nada claro.
—Por mí, por mi honra. ¿Con qué cara iba a mirar a la gente después de haberme escapado contigo?
Me pasé la mano por el rostro, con fuerza, pinzándome las mejillas y los labios. Me miraba expectante, con una media sonrisa de triunfo.
—No lo has entendido. Después no tendrías que mirar a nadie. A nadie conocido. Se trata de abandonar lo de siempre, de empezar de nuevo. Tú y yo. Desde punto muerto.
—No hace falta que me hables tan despacio, como mascándome las palabras.
—Elena…
—Sí, sí, sí. ¡Que estás harto de todo!
—Absolutamente harto. No lo sabes tú bien. Harto, cansado, fatigado, roto. Aburrido hasta la punta del último pelo. De oír las mismas tonterías, de intervenir en las mismas patrañas de tu marido, de Amadeo, de Emilio, hasta de Claudette, que sabe que es mentira todo esto y se lo aguanta. ¡Yo no me lo aguanto! Toda mi vida he conseguido lo que me apetecía y ahora no me voy a quedar sin lo que quiero. Lo de estos veinte años ha estado bien, de acuerdo. Hicimos la guerra, la ganamos y nos pusimos a cuadruplicar el dinero que tenían nuestras familias antes del 36. Pero basta ya. Cuadruplicando dinero, teniendo hijos, yendo a cenar y a fiestas, echándome queridas y aguantando idiotas para conseguir permisos de importación o contratos del ochenta por ciento, he perdido de vista otras cosas.
—Vivir en Francia con una querida, por ejemplo.
—Tú no eres mi querida, Elena, por favor.
—Sí, Javier. Pero, oye, ¡¿por qué estás harto?!
—Porque me da miedo que un día me pegue una angina de pecho, que me deje muerto en cualquier sitio. En una playa, como esa pobre puta, o en un sillón de cualquier maldito Consejo de Administración. Y me da miedo morirme con tanta mentira dentro y tantas ganas de vivir limpiamente. Cuando te digo todo esto, no me salgas con tu honra.
—Que no la tengo, ¿verdad?
—Esa que tú dices, no. No tienes más que la que sientas.
—No te entiendo.
—La que sepas que llevas dentro.
—¿Supones que a mí no me da vergüenza lo nuestro?
Súbitamente percibí que paseábamos de un extremo a otro de la cala. Me detuve, al tiempo que la asía entre mis brazos, con violencia.
—¡Suéltame!
—No. Lo vas a oír todo.
—¡¡Que me sueltes!!
Me empujó y corrió unos pasos hasta las rocas. Yo estuve quieto un largo tiempo, sin verla, abstraído. Me senté en el mismo sitio, absorto con las huellas en la arena. Cuando sentí que se acercaba, me hubiese gustado estrangularla, dejarla desnuda como Margot, hasta que la boca se le hubiese quedado cuadrada, helada y rígida, porque adiviné, en un relámpago, que me iba a hablar en aquel tono suave y conciliador con que empezó a decir:
—Nos portamos como niños.
—Déjalo, Elena. Vete a casa.
—Así no, Javier.
—¿Tú me quieres? —susurré.
—Mucho. Por eso que te quiero tanto, sé que todo esto es una cosa pasajera, como una enfermedad. Estás preocupado y te pones nervioso. Gritas a Emilio, a Dora, a los niños, a Amadeo. Huyes de repente, te encierras a estar solo. Incluso insultas a la gente, como acabas de hacer conmigo, al proponerme esa locura. Tú antes no eras así, Javier. Y esto te pasará porque, en el fondo, tú no eres así.
—Desde luego.
—¿Qué te sucede? ¿Qué buscas con esas gentes raras, los pescadores, los del pueblo? ¿Quieres cambiar? A todo el mundo le apetece…
—El día que fui a buscar a Ernestina a la estación vi la mirada del tipo que nos abrió la puerta del coche. Llegamos al hotel a despertar a tu marido, que estaba borracho como un cerdo. Y yo pensaba en la mirada de aquel hombre y en lo que era su vida.
—¿Por eso quieres romper con todo? —se rió sinceramente, sujetándose en mí, casi como tratando de encenderme la lujuria—. Eres fenomenal, fantástico y maravilloso. Tú abrirías portezuelas. No te enfades, tonto. Tú abrirías portezuelas en Via Veneto y yo fregaría escaleras y oficinas. Javier, esos sueños se tienen a los veinte años.
—A esa edad yo estaba apaleando cabrones por las calles de Madrid, gentuza que, luego, me abre las puertas y me mira.
—Pero ¿realmente me ves fregando escaleras?
—Pero realmente ¿no has querido, ¡tú!, comprender?
Arrodillada en la arena, me besó una mejilla. Bajó la voz, conforme me murmuraba sus palabras junto a los ojos.
—He comprendido muy bien. Y te quiero más que a nadie en este mundo, más que a mí misma, porque tú solo me importas. Te lo seguiré demostrando toda mi vida. Hay ratos malos y buenos, tú sabes. Ahora estamos en uno malo, pero, como te quiero, no me preocupo.
—Elena —procuré una entonación neutra—, no será tarde quizá.
—Sí —me acarició los labios—, tardísimo. Me voy por delante, pero tú no te retrases. Estamos invitados a cenar con los Hofsen. Luego, bailaremos. Resistimos hasta tarde tú y yo, eh.
Antes de que dejase la cala, corrí hacia ella.
—Gracias —dijo.
—Escucha. Sólo sí o no. ¿Nos vamos tú y yo? Sí o no, simplemente.
Contrajo el rostro, como si un profundo dolor le arañase los intestinos o le golpeasen las ingles con un hierro o viese a su hijo pendiente del alero de un tejado.
Descubrí que retrasaba teatralmente su respuesta y supuse que diría no. Cerró y abrió los ojos. Me sentí temblar las mejillas, flojas.
—Javier, te quiero mucho.
Cuando se alejaba, experimenté tal deseo de perseguirla y machacarle el rostro a bofetadas, que me desnudé y me metí en el mar. Estuve nadando hasta que los brazos me dolieron.
Salí, encendí un cigarrillo y me tendí en la arena bajo la luna, que ya había salido, redonda y amarillenta. Angus me avisaba en su carta la ausencia de su viejo durante todo el fin de semana.
Resultaba sorprendente, daba risa y casi lágrimas, aquella imposibilidad de comprensión con la mujer que había venido acostándose con uno en los últimos años, la mujer que había recibido y entregado —únicamente en teoría, como ahora se me aparecía clarísimo— la auténtica vida de ese tiempo. Sorprendente aquella imposible sinceridad, tan patente por otra parte. El cuerpo me respondía bien, no se me desmandaba. Sólo en la cabeza subsistía aquel torbellino de ideas, de hondas sensaciones.
Cuando acabé de vestirme estaba casi contento. Silbaba una cancioncilla por el sendero, mientras se afirmaba mi decisión de abandonarles a todos ellos. Incluida Elena. Con mi mejor sonrisa y por mi más profunda necesidad.
De vez en cuando, durante el camino, la cena, la sobremesa, las conversaciones, el baile, los contactos furtivos de nuestros cuerpos, recordaba, y la angustia, como una bola giratoria, me obstruía la garganta.