25

Por las rendijas entraba una claridad muy fuerte. Recordé haberme levantado a beber agua. La lengua me pesaba, doblada contra el paladar reseco; sentía los labios despellejados y ardientes. Aun sin sueño, carecía de energías para moverme. Luego recordé las mejillas de Claudette unas horas antes, al amanecer.

—Hace un rato seguía durmiendo —dijo Rufi.

—Pues despiértele. Si ha quedado con Rafael, despiértele, que se enfadará porque no le hemos llamado.

—Sí, señora.

La puerta se abrió lentamente. Durante unos instantes, hasta que sentí crecer la luz a través de los párpados, no supe qué hacía Rufi por el dormitorio.

—Señor, son más de las doce.

—Está bien.

Tardé mucho en levantarme, en salir de la ducha, en vestirme. La fatiga me dejaba casi amnésico, temeroso de saber lo que en el minuto siguiente estaría obligado a pensar o a hacer. Dora entró a advertirme que la gente había preguntado por mí.

—No tengo ganas de ver a nadie. Ya saludé a todo el mundo en la fiesta.

—Javier, la gente…

—Dora, no tengo ganas de ver a nadie. Y si nos quedamos sin amigos, ¡mejor!

Dora cerró la puerta de golpe. Sonó el teléfono y lo descolgué precipitadamente.

—¿Qué te pasa? —dijo Andrés.

—Nada. ¿Por qué?

—Pareces lleno de dulzura. ¿Se ha organizado la bronca mañanera?

—Tú ¿cómo estás?

—¡Muerto! A las tantas de la mañana se empeñaron en regar el jardín con ginebra. Hasta que llegó Claudette y nos persiguió a escobazos por toda la colonia. ¿Te divertiste?

—Me aburrí como una ostra.

—Hombre, pues no estuvo mal. Bueno, nos pegó una carrera en pelo a lo tonto. A mí, que no estoy para nada, me puso borracho correr. ¿Te has vestido ya? Amadeo dice que vengas por aquí. Te llamo desde casa.

—No puedo ahora.

—Es que dice que tenéis que bajar a la playa, porque ha quedado con ese al que le vais a vender los bloques.

—Que venda él todo lo que quiera. Yo no puedo ir a la playa, ni a ningún sitio. Tengo que hacer.

—Espera —Andrés, alejado del teléfono, preguntaba algo en voz alta.

—Javier…

—Dime.

—Que vengas, que no puedes fastidiar la cosa.

—¡Que haga él lo que quiera, te he dicho! ¡¡O tú!! ¿No eres tú de la Sociedad también? ¿Por qué tengo yo que sacar siempre las castañas del fuego?

—Oye, bueno, bueno. Déjalo, que ya está bien. Hasta luego.

Me dejó con la palabra en la boca, sosteniendo tontamente el auricular. Antes de que hubiese acabado de calzarme, sonó el timbre.

—Soy yo, Amadeo.

—Sí, ya sé. ¿Qué pasa?

—Dice éste que no vas a venir.

—No, no voy a ir.

—¿Recuerdas que quedamos en hablar con Jubachs, el de las Inmobiliarias?

—Sí, de acuerdo que hace tres o cuatro días se te hizo el culo agua pensando que el tipo ese iba a venir. Véndele como quieras todas las viviendas que te dé la gana. Yo tengo que hacer.

—Javier, seamos razonables. Jubachs no es tan importante como tú y él lo sabe. Le gustará jugar contigo a las grandes inversiones, con una copa y cinco o seis mujeres guapas en traje de baño a su alrededor. Quiere comprar esos bloques, que están empezando a eternizarse. Me consta.

—No voy a ir. ¿Por qué insistes?

—En interés de todos.

—Tú y Andrés podéis hacer el juego, con las cuatro o cinco tías buenas alrededor. Y diles que se inclinen para enseñarle bien las tetas. Si sube un millón, deja a las chicas que le besen.

—Javier.

—No, Amadeo, no voy a ir.

—Pero ¿qué tienes que hacer?

—Muchas cosas, antes que aguantarle el rollo a ese desgraciado.

—Nunca te he visto hacer una cosa semejante. Mira, si no quieres vender, no se vende y asunto concluido. Pero no está bien actuar así, a lo incomprensible. ¡No está bien!

—¡¿Qué artículo de los estatutos te autoriza a darme consejos?!

—Como quieras.

Me precipité a tirar el auricular contra la horquilla, antes de que él interrumpiese la conversación. Después de la camisa y la corbata busqué una chaqueta de verano planchada. Desde el ventanal vi a Dora con Luisa, en traje de baño; la luz endurecía su piel negra y tensa. Los niños corrían por un sendero. Les llamaron desde la calle. En el azul del cielo verdeaban los pinos de la montaña con una nitidez cegadora. Habían quedado solos los niños en el jardín, hasta que alguien —probablemente Asunción— les llevase a la playa. Luego saldría Leoncio a trabajar los macizos, mientras en la cocina María se pondría nerviosa con el almuerzo y Rufi empalmaría una canción con otra.

—¡Rafael!

Los niños levantaron las cabezas al tiempo que Rafael.

—Tío Javier, ¿vas a bajar pronto?

—Ahora mismo voy.

—Cuando usted quiera.

En el hall, Joaquín saltó a mis brazos.

—Hace mucho calor para cargar contigo. ¿Está la furgoneta?

Rafael asintió en silencio. Los niños nos siguieron a la calle.

—Si no os quitáis de delante, os atropello a todos —les amenazó Rafael.

Rieron y saltaron frente a la furgoneta, hasta que Rafael se puso serio. Sus voces se alejaban en el movimiento de la mañana soleada. En la primera curva apareció el mar.

—¿Te gustan los críos?

—Sí.

—Pues a ver si te casas pronto.

—Buf, aún hay tiempo.

El pinar, a la izquierda, tenía deseables espacios en sombra, para tenderse con una botella de algo frío al alcance de la mano.

—¿Hoy es sábado o domingo?

—Sábado.

—¿Quieres fumar?

—Gracias.

—¿Estuviste en el pueblo?

—Hasta las nueve y media.

—¿Había algo nuevo?

—No, nada.

—¿Vas a ir mañana?

—Además de recoger el correo, habrá que llevar a alguien a la última misa.

—Sí, es mejor. Por si oyes algo…

—Como usted mande.

Rafael ceñía la furgoneta a las curvas, cogía las cuestas a buena velocidad. Iba distraído, pensando que conducía mejor que yo, cuando me sobresaltó oírle hablar.

—¿Qué decías?

—Que no soy quién para aconsejarle a usted, pero…

—Di, hombre.

—Usted, don Javier —retiró los ojos del parabrisas con una fugacidad sonriente—, a lo mejor se confía demasiado en esas gentes. Quiero decir que a usted le van a contar cosas que no son verdad del todo.

—Que van a exagerar, ¿no?

—Sí, eso. Es difícil entenderse.

—¿Por qué lo crees difícil?

—No, si yo no les echo la culpa a ellos. Ni a usted, claro. Cada uno vive de una manera y, por eso, cada uno es de una manera. Luego hay que entenderse y, a veces, resulta imposible —las ruedas saltaron desde el empedrado a la arena, donde Rafael frenó, a la sombra de la primera casa de la playa—. Además, ¿quién soy yo para ponerle a usted sobre aviso?

—Tampoco veo qué interés puedan tener en engañarme.

—Son desconfiados, porque están muy hechos a los palos. Y que usted se mezcle en lo de sus hombres no les entra en la cabeza.

Juan avanzaba por la acera con los pantalones remangados hasta media pierna, seguido de un muchacho. Nos estrechamos las manos y continuamos hasta las mesas y las sillas, bajo el tenderete de paja.

—Si usted no quiere nada —dijo Rafael—, voy a unas compras.

—Sí, anda.

—Llévate al chico, si lo necesitas —dijo Juan.

—¿Ha mejorado tu hijo?

—Las fiebres ya no le sacuden. Pero no acaba de sanar. Muchas gracias por su interés.

El mar, por entre las barcas varadas, aparecía quieto, únicamente diferenciado por los rebrillos de la luz. Una larga cenefa de espuma sucia orlaba la playa, hasta el malecón donde se apiñaban las barcas grandes. El muchacho se había sentado en la arena, cerca de nosotros. El tabernero trajo una frasca de vino blanco, un plato con pescado frito y el zumo de limón para mí. Juan tenía la piel seca, con una finísima película de sal en las arrugas muy marcadas de las mejillas.

—Así es que se ignora por qué se los han llevado.

—Por algo habrá sido, don Javier.

—¿Tú crees?

—Anteayer estuvieron aquí los señores —dijo, de pronto, el chico—. Por la tarde, vino también el señor Karl.

—Tiene razón. Comieron aquí.

Vicente recorría la calle apresuradamente. Saltó el bordillo.

—Buenos días, señor don Javier.

—Hola, Vicente. Siéntese a beber unos vasos de vino.

Juan, que se había levantado al llegar Vicente, se cambió de silla para dejarme en medio.

—¿Se enteró de algo?

—No, Vicente, aún no. He tenido mucho trabajo estos días —dos hombres saludaron y se quedaron quietos, con los brazos cruzados—. La otra tarde estuve en el pueblo, pero el inspector se había ido a la capital. Mañana mismo volveré. Veremos qué han podido hacer esos chicos, si han hecho algo.

—Algo habrán hecho, cuando se los ha llevado la Guardia Civil —dijo Juan.

—¿Tú qué sabes?

—Pero ¿quiénes son?

—José Flix, Juan Caballs, Feliciano Tormillo y José Hervás. El mayor es Juan, que tiene veintitrés años.

—Bueno, pero ¿a qué se dedicaban? —Vicente mojaba la goma del papel de fumar con la punta de la lengua—. A la pesca, ¿no?

—Señor don Javier —dijo Vicente—, usted sabe que la vida es bastante mala en este pueblo. Ellos, en ocasiones, compran algunas cosas.

—No es por eso —dijo Juan—. Se los han llevado por lo de la señora que apareció en la playa de Velas Blancas.

Nos rodeaban ya una docena de hombres, que escuchaban nuestra conversación inmóviles, con los ojos entrecerrados. Vicente sirvió vino en los tres vasos. El muchacho, que se había levantado de la arena, se unió a los hombres. El limón sabía pésimo.

—¿Registraron sus casas?

—Sí —contestó rápidamente Juan—. Aunque ellos no la hayan matado, habrían podido robar lo que llevase encima. Las extranjeras siempre llevan dólares o cosas de tanto valor.

—¿Quién ha dicho que era una extranjera?

El círculo se abrió para dejar paso a un hombre cuarentón, de pelo muy negro, que me tendió la mano.

—Miguel, el presidente de la Cofradía —dijo Vicente.

—Mucho gusto, señor don Javier.

—Encantado. Siéntese con nosotros.

El muchacho acercó una silla y trajo otro vaso. Miguel miró a los que nos rodeaban. Me sonrió, tras haber bebido.

—Las mujeres son las que sufren —dijo Juan—. Ellas no se acostumbran a que los muchachos lleven esa vida. Piensan que las cosas son como antaño.

—Escucha, Juan —dijo uno del grupo—, ¿sabes de firme que los muchachos mataron a la señora?

—Y tú, ¡¿qué crees?! Eres muy listo y estamos esperando tu opinión.

—Oye —dijo Vicente—, Jaume te lo dice porque no está bien acusar.

—Yo no he acusado.

—Anda, Juan, dile al señor que ellos la han matado.

—¿Quién coño te mete a ti en la conversación?

—Vais a callaros —dijo Miguel—. Verá usted, señor, las cosas están así como usted comprueba. Aquí pensamos que los muchachos o se han metido a comprar contrabando o han hecho alguna en el cámping o están complicados en el lío de la extranjera.

—¿Quién ha dicho que era extranjera?

—¿Usted la vio?

—Sí.

—Usted vería que era extranjera. Una mujer alta, guapa, bien cuidada. Tenía la piel bien cuidada. Y los pechos duros.

—Miguel —gritó uno—, que nos vas a poner cachondos.

Los hombres rieron, al tiempo que Miguel sonreía y esperaba que callasen.

—También lo dijo uno de la Guardia Civil. Inglesa o sueca. Vaya usted a saber. Vicente participó que usted, don Javier, se preocupaba por la suerte de los muchachos. Nosotros se lo agradecemos muy de corazón, porque ellos son buenos, aunque revuelven lo suyo, y nadie tienen para que los defienda. Si usted se cuida de que los traten bien, le tienen que hacer caso, porque usted es un señor que ha hecho mucho por estos lugares, con lo de la colonia y demás. Aquí, señor don Javier, se le aprecia.

—Ya se lo transmití yo al señor —dijo Vicente.

—Gracias a todos. Haré lo que pueda. Antes quería oír a ustedes, saber lo que ustedes piensan del asunto.

—Ya le digo —dijo Miguel.

—Si algo han hecho, tendrán que pagarlo.

—Cállate, Juan.

—A ellos les atraía el cámping, ¿usted me comprende? Las mujeres gustan de ellos, con perdón —Vicente soltó una risita entrecortada—. Pero lo que tenemos hablado. Eso son cosas de la poca edad.

—De la edad y de la puñeta. También les aficiona el tabaco rubio y las bebidas buenas, como el coñac, y ponerse pañuelos de seda al cuello. Y de salir a la mar, ¿qué? Un día no habrá un solo hombre en toda esta aldea que sepa llevar la barra, ni echar un palangre.

—Juan, el señor ha venido a interesarse por los muchachos.

—Y yo se lo agradezco al señor, y él lo sabe.

—Sí, lo sé, Juan.

—Pero hace falta un escarmiento.

El sol ponía transparente el vino de la jarra. Me levanté. Los hombres dieron unos pasos fuera del sombrajo.

—Si usted quiere ver su barca…

—Gracias, Juan.

—Pues quédese a comer —ofreció Vicente.

—No, he de volver a casa —comenzamos a andar hacia la furgoneta—. No olvido su asunto, Vicente. Cuando haya algo, le avisaré.

—Muchas gracias, señor don Javier. Que la Virgen le premie todo lo que hace por nosotros, los pobres.

Rafael, apoyado en el volante, contemplaba la hilera de los pescadores, que, como en los duelos, murmuraban una frase al estrecharme la mano.

—En unos diez minutos llegamos a la colonia.

—Sí —dijo Rafael—. Son las tres y cuarto.

Al apearme, vi a Andrés, de espaldas sobre la hierba, con las rodillas abrazadas, riendo de Emilio. Ernestina, Marta y Amadeo, en traje de baño, estaban con los niños en la veranda.

—¡Puercos lujuriosos, hijos de mala madre!

—Emilio —Asunción le cogía del brazo—, cálmate.

Me miró, los ojos enrojecidos, un pródigo sudor por el cuello y el rostro.

—Tu mujer estaba también, entérate.

Continué en silencio.

—Te has perdido una buena.

—Los chicos descubrieron a algunos jovenzuelos de los que vinieron ayer, encaramados a un árbol y espiando el solarium.

—Y tu mujer, entérate, también estaba allí en pelota viva, ¡en cueros!

Anduve hacia los escalones.

—Emilio, no me dramatices con mi mujer.

Simultáneos a sus gritos, oí los sollozos de Dora.

—Estaban en el árbol —seguía Amadeo— tan ricamente. Y estas bobas en la terraza, tan tranquilas.

—Pero ¿cómo podíamos figurarnos?

Entré en el despacho, seguido de Andrés y Amadeo, que se hallaban eufóricos por la operación que habían concertado con Jubachs. Dora suspendió sus lágrimas y sus recriminaciones cuando llegó el momento de ir al almuerzo de veinte personas en casa de Elena. Comí con Enrique. Antes del postre, mandé a Rufi que fuese a buscar a Joaquín. Nos encerramos en el living a jugar —ellos dos contra mí— una partida de ajedrez. Yo pensaba que Angus esperaría a aquellas horas a su querido.