La suela del zapato me resbaló en el apoyapiés y tuve que agarrarme a la barra. Después me miré en el espejo, me subí el nudo de la corbata y, al regresar Raimundo, dejé el vaso vacío junto a los platillos de las almendras y los cacahuetes.
—Acábate el whisky y pedimos otros.
Raimundo, que terminaba de abrocharse la bragueta, se subió el nudo de la corbata. El hielo ya se había derretido en mi vaso. Raimundo tenía unos largos pelos en el dorso de las manos.
Encargué dos whiskys; tras el primer trago, me encontré mejor.
—Se me está sentando el estómago.
—A mí —Raimundo, después del eructo, se puso la mano en la boca— lo que mejor me sienta es el whisky. Si no fuera tan caro…
—Y que lo falsifican.
—¿Quién lo falsifica?
—No sé quién. ¿Te das cuenta de que nunca sabemos quién hace las cosas?
Raimundo meditó unos segundos mi pregunta antes de mover la cabeza. La calva le sudaba.
—Escuche, cuando me pongo a pensar en lo que usted dice, señor don Javier, me doy cuenta de que no somos nadie —bebió despacio, con los ojos entornados—. Jack Evers. Es bueno.
—Tengo yo unas botellas de Johnnie Walker que… Oye, Raimundo, un día de éstos me cojo un par de botellas de Johnnie Walker y nos las bebemos tú y yo.
—Usted pone el whisky y yo pongo el coñac. ¿Le gusta a usted el coñac?
—Me gusta mucho. Es una bendita bendición de Dios.
—¿Cómo?
—Que el coñac es una bendición divina. Y no te preocupes por lo del Ministerio.
—No, si no me preocupo sabiendo que usted recomienda el asunto. Yo pongo una botella que me traje de Francia la semana santa. Fine Champagne Napoléon, de Courvoisier. Ya ve usted, don Javier, lo que son las cosas.
—Sí. ¿Qué?
—Las cosas.
—¿Lo del Ministerio?
—No, señor. Lo de que yo me vaya a Francia en la semana santa.
—Ah, ya. Francia es un país muy corrompido.
—Si yo no estuviese soltero como lo estoy, pues tampoco me podría ir a Francia. Quiero decir que me voy a Francia porque me da la real gana. Y para traer coñac. ¿Le gusta a usted el coñac?
—El coñac es una bendición de los cielos. Gracias, Raimundo.
—Tome, se va usted a echar un pito a la salud del coñac. Un pito…
—Acabo de fumar.
—… que le voy a dar yo. Un Kent emboquillado.
—Muchas… Enciende tú, anda. Muchas gracias, Raimundo.
—A usted, don Javier —dejó el mechero del revés, en un difícil equilibrio—. Pues mi opinión es que se vayan a la mierda. A una persona de la valía de usted, ¿qué le importa?
—Y siguen aquí. O sea, que tu amigo se ha largado a Barcelona y ellos siguen aquí. José Flix y los otros tres.
—Don Julio y yo tuvimos un asunto con dos hermanas. Venía con más frecuencia. Aquí mismo le convidé a unas copas y no soltó prenda. Baja hacia el sur porque dice que no hay pesca. Para mí que tiene un asunto en Alicante.
—Es que no hay pesca.
—Ahora, en cuanto llegue mi socio, nos vamos los tres a la tienda y ve usted unos sedales nuevos que he recibido. Y unos curricanes de plomo y con espejitos, que me han traído de Portugal.
—¿Quién es ésa?
—¿Quién?
—Esa.
—¿La que acaba de entrar?
—Sí.
Raimundo se volvió en el taburete. La cafetería olía a crema, a ozonopino y a café con leche. Por las ventanas, el bochorno de la noche se ligaba al aire espeso del local, en el que algunos tubos de neón despedían una luz temblona. La chica se sentó a una mesa ocupada por otras mujeres.
—Está buena.
—Muy buena —busqué un plato donde aplastar el cigarrillo—. En este pueblo tenéis unas mujeres que están pero que muy ricas, Raimundo.
—Sí, señor. En el invierno es otra cosa.
Cuando el camarero, sonriente y confidencial, se detuvo frente a nosotros, nos callamos. Raimundo movió la cabeza hacia arriba, como si cornease; el otro se rió.
—¿Qué tapitas les voy a poner a los señores?
Llenó los vasos, retiró los platillos y puso otros con almendras, cacahuetes y canapés de anchoas.
—Sí, el invierno es siempre otra cosa. A mí, ya ves, me gusta que ahora sea verano. Aunque sudemos como cerdos.
Raimundo se pasó la mano por la calva, desde la nuca hasta las cejas.
—Es lo que yo digo, señor don Javier, que el verano es mejor, porque uno está más cachondo.
—Ésa tiene unas caderas de mármol.
—Por eso este pueblo en verano es tan bonito, ¿sabe usted? Luego, nos vamos a la tienda, ve usted los curricanes y nos damos una vuelta por el cámping. De noche es una gloria. En el cámping nos tomamos unas copas con unas alemanas que yo conozco, dos chicas de Heidelberg que estudian para secretarias industriales y que están apetecibles. De poco pecho, pero muy apetecibles. ¿Me decía usted algo?
—No.
—Llega usted a tiempo a su fiesta. Total, son las ocho o una hora así, y mi socio ya no puede tardar. ¡Tú, Ramírez, dinos al señor y a mí la hora que es!
—Las diez menos cuarto en punto, don Raimundo.
—Pues para que usted vea.
—Ya, ya veo.
Al disminuir la camarera el volumen de la radio, creció el ruido de las conversaciones. Los hombres levantaban más los brazos y, por lo tanto, se les veían más que a las mujeres las rodajas del sudor de los sobacos en las camisas. Me apreté la corbata, antes de bajarme del taburete al suelo, sucio de colillas, servilletas de papel y serrín.
—Ahora voy yo.
—Al fondo, a la derecha, después de bajar los escalones.
—Gracias.
—Y no se preocupe que yo le guardo el sitio.
Crucé algunas miradas, antes de llegar a la puerta. Al final de los escalones de piedra rosa, había dos puertas negras, con un rostro de hombre en una y unas melenas de mujer en otra. Me estuve un buen rato apoyado en la loza blanca, rehusando oler el desinfectante. Me lavé las manos y me examiné en el espejo las canas y las arrugas de la frente. El jabón olía mal y la toalla estaba húmeda, por lo que acabé por secarme en mi pañuelo. Hasta allí alcanzaba el murmullo de la cafetería. Subí los escalones, verifiqué los botones del pantalón, me apreté el nudo de la corbata y, cuando llegué a la barra, el socio de Raimundo se levantó de mi taburete. Raimundo hizo las presentaciones. El muchacho quedó de pie, entre nosotros dos.
—¿Cómo dice usted que se llama?
—Agustín Riva.
—¿Riva?
—Sí, señor, para servirle.
—Pues nada, tome usted una copa.
—Siento el retraso. Jordi fue a avisarme al taller y he tenido que ir a casa a ponerme un poco decente. O sea, que ustedes tienen que disculpar.
—Pero si estábamos aquí muy bien, ¿verdad, Raimundo?
—Claro que sí. Te tengo dicho, Agustín, que don Javier es un señor, un señor de verdad, pero campechano. ¿Te lo tengo dicho?
Agustín movió la cabeza, sin sacar las manos de los bolsillos de sus pantalones vaqueros.
—¿Está usted también soltero?
—No, señor, yo me casé para la primavera.
—Y ya tiene a la mujer con un bombo así.
Agustín, al sonreír, doblaba la cabeza sobre el hombro derecho.
—Oiga, ponga otro whisky.
—No, muchas gracias. A mí, lo de siempre, Ramírez.
—Corriendo, un fino La Ina para el señor.
—¿Ustedes quieren los camiones para el pescado?
—No, señor —dijo Agustín—. Para portes.
—Me dan la nota con los datos, que yo me encargo de lo demás.
—Sí, señor. Ahora, con el verano, no habrá mucha gente en Madrid. Y, habiendo esperado cerca de veintitrés meses, se puede aguardar hasta septiembre, si a usted le parece bien.
—Tú no me vengas con remilgos y dale los datos a don Javier, que él ya sabrá lo que conviene.
—Yo lo decía por lo del veraneo.
—No le haga usted caso a este palomino atontado. ¿Tienes papel?
Agustín se buscó el bolígrafo y pidió una cuartilla. Se puso a escribir lentamente sobre la barra, detrás de Raimundo, que acababa de encargar otros whiskys. La cafetería estaba cada vez más llena. De un momento a otro también puede que entrase Angus.
—La más simpática habla un poco de español.
—De acuerdo, Raimundo, un día me vengo con tiempo para lo de esas chicas tuyas.
—Vamos, yo lo digo por su fiesta, que si no, nos acercábamos ahora mismo. Las chicas están buenas y, sobre todo, que son jóvenes, usted me entiende. El verano es así, sí, señor —Raimundo transmitió por encima del hombro su advertencia a Agustín—. No se te olvide algo, que después don Javier no pueda hacer la recomendación. Yo en octubre pienso ir a Madrid. A mí Madrid me gusta para eso, para tirarme quince o veinte días de juerga. Hasta las ocho o las nueve, negocios, y luego, juerguecita y bureo.
—Entonces, Raimundo, tú crees que no debo acercarme por el cuartelillo.
—Ni acercarse, porque lo que yo digo, a un financiero como usted, ¿qué le van esos tipos?
—Hombre, la gente de la aldea…
—¿Sabe usted lo que han hecho? ¿Y si la han matado ellos?
—¿Por qué iban a matarla?
—Usted, don Javier, entiende más que yo, pero mi consejo es que no le veo motivo.
—No, si motivo realmente no hay.
—Pues ya se lo decía yo. La semana próxima usted se viene una mañana, ve los artículos, comemos juntos y nos llevamos a las chicas a una playa. La más fea sabe un poco de español. ¿Usted habla el alemán?
—Nein. Ich habe in Heidelberg verloren. No, no. Ich habe mein Herz in Heidelberg verloren, Ich habe ein Kameraden..
—Yo sólo sé decir cuatro frases en inglés. Con las francesas me entiendo, porque el catalán y el francés son primos hermanos, pero de alemán ni jota. Usted habla y yo hago —Raimundo se estuvo riendo, hasta que vio a Agustín nuevamente entre nuestros taburetes, con la hoja de papel en una mano—. ¿Lo has puesto todo?
—Léelo.
—¿Qué sé yo lo que hay que poner? Yo soy el socio capitalista. Tómate otra copa.
—No, que luego se me sube. Supongo que van todos los datos.
—Sí, hombre, usted no se preocupe —guardé la nota en la cartera—. Bueno, hasta el lunes o el martes. ¡Oiga!, ¿cuánto es esto?
—No se moleste, porque no le van a cobrar —dijo Agustín.
En la calle, junto al coche, las despedidas fueron largas. Agustín sonreía alternativamente a nuestras frases y a la risa congestionada de Raimundo Salí del pueblo en segunda, eludiendo mirar las luces. Frente al cuartel aceleré, pero en la carretera general el miedo me hizo ir más despacio. El cambio de luces de un camión me sorprendió. La rueda derecha delantera rozó con un chirrido alarmante la tierra de la cuneta. Frené y fumé con calma un cigarrillo.
Unos kilómetros más adelante me detuve otra vez. En la claridad de la noche no se movía ni la más alta rama de los árboles. Encendí las luces de situación y me desnudé. La playa era una especie de cala, pedregosa, a la que llegaba el agua mansamente. Estuve a punto de entrar en el mar con el reloj en la muñeca. Cuando me zambullí, la cabeza me daba vueltas.
Siempre cerca de la orilla, me entretuve buceando. Las pequeñas olas me producían un cálida sensación por todo el cuerpo, como el aliento de Angus. Al salir me dejé caer en la arena; en seguida encontré una postura cómoda. Proyecté nadar otro rato, porque nuevamente me bailaba el whisky en los sesos, pero, de pronto, sin saber por qué, vi el rostro de la muchacha, su boca cuadrada, la luz que entraba aquel amanecer por las ventanas de la caseta. Me quedé embobado, muy quieto.
La ropa tenía arena. Sentí frío al vestirme, por lo que cerré las ventanillas del automóvil. Los límites y las formas, alumbrados por los faros, habían recuperado su consistencia. La garganta reseca de alcohol y sal me provocó sed. Aceleré, pero pensaba en que me alejaba de Angus. Pronto apareció la desacostumbrada iluminación de la colonia.
Los coches, aparcados en ambas aceras, llenaban las calles. Frente a casa había un microbús. Un zumbido discontinuo por entre los árboles y los chalets, en las luces de la veranda y en los focos del jardín, propagaba el nervioso ritmo de la fiesta hasta el último rincón de la casa. Nada más entrar en el dormitorio, vi el smoking extendido sobre mi cama. Después de cambiarme, estuve un rato apoyado en el alféizar del ventanal. El núcleo de la fiesta se concentraba en los chalets de Amadeo y Santiago. Destacaban los colores de los trajes de las mujeres y las camisas blancas de los smokings. Como si hubiese viento, de vez en vez decrecían o aumentaban los sonidos, la música. Pensaba en dónde habrían dejado a los niños, cuando sentí a alguien detrás de mí.
—Perdóneme el señor. Vi la luz y subí por si le molestábamos o necesitaba algo.
—Gracias, Rufi. Molestarme ¿quién?
—Estamos abajo, señor. Los chóferes y parte del servicio, que ha llegado con los invitados. Nos turnamos.
Rufi apoyó las rodillas en el borde de la cama.
—¿Se divierten?
—Mucho, señor.
—Está usted muy guapa con ese peinado, Rufi.
—¿Se ha dado cuenta el señor? Es una fiesta muy preciosa. Hay un cuadro flamenco y dos orquestas. Como en un cabaret. Y muchísima gente. Yo, perdóneme el señor, estoy así, contenta, porque he bebido cinco o seis copas de vino.
Al llegar junto a ella, me detuve.
—Lo celebro, Rufi. Y beba hasta caerse.
—¡Huy, señor!
—Hasta caerse rodando. Se lo digo yo. Dentro de un rato iré por la fiesta de ustedes y quiero que para entonces esté usted ya borracha —Rufi rió—. ¿Entendido?
—Es usted la persona más buena del mundo.
Por las calles encontré algunas caras conocidas y cambié algunos saludos. Tras las palmeras enanas del chalet de Emilio sonaron unas palabras entrecortadas.
Santiago me recibió en la entrada del jardín. Tardé en hacerme con un whisky. La mano derecha me sudaba y me dolían las mandíbulas de sonreír cuando logré el primer trago. Bailaban hasta en las pistas de tenis.
—Los flamencos están donde Claudette —dijo Amadeo.
—Dora te buscaba. ¿Sabes qué hora es?
—No he podido venir antes.
—Lo malo de la fiesta es que hay muchos tipos que…
—Es la una menos cuarto, Asunción.
—… se empapan de whisky.
—No, si ya sé la hora.
—Dice que es islandés. De Islandia, no de Irlanda, ¿comprendes?
—¿Te vas?
—Un momento, Asun. Voy a echar un vistazo por ahí.
Desde la penumbra, sentada en el césped, con su traje de noche subido medio muslo, Ernestina me chistó.
—¿Qué haces ahí?
—Es una mierda de fiesta.
Me puse en cuclillas. Tenía revuelta su melena pelirroja.
—Ciérrate ese escote.
—¿Conoces a Polo Orduña? Bueno, pues a los diez minutos, como se creía que ya estaba soplada, se ha puesto a meterme mano.
—¿Y lo ha conseguido?
—¿No se puede hacer una fiesta, aunque sea una mierda de garden-party como ésta, sin que le quieran meter a una mano? Y a los diez minutos. La gente ha perdido las formas. Luisa lo está pasando loco.
—Vente conmigo, ¿quieres?
—Estupendo, luego te recojo.
En el tablado, una gitana rubia ceniza levantaba una nube de polvo al final de sus frenéticas sevillanas. Mientras aplaudían, cambié el vaso vacío por otro lleno. Claudette levantó la cabeza cuando me senté frente a su sillón de lona.
—Un rincón de paz. ¿Qué sucede que hay más gente en tu casa que en la de Marta?
—Es como un río. Van y vienen.
—Estás guapa con ese vestido de paja azul. O de lo que sea. Aquí hay una isla de paz.
—Y una botella de whisky debajo de tu sillón. Hielo no tengo. ¿Has llegado ahora?
—Sí. ¿Tú qué haces?
Claudette levantó las manos por unos instantes; continuó trenzando la tira de celofán rojo al celofán blanco del paquete de cigarrillos, que había doblado concienzudamente. Todos se callaron; la muchacha, el guitarrista y el cantaor, por encima de las cabezas, empezaban en el tablado.
—¿Estuviste en el pueblo?
Quisiera verte y no verte,
quisiera hablarte y no hablarte
—Hasta hace un rato. Fui por lo de esos muchachos de la aldea.
quisiera encontrarte a solas
y no quisiera encontrarte.
—¿Qué muchachos?
—Esos que han detenido.
—¿Y qué han hecho esos chicos?
La pena y la que no es pena
—No lo sé.
todo es pena para mí
—¿Por qué fuiste entonces?
ayer penaba por verte
—Tampoco lo sé. El inspector que lleva el caso no estaba.
hoy peno porque te vi.
—Ésos son asuntos feos. —Las manos continuaban sus medidos movimientos, pero Claudette sonrió cuando encontré sus ojos—. No me gustan nada.
—Eres maravillosa.
—¿Porque era cierto lo de la botella bajo tu sillón?
—Por eso —mantuve el corcho entre los dientes— y por todo. Canta bien ese muchacho —me serví más de medio vaso—. Os está saliendo una fiesta encantadora.
—¿Qué esperabas? Los veloces son los que más se divierten en las fiestas. Lárgate a ser sociable y a hacer negocios.
—No tengo ganas de negocios.
Tengo una pena, una pena,
que casi puedo decir
que yo no tengo ya pena:
la pena me tiene a mí.
Sobre la falda había dejado las entretejidas tiras de celofán. Unas gotas de sudor le agrietaban el maquillaje en las sienes.
—Búscate una mujer.
—¿La mía?
—O a otra cualquiera. ¿Qué os pasa a los hombres?
—¿Y a ti?
—Va saltando de grupo en grupo, rompiéndose las suelas a bailar con guayabos.
—Claudette, estás celosa.
—Luego, se encuentra cansado y me quiere más. Pero tiene menos fuerza para demostrármelo.
—Claudette, si hablas así me voy con Ernestina, que también está borracha.
—Tendrá también sus problemas, digo yo. Aunque preferiría que fuesen los míos. ¿Qué te pasa que no haces tu papelón de hombre ibérico?
—Claudette, hija. ¿Cómo viniste a vivir a este país?
—Todos los países son iguales.
—Me gustaría ser tu amante, si no quisiese tanto a Santiago.
—Búscate una mujer. La tuya u otra. No vayas a estarte aquí, porque me haya dado depresiva. Un hombre de edad necesita algún lío que otro.
—Me preocupan esos chicos.
—Ellos se divierten.
—Ahora estarán bien encerrados allí, oliendo humedad.
—¿Qué chicos dices?
—¿Has visto a Elena?
—Pero ¿no has visto a Elena? ¡Está maravillosa, hombre!
Llegaron corriendo del otro jardín, por el paso abierto en la cerca de piedra. Fui hasta el corro, que rodeaba a Amadeo y a la bailaora que le seguía en sus piruetas. Luego me di cuenta que sobre el smoking Amadeo llevaba un vestido de mujer y un largo collar de perlas.
Regresé lentamente junto a Claudette, que formaba una nueva figura con el celofán.
—Ya están haciendo el marica, ¿no?
—En cuanto terminemos este vaso, nos vamos tú y yo a bailar.
—De acuerdo —Claudette cruzó las piernas y yo me arrellené en el sillón—. Pensándolo despacio, una fiesta la puede hacer feliz a una.
En el jardín de Marta, la orquesta alternaba las canciones italianas con ritmos antillanos. Terminé el vaso y me dormí.
Era de día, aunque aún no había salido el sol. Claudette, muy pálida, tenía las piernas estiradas, con los pies en una esquina de mi asiento. En el azul desvaído del cielo permanecían unos jirones de nubes. Se sentía un calor seco.
—Te dolerá todo el cuerpo ahora.
Me puse en pie y estiré los brazos en cruz, echando atrás los hombros. Me miraba sonriente al inclinarme hacia su rostro. Cerró los ojos y la besé en el entrecejo.
—¿No te vas a acostar aún?
—¿Un último trago?
—No podría.
En la pista de baile se movían al lento ritmo de la orquesta tres parejas. Ernestina apoyaba la cabeza en el cuello de Polo Orduña. Andrés y Santiago dirigían en procesión a los seis o siete, la última Marta, que regaba con ginebra los rosales. Cantaban a voz en grito y, oyéndoles desde la calle, la madrugada me pareció más amplia y más solitaria.