23

Desde allí, con la barbilla apoyada en la borda, el mar parecía una inmensa lámina de cobre puesta al sol, que era preciso mirar con los ojos entrecerrados. Amadeo pasó una pierna y después la otra por encima de las mías. El sol le aclaraba el vello rubio. Se sentó a popa, junto a Santiago, que llevaba el timón.

—Así se distribuye mejor el peso.

—¿Estorbo? —pregunté.

—No, hombre, vas bien ahí.

—Lo que yo decía, don Antonio, es que el mercado no nos puede, que son ya muchos años para que el mercado vaya ahora a hacernos la puñeta —dijo Santiago.

—Hijo —don Antonio se aseguró las gafas negras y movió la silla de lona en la que estaba sentado, sin soltar su mano del cabo pendiente del mástil—, pero sí nos la está haciendo.

—No el mercado.

—Sé lo que quieres decir. Pero no tienes razón. O, por lo menos, no tienes toda la razón.

—Claudette, no te pongas junto al tubo de escape, que te abrasarás la espalda.

Abrí los ojos. Claudette, que se había aproximado al grupo de popa, se embadurnaba la piel con una crema blanca y grasosa. Andrés, tendido a proa sobre las tablas, apoyaba la cabeza en las muñecas. El brazo de don Antonio formaba ángulo con el cable. Di media vuelta, cansado del mar y del sol. Me picaba la piel y procuré no pensar. Olía fuerte el viento a sal.

—¿Cómo puedes suponer que nos van a dejar en la estacada? Sólo quebrarán los tontos pobretones.

—Amadeo, voy a suponer que sea así —dijo Santiago.

—Realmente es que va a ser así —corroboró don Antonio.

—De acuerdo, ustedes lo dicen. Ahora bien, ¿por qué hablan entonces de sacar esa dichosa ley?

—Santiago, cuando yo llegué a Madrid el año 39 no había visto ni poner un ladrillo sobre otro. Y eso que hice la guerra en Ingenieros. Usted sabe que empecé con una inmobiliaria que no he dejado, aunque hoy día no sea lo que más me interese. En aquellos tiempos tuvimos que aprender bien de qué se trataba. Para toda la vida. Y yo le aseguro a usted que lo comprendimos.

Los pantalones blancos le caían flojamente sobre las sandalias a don Antonio. A veces se abría el mar en una espuma breve. Sobre la conversación, el petardeo del motor agrandaba las distancias. El calzón amarillo de Andrés y sus piernas separadas permanecían inmóviles. Claudette caminó unos pasos, compensando los movimientos de la barca con el balanceo de sus caderas.

—De acuerdo, don Antonio. Si no quiero decir que no tiene usted razón. Pero ¿por qué tienen que dar una ley o lo que sea? ¿Para arruinarnos?

—Oye, ¿sabes qué te digo? —gritó Amadeo—. Que te compro tu parte en esa Sociedad vuestra. Te la compro y te dejas de bulos.

—La estamos aburriendo, Claudette.

—Oh, no, no. Me gusta oír hablar de negocios.

—Verás si a mí me arruina. ¿No comprendes que no puede ser? Que sí, que obligarán a alquilar, pero también se permitirá que se alquilen amuebladas o por dos años, con revisiones periódicas, o subirán las rentas, o yo qué coño sé.

—Amadeo.

—Perdona, maja. Tú, Santiago, ¿lo comprendes, sí o no?

—Lo comprendo, pero no encuentro motivo para hacer todo ese cambalache.

—Amigo mío —don Antonio subió la mano por el cable—, y ¿qué razón había para lo del plan? Ellos dicen que no podíamos seguir así. Ellos, los jóvenes. No lo discutamos. Quieren plan, pues plan. Ellos han estudiado más de lo que yo pude hacerlo, ellos saben mucha economía por los libros, ellos, como vulgarmente se dice, se las saben todas. Pues que lo hagan. Afortunadamente —la voz de don Antonio se engoló—, podemos confiar en ellos, porque, eso sí, son honrados y no son tontos. ¿Qué hacen sin nosotros?

—No entiendo —dijo Amadeo—. Ahora soy yo el que no le entiende a usted.

—¿A que Javier sí me entiende? —me apoyé en los codos y miré a don Antonio, que se había quitado las gafas—. Pero, veamos, ¿cómo harán algo sin nosotros? Nosotros somos la corriente y ellos el cauce. Podrán llevarnos por algún sitio no muy agradable, pero si buscan desviarnos por donde no queremos ir, se exponen a quedarse en seco. Sin corriente —don Antonio rió—. Y la corriente es lo que hace al río. ¿Verdad, Javier?

—Sí, don Antonio.

—Y con esto de las casas, igual. La gente, de vez en cuando, necesita de una medida semejante, de algo demagógico, porque la gente es muy bruta y muy cerril. A la gente hay que salvarla, aun contra su voluntad. ¿No hay tipos por ahí que se están quejando continuamente de la incultura, de lo de las escuelas y demás cantinelas? Pues eso. ¡A obedecer a los que saben un poco más que ellos! Y los que saben un poco más, a aprender de nosotros, que llevamos la carga y el borrico.

—¡Este don Antonio —Santiago dejó la barra bajo el brazo de Amadeo— va para ministro!

—Que he leído, amigo mío, que he leído. A Menéndez y Pelayo no lo quito de la mesilla de noche.

—Ah, Amadeo —dijo Claudette—, he terminado ya la novela.

—Oye, y ¿está mejor que Bonjour tristesse?

—En cierto sentido, me ha gustado más.

—Pero ¿es tan verde o no?

—Ay, hijo, a mí eso me tiene sin cuidado.

—Ya le dejaré yo a usted alguna buena —don Antonio se levantó de la silla sin soltar el cabo—. De las de antes de la guerra. Yo no las leo, le advierto. Yo sólo leo cosas serias y alguna policíaca para desengrasar. Fíjese, el otro día me mandaron las obras de Ramiro de Maeztu, ya sabe usted quién le digo.

—Alguien que era muy importante.

—Importantísimo. Le mataron los rojos. Bueno, pues también me mandaron unas policíacas, pero encuadernadas en piel, como Obras Completas. Por fin se les ha ocurrido hacer las policíacas en libro caro.

—Luego te doy la de la Sagan.

—Gracias, Claudette. ¿Echamos la caña? Y ese tío, que no hace más que dormir.

—Déjale, hombre. No le despiertes.

Amadeo había virado en redondo; en un momento aparecería la aldea en la difusa línea de la costa. En los escasos silencios, el motor sonaba con más matices, como si, a veces, la hélice se atascase y otras se moviese en el vacío. A proa, Claudette y Santiago habían despertado a Andrés, que se restregaba los ojos y hablaba de su resaca y de su hígado partido en trocitos. Don Antonio leía el periódico. Amadeo, con el entrecejo fruncido, miraba indeterminadamente hacia adelante.

—¿Quieres? —me ofreció Claudette.

—No, gracias. Tengo la boca muy seca para fumar.

—Voy a preparar unas cocas.

—Oye, tú, o cambias de rumbo o nos desembarcas en Castellón.

—¿Usted quiere beber algo, don Antonio?

—Sí, hija, muchas gracias —dejó el periódico sobre las rodillas—. Espero que tengáis ultimada la fiesta. Va a ser un éxito.

Claudette saltó al sollado y apoyó las manos sobre cubierta.

—No sabe usted la cantidad de detalles que quedan. Pero yo creo que sí, que va a ser un éxito.

—Y ahora, ¿qué?

—Ahora vas bien —dijo Andrés—. Claudette, guapa, a mí con unas gotas de ginebra.

El sol ponía neblinoso el cielo en lo alto. Bebí un trago. Al otro lado de la línea de la borda volaban unas gaviotas que, en la lejanía, parecían rozar el agua. Con los brazos sobre el pecho, me sentí despreocupado o, al menos, sin pensamientos, sin memoria.

—Pero ¿te has dormido?

Me levanté desorientado. La barca estaba quieta. En la playa se distinguían claramente las figuras de los niños, cuyas voces llegaban ininteligibles y empequeñecidas. Un sargo recién desprendido del anzuelo saltaba espasmódicamente sobre la madera. Al tiempo que retiraba la mirada del pez, descubrí a Claudette de puntillas sobre la borda.

—¿Que si te quedas aquí o vienes a la aldea?

—No, no, me quedo.

—Van ustedes a cansarse.

—Tengo que estar sin falta, don Antonio.

—¿Y tú, Javier? —dijo Andrés—. Comemos los cinco en la aldea, eh.

—No, yo no.

—¡Qué partida de mus!

—Hasta luego.

—Ha tenido usted una idea sensacional, Amadeo. Pescadito frito, vino y mus. Javier, diga que se ignora cuándo volveremos.

Andrés corrió hacia mí con las manos extendidas; salté antes de que me empujase. Cuando saqué la cabeza, oí sus risas y, un poco después, el petardeo del motor. Claudette, que me marcaba un ritmo igual, se detuvo.

—¿Te cansas?

—No —dije.

—Son cuatro o cinco minutos.

El sol me cerraba los ojos, me calentaba el cuerpo, me hacía de goma los músculos. La piel de Claudette, sin la crema aceitosa, debía de oler bien, tan lisa y tan húmeda.

—¿Cómo vas con Dora?

—Mal.

—Se nota.

—¿Porque hablo poco?

—Porque no te interesas por nada.

Ernestina y Luisa remaban en la barca de goma, que Enrique y José empujaban. Emilio gritaba, con el agua por la cintura. Se nos echaron encima y estuvimos luchando, siempre con las advertencias de Emilio sobre nosotros. Dora corrió desde los toldos. De repente, una ira violentísima me impulsó contra Emilio.

—Javier —dijo Claudette.

Dejé de oírles. Emilio, que también había callado, debió de comprender súbitamente, porque retrocedió hasta fuera del agua.

Corría ya, cuando un desnivel del fondo arenoso me hizo caer muy cerca de las piernas de Emilio y de sus ridículos calzones de baño, que le llegaban a la mitad de los muslos. Al ponerme en pie, todos me miraban. Entre los toldos y los colores violentos de sus trajes de baño, Asunción tenía la boca abierta y un enorme cubo de plástico en una mano. Aunque me dolía el tobillo, procuré no cojear.

—¿Te has hecho daño?

—No.

—¿No pensarás subir así, con ese calzón sólo?

—Pienso subir así, Dora —me ahogaba respirar—. Y sin que nadie me grite.

A mitad del sendero me detuve a frotarme el tobillo. Continué despacio hasta casa. El cemento de las aceras me quemaba las plantas de los pies.

En la ducha se agudizó el dolor. Rufi me comunicó que no vendrían a comer Dora ni los niños; cuando yo hube terminado de hacerlo, me acomodé en una hamaca del jardín, a la sombra.

—La señora pregunta que cómo se encuentra usted del tobillo.

—Dígale que no me duele.

Amodorrado y sudoroso, aquella persistente crispación me repercutía en la rodilla. Bebí un poco de coñac. Leoncio trabajaba en las regueras. Dentro de la casa refrescaba en la penumbra. Antes de decidirme a telefonear, permanecí un largo rato tumbado en la oscuridad del dormitorio. Nada más descolgar Elena, oí el ruido de conversaciones como fondo de su voz.

—Estés o no estés ocupada, podrás escaparte.

—Pensaba llamarte ahora.

—Son las cinco. ¿A las cinco y media?

—No podré estar mucho, sólo un momento. Espérame en el pinar.

—Está bien, a las seis.

—Sí, mejor.

La voz de Elena denotaba cansancio. Mientras me vestía, me puse a silbar. Me bebí un whisky con un dedo de soda. Rufi cortaba perejil cerca de la piscina, que continuaba vacía. Cuando salía hacia el pinar, un muchacho llamó al timbre de la entrada. Intervine una vez que el muchacho, después de preguntar por Dora, le entregó a Rufi una caja plana envuelta en papel de seda.

—¿De parte de quién vienes?

Mi presencia, que se le hizo visible al apartarse Rufi, le sobresaltó.

—De parte del señor Vicente. Me ha dicho que vaya dejando las cajas.

—Ah, bien. ¿Vives en la aldea?

El muchacho se hizo a un lado. Rufi continuaba con la caja bajo un brazo.

—Son bombones. El señor Vicente me mandó que diese el nombre de las señoras. Sí, vivo en la aldea. Es gratis, ¿sabe usted? No hay que pagar nada.

Rufi, sonriendo, cerró la puerta al tiempo que el muchacho enrojecía.

—Rufi, si preguntan por mí, que estoy dando un paseo por la carretera.

El muchacho se agachó para recoger las otras dos cajas, iguales a la destinada a Dora, que había dejado en la acera. Esperé a que hubiese cargado para tenderle el billete.

—No, señor. Son gratis.

—Ya, ya lo sé. Eso es para ti, para que vayas al cine.

—Pero… —las arrugas de la frente se le agolparon— a lo mejor… Bueno, gracias.

—O sea, que tú vives en la aldea —caminé calle arriba—. ¿Cuántos años tienes?

—Doce.

El muchacho me siguió por la calzada. En la esquina de la calle que llevaba a casa de Asunción me detuve.

—El segundo chalet a mano izquierda es otro de los que buscas.

—Pero yo no le he dicho…

—Hijo, es fácil saber dónde te han mandado. Doce años, ¿eh? ¿Conoces a los que se llevó la policía el otro día?

—Sí, señor. Uno es mi primo. José Flix se llama. Me llevaba en su barca, para que aprendiese el oficio.

—Y tú, ¿crees que han hecho algo?

—Nada, señor.

—¿Por qué? ¿Qué dicen tus padres?

—Mi madre dice que algo habrán hecho cuando los cogen. Y el señor cura dice que no los habrán cogido por hacer algo bueno. Pero José no ha hecho nada.

El muchacho, que había subido a la acera, tuvo un movimiento impaciente hacia la calle arbolada.

—Espero que pronto… Bueno, quiero decir que seguro que es inocente —el chico sonrió—. Adiós.

—Adiós, señor. Y muchísimas gracias por el duro.

Le oí correr mientras me alejaba. En la subida del pinar volvió a dolerme el tobillo. Estaba sudoroso, ahogado y fatigadísimo al llegar a la fuente. Me senté en un tronco. El calor olía allí, en las luces y las sombras violentas que distribuían las ramas. Aguardé a fumar por retener el aroma de la resina, de la tierra seca cubierta de agujas.

A las seis y media me puse en pie. Se me dobló la pierna a los primeros pasos. Anduve de un lado para otro de la plazoleta para no dejar enfriar el tobillo, al tiempo que trataba de olvidar el ataque de cólera que me había provocado Emilio.

En aquella parte del pinar, en sombra ya, la caída del sol y los ruidos de la noche, que fuera aún tardaría en llegar, se sentían con antelación. Acabé otro cigarrillo. Luego me volví a sentar, los antebrazos en las rodillas. Proyecté esperar un cuarto de hora más; percibía el paso del tiempo y de mi plazo, pero me encontraba a gusto quieto, olvidado de mí mismo, con la imaginación abandonada a sus saltos.

—Javier.

La voz de Elena me asustó por su proximidad. Nos abrazamos sin fuerza. El ahogo de la subida le fijaba la sonrisa.

—Tienes que perdonarme, Javier. Es espantoso lo que me ha costado salir. Y, encima, con la preocupación de que esperabas aquí. De verdad, te digo…

—Déjalo, Elena. Ni siquiera sé la hora que es.

Nos sentamos en el tronco, medio hundido en las hojas, y saqué el paquete de cigarrillos.

—Entonces ¿no estabas impaciente?

—No, no lo estaba. O, al menos, no en el sentido que tú creías —con la primera bocanada de humo, mis ideas adquirieron una extraña lucidez—. Empiezan a importarme muy poco este tipo de detalles, estas molestas consecuencias. Aunque un día…

Las manos de Elena buscaron las mías. En la luz incierta del atardecer, su rostro formaba una superficie plana.

—¿Un día?

—Pareces más joven.

—No, no —rió—. Responde a mi pregunta.

Giré el cigarrillo entre los dedos, esperé a que aflojase la presión de sus manos y me repetí a mí mismo que todo estaba muy claro.

—Que un día tú y yo vamos a terminar con esto nuestro.

De reojo, vi sus brazos carnosos y su pie izquierdo, que restregaba contra el suelo.

—¿Por qué?

—Porque cada vez estoy menos de acuerdo con estas cosas.

—Con las que llevas de acuerdo los últimos años, ¿no?

—No me grites, Elena.

—Te grito por tu mala intención, porque soy yo la que está harta de oírte que estás harto. ¿Harto de qué? ¿De mí? Dilo de una vez, pero claramente. Mira, estoy cansado de tu cuerpo, de tus besos y de tus caricias, porque los hombres…

—Elena, cállate.

—… de vez en cuando necesitamos cambiar. Pero dilo sin tonterías, sin ambages. ¡Sin quemarme la sangre!

—No de tu cuerpo, como dices.

—¿Pretendes dejarme?

—¿Quieres escuchar?

—No puedo escuchar caprichos estúpidos. Te aburres este verano y empiezas a hacer historias con lo nuestro. ¿Qué es lo que te falta?

—Tú me faltas.

—Pero, Javier, durante tres días…

—No quiero que me faltes un momento.

—No seas…

—Quiero tener lo que es mío. Y tú eres mía. ¿Vas a entenderlo así y a no embrollarme con tus temores de vieja?

Apenas si me moví para sentirla a toda ella en un abrazo desesperado. La besaba con rabia, sin dejar quietos mis labios, tratando de decirle aquellas verdades calladas, porque hasta entonces también las había silenciado a mí mismo. Pero simultáneo a mi confianza en su comprensión tuve el presagio de que era inútil aquel esfuerzo. Al separarnos, quedamos anhelantes.

—Cariño, tengo que irme.

—Ahora no, Elena.

—Sí, cariño. Estarán buscándome. Todo está muy retrasado. Y recuerda que esta noche llegan los primeros invitados.

—Alguien que a ti no te interesa.

—Más lo siento yo que tú —comenzó a andar—. El domingo te prometo una tarde entera de felicidad.

Bajamos rápidamente. Cerca de la carretera nos volvimos a besar.

—Ahora no te quedes pensando que eres un incomprendido. Hasta luego, Javier, que es muy tarde. A la noche nos vemos, amor mío.

Me quedé con el olor de ella bien dentro, sin otro olor y sin otro sabor en la boca, que me temblaba. Luego imaginé un diálogo sin gritos, sin absurdas recriminaciones, que, con toda justeza, nos conducía muy lejos. Me tendí en el suelo. Había estrellas entre las ramas de los pinos. Ya no sudaba. De vez en cuando, un rumor estremecía el pinar. Poco a poco me abandoné a aquella pasividad, a aquella tristeza, que me reconfortaban. De pronto, cuando tenía los ojos cerrados y sentía el dolor en la pierna, un resplandor me incorporó como de un trallazo.

Más allá de la carretera, una semicircunferencia luminosa había llenado el cielo. Todo el paisaje estaba transformado en una fantasmagórica apariencia. Llegué hasta el límite del pinar. Allí comprendí. Continué andando hacia la colonia, donde ellos ensayaban el alumbrado de su fiesta.