22

El hombre, con la servilleta al hombro, nos precedía casi de perfil por el largo y estrecho pasillo. Empujó la puerta, la sostuvo y accionó el conmutador de la luz. Angus se detuvo, con la cabeza vuelta hacia mí, en el momento en que el hombre nos dejó libre el paso.

—Sí, está bien —dije.

Una mancha de humedad aclaraba en una de las esquinas el verde oscuro de las paredes. Con la cabeza doblada y la boca de Angus contra la mía, entrecerré los ojos a la luz de la bombilla.

—Me gustaría saber por qué no ponen una pantalla.

Angus comenzó a colocar las sillas. Le ayudé a mover la mesa. Nada más sentarnos, el hombre golpeó en la puerta.

—Les he traído también unos calamares muy frescos y recién fritos.

—Me gustan a rabiar los calamares —dijo Angus.

—Si ustedes quieren alguna cosa —señaló con el pulgar por encima de su hombro derecho—, no tienen más que llamar.

—Gracias.

En cuanto hubo cerrado, me apresuré a la puerta. La carcajada de Angus me obligó a componer una sonrisa.

—Perdona, Javier, pero has estado para morirse, saltando a la puerta y sin encontrar el pestillo. Es graciosísimo.

—No hay pestillo —dije.

—Claro, claro, pues por eso.

Le rodeé los hombros con un brazo. Así pasó un largo rato, en el que olvidé por qué reía Angus. Luego, con su rostro contra mi cuello, sentí los últimos espasmos de la risa como unos latidos asincrónicos.

—¿Quieres beber?

El vino tenía un gusto ácido a barro de tinaja. Nos besamos, hasta que Angus recordó los calamares.

—Están muy ricos, ¿verdad? En este pueblo tienen siempre pescado muy fresco. ¿De verdad nunca habías estado?

—Nunca. Alguna vez he pasado en coche, pero sin parar.

—Es muy grande. Hay una línea de tranvías y todo. Y mucha industria. Qué contenta estoy de estar contigo.

—Sí, yo también.

Angus me apretó las manos encima de la mesa.

—¿Es cierto?

—Sí.

En el cenicero se consumía mi cigarrillo. El redondo escote de Angus, al resbalarle su blusa negra por los hombros, se abría. Quizá Claudette hubiese ya olvidado mi rubor de la mañana. De pronto choqué la mirada de Angus. Tenía entreabierta la boca, con un resto de sonrisa entre burlona e investigadora.

—¿Qué pasa?

—Nada, nada.

—Algo te pasa.

—Estoy… No sé. Estoy nervioso. Como una colegiala.

—¿Por qué tienes vergüenza —me acarició el pecho con una mano deliberadamente lenta— de estar nervioso?

—Ayer detuvieron a unos pescadores en la aldea.

Angus, al acercarse a mí, hizo crujir la silla sobre las baldosas enceradas. Percibí un débil olor a orín de gato.

—Pero ¿qué han hecho?

—No estoy seguro ni de cuántos son los detenidos. Pero quizá hayan tenido que ver algo con lo de Margot, porque en la aldea se esperaban una cosa así. Fue anoche.

—¿Tú crees que los han matado?

—¿Los?

—A Margot y a los que iban con ella.

Di algunos pasos por el corto espacio entre las sillas. Angus llenó los vasos. Con las manos en los bolsillos del pantalón, me puse a mirar las sinuosidades del color en el tablero de baquelita de la mesa.

—No sé nada, Angus. Estoy como atontado. Mira, tengo la impresión de que la gente es distinta a como siempre he creído que era. Yo realmente nunca había sentido estas cosas. Pero desde hace una temporada… Llevo anteojeras como una mula, que cada vez se me estrechan más y me dejan ver menos.

—Creo que sé lo que quieres decir. Es así una cosa rara, ¿verdad? Un ansia de meterte dentro de otro para ver qué está pensando.

—Pero a mí esto nunca me había sucedido.

—Tú has sabido siempre lo que querías de los otros.

—En la vida he pensado más de un minuto en la clase de gente que ahora me preocupa.

Angus sonrió apagadamente y bebió el vaso de un trago.

—Habrá que hacer algo —dijo.

—Estoy cansado de no ver más que con mis ojos, de pensar con arreglo a lo que aprendí hace muchos años. Y ahora no me vale, porque siento que es falso. Cada vez que empiezo: Yo, yo, yo, algo me remuerde y me avisa que no es por ahí. Entonces trato de pensar tal como lo harán esos chicos que han detenido o mi chófer o la criada o la guardia civil. Todo se me embrolla y acabo histérico. Y, sobre todo, ¿por qué? ¿A mí qué me va o qué me viene?

—A todos nos va y nos viene. Ella era mi amiga y tú la viste muerta. Y, después, me conociste a mí.

—Pero lo cierto es que todo me tiene sin cuidado.

—No, no es verdad —dijo Angus, sin sonreír, las mejillas tensas, muy abiertos los ojos.

—Mira, cada vez que descubro algo, una especie de verdad, me aparece en seguida otra idea, otra nueva verdad. No sé ya por dónde me ando.

—Yo digo que habrá que hacer algo.

—Hacer. No sé. Me dan miedo las palabras, como si hasta ahora sólo hubiese vivido de palabras. Oye, Angus, tú…

Angus se levantó, rodeó la mesa y llegó hasta mis brazos con los suyos extendidos, que me estrecharon con fuerza. Las manos de Angus, crispadas a mi espalda, me serenaban. Las manchas de humedad en la pared, la bombilla desnuda, aquella luz de intensidad variable, la botella vacía, los pequeños platos de loza blanca con restos de calamares, ceniza y colillas, tenían una dura realidad coincidente con el progresivo bienestar del contacto con Angus.

El hombre acudió por el pasillo secándose las manos en su delantal a rayas verdes y negras. Comprendió antes de que le hubiera acabado de explicar. Por el cristal esmerilado de la mitad superior de la puerta que daba al bar entraba una claridad violenta.

El hombre me entregó la llave y me explicó cuál era la puerta. Llamé a Angus. El pasillo del segundo piso estaba recubierto de una moqueta azul reciente; en la penumbra brillaban las cabezas doradas de los clavos que la sujetaban al suelo. La llave giró sin dificultades en la cerradura. Angus entornó la ventana y corrió los visillos. Yo me senté en el borde de la cama de metal blanco, sobre la colcha, con un cigarrillo que tiré al lavabo cuando Angus, a medio desnudar, se dejó caer contra mí.

Después me adormecí. Angus se había levantado a colocar nuestras ropas en la percha, clavada a la pared. Mi corazón latía regularmente.

Me despertó al moverse. Casi no había luz en la ventana. Parecía más grande la habitación. Durante un tiempo pensé la conveniencia y las dificultades de presentarme a la policía. Angus me besó, cuando fingí despertar.

—¿Te encuentras bien?

—Muy bien —contesté también en un murmullo.

Los visillos caían inertes en el hueco que dejaban las dos hojas de la ventana. Sudábamos mansamente. Angus se lavó en el bidet. Me volví, aún con la toalla en las manos; la encontré insólitamente guapa, ya vestida.

—Angus, creo que sí haré algo. Por lo menos, informarme. Supongo que habrán tenido sus motivos para encerrarlos, pero probablemente ellos no hayan hecho nada. ¿No resulta tonto intranquilizarnos así por unos desconocidos? Cuando todo se aclare, les pondrán en la calle.

—Sí, Javier. Procura —al abrir la puerta, Angus disminuyó el tono de su voz— averiguar si saben ya cómo murió Margot.

Bajamos en silencio la escalera. En el bar, que estaba lleno, hice una seña al hombre. Salió del mostrador y le pagué en el pasillo. Nos acompañó por otro más corto a una puerta trasera que daba a un callejón solitario, en el que nos explicó por dónde podríamos llegar a la calle Mayor.

Con la noche continuaba el calor; las bombillas del alumbrado público en las fachadas de las casas hacían visible el vaho del bochorno. Angus canturreaba. Por una transversal, con los escaparates de algunas tiendas iluminadas, desembocamos no en la calle Mayor, sino a una plazoleta de losas con una fuente en el centro. En una amplia circunferencia, sobre la tierra apisonada que sustituía a las losas, bailaban varios corros de personas. Había demasiada luz y demasiada gente. Angus se puso muy contenta de descubrir aquello.

—Es la fiesta de San Hilario, señora. Hasta el lunes duran los festejos.

—Gracias —dijo Angus al viejo que había contestado a su pregunta.

Nos abrimos paso hacia la primera fila. Sobre un tabladillo de madera, que descansaba más de su mitad en el pilón de la fuente, tocaban los de la cobla.

—Escucha, es la tenora —dijo Angus.

Bailaban con las manos unidas, los brazos casi siempre levantados, en movimiento todo el círculo a un ritmo estudiado y minucioso, al tiempo que trenzaban y destrenzaban los pies. Cerré los ojos. El aire, más fresco, esparcía unos raros aromas por la plaza, como a espliego o tomillo.

—Cómo me gustaría saber…

Angus, a unos pasos de mí, se aproximaba a los bailarines, instantáneamente inmóviles, con los brazos caídos. Una de las chicas llevaba unas alpargatas muy blancas, con unas anchas cintas enrolladas hasta la mitad de la pierna. La difusa nube de polvo llegaba al tablado de los músicos. Cuando terminaron, aplaudimos. En un bar de la plaza bebimos unas coca-colas. Regresamos por la calle Mayor, repleta de paseantes en las aceras y en la calzada, a cuyo final se levantaban los aparatos de una verbena. Olía a fritos, a gasolina, a sudor. Me eché la chaqueta al hombro y abracé la cintura de Angus. En uno de los puestos le compré un pañuelo de gasa negra para la cabeza. Comimos unos buñuelos grasientos y bebimos unas copas de aguardiente.

Era ya tarde cuando subimos al automóvil, que había dejado en una calle cercana. En la carretera, aceleré. Durante todo el camino fuimos oyendo música de la radio, que Angus había conectado.

Dejé a Angus cerca de la plaza, con la promesa de que volvería pronto. Detuve el coche antes de llegar a la colonia. Fumé un cigarrillo despaciosamente. La noche estaba muy estrellada. Rafael me aguardaría con el resultado de sus averiguaciones en la aldea. Elena sabría por Dora que yo había anunciado mi regreso a media tarde. Habrían celebrado sus reuniones, habrían continuado los preparativos de la fiesta, estarían ahora de sobremesa, cansados, y Andrés probablemente borracho. Hice entrar, sin ganas, la palanca de las velocidades. Al poco rato aparecieron las luces azuladas de Velas Blancas.

—Es Javier —dijo Marta.

Desde la oscuridad llegó corriendo Joaquín. Elena mantenía la falda por encima de sus rodillas.

—Buenas noches a todos —dije—. ¿Cómo siguen las cosas?