¿Cuándo ha dicho que volvería?
Ernestina pasó la gamuza por el vidrio del reflector. Di unos pasos más. La blusa, que se le había salido del pantalón, dejaba al descubierto un trozo de cintura, la prominencia de las vértebras bajo la piel tostada. Ernestina acabó de pasar el trapo por el vidrio, giró sobre sus nalgas y sonrió. Desvié la mirada a los escalones de la veranda, por los que bajaba Luisa.
—Ya te he dicho un millón de veces que tiene que volver necesariamente.
—Hola —dijo Luisa.
—Estoy deseando que llegue la noche…
—Hola.
—… para probarlos —Ernestina asió mi mano para ponerse en pie—. ¿Sabes que Santiago me acaba de dar permiso para que tiren un trozo de la tapia?
—Santiago es maravilloso.
—Pero ¿qué estáis diciendo?
—Que Santiago no tiene inconveniente en que se tire un trozo de la cerca, para que así queden los dos jardines unidos. Una especie de sendero —aclaró Luisa.
—¿Y Amadeo?
—No creo que Amadeo se vaya a oponer, habiendo dicho Santiago que sí.
—Amadeo dice que ahora sale, que vayamos nosotras midiendo.
—Bueno… Tú, Luisa, ¿sabes a qué hora vuelve Rafael?
—Oh, qué pesado estás, hijo mío, con tu dichoso Rafael.
—No creo que tarde mucho —dijo Luisa—. Ha ido a recoger cosas al tren de la mañana.
—Cosas para la fiesta —dijo Ernestina—. Ya que no ayudas, por lo menos no estorbes.
Las dos atravesaron el césped y se encaramaron a la linde de piedra. Salí a la calle. En el jardín de casa estaban los electricistas. Elena y Dora hablaban en la veranda. El sol resecaba la tierra. Por algunas ventanas abiertas se veían cuerpos en movimiento. Me detuve junto a la esquina del último jardín, desde donde veía el mar. Hasta allí llegaban algunas voces, ininteligibles, a través de aquel aire caliente y espeso. Lejos, una barca se acercaba a la aldea.
Regresé lentamente por la sombra. Sin darme cuenta comencé a subir la calle, hacia casa de Elena. De pronto oí que Andrés me llamaba y, al levantar la cabeza, descubrí a Joaquín sentado en el bordillo de la acera. Entré unos metros por el sendero. Andrés, en pijama, se apoyó en el alféizar de la ventana del piso superior.
—¿Qué haces por ahí a estas horas?
—Son las doce y pico.
—Entra que charlemos un rato.
—No puedo. Tengo que encontrar a Rafael.
—¿Qué tal atmósfera hay? ¿Han empezado ya los cotilleos?
—Están con los preparativos de la fiesta. Por lo visto, la fiesta es pasado mañana.
Andrés se irguió en el centro de la ventana.
—Caray, me vuelvo a la cama entonces.
—Hasta luego.
—Si encuentras por ahí a mi hijo, comunícale que desde hace tres días no lo veo.
Volví a la calle y me senté en el bordillo. Joaquín me miró con una especie de sonrisa.
—¿Has oído a tu padre?
—Sí.
El asfalto, moteado de sombras y pequeños discos de luz, perdía su negrura en la cuneta, donde se convertía en tierra. Contemplé una hoja de acacia en la reguera, formada por dos filas de adoquines.
—Está bien construida esta ciudad.
—¿Qué? —dijo Joaquín.
—Nada. ¿Por qué no juegas por ahí con los demás?
—Todo el mundo quiere que siempre esté jugando.
—Tu padre desea verte.
—Ya lo he oído. Oye, me gustaría tirarme desde el trampolín. ¿Te acuerdas de lo bien que saltaba el año pasado?
—Sí, me acuerdo.
—A lo mejor se me ha olvidado, me entra el miedo y ya no me tiro.
—Ignoraba que tuvieses miedo —abandoné mi seriedad fingida—. Bueno, quería decir que es tonto que tengas miedo, porque a nadie se le olvida saltar del trampolín. Es igual que nadar. Resulta más o menos difícil aprender, pero si aprendes ya no lo olvidas nunca.
—Entonces, ¿vas a decir que llenen la piscina?
—De acuerdo.
Se puso en pie, apoyando una mano en mi hombro, cuando ya tenía casi vertical el cuerpo.
—Voy a buscar a Poker.
—Espera.
Joaquín bajó la cuesta a la carrera por el centro de la calle. Me encontré muy solo y muy ridículo sentado en el bordillo de la acera. Únicamente oía el hervor de la tierra al sol, el lejano rumor del mar. Dudé si volver a casa o continuar mi paseo y, aunque temía los saludos y las conversaciones fatigosas, me hallé incapaz de esperar el regreso de Rafael en una habitación. Antes de doblar la esquina tuve el presentimiento de que encontraría a Elena en la otra calle.
—Buenos días.
—Hola, Claudette. ¿Es cierto que Santiago ha autorizado a ese par de locas a que tiren un trozo de la cerca de piedra?
—Oh —Claudette rió, al tiempo que se cambiaba de mano su bolsa de lona—, está encantado con la fiesta. Santiago se aburre, compréndelo.
—No lo comprendo. De Santiago menos que de nadie. Si vas a la playa, te acompaño un rato.
Las piernas de Claudette parecían tener más pecas aquella mañana.
—Pues es muy fácil. Se pasa todo el año renegando de la vida de ciudad, diciendo que sería feliz en el campo, que trabajaría mejor —Claudette caminaba unos pasos delante de mí, con las manos a medio embutir en los bolsillos de sus shorts blancos, la bolsa a la espalda—, y en cuanto se encierra aquí, se incapacita para hacer algo. La fiesta es su liberación, porque espera ver caras nuevas. Las mismas caras que le hartan durante el invierno en Barcelona.
—Eso se llama inquietud.
Claudette sonrió.
—Exactamente.
—Y entonces ¿es que van a organizar una por todo lo alto?
—Cerca de cincuenta invitados, en principio.
—¿Dónde piensas meter a toda esa gente?
—Ya está todo organizado. Por otra parte, es sólo una noche lo que van a pasar aquí, aunque luego alguien se quede más tiempo.
El viento había peinado la playa la noche anterior. El matorral de juncos estaba medio cubierto de arena. Claudette, descalza, se inclinaba para sacarse los pantalones cuando dejé de observar el mar.
—Hace calor —dije.
Nos estuvimos mirando, hasta que creí descubrir un temor sorprendido en sus ojos.
—Mucho calor.
—Sí, Claudette.
Se sacó la blusa por la cabeza. Sus manos se perdieron a la nuca, retocándose el pelo. La parte de sus pechos que no tapaba el sostén de sus dos piezas, tenía una frágil redondez de muchacha. Al avanzar hacia mí, descubrí las pequeñas arrugas en las comisuras de sus párpados.
—Javier, cielo, qué mirada más hambrienta.
Mis mejillas ardieron, al tiempo que trataba de componer una sonrisa.
—Perdona.
—No tiene importancia —guiñó un ojo—. Hasta puede ser halagador.
Su mano quedó unos segundos sobre mi antebrazo. Antes de que me moviese, corría ya al agua. Me quité la camisa, me tumbé boca abajo y aplasté la cara contra el dorso de las manos. La arena olía caliente, pero distinta a la arena de la casamata. Angus tenía un bonito cuerpo de mujer, recio, algo diferente a los de las mujeres de mi mundo. En el reverbero de las aguas, aquel trozo de espuma, como solidificado, podría ser Claudette. Durante un largo tiempo, estuve decrecientemente decidido a zambullirme. Aunque nadase más rápida que yo, sabría alcanzarla. Cogí la camisa, que me eché sobre la cabeza y los hombros. El sudor me inmovilizaba. Creí que me dormiría. Angus me esperaba para aquella tarde, con un deseo impaciente. Las piernas de Claudette, una sonrisa de Elena, la espalda de Marta, formaban un acoso de instantáneas sensaciones visuales, clarísimas, dolorosas.
Encogí el cuerpo, al tiempo que el sol me volvía a quemar la espalda con una lenta contumacia. Antes de que me diese tiempo a mirar el reloj oí sus voces. Anduve mientras me ponía la camisa.
—Buenos días, don Javier.
—Ya sabía yo que estabas por aquí —dijo Joaquín.
—Tú lo sabes todo. Hola, Rafael. Ahora vete a dar un baño o vuélvete arriba.
—El señorito Joaquín me dijo que me buscaba usted.
—No tengo nada que hacer. Puedo quedarme con vosotros.
—Sí, te buscaba —Joaquín trató de cogerme una mano—. Mira, la tía Claudette está bañándose y se encontrará muy sola cuando salga. Espérala aquí.
—¿Es que no quieres que os acompañe?
Rafael, sonriendo, acarició la cabeza de Joaquín y me siguió. Al final del sendero, esperé que llegase a mi altura.
—Será mejor hablar por aquí.
—Como usted guste.
—Verás. El otro día estuvo Vicente, el de la tienda de la aldea, a verme. Puede que ya lo supieses.
—Sí, señor, ya lo sabía.
Rafael cruzó los brazos. Cuando me moví hacia el campo, se colocó a mi izquierda.
—Quería hablar de negocios.
—Me lo figuraba. El pretende desde hace tiempo poner una tienda aquí.
—Algo por el estilo, sí. Pero, además, quería otra cosa —la luz de la mañana destacaba las piedras de las fachadas—. Que si la policía detenía a alguno de la aldea, yo intercediese.
Rafael se había parado al tiempo que yo. Miraba por encima de mi hombro, siempre con los brazos cruzados y el entrecejo fruncido, sin cambiar de expresión.
—Pero Vicente estuvo anteayer, ¿no?
—Toma —le tendí el cigarrillo, que tardó unos segundos en coger—. Eso es, el lunes. Enciende.
—No faltaba más, don Javier. Usted primero.
Rafael volvió a cruzar los brazos. Su mirada persistía en algún punto a mi espalda. Esperé a que comprendiese para continuar por el camino.
—Entonces, Vicente sabía ya que los iban a detener.
—Eso pienso yo —dije, aunque hasta aquel momento lo hubiese dudado—. Si veinticuatro horas antes él viene a…
—Si lo sabía, es que en la aldea estaban sobre aviso.
—Exactamente. Ahora dime qué pasó ayer por la noche.
Rafael dio una larga chupada al cigarrillo. Una constante impaciencia me hormigueaba en las piernas.
—Llegaron y cogieron a cuatro. Esta mañana lo estaban contando en la estación. Pregunté quiénes eran, pero los del pueblo no sabían los nombres. Que eran pescadores. Unos sospechaban y otros que no, que era una tontería sospechar de esos chicos. Pero nadie los conocía.
—¿Qué sospechaban? ¿Que ellos tenían que ver o qué?
—Que ellos habían matado a la norteamericana para quitarle los dólares.
—¿Decían eso en la estación?
—Usted no los conoce, al guardajurado, a los viejos, al…
—¿Qué decía el guardajurado?
—Que sí, que la arrearon para dejarla sin conocimiento y que se les fue la mano. Pero no se puede hacer caso de esos vagos de la estación. Sólo hablan y hablan y acaban por creerse sus propios embustes.
—Mira, si voy a ir a la policía a interesarme por ellos…
—¿Va usted a ir a la policía?
—… tengo que estar enterado. Antes de meterme donde no me llaman.
—Sí, señor, le comprendo. Pues eso decían en el pueblo.
—Esta tarde te coges la furgoneta y te bajas a la aldea.
—Sí, señor.
—Vas directo a la tienda de Vicente y le compras algo, lo que sea. La cuestión es que hables con él. Una vez que te haya contado su versión, me apuntas los nombres de esos chicos y te metes en una tasca.
—Sí, señor.
—En la tasca donde haya más gente.
—Será mejor para eso bajar hacia las siete o las ocho, un poco antes de que los hombres salgan a la mar.
—Bueno, está bien. Arréglatelas como puedas, pero entérate de lo que dicen unos y otros. Aunque sea una majadería como una casa.
—Sí, señor.
—Y, naturalmente, a nadie de la colonia le dices nada.
—Que sí, señor. Entendido, don Javier. ¿Cuándo va a preguntar usted al inspector?
—Eso es cuenta mía.
—Bueno, pues si usted no manda ninguna otra cosa…
—Hasta luego y gracias, Rafael.
Pisoteé la punta del cigarrillo. Más allá de los matorrales, las rocas recibían unas olas cansinas. La espuma, que apenas si alcanzaba el límite negro de las rocas, permanecía como inmovilizada por el sol, sin caer, empapando la piedra. Me detuve a la sombra de los primeros árboles. Iba a sentarme sobre las bayas secas que cubrían el suelo cuando sentí que alguien se acercaba.
—Que digo, don Javier, que me he recordado que la señorita Marta me encargó que esta tarde…
—Tú, Rafael, haces lo que te he dicho —el muchacho asintió con unas súbitas oscilaciones de cabeza—. Y no te preocupes de más.
—Sería mejor que usted hablase con la señorita.
—Yo hablaré.
—Pues muchas gracias. ¿No va usted a comer?
—Sí, ahora iré.
Después de secarme el sudor con el pañuelo me senté en la tierra, que olía a agrios olores mezclados. A unos metros, un pino solitario entre los matorrales dividía en dos la extensión del mar. Goterones de resina brillaban al sol en el tronco del árbol. Cerré los ojos. El zumbido de los insectos me dolía detrás de la frente.
Traté de no pensar en nada mientras andaba hacia la colonia. Cerca del sendero oía las voces de los niños y de las mujeres, que regresaban de la playa. Al llegar estaba empapado en sudor.
Me entretuve en la ducha, quieto bajo el agua demasiado tibia. Me vestí rápidamente un traje y me puse corbata, aunque la dejé sin apretar. En el comedor, donde ya estaba Dora, Dorita anunció que Enrique se quedaba en casa de Elena.
—¿Vas a salir? —dijo Dora con una ojeada a mi chaqueta, que había colgado al entrar de una silla, mientras se servía de la fuente que Rufi mantenía a la altura de sus manos.
—Sí, debo ir al pueblo. A media tarde supongo que volveré. Ah, por cierto…
—Yo no quiero fiambre —dijo Dorita.
—Comió aceitunas.
—¿Aceitunas? —chilló Dora.
—Sí, aceitunas —Rufi acabó de servirle las lonchas a la niña—. Y ahora no tiene hambre.
—Pero ¿quién te ha dado las aceitunas?
—Leles.
—Ay, Dios mío, hija, ¿no sabes que las aceitunas te hacen daño?
—Pero me gustan mucho.
—«… acabado nuestro Diario Hablado…»
—¿El señor va a tomar pescado?
—Sí, gracias, Rufi. Te decía, Dora, que…
—Ah, sí, perdona, Javier. Me decías…
—Esta tarde Rafael tiene que hacer unos encargos míos muy importantes. Por lo visto, Marta también necesitaba…
—Rufi, baje esa radio, por favor.
—… que Rafael le hiciese unos recados. Avisarás a Marta que lo mío es muy importante. No tengo tiempo ahora de telefonear.
—Sí, de acuerdo, pero la fiesta…
—Leles dice que van a venir mil personas.
—La fiesta, ya lo sé. Rafael no estará toda la tarde fuera.
—Me dijo Claudette que habías bajado a la playa.
—Estuve un rato, pero hacía mucho calor.
—Amadeo vino a buscarte.
—¿Qué quería? —traté de encontrar la mirada de Rufi.
—Ah, no sé. Estuvo un rato en la veranda con Elena. Yo estaba tan ocupada que casi no le pude atender. A media tarde regresarás, ¿no?
—Sí —la copa me tembló ya cerca de los labios—. Es suficiente. Gracias, Rufi.
—He oído decir que han detenido a cinco o seis personas de la aldea.
—Creo que son tres, señora.
—Supongo —acabé de tragar— que no será por nada importante.
Dora acababa de decir algo, a juzgar por su expresión.
—Perdona, Dora, no te he oído.
—Que esta tarde nos reunimos las señoras para…
Rufi, con el uniforme más ceñido que de costumbre, parecía decidida a conservar su ceremoniosa parsimonia hasta el final de la comida.