La muchacha subió un escalón, apoyó la mano en la barandilla y gritó que yo estaba allí.
—¿Está segura que se ha despertado ya?
Angus bajaba los escalones de dos en dos, abriéndosele su bata de color verde, brocada. Después de cerrar la puerta de la habitación del fondo del pasillo, nos besamos. Cuando separamos los labios y mientras permanecían ligadas nuestras sonrisas, percibí la música de la radio.
—Eres un teatralero. No te esperaba hasta el jueves.
—¿He hecho mal en venir hoy?
—Bien sabes que no has hecho mal.
—Hubiese querido venir ayer mismo.
—Anda, déjame —se desprendió de mi abrazo y desconectó la radio—. Me alegro tanto que estés aquí que me parece mentira.
—Angus, sería bueno que nos largásemos el día entero por ahí, por la costa. A cambiar de ambiente.
Con los ojos húmedos, se esforzaba en mantener una sonrisa alegre. Volví a besar sus labios, inquietos y anhelantes.
—Anda, anda, vámonos —me retiró la mano de sus pechos y se cruzó la bata—. Espera. Son sólo diez minutos.
Regresó vestida con unos pantalones blancos y una camisa de rayas amarillas y negras, sujeta a las caderas; balanceaba un cesto de mimbre.
—Dispuesta.
—¿Llevas traje de baño?
—Y toallas.
—Oye, Angus, pensaba que no es muy discreto el que yo me presente así, de improviso. Que deje el coche a la puerta de tu casa y…
—Señorita —la chica se apoyó en el quicio de la puerta de la cocina—, han traído el recibo de la luz.
—¿Y lo has pagado?
—¿Cómo iba a pagarlo, si no tengo dinero? Ha dicho que volvería dentro de un rato.
—Si quieres…
—Claro que no —Angus subió unos escalones—. El fastidio es que tendrás que esperar.
—No te preocupes por mí.
La muchacha, contra el quicio, me observaba con una fingida indiferencia distraída. Abrí la puerta del jardín. Por la calle, una mujer conducía cinco cerdos que levantaban una nube de polvo. Dentro sonaron las voces de Angus y de la chica, que buscaban las gafas de sol.
—Perdóname, oye. Siempre, en el momento más oportuno, se le ocurren esas cosas.
—Bah, no tiene importancia —abrí desde mi asiento la portezuela; Angus, antes de entrar, colocó el cesto y el rollo de las toallas y el bañador en el asiento trasero—. De prisa, a estar tú y yo solos.
Dejó de bajar el cristal de la ventanilla, para poner su mano sobre mis dedos doblados al volante. En la carretera apoyó la cabeza en mi hombro, con los ojos cerrados. El sol, que estaba ya alto, daba a la mañana un color igual, arrebatado por la luz y el calor.
—Hay que buscar un sitio donde yo te espere. No está bien que deje el coche a la puerta de tu casa.
—Ah, es verdad —continuó inmóvil sobre mí—. ¿Por quién de los dos?
—Por ti, naturalmente.
—De acuerdo. Nos citaremos en algún bar, si te empeñas —Angus suspiró—. Pero ahora no me hables de eso, porque suena a que te vas a marchar ya. Y, además, para que lo sepas, a mí me importa un comino que se enteren de lo nuestro. Que se entere quien sea.
A ambos lados de la carretera, los naranjos formaban corredores de sombra. Después de un trozo llano mejoró el pavimento de la cuesta abajo. A la izquierda dejamos el cementerio, en lo alto del terraplén que sostenía el pueblo sobre la carretera. El mar lejano era un conglomerado de brillos, una desleída mancha en sus últimos límites.
—Eso quiere decir que has tenido bronca.
Angus entreabrió los ojos.
—¿Qué?
—Eso de que te importa un comino que sepan lo nuestro. Que has tenido bronca este fin de semana.
—Nunca tengo bronca con él.
—¿Entonces?
—Que estoy muy jorobada.
—Sí, te comprendo.
—Me gusta hacer de vez en cuando lo que me sale.
—Por eso mismo me encuentro ahora contigo.
—¿También estás fastidiado?
—Por muchas cosas, pero, principalmente, por mí mismo.
—Te quiero mucho.
—Esta madrugada me he tirado de la cama y casi me he metido en el coche en pijama. Para venir a contarte lo jorobado que estoy.
—Cuéntamelo todo, sin dejarte nada.
Angus separó la cabeza de mi hombro. En el brazo que apoyaba en la ventanilla, el sol doraba su vello. Tuvimos que detenernos en una de las travesías por un embotellamiento, provocado por un camión al salir de la gasolinera.
—No me gustan estos pueblos de por aquí —dijo Angus—. Siempre están mirándola a una. ¿Tienes idea de dónde vamos?
—Falta ya poco. Si el sitio no te gusta o te recuerda algo desagradable, buscamos otro.
—Anda, ya puedes seguir. Ahora tendremos que ir despacio.
—¿Te gusta la velocidad?
—Me encanta.
El viento metía por las ventanillas ráfagas de olores fuertes. Angus cantaba una canción tras otra. Únicamente se interrumpió para encenderme un cigarrillo. Durante unos kilómetros y a pesar de sus cantos, olvidé que estaba allí, atento al tráfico de la carretera, que había aumentado, y a no pasarme de la desviación hacia la playa. En las paredes de las casas aisladas había anuncios de hoteles, de cámpings, de restaurantes, con la indicación de las distancias. Enfrente veía ya los primeros perfiles de la sierra, destacados en el azul del cielo.
—Estoy deseando meterme en el agua. Tú también sudas. Llevo un traje de baño nuevo, ¿sabes? Quería estrenarlo contigo. Es blanco, de esos modernos, con la espalda al aire. Bueno, tú no entiendes.
—¿Te he dicho que estás guapa?
—No me has dicho nada.
—Creo que es por aquí.
—Espera —Angus asomó la cabeza por la ventanilla—. Cruza, no viene nadie detrás. Ojalá no haya mucha gente.
En la terraza al sol estaban vueltas las sillas sobre las mesas. Una cuerda de gallardetes blancos y azules se tendía desde una de las columnas de la pérgola al tejado del restaurante. Al final del camino de tierra comenzamos a rodar por una larga extensión de guijarros. Cerca de la arena, frené; Angus corrió hacia la orilla.
Me desnudé en el automóvil. En la playa había seis o siete personas, una furgoneta y una moto scooter. Otros habían establecido el campamento en unas pequeñas dunas, a mitad del camino entre el restaurante y la orilla. Extendí unas toallas a la sombra del coche y saqué el cesto de Angus, el paquete de tabaco y las cerillas.
—¡Voy a buscar unas botellas!
Angus regresó.
—Que voy al restaurante a buscar unas botellas.
En las dunas, una muchacha tomaba el sol, con las piernas abiertas y un pañuelo sobre el rostro. El camarero tardó en buscarme un abridor para las botellas. En la terraza, los gallardetes caían inmóviles.
Angus, ya en bañador y sentada, se abrazaba a una de sus piernas. Después de beber unos tragos, fuimos cogidos de la mano hasta el agua.
—Tiene un aspecto excelente.
—Parece que quieres comerte el mar —dijo Angus.
En el agua fría tonificaba nadar, manteniendo las piernas en la superficie cálida. Apenas si llegaban enteras las pequeñas olas, cuyas crestas blancas cerraban la salida de la bahía. Angus se quedó cerca de la orilla, tendida en el agua. A un ritmo pausado llegué hasta una de las puntas de tierra y rocas que delimitaban el semicírculo de la playa. Fatigado, me dejé mecer por el suave oleaje, con la cabeza llena de luces cambiantes, de violentos colores. Sentía bajo la piel, distendidos por el calor, los músculos. Regresé de espaldas, a crawl o a braza.
—Estoy viejo ya.
Me dejé caer en la arena pedregosa, a la sombra, muy cerca de Angus, que extendía sus piernas al sol. Se había puesto un sombrero picudo de paja verde brillante.
—¿Quieres crema? —denegué con la cabeza—. No estás viejo. Es que llevas en el agua cerca de una hora.
Con el mentón sobre las manos, veía muy próximo un muslo de Angus, el borde de su bañador y el esparadrapo junto a la ingle.
—¿No mejora tu rozadura?
—Sí, va mejor.
—Como sigues con el esparadrapo…
—¿Hace feo?
—En ti no hace nada feo.
Las voces y las risas de los otros tenían una sonoridad transparente. La curva franja de arena semejaba continuar hasta el blanco indistinto del horizonte, por el mar, cada vez más quieto.
—Qué calor —dije.
—Pero se está muy bien. ¿En qué piensas?
—En nada. En ti.
—Se está muy bien —Angus echó los brazos atrás, las manos en la arena—. Dicen que el policía estuvo ayer por la colonia.
—Sí, ayer por la tarde. Hicieron algunas preguntas, como de rutina; merodearon por allí, pero yo no hablé con ellos.
—¿No sabes nada nuevo, entonces?
—Nada. ¿Te han vuelto a molestar?
—No, no —en lo alto pasó el ruido de un motor de avión; la piel de Angus tenía una aspereza morena—. Estoy más tranquila, ¿sabes? Pienso en Margot de una manera más tranquila.
Puse los labios en los dedos de Angus. Su cuerpo olía bien, como agrio o salado. Angus canturreaba en un murmullo. Sentí que me dormía.
—Oiga, oiga —llamó Angus.
Al dar media vuelta, quedé tumbado sobre la espalda, cegado por aquel golpe de luz. El muchacho, con la chaqueta blanca, los pantalones negros y su corbata de smoking, se acercaba a torpes pasos por la arena.
—Te he despertado.
—Bah… Estaba ya al sol.
—¿Qué te parece si comemos aquí mismo? Buenos días.
—Buenos días, señores —dejó caer la bandeja de latón a lo largo de la pierna.
—Me parece bien.
—¿Nos podrá usted traer algo de comida?
—Claro que sí, señora.
—¿Qué tienen?
—Voy a chapuzarme un momento. Lo que tú pidas está bien, Angus.
—Tenemos fiambres y carne asada fría. Latas de mejillones, almejas… Lubina también hay.
Dentro del agua me continuaba el embotamiento. Me alejé sólo unos metros. En la playa vacía, las sombras de la furgoneta y del automóvil habían variado. Los otros estaban tumbados en las dunas. Temí que aquel sol acabase por levantar la pintura del automóvil. Hice unas flexiones en la orilla, mientras el agua se evaporaba rápidamente de mi piel y de la tela del calzón.
El camarero y Angus cambiaban las toallas a la sombra. Cuando llegué junto a ellos, disponían el almuerzo. El cigarrillo que Angus mantenía en la comisura de la boca le trazaba una oblicua línea de humo frente al rostro; con los ojos entrecerrados y las mejillas contraídas, abría las latas de conservas. El camarero se alejó. Descorché la botella de vino y llené los dos vasos de plástico.
—Es estupendo comer así.
Besé flojamente los labios de Angus. Antes de que me retirase, ella colocó una mano en mi nuca y apretó su boca contra la mía. Le rodeé los hombros con un brazo.
—Estamos sudando a chorros.
—Vamos a comer, tonto.
—Pero si nadie nos ve.
—Javier, estás salido. A comer se ha dicho. Si algo no te gusta, tú tienes la culpa por irte a bañar a la hora de encargar la comida —nos besamos en las mejillas—. ¿Está frío el vino?
—Bastante. Y es bueno. Bébelo de prisa, antes de que se ponga hecho un caldo.
—Me encanta comer así. Él, siempre que salimos de playa, se empeña en comer en los restaurantes. Y hay que vestirse. Lo peor son las sobremesas. A veces, me he tomado hasta seis cafés.
—¿Cómo se llama él?
—¿Para qué quieres saberlo?
—Por curiosidad.
—Espera, yo te pondré foie-gras. Prueba los mejillones, que están riquísimos. Es un hombre como otro cualquiera.
—¿Has hablado con él de Margot?
—Casi nunca hablamos de nada. Él conocía a Margot de verla alguna vez por los bares de la Gran Vía. Yo se la presenté y, luego, me dijo que no era su tipo. Pero es que él dice esas cosas porque cree que debe decirlas. Que es como su obligación, ¿comprendes?
—Sí.
—Para que yo no me sienta de menos. Hace seis años, cuando empezamos, yo me calculé que iba a durar poco. Entonces yo creía en muchas cosas que, más tarde, ves que no existen. En un tipo especial que me hiciese una mujer decente. O, a veces, en un tipo especial que me hiciese más mujer de la vida, pero de alto copete, ¿comprendes?, de salón. Me quedé con él, nos acostumbramos el uno al otro, ya nos conocemos… En fin, se porta bien y no me escatima el dinero. Pero ya nos lo tenemos todo dicho. Y, además, conforme es más viejo, se lleva mejor con su mujer y con sus chicos. Yo le sigo gustando, porque soy discreta. Si se quedara viudo no se iba a casar conmigo, claro está, pero tampoco me dejará nunca.
—Siento que no hayas encontrado todavía tu tipo especial —llené los vasos.
—Ya no lo busco. Las cosas son distintas a como las piensas, ¿verdad? Los tipos especiales ya me los conozco. Son como tú, por ejemplo.
—Oye, ¿eso es un piropo o un insulto?
—Eso es que me gustas.
—Come un poco.
—No hago más que hablar. Está muy bueno el vino.
—Se está poniendo caliente.
—Igualito que yo —rió Angus—. Cuando estabas durmiendo, te miraba y me acordaba de nuestra noche. Fíjate que hace sólo cinco días que pasamos nuestra primera noche juntos.
—¿Cinco días? Hoy es martes.
—Claro. Y fue el viernes de la semana pasada. Bueno, la noche del jueves. Siempre que te veo, me extraño del poco tiempo que nos conocemos.
—Porque nos vemos muy poco.
—Pues tú tienes que remediarlo —Angus bebió un largo trago; yo encendí un cigarrillo—. Menudo sueño tenías. ¿Es que no duermes?
—Sí, duermo mucho —dije.
—Cuanto más se duerme, más se quiere. ¿No hablaste con la policía?
—No, ya te he dicho que no. ¿Por qué?
—Por nada, porque pienso si sabrán algo. A veces me parece que nunca descubrirán lo de Margot. Anda, termínate la ternera, que está muy jugosa.
—No quiero más. Lo descubrirán. La policía siempre descubre esas cosas.
—El domingo decía eso él. Le pregunté si creía que la policía descubre todo y me dijo lo mismo, que sí. Pero yo no sé. En las películas, desde luego. Ya veremos.
—¿A qué se dedica él?
—A negocios de construcción. Hace casas y obras. Es listo y trabajador, no creas. Antes de conocernos, estuvo en sindicatos. Y llegó a ser un jefazo y todo. Él, en la guerra, por lo visto se portó muy bien. Yo he visto una foto suya de militar, con estrellas para dar y tomar. Pero hizo algo feo y le echaron de los sindicatos. Un negocio de camiones, ¿sabes? Pasó una mala época, según me ha contado, pero salió en seguida de apuros. Vale mucho, ya te digo, y conoce a mucha gente, a gente importante. Hay noches, en Madrid, que no podemos salir por ahí por eso, porque a lo mejor se encuentra con alguien yendo conmigo. Como conoce a tanta gente… Este invierno me compró el televisor, para que no me aburriese en casa.
—Acércame tu vaso.
—¿Nos hemos bebido toda la botella? Va a sobrar comida.
—Ya la recogerá el camarero.
—La guardamos para la merienda. Estoy engordando.
Angus recogió los cubiertos, los restos de la comida, apiló las latas vacías, sacudió las toallas. Después, se quitó el sombrero. El silencio parecía crujir de calor.
—Ahora no mires por debajo del coche, que voy a orinar.
—Prometido. Se nos ha olvidado decirle al camarero que trajese unos cafés.
En la pérgola, los gallardetes eran como triángulos incrustados en el cielo. Angus apareció por delante del automóvil, ajustándose la entrepierna del bañador.
—Me acerco yo en un momento.
—¿Con este calor? Ni pensarlo. Ya vendrá él —Angus se tumbó a mi lado y encendimos los cigarrillos—. Se está bien aquí.
—Se está maravillosamente.
Nuestras piernas y nuestros brazos en contacto me transmitían su calor, el olor de su cuerpo, una enervante laxitud.
—¿Tienes sueño, Angus?
—Yes, my love.
—Yo también.
—Hemos bebido mucho.
Bajo el pecho, la arena estaba dura. La piel de Angus sudaba tenuemente. Todo el horizonte era un conjunto de luz enceguecedora, en movimiento.
—¿Cómo van tus clases de inglés?
—Bah.
—Pero ¿sigues dándolas?
—He dejado unos días de estudiar. Para lo que me va a valer… Ya ves, para lo que le ha valido a Margot saber francés.
—Me dijiste que se llamaba Maruja, ¿no?
—Hum.
La boca abierta de Angus, apoyada en mis labios, me entregaba su aliento. Olía a tierra la toalla, a crema aceitosa, a sudor. Cuando casi estaba dormido, Angus cambió de postura.
Desperté repentinamente. El sol me quemaba desde la cintura hasta los pies. Procurando no despertar a Angus, solté el freno del coche y lo rodé, hasta que la sombra cubrió las toallas. Cerca de la orilla nadaban unos niños; una mujer con una falda sobre el bañador reía en las dunas. La respiración de Angus raspaba en su garganta un pequeño ruido igual, como un gemido. Pasé un brazo sobre sus hombros. Más que sueños tenía divagaciones, entrecortadas por los sonidos. En los párpados experimentaba una sensación de calma, un color pálido y refrescante. Me puse a pensar el motivo de aquella felicidad. La mujer de la falda gritó algo, al tiempo que levantaba el brazo en un saludo, hacia las rocas. Angus gruñó y yo me tendí de costado. Por las rocas subían unas figuras, que no me molesté en contar. Gritaron también y sus voces empequeñecieron la distancia. Continuaba investigando la probable causa de mi bienestar cuando, al girar la cabeza, descubrí los ojos abiertos de Angus, su sonrisa soñolienta.
—Uf, qué bien he dormido, cariño.
—Yo también.
Angus se tendió sobre mis hombros. Me acariciaba lentamente, mientras gorjeaba unos sonidos mimosos. De pronto, los niños corrieron desde la orilla a las dunas y Angus se detuvo. Se sentó, riéndose, para encender un cigarrillo. Una de las hombreras del traje de baño le resbaló hasta el brazo.
—Oye, Angus, ¿quién te dijo que la policía estuvo ayer en la colonia?
—Lo oí en la cafetería. ¿Por qué te acuerdas ahora de eso?
—No sé. Pensaba, quizá.
—En la cafetería. Por la noche, el chico de la barra lo contaba.
—Pero ¿no se habla del asunto en el pueblo?
Angus colocó la hombrera sobre su clavícula.
—Sí, claro.
—¿Qué tal —de un salto me puse en pie— si nos fuésemos de aquí?
—¿Dónde?
—A otro sitio. Habrá alguna playa más solitaria, digo yo.
Angus se puso a recoger todos los bártulos. De rodillas, reía, contenta y apresurada. Me pareció más joven; su cuerpo me produjo una profunda sensación de desamparo, como si fuese débil o poco desarrollado.
—Será mejor no vestirse.
—De acuerdo. Son ya las seis. Cómo se pasa el tiempo, ¿verdad?
Dentro del coche quemaba el aire. Al llegar al restaurante le pagué la cuenta al camarero. Los de las dunas nos miraban.
—Baja del todo el cristal, Angus. Ahora, a cien por hora, a ver si se enfría este horno —Angus juntó su cuerpo al mío—. De todas formas, ten cuidado no te enfríes.
—¿Enfriarme? Eran unos careros ésos, eh. Siempre te clavan en estos restaurantes. Y más a las parejas, si se huelen el lío.
—¿Somos tú y yo un lío, Angus?
—Claro, ¿qué somos si no? Te guste o no te guste. Bueno, también podemos ser novios, si tú quieres. Me da risa pensar que somos novios. Hace siglos que no tengo novio. Margot decía que tenía novio en Francia. Ella era así, un poco fantasiosa. Le gustaba contar historias de Francia, decir a los tíos que era francesa. Y no lo era; lo que pasa es que sus padres se marcharon cuando la guerra.
—Angus, ¿qué años tenías tú, cuando empezó la guerra?
—Tres o cuatro. ¿Por qué?
—No, por nada. Es gracioso: tú tenías cuatro años y yo estaba metido en las trincheras con barro hasta los ojos.
—¿De qué lado estuviste?
—¿Cómo?
—Me parece que vas demasiado de prisa. Ya no hace calor aquí dentro.
—Ponte algo, si sientes frío. Con los nacionales, naturalmente.
—Yo lo pasé en Bilbao, pero no me acuerdo. Bueno, sí, me acuerdo de un día que me sacó mi padre y estaban las calles llenas de gente que cantaba. Había banderas.
La carretera general se alejaba de la costa; desvié el automóvil por una local, de trazado sinuoso entre olivos y naranjos. Angus se apoyaba en la ventanilla. Sus piernas cruzadas tenían una suavidad blanda.
—Estás guapa sin pintar.
—Debo de estar hecha un adefesio —a lo lejos apareció el pueblo sobre un cerro que se adentraba en el mar—. ¿Te encuentras menos jorobado esta tarde?
—Me encuentro perfectamente, Angus. Gracias.
—Supongo que tendrás preocupaciones, disgustos y cosas así. Ven a verme, cuando te pongas de mala uva. Tú y yo nos entendemos bien.
—Sí, Angus. Más que disgustos, son tonterías. Ya sabes cómo es la gente. Hace poco tuve una discusión con un amigo y llevamos unos días sin hablarnos. Es un estúpido, cargado de hijos y de prejuicios. No me importa nada, pero ha envenenado el ambiente.
—¿Por qué sois amigos?
—Oh, pues… Vive en la colonia, nos conocemos desde hace años, tenemos amistades comunes…
—¿El ambiente con tu mujer?
En el pueblo, unido a tierra por un estrecho istmo de arena, parte de las murallas que lo rodeaban llegaban hasta los acantilados de la orilla. El castillo se destacaba sobre las casas ocres y blancas; en la cala reverberaba la luz del sol poniente.
—¿Has estado aquí alguna vez, Angus?
—Sí —dejó de mirarme—. Una vez subí al castillo y me dio vértigo.
La carretera, por la parte baja del pueblo, doblaba paralela a la costa. Nos detuvimos en un kiosco de las afueras a comprar unas botellas. A la izquierda de la carretera había un campamento de roulottes, con tiendas de campaña de color naranja. Se perdía de vista la línea recta de la playa.
—Está infame este pavimento.
—Quedémonos por aquí.
—Muy bien —aparqué el coche en la cuneta—. Parece que no hay mucha gente.
—No hay nadie —Angus me besó antes de apearnos—. Y cuéntame las cosas enteras, cuando empieces a contármelas, ¿me oyes?
—Pero…
—Enteras. O no me cuentes nada. Anda, vamos al agua.
En la arena, muy fina, de la playa estaban medio enterrados dos nidos de ametralladoras, unas casamatas de cemento sin techo, de forma pentagonal, abiertas por la parte de tierra y con unas alargadas troneras al mar. Me detuve un rato allí, hasta que me llamó Angus.
Comencé a nadar rápidamente. A la derecha quedaba el castillo con el sol de la tarde en sus piedras. Angus, con el agua por la cintura, reía sola. Nos abrazamos y nadamos juntos. Dentro del agua, el cuerpo de Angus tenía una dureza resbalante. Cuando salimos, el sol estaba ya bajo. Corrí por la playa, mientras Angus traía del coche las toallas. Nos sentamos con las espaldas apoyadas en una de las casamatas. El mar lanzaba unos intermitentes golpes de agua sin espuma.
—Con mi mujer nos sucede algo especial…
—Oye, que no quiero saber nada. No hagas caso a lo que he dicho antes.
—Verás, Angus, creo que la mayor equivocación de mi vida ha sido mi matrimonio.
—Pues ya es bastante.
—Sí. Es decir, ella resultó distinta a lo que yo había creído. Hace ya muchos años de esto. Nunca me había sucedido engañarme tanto con una persona.
Angus estuvo mucho tiempo en silencio, acurrucada bajo mi brazo. De vez en cuando nos besábamos y sonreía. El atardecer quitaba nitidez a los perfiles del pueblo, los difuminaba como alejándolos; en el silencio yo también me sentía inmóvil, sosegado. No había ni asomos de brisa; unas nubes dispersas quedaban en la lejanía.
—¿En qué piensas? —dije.
—En nosotros. Si no hubiese sido por lo de Margot, no estaríamos ahora los dos aquí.
—¿Quién sabe?
—Tampoco yo te cuento todo —Angus se separó—. La vi dos días antes de que apareciese muerta.
—¿A Margot? —levantó la cabeza—. ¿Y hablaste con ella?
—Sí. Era domingo. Por la noche me fui a la boîte, donde nos conocimos nosotros —la arena caía en un lento chorro del puño de Angus—. Estaba yo bailando con uno cuando entraron ellos. Yo a la que vi fue a Margot. Ella me vio en seguida también y nos saludamos con un gesto.
—Pero ¿con quién iba?
—Con unos chicos y unas chicas. Eran dos parejas, el muchacho de Margot y ella.
—Un momento, Angus —dejó caer la arena de sus manos—, ¿le has contado todo esto a la policía?
—Sí. A ti no sé por qué no. No lo sé, Javier. Quizá porque…
—Bien, no te preocupe eso, Angus.
—… Pienso que no soy nada en tu vida. Que lo nuestro se tiene que terminar. Perdóname todas estas tonterías. Siento como si, de pronto, no supiese vivir, como si se me hubiera olvidado vivir. Me encuentro muy idiota. Tú me comprendes, ¿verdad?
—Te comprendo muy bien. O sea que iban seis. ¿Gente joven?
—Tres parejas, eso es. ¿Dónde he puesto los cigarrillos? Ah, gracias. Sí, jóvenes. De veinte a treinta años. Una de las dos chicas era más pequeña, tendría unos diecinueve. Se pusieron a bailar. Estaban ya bastante bebidos. Margot sobre todo. Yo noté que quería hablar conmigo y nos hacíamos señas. Por otra parte, no me podía quitar de encima a aquel tipo. Otras veces me daba la impresión de que Margot se había olvidado de mí. Se lo estaba pasando en grande, haciendo el loco, besándose con su muchacho. Estaban de juerga, vamos. Total que, por fin, fuimos las dos al tocador y allí nos saludamos. Me contó que los había conocido en Madrid y que estaban haciendo un viaje por toda la costa.
—¿Te dijo quiénes eran ellos?
—No; me dijo que tenían mucho dinero, que todo era maravilloso. Ya ves, qué cosas. Iban a pasar a Francia. A ella la buscaron en Madrid para pareja del que iba sin chica, ¿comprendes? Las otras dos no eran zorras, eran unas señoritas, pero Margot decía que habían congeniado todos muy bien. Que ellas le preguntaban cosas del oficio, que ellos eran muy espléndidos. Me confesó que, a veces, hasta lo pasaba bien con su chico. Bueno, la verdad es que casi hablé yo más que ella. No había llegado mi querido, ni había avisado, ni nada, y yo estaba cabreada. Le estaba explicando que me encontraba muy cabreada, que me daba envidia. Ella no me dijo más que eso, lo bien que se lo estaba pasando.
—¿Ellos eran españoles?
—Sí.
—¿Dónde vivían?
—No lo sé.
—Quiero decir, aquella noche.
—Iban en un par de coches. Supongo que en cualquier sitio. No debían de quedarse mucho tiempo en el mismo lugar. Yo venga a hablar de mí y sin enterarme de nada. Pero ¿cómo me podía figurar? Luego pensé que habría también un poco de fantasía en lo que me había contado. ¡Qué mierda de vida, Dios! —los ojos húmedos de Angus brillaban en la penumbra—. Yo pensando que Margot era una farolera y ella muriéndose. Me llegó a proponer que fuese con ellos. Me lo propuso con la boca chica, más que nada porque me vio decaída. Y yo pienso, si llego a irme, ¿qué me…?
—No pienses esas cosas —le interrumpí.
—Cuando estábamos en el lavabo, entró una de las chicas de su pandilla. Ellas dos se quedaron riendo.
—¿No te enteraste de nada más?
—Estaban borrachos, Margot que se caía y yo cogiéndomela también. Una mierda. Ni siquiera me fijé en las matrículas de los coches, al salir. Sé que había muchos coches fuera, pero ni miré una sola matrícula.
—¿Te preguntó eso la policía?
—Eso y cuarenta mil cosas más. Pero sólo sé lo que te he contado a ti ahora. ¡Maldita imbécil, qué borracha que estaba!
Aún no era noche cerrada, pero había ya algunas estrellas en el cielo azul pálido. Angus tardó en responder a mis besos. Tendida sobre la arena, le desnudé los pechos. Paulatinamente se endurecían sus rasgos; de pronto, rió.
—Pero aquí no, Javier.
—Mira, parece que las han hecho para nosotros.
Rodeé la casamata, seguido de Angus, que se sostenía el bañador con ambas manos. Caímos rodando en la arena finísima, que llenaba el interior hasta cerca de las troneras.
—Javier, amor mío, qué idea tan buena. Es divertidísimo esto. Oye —una de mis manos subió por sus piernas hasta el esparadrapo— ¿y desde aquí disparaban a los barcos?
Habrían metido allí tres viejas Hockins. En las noches de luna, los tipos fumarían con los cigarrillos en los cuencos de las manos, charlarían de mujeres. Los dientes de Angus me mordisqueaban un antebrazo. A Andrés, que aún no conocía a Elena, yo le empujaba a los prostíbulos, como si fuese imprescindible, por si moría al día siguiente, que no se largase virgen.
Por la raya de la tronera, el mar, tenuemente iluminado, parecía quieto.
—Javier, he esperado todo el día esto, pero no me imaginaba que fuese tan bueno. Anda tú, burro.
Elena estaba en el colegio, mientras nosotros dos danzábamos de un lado para otro; en casa, rezaban más y se ganaba el dinero como nunca. Los de las Hockins dispararían por las noches, como locos. El comandante de regulares salía a ver cómo les machacábamos la Telefónica y gritaba. En Salamanca no tenían idea de los piojos. Los veían en los carteles de la propaganda sanitaria, pero debían de creer que el piojo verde era como un mosquito. Andrés cogió ladillas en la segunda o tercera ocasión y compramos juntos unos frascos de «aceite inglés». Se untaba «aceite inglés» hasta en los dientes. Elena estaba en el colegio en aquella época.
Nos quedamos exhaustos, apenas abrazados, a la escucha de las pequeñas olas en la arena.
—Te voy a querer y me vas a hacer daño.
—Pero, Angus.
—Sí, sé que te voy a querer toda mi vida.
Yo no deseaba más que permanecer allí, con los ojos entrecerrados, en la arena caliente, mientras Angus me besaba sin fuerzas.
—Me voy a bañar.
Vi por la tronera cómo entraba en el mar. Luego volvió desnuda y chorreando agua.
—Me visto en un momento. Deja, no te muevas. Yo traeré tu ropa.
Los pantalones de Angus blanquearon junto al coche, al otro lado de la carretera.
—Tengo toda la pereza del mundo metida dentro.
—¿Sabes qué hora es?
—No, no lo sé.
—Pues son las once.
—¿Tienes hambre?
—No. ¿Y tú?
—Tampoco.
—No bebas la cerveza, que está muy caliente.
—Tomaremos algo frío en el camino —encendí los faros—. Será mejor volver por donde hemos venido. Esta carretera está imposible.
—Pobre mío, ahora tienes que conducir. ¿Te he hecho feliz?
—Mucho, Angus.
Sobre las bombillas del pueblo quedaba en sombras el castillo. Angus dejó de cantar cuando llegamos a la carretera general; apoyada en mí, cerró los ojos. Me sentí la sal, la arena y la fatiga en el paladar. Olían los campos a azahar. En la penumbra se destacaban las franjas de la camisa de Angus.
Al llegar, la desperté.
—Pero ¿por qué me has dejado dormir? Yo que quería decirte tantas cosas… Entra y bebe algo.
—Si entro, no me voy.
—Mejor. Entra.
—Tengo que irme.
—¿Vendrás mañana?
—No sé si podré.
—Haz todo lo posible. Aunque sea un ratito.
—Haré todo lo posible. Si a las cuatro no he venido, es que…
—Yo te espero todo el día.
—No olvides tus cosas.
—No te preocupes, que no dejo huellas —Angus cerró lentamente la puerta del jardín—. Hasta mañana, novio.
Temí quedarme dormido, cerca ya de la colonia. Las paralelas tenaces de los faros me hipnotizaban. Por allí, en la costa rocosa, había largas manchas de espuma.
Estaba iluminado el campanario de la capilla. Dejé el coche en la calle y vi a Rufi, que se separaba del grupo de muchachas que rodeaban a Rafael.
—Buenas noches a todos —contesté—. ¿Qué hay, Rufi?
—Buenas noches, señor.
—¿Están acostados ya los niños?
—Sí. La señora está en casa de la señorita Asunción. Hace poco telefoneó la señorita Ernestina.
—¿Qué quería?
—Nada, saber si había vuelto usted. Están reunidos los señores en casa de la señorita Asunción.
—Bien, Rufi —bajé el conmutador de la luz del vestíbulo—. Súbame un vaso de leche, por favor.
Al salir de la ducha oí a Rufi golpear con los nudillos la puerta del dormitorio.
—Un momento —me vestí el pijama—. Adelante.
—La he subido fría y sin azúcar.
—Gracias.
—Señor, esta tarde estuvieron los policías en la aldea. Han detenido a cuatro muchachos.
Dejé de beber. Rufi, en la puerta, había cruzado los brazos.
—¿En la aldea?
—Sí, señor. A cuatro chicos jóvenes. Dicen que son pescadores.
Encendí un cigarrillo.
—Mañana haga el favor de llamarme temprano.
—¿A las diez?
—Sí, a las diez. ¿No ha habido ninguna otra novedad?
—No, señor. Los niños han estado todo el día en la playa.
—Hasta mañana, Rufi.
—Hasta mañana, señor. Que descanse.
Sentado a los pies de la cama, dejé la mano sobre el teléfono, mientras trataba de decidir y notaba en la saliva un pequeño sabor a la boca de Angus. Apagué la luz. Después, busqué el cenicero. Por el ventanal abierto, entre las cortinas a medio correr, vi la claridad de las farolas en las hojas de los árboles. Más tarde sentí algo extraño y pensé que Dora se estaba acostando.