Luisa, en el centro del círculo de hamacas y sillas de lona, clavaba la barbilla en el pecho, atenta a sus manos, que manipulaban en el mechero.
—¿Has estado hasta ahora durmiendo la siesta? —preguntó Claudette.
Apoyé las manos en los tubos niquelados de una de las sillas y encontré la mirada de Luisa, que acababa de levantar la cabeza.
—¿Qué hay, dormilón?
—Me levanté hace tres horas. En traje de baño estás mejor, Luisa.
—Y desde las cinco, ¿qué has hecho? Siéntate aquí, a mi lado —Claudette golpeó en la lona, al tiempo que cerraba su libro—. Tenemos un tiempo de maravilla.
—Di unas vueltas por la casa, ordené unos papeles… ¿Qué lees? —toqué las piernas de Claudette al coger el libro—. Ya veo que te has bañado, Luisa.
—Es un encanto vuestro Mediterráneo. Llevo todo el día aquí —Luisa se puso en pie sin apoyar las manos en la arena—. Y me voy a dar el último baño por hoy. ¿Venís vosotros?
—Yo ahora iré.
Me estiré en la tumbona, con las manos en los bolsillos del pantalón.
—Sí, evidentemente hace buen tiempo —cerré los ojos—. Ayer el parte meteorológico pronosticaba buen tiempo para toda esta semana. Por el anticiclón de las Azores.
—Muy interesante. Y, sobre todo, muy tranquilizador.
Abrí los ojos y vi a Asunción que cambiaba la ropa a una de las niñas, bajo el toldo, a unos diez menos de nosotros. Claudette continuaba riendo, cuando volví la cabeza hacia ella.
—No te entiendo.
—Ya lo veo. Quiero decir que, tal como andan las cosas en la colonia, resulta tranquilizador que alguien hable del tiempo.
—¿Cómo andan las cosas en la colonia?
—Lo sabes tan bien como yo —cruzó las piernas—. Dora no te habla a ti, Marta no habla a Amadeo, Joaquín huye de su madre desde la mañana, Emilio grita a todo el que se le acerca y Santiago parece que se haya quedado mudo. La pacífica felicidad se llama a eso. Únicamente estáis tratables Ernestina, Luisa y tú, que, por lo menos, aprovechas los escasos ratos en que se te ve para hablar de un anticiclón.
—Y tú.
—¿Cómo?
—Que tú también —cambié de postura— estás tratable. ¿Qué le sucede a Santiago?
—Que se aburre. Que ayer se pasó la clásica tarde espantosa de domingo.
—Que te necesita.
—Estás muy penetrante.
—¿Por qué?
—Hay cierto tipo de expresiones que nunca te había oído emplear. Es emocionante eso de que Santiago me necesita. Casi creo que tú necesitas a alguien.
—Os necesito a todos vosotros. Hace poco pensaba que no me explico cómo no has arrancado a Santiago de este país. Cómo tú, que has vivido la mayor parte de tu vida en Francia, puedes resistir aquí.
—Oh, oh, pero ¿qué es ello, Javier? Siempre has defendido la vida española como la mejor. Explícame qué te ocurre.
Levanté las manos en un gesto ambiguo.
—Posiblemente, que estoy fatigado.
Claudette se descalzó, lanzando las sandalias al aire. En la orilla, las niñas sujetaban a Enrique y trataban de enterrarle. Desde el toldo, José gritó que le esperasen. Unos metros más allá, Elena nadaba de espaldas, con una especie de voluptuosidad en el arco que trazaban sus brazos. El sol, bajo, llenaba la superficie del agua de reflejos de distintas tonalidades. Volví a dejarme hundir en la hamaca. Claudette, que había acabado de colocarse un gorro de goma amarilla, parecía, con los cabellos ocultos, un muchacho.
—Es cierto que me resulta inexplicable que puedas aguantar este ambiente. Con los años, me estoy haciendo un revolucionario.
—Con los años, nos estamos volviendo todos neurasténicos.
Claudette corrió hacia la línea de espuma; cuando el agua le llegó a las rodillas, se zambulló de cabeza. Los niños, sentados en un sosegado corro, permanecían silenciosos. Me cambié de asiento, cara al mar.
—¡Hola, Javier!
—¡Hola, Asunción! ¿No te bañas?
Asunción, sosteniéndose en los codos, separó la cabeza y el pecho de la arena.
—Quiero aprovechar el último sol. ¿Y Dora?
—Por casa quedó.
Claudette se alejaba a un ritmo uniforme. A través de las pestañas observé a Elena mientras salía del agua, se detenía unos instantes con los niños, se aproximaba, la cabeza baja y balanceando el cuerpo, en línea recta hacia mí, brillante su piel bronceada de gotas.
—¿Qué hay?
—¿Quieres encenderme un cigarrillo?
Extendió una toalla de color sobre la hamaca de mi izquierda. El humo de la primera bocanada le ocultó la frente.
—Te has dado un buen baño.
—No te había visto hasta ahora.
—Bajé sólo hace unos minutos.
Con las piernas extendidas, montó un talón en el empeine del otro pie.
—¿Encontraste a Joaquín?
—No.
Los casi horizontales rayos del sol me dañaban el entrecejo. Elena fumaba, inquieta la mirada en una y otra dirección. Se formaron unos tensos músculos en sus muslos carnosos.
—¿Qué hiciste ayer por la tarde?
—Dormir y pasear. Me di una buena caminata. Cuando regresasteis del pueblo, estaba ya acostado. Esta mañana fui con Amadeo a llevar la barca a la aldea.
—Esta mañana estuve en la playa desde las doce.
—Ahora mismo, viéndote salir del mar, se me ha ocurrido que tengo la vida pendiente de ti esta temporada.
—No lo parece —sonrió.
Doblé la cintura, alargué el brazo y le acaricié la curva del mentón. La mirada y la sonrisa de Elena se quedaron quietas sobre mí.
—¿Estás ya tranquilo?
Permanecimos aún unos segundos con las miradas unidas, pero sin sonreír. Retiré la mano. Asunción leía un periódico.
—No, no lo estoy.
En sus labios sin maquillaje, la luz del crepúsculo marcaba unas grietas. Rectifiqué la pernera del pantalón y volví a sentarme, con los antebrazos apoyados en las rodillas.
—¿Qué me miras?
—Me gustaría besarte y besarte, sin tiempo. Tenerte bien apretada. Y olvidarme de todo.
—¿De todo? —encogió las piernas—. ¿Por qué te portaste tan horriblemente ayer, por teléfono?
—No sé —mentí.
—¿Por qué no quisiste acompañarnos a misa?
—Tampoco lo sé.
—No sabes nada.
—No, no sé nada. Llevo muchas horas, muchos días, solo. Y cada vez sé menos lo que sucede.
—Lo que te sucede, querrás decir. Porque no sucede nada, Javier. Todo sigue igual.
—Quizá.
—Ayer te portaste horriblemente, y anteanoche, peor.
—Dejemos eso, Elena. No quiero enzarzarme otra vez. ¿Cuándo podremos ir a la casilla?
Se inclinó para enterrar la punta del cigarrillo en la arena. Tenía ya normalizada la expresión, casi indiferente o desdeñosa.
—Espero que en esta semana. Mañana no, desde luego. Ni pasado. Ni el jueves, porque con los preparativos de la fiesta… —se calló, al ponerme yo en pie.
—Hasta luego.
Anduve dos o tres pasos, hasta que ella habló:
—¿Por qué todo esto, Javier?
—Voy a casa —balbucí—. He olvidado…
—¿Por qué? —en el silencio sonó la voz de Claudette e, inmediatamente, la de Asunción—. ¿Qué culpa tengo yo de que Dora te haga la vida más imposible que nunca?
Con las manos cruzadas y separadas las piernas, sonreía. De improviso, tuve conciencia de mi propio gesto. Di media vuelta y anduve rápidamente, levantando unas pequeñas nubes de polvo.
Sus voces y sus risas llegaban hasta el sendero deformadas por la distancia. De un momento a otro, la sombra cubriría el mar.
Andrés, Santiago, Amadeo y Emilio, que jugaban una partida de mus en el jardín de este último, no me vieron pasar calle adelante, en dirección a Joaquín.
—¿Qué haces por aquí?
—Estuve viendo a los albañiles en la piscina. ¿Cuándo la vais a llenar?
—¿Dónde has pasado todo el santo día?
—Por ahí. ¿Puedo ir contigo?
—Mira, vete inmediatamente a la playa y deja de intranquilizar a tu madre —Joaquín se apoyó en el tronco de un árbol—. ¿Me oyes?
—Sí.
—Pues anda a la playa.
—Entonces, ¿no puedo ir contigo?
—¿Para qué?
—Para ir.
—No.
Joaquín se quedó, metiendo piedras a puntapiés en el alcorque. Rafael, en cuclillas, desmontaba una de las ruedas de la furgoneta.
Leoncio bajó los escalones de la veranda.
—Está aquí Vicente.
—Dile que venga y charlaremos.
Me senté en uno de los sillones de mimbre. Rufi barría las losas de una esquina del chalet.
—Rufi, ¿quieres traer unas botellas de cerveza? Y la ginebra.
—Ahora mismo, señor.
Vicente, convoyado por Leoncio, se detuvo en el límite del paseo de grava.
—Buenas tardes —me levanté—. ¿Cómo está?
—Buenas tardes, don Javier. Usted perdone que le moleste.
—Venga a sentarse aquí.
Leoncio regresó a la casa. Antes de pisarla, Vicente miró la hierba; llegó casi de puntillas. De uno de los bolsillos de la chaqueta mil rayas sacó un paquete de tabaco americano, recién abierto. Acabábamos de encender los cigarrillos cuando Rufi dejó la bandeja sobre la mesa.
—¿Le gusta la cerveza?
—Sí, señor, mucho —Vicente, sentado en el borde del sillón, alargó la mano al vaso desbordante de espuma—. Muchas gracias.
—Yo le conocía a usted, pero no relacionaba el nombre.
—Claro —sonrió—. Es lo que pasa. En la aldea nos hemos visto varias veces. Me presentó Juan, ¿recuerda usted?
—Naturalmente —bebí un sorbo de ginebra.
Vicente cambió el cigarrillo de mano y bajó la cabeza, al tiempo que subía ligeramente el vaso, hasta humedecerse los labios.
—Está muy rica —dijo.
—Ya me había avisado Leoncio de su anterior visita.
—Sí, señor, ya le diría Leoncio. No es cosa de más prisa. Yo sé lo ocupado que está usted siempre. Es lo que digo muchas veces, que don Javier ni en las vacaciones deja de trabajar. Cuando la mujer me va a buscar a la tienda y me anima a que ya lo deje, es lo que yo le digo, que ni don Javier, que es un señor, deja de trabajar en las vacaciones.
—Usted tiene una tienda en la aldea, ¿no?
—Sí, señor. De ultramarinos, alpargatería, droguería y artículos de limpieza.
—Y ¿cómo van los negocios?
Vicente dejó de observar la superficie de la cerveza y movió los hombros.
—Malamente. El invierno ha sido muy perro, sí, señor. Y el verano no está siendo mejor. Más de la mitad de lo que vendo, lo fío.
—¿Usted es de aquí?
—Yo soy de Almería. Pero he vivido muchos años por La Rioja.
—Bien, Vicente, pues usted dirá.
—Tampoco quiero entretenerle, señor don Javier. Usted querrá ver a esos señores y yo…
—¿Qué señores?
Empujé el cenicero al borde de la mesa. Vicente movió el brazo izquierdo, con el cigarrillo vertical, como una antorcha, hasta dejar caer la larga ceniza. Después volvió a mojar los labios en la cerveza.
—A esos señores de la policía.
—¿Ha venido el inspector?
—Sí, señor, don Julio y otro más joven que no sé su nombre. Poco hace que andaban por aquí —Vicente movió la cabeza en dirección al boj de la entrada— y saludaron a su señora.
—Vendrán por lo de la chica muerta.
—Sí, señor, por eso vendrán.
—Pero yo no tengo por qué verles. ¿Por qué cree usted que yo…?
Vicente, con la punta del cigarrillo entre el índice y el pulgar, alcanzó el cenicero. La correa de cuero negro, varios centímetros más abajo del borde del pantalón, oprimió su vientre abultado.
—Por la aldea se comenta que usted está en el misterio del asunto, porque a usted le ha consultado la policía qué hay que hacer. Algunos de los más mozos tienen miedo de que les achaquen algo. Usted, señor don Javier, ya sabe que de los pobres siempre se sospecha. Y ellos que, además, son muy bárbaros, salvajes, para qué vamos a ocultarlo entre nosotros…
—Pero yo no sé nada —reí brevemente—. Y a mí la policía no me dice tampoco nada. No obstante, creo que no hay que temer ninguna detención si es que ninguno de ellos conocía a la muerta.
—No, señor, ninguno la conocía —Vicente se apresuró a añadir—: Vamos, eso es lo que dicen. Para mí, si usted me permite, se trata de un arreglo de cuentas. En esta tierra ya sabemos lo que son los extranjeros. Buenos para dejar pesetas y mejores para dejar líos. Usted, que la vio, señor don Javier, y que es un hombre de cultura —la luz fluorescente de la veranda parceló en sombras la mesa y el césped—, ya se habrá hecho su composición de lugar. ¿Qué voy a decirle yo? Bueno, pues ellos tienen miedo, porque más de uno y de dos han tenido que ver con las extranjeras. Usted comprende, señor don Javier, son jóvenes, ellas les incitan como perras en celo, les dan regalitos, les pagan sus cosas… Algunos rondan por el cámping… Hay noches que aquello parece un prostíbulo, y ellos de chulos. Con perdón.
—Bueno, Vicente, siempre han existido estas cosas, más o menos ocultas. Supongo que nadie de la aldea estará complicado. Si la policía me pregunta, así se lo diré.
—Muchas gracias. Ya sabía yo que usted defendería al pobre. Sí, señor, ya lo sabía.
—¿Alguna cosa más?
Vicente bebió un sorbo de cerveza, se separó momentáneamente del asiento y sacó un sobre de uno de los bolsillos de la chaqueta. Joaquín entró por el sendero central; cuando vio a Rufi, corrió hacia ella.
—Si usted tiene un ratito de tiempo libre…
—Sí, dígame —dejé de observar a Joaquín.
—La cosita es la siguiente. Usted sabe que tengo una tienda en la aldea. Puede preguntar a quien quiera y le dirán lo bien surtida que se encuentra. No es una tienda de pueblo, corriente y pobretona. Yo, mire usted, me he preocupado siempre de que el trabajo rindiese y, para que rinda, hay que trabajar bien. Es lo que digo, si no trabajo bien, prefiero no trabajar. Pues yo, por ejemplo —Rufi y Joaquín doblaron la esquina—, no traigo ya lejía en botella. No, señor. Traigo la lejía en tubos de plástico de ése, concentrada. Eso, para que usted vea que me preocupo de estar a la moda de lo que aparece en el mercado. Y un día me puse a pensar que en la colonia no hay tiendas. Sí, sí, ya sé que…
—En la colonia no puede haber tiendas.
—… que en la colonia no dejan ustedes que haya tiendas. Ya lo sé, señor don Javier. Y hacen bien. Ustedes tienen medios para vivir sin tiendas y sin cines y sin ayuntamientos y hacen pero que muy bien. Pero yo un día me puse a pensar y me di cuenta de que las cosas, con perdón, podían ser cambiadas, salvo su mejor parecer. Para que usted vea claramente —al retroceder unos centímetros en el sillón, apoyó el vaso en el vientre—, Rafael va todos los días al pueblo con la furgoneta y hace las compras. Si hubiese un almacén, por ejemplo en la caseta, un almacén abierto, se entiende, Rafael alguna que otra vez no tendría que hacer el viaje. Se iba al almacén, cogía lo preciso y asunto acabado. Ustedes se ahorraban el transporte y, encima, podían ganarse una comisión.
—¿Cómo?
—Yo no rebajaría los precios, pero sí puedo dar una comisión a ustedes, si es que ustedes me dejan tener un almacén en la caseta. En este papel se explica por escrito —Vicente colocó el sobre junto al cenicero y la botella de cerveza—. Si usted se molesta en leerlo, verá que yo…
—Vicente, comprendo su idea. Usted, que pretende ser el único proveedor de la colonia, ofrece sus condiciones. ¿No es eso?
—Eso es. En exclusiva.
—Yo no decido solo en los asuntos de la colonia, existe un Consejo de Administración. Es norma que no haya tiendas ni ninguna clase de establecimientos al público en la colonia. Yo no puedo prometerle más que una cosa. Se estudiará su proposición.
—Muchas gracias, don Javier.
—No soy el único que tiene que decidir.
—Pero —dejó el vaso en la mesa y entremezcló una especie de risa a sus palabras— usted es el principal.
—Uno más, Vicente. En cuanto se decida algo, se lo comunicaré.
Al ponerse Vicente en pie, sentí a mi espalda un movimiento que me hizo volver la cabeza. Joaquín y Leoncio bajaban los escalones de la veranda.
—Muchísimas gracias por todo, señor don Javier. Y saludos a su esposa. A seguir bien.
—De nada, hombre.
En el vaso de Vicente quedaban unos dedos de cerveza, un resto amarillo moteado de inmóviles burbujas. Joaquín, tumbado de costado, arrancaba briznas de hierba calmosamente. Leoncio cerró la puerta del jardín.
—¿Has bajado a la playa?
—Me aburre estar con ellas.
—¿Te aburre?
—Sólo saben hacer castillos o enterrarte vivo o jugar a piratas.
En el cielo blanquecino las estrellas comenzaban a ser visibles. Acabé el cigarrillo y el vaso de ginebra.
—¿Te vas? —dijo Joaquín.
—Tengo que trabajar.
Cogí el sobre de Vicente con la misma mano que llevaba la botella. Dora, que se había puesto un pantalón negro y una blusa granate, muy ajustada, hablaba con Rufi en el vestíbulo.
—Por favor, que no me molesten, Rufi.
—¿Cuándo quiere cenar el señor?
—Yo ya he cenado, Javier.
—Ah, bien.
Dejé el sobre de Vicente encima de la mesa del despacho, encendí la lámpara de la mesa y me acomodé en el diván. Las hojas de los árboles brillaban a la luz de la luna. Aspiré el aire, que olía a tierra. La ginebra me adormeció, cambió mis pensamientos, me dio un sueño extraño y tranquilizador.
—¡Javier! —gritó Andrés.
—Deja a Javier, hombre. Si está trabajando, déjalo.
—Pero le gustará pasear por la carretera.
Cuando continuaron por la calle me incorporé, reseca la boca, mal despierto aún, pero con una insólita lucidez como una llama fría en la frente. Joaquín, sentado en un sillón del hall, recortaba las fotos de una revista.
—¿No te acostarás nunca?
Dejó las tijeras junto al teléfono.
—Ahora.
—Son ya las doce.
—Voy a que Rufi me dé un vaso de leche. Los polis ya se han ido. Estuvieron en la playa y, después, se pusieron a hablar con el tío Amadeo. Pero de nada importante, ¿sabes?
—¿Te dedicas ahora a perseguir a la policía?
El aire quieto del jardín acabó de normalizarse. Súbitamente, aquella triste laxitud se me cambió por una necesidad de movimiento. Era tonto y absurdo esperar que los demás experimentasen mis estados de decaimiento o de nostalgia.
Caminé apresuradamente calle arriba. Las farolas hacían más verde el follaje de los árboles, de las plantas y el boj. Corrí durante un trecho. Luego les oí a ellos, que paseaban en la oscuridad de la carretera. También la voz de Elena.