Abrí los ojos y vi luz en el cuarto de baño. Los grifos debían de estar totalmente abiertos. Me volví sobre el otro costado, tratando de continuar el sueño. En la persiana del ventanal se estriaban los rayos del sol. Al rato, Dora rodeó mi cama, hacia el armario; se puso unos pantalones y una blusa amplia, de color naranja.
Me pesaban los párpados y tenía la piel húmeda de sudor. Retiré la sábana con un pie, abrazado a la almohada. Dora canturreaba en un murmullo. En el jardín alguien gritó, al tiempo que una motocicleta pasaba por la calle. Entreabrí los ojos. Dora, de pie, separaba dos hojas de la persiana. La moto se alejaba.
—Javier.
Acabó de descorrer las cortinas.
—Javier, Javier.
La mano de Dora movió mi hombro.
—¿Qué?
—Son las diez y media, Javier.
—¿Las diez y media ya? —me tendí sobre la espalda, los brazos atrás—. Buenos días.
—Don José María está enfermo.
—Vaya por Dios. Supongo que no tendrá nada grave.
—Avisaron por Rafael que estaba enfermo y que no podrá venir esta mañana.
—¿Qué tal día hace?
—Te advierto que a las doce hay que salir para el pueblo. Calor, mucho calor. Le diré a Rufi que te suba el desayuno.
—Y los periódicos.
Cuando Dora salió, me senté en la cama y encendí un cigarrillo. La habitación olía mal, a aire estancado. Regresé del cuarto de baño a la cama con un acceso de tos. Luego, recordé a Elena.
—Señor…
Rufi llamaba. El cigarrillo era sólo ceniza; aplasté la punta y me tapé con la sábana.
—Adelante.
—Buenos días. ¿Ha descansado bien el señor?
—Bien. Gracias, Rufi. Abra esa ventana, por favor. Y deje levantada la persiana. Tiene usted buen aspecto esta mañana.
—He dormido como un lirón.
La bandeja quedó sujeta entre mi estómago y las piernas, que había doblado. Rufi me entregó los periódicos, antes de abrir el ventanal.
—¿Se divirtió anoche?
—Sí, señor. Don José María está enfermo y no va venir.
—Ah, sí.
Rufi recogía las ropas de Dora, que había sobre los respaldos de las butacas, del sillón, por el suelo. Entró y salió varias veces del cuarto de baño. Cuando puso mis chinelas de cuero debajo de la cama, su frente rozó la sábana; dejé de leer. El pelo de Rufi tenía un brillo aceitoso. Al ponerse derecha, se encontraron nuestras miradas.
—¿Quiere algo? —sonrió.
—Gracias. Espero que no tenga hoy mucho trabajo.
Se volvió en el centro del vano del ventanal, con un fondo azul y verde del cielo y de las ramas de los árboles.
—¿Cómo?
—Quiero decir que hoy es domingo y debe de terminar pronto.
—Así lo intentaré, señor. Esta tarde voy a la aldea. Rafael nos lleva en la furgoneta. Las otras chicas quieren ir al cámping, pero Rafael y yo preferimos la aldea. Como Rafael es el que conduce —Rufi rió—, pues iremos por donde él quiera. Perdone, no le dejo leer.
—No se preocupe. Si espera un momento, puede bajarse la bandeja.
Bebí lentamente lo que quedaba de café. Rufi, con las manos cruzadas sobre el vientre, miraba por el ventanal, con una minúscula sonrisa.
—¿No quiere más?
—Nada más.
Me cansé pronto de los periódicos. Las manos detrás de la nuca y el reciente sabor del cigarrillo en el paladar, fui reconstruyendo despaciosamente el cuerpo de Angus. Me dejé resbalar hasta quedar tendido. La luz, filtrada por mis párpados, danzaba en una vertiginosa sucesión de manchas de colores. Después, entraron Enrique y Dorita a darme un beso. La casa, el jardín, la calle estaban llenos de pequeños ruidos, de voces, que parecían muy cercanos.
Desde la cama, llamé a casa de Elena.
—No, no soy Andrés. Pero ¿cómo crees posible que Andrés esté levantado a estas horas?
—Ah, Santiago.
—Andrés estará visible dentro de una hora. Acaba de entrar en la ducha. ¿Quieres que le diga algo?
—No, nada. Llamaba por llamar. Estoy aún en la cama. ¿Os acostasteis muy tarde anoche?
—No muy tarde. En el momento en que Elena dijo que no proporcionaba una gota más de whisky. ¿Recuerdas lo genial que estuvo Andrés? Bueno, pues luego se superó. Salimos a dar una vuelta y se paraba delante de cada chalet a hacer la historia de los dueños, en forma de sermón. Algo sensacional. Ah, antes que se me olvide. Escápate, porque don José María no viene esta mañana y las mujeres ya están organizando el viaje al pueblo. Amadeo se ha bajado a la playa. Dentro de media hora lanzamos la Marta al agua.
—De acuerdo. Oye, ¿está Elena por ahí?
—Con Ernestina y Luisa, que acaba de llegar.
—Nada entonces.
—Espera y la llamo.
—No, no, no. Dile simplemente que me telefonee ella, cuando pueda.
—Ya sabes, dentro de media hora en la playa. Y guarda el secreto.
—Hasta ahora.
Hojeé nuevamente los periódicos. Leí los sucesos y me levanté a buscar un bolígrafo para hacer el crucigrama. En el jardín, Leoncio examinaba un macizo de flores. José pasó corriendo por la calle sin escuchar a Dora, que le llamó desde la veranda. Más allá de los tejados, las terrazas, los árboles, contra el azul igual del cielo, la montaña estaba partida en dos por la sombra. Las copas de los pinos, inmóviles, parecían dar más luz a la mañana. Sentado en la cama, comencé a resolver las palabras cruzadas. De vez en vez me atascaba y me quedaba pensativo, como si tratase de recordar algo muy importante o estuviese a punto de descubrirlo.
Oí las voces de ellas, avanzando por el pasillo. Dora abrió la puerta y dejó paso a Ernestina y a Luisa.
—Vengo a visitarte, porque se pronostica que te quedas en la cama hasta la noche.
—Luisa, estás guapísima. Déjame que te vea —levanté una mano hacia ella, que me estrechó, al tiempo que se inclinaba y me besaba en las mejillas—. Sensacionalmente guapa. Hola, Ernestina.
—Tú sí que estás bien. El día que encuentre un maduro como tú, me ahorco.
—Os dejo con el vago este —dijo Dora—. Pero no entretenerle, que a las doce salimos.
—Son las once y cuarto, Dora. Sentaos —Dora cerró la puerta— donde podáis.
—Me encantan las alcobas matrimoniales —dijo Ernestina.
Luisa se sentó al borde de la cama, cruzó las piernas y se retocó el pelo.
—Estás más delgada.
—Eres un encanto.
—Representas cinco o seis años más, lo cual te viene bien, porque debes de tener muy pocos —las hombreras del vestido a cuadros caían flojas sobre sus huesudas clavículas—. ¿Cuántos años tienes, Luisa?
—Veintidós ya. ¿Y tú?
—El día que naciste estaba yo metido en una trinchera, con el barro hasta las orejas.
—Luisa nació en agosto y, por consiguiente, no podía haber barro en tus malditas trincheras esas, de las que siempre estáis hablando —Ernestina se volvió con uno de los cepillos de Dora en una mano—. No podía imaginar que hubiese aún mangos con tanta plata repujada.
—Luisa, ¿cuándo fue la última vez que nos vimos?
—La última vez que nos vimos fue en la boda del hijo de Joaquín Maroto, en mayo. Desde entonces no me he enamorado ni una sola vez —Luisa apretaba el mecanismo del bolígrafo y la punta entraba y salía con unos rítmicos chasquidos—. También he pasado una temporada infernal en Zarauz, aunque corta, gracias a la carta de Andrés invitándome a la fiesta del jueves.
—¿El próximo jueves es la fiesta?
—Sí, señor —Ernestina me pasó el cepillo por la cabeza—. Eso es lo que tú te preocupas por la fiesta. Te advierto, Luisa, que está…
—Me han dado muchos recuerdos para vosotros y que les…
—… inaguantable.
—… mandéis a los críos a Zarauz, porque si no, mueren. Tu madre está pochola como ella sola, sin reuma ni garambainas. Bueno, cuenta tú. Sigues enamorado de Dora, claro.
—Sigue —Ernestina se sentó a mi lado, con las piernas estiradas.
—¿Continúas ganando dinero?
—Últimamente no hay quien lo gane.
—Mi viejo afirma que se va a declarar en quiebra. ¿Por qué dice ésta que estás inaguantable?
—Porque lo está. No se preocupa de nada.
—No me preocupo de tu fiesta.
—O sea, follón de negocios —Luisa agarrotó una mano a uno de mis tobillos—. Yo me encargo de rejuvenecer el ambiente. Oye, creo que habéis tenido un crimen y todo esta temporada.
—Un crimen precioso. Como de película.
—No se sabe si ha sido un crimen. No se sabe nada. Pero, desde luego, de precioso tiene el asunto lo que yo de obispo.
Antes de que yo llegase a descolgar el teléfono, que había comenzado a sonar, lo hizo Ernestina.
—Diga.
—Quizá sea Elena.
—Estamos con él… Pues en la cama, hija… Que si quieres algo de Andrés.
—Nada. Ya le veré luego.
—Que dice que nada, que ya le verá… Sí… Nosotros a seguir el tour de visiteo… Hasta ahora.
Luisa se apoyaba en el alféizar del ventanal.
—Nos vamos para que te levantes.
—¿Quieres decirme, Ernestina, cómo resistes aquí, sin un soltero?
—¡Cosas! —Ernestina palmeó sobre el colchón al levantarse—. Tú, arriba.
Luisa avanzó unos pasos y se detuvo, con las manos en las caderas y las piernas separadas.
—Debe de ser que estamos hartas de hombres, ¿comprendes? Lo que te pasa a ti con los negocios.
—Me alegro de que hayas venido, Luisa. Y perdóname este recibimiento.
—Hasta luego, Javier.
—Adiós, bonito —Ernestina lanzó el cepillo sobre la cama de Dora.
Busqué el bolígrafo entre los pliegues de las sábanas, amontoné los periódicos en el suelo y encendí un cigarrillo, antes de marcar las cifras en el disco del teléfono. Casi inmediatamente Elena contestó.
—Soy yo. Acaban de marcharse Ernestina y Luisa. ¿Estás sola?
—Sí. ¿Qué querías?
—Charlar contigo.
—No creo que tengas muchas cosas de que charlar.
—Elena, ¿qué te ocurre?
—Nada —percibí su esfuerzo para cambiar el tono de la voz—. En resumen, ¿qué querías cuando me has llamado antes?
—Resulta fácil de adivinar, ¿no? Quiero verte y hablar contigo, ya que anoche…
—Es mejor que no me hables de lo de anoche.
—Fui yo quien no se lo pasó muy bien. Precisamente quiero verte, para hablar de lo de anoche.
—¿Qué de anoche?
Cambié el auricular de oreja, a la vez que hablé más bajo.
—Preveo que va a resultar difícil entenderse por teléfono. Dejémoslo para cuando estemos solos. ¿Qué harás antes de comer?
—Es posible que nos quedemos a comer en el pueblo.
—¿Nos escapamos después del almuerzo?
—Imposible.
—¿Por qué?
—Por Luisa.
—Pero ¿qué tiene que ver Luisa?
—Javier, Luisa ha llegado a casa esta mañana y Andrés supongo que…
—Mira…
—¡Déjame hablar!
—Está bien. Habla.
—Andrés querrá que salgamos por ahí, a alguna playa. Tú vente, de todas formas.
—No pensaba ir. Es más, no voy a ir al pueblo a pasar toda la tarde contemplándote como a una extraña, sin cinco minutos de independencia. ¡No, no voy a ir! No me da la gana de que suceda lo de anoche. Cuando quieras tú, me avisas.
—Anoche, escúchame de una vez, Javier, estuve resistiendo por ti, sólo por ti. Aunque me doblaba el sueño, me quedé, porque habíamos proyectado estar un rato a solas. Y fuiste tú quien te largaste de repente, como un rayo. No me digas ahora…
—¿Por qué me largué yo anoche? ¡¿Por qué?!
—Eso es lo que quisiera saber.
—Pues me largué porque no resistía más aquella conversación estúpida, que no me interesaba nada. Viéndote, encima, representar el hermoso papel de mujer de tu marido. ¿Lo entiendes ahora?
—¿Qué querías que hiciese?
—Por lo menos, haber sabido que estaba yo allí. Esperando.
—Estás bobo, Javier.
—No, bobo no. Harto.
—Hijo, no sé de qué puedes estarlo.
—De ti, de mí, de la vida que llevamos, encerrados como ratas. Esto es una ratonera al aire libre. Y tú, Elena, no haces nada para superar las dificultades.
—Basta, Javier. Ya está bien de tonterías. Eres injusto y lo sabes. Y si estás harto de mí, te buscas otra.
Dejé el cenicero sobre la mesilla de noche, al levantarme de cara a la puerta, esperando a que mis labios ordenasen las palabras. En el auricular, sobre el silencio, había un zumbido igual y constante.
—No quiero que digas esas cosas.
Elena se precipitó a contestar:
—Déjame en paz. Eres tú el culpable de que hable así. Yo estaba tan tranquila esta mañana…
—¿No decías que te disgustó lo de anoche?
—¡Sí, claro que me disgustó! Pero estaba tranquila, porque creía que te explicarías, porque no me podía esperar esta andanada de mal humor y de… Bueno, hasta luego.
—Espera.
—¿Qué?
—Yo no voy a ir al pueblo y…
—Ya lo has dicho antes.
—Por favor, Elena, no me gusta la gente cuando estoy contigo.
—Todo eso lo sé desde hace muchos años. Y más cosas, que creí que tú sabías también. Pero estás aburrido o nervioso o disgustado por lo que sea, y lo pagas conmigo. ¡Tampoco a mí me gusta pasar horas enteras de comedia! Pero ¿has olvidado que estoy casada?
—Si alguna vez, como anoche, tengo la suerte de estar a punto de olvidarlo, ya te encargas tú de recordármelo.
—Eres injusto, injusto y malintencionado.
—Tú sí que lo eres. Que piensas que pago contigo los disgustos que pueda tener por ahí.
—Claro que sí, Javier. Si no, ¿qué motivos puedes tener para esto?
Me quedé silencioso, con la garganta reseca, las rodillas contra el larguero de la cama, a la escucha del silencio y el zumbido. Transcurrió tiempo, hasta que Elena volvió a hablar.
—Anda, Javier… Hasta luego.
Inmediatamente que oí el chasquido del corte de comunicación, tiré el auricular sobre la cama. En el jardín, los niños gritaban. Recogí el auricular y lo dejé caer sobre la horquilla.
Acababa de enchufar la máquina de afeitar cuando sonó el timbre del teléfono. Al tirar del cordón, arrastré desde la repisa al suelo y al lavabo la jabonera, el vaso con el cepillo de dientes, unos rizadores de Dora, la talquera.
—Diga…
Rufi había cambiado la clavija en el momento de descolgar yo y, durante unos segundos, no oí nada.
—Diga, diga…
—Oye, Javier, soy Santiago, otra vez.
—¿Qué sucede?
—Venga, hombre, que te cazan. Yo ya me he escapado de Asunción, pero la pobre Claudette ha caído. Sé que Emilio me anda buscando.
—Bueno, ahora voy.
—Amadeo debe de estar a punto de poner el motor en marcha. Pero ¿es posible que sigas aún en la casa? Vaya mañana de domingo que te estás tirando, eh, amigo. Date prisa.
Por la piel, húmeda de sudor, la máquina no resbalaba; renuncié a afeitarme algunas zonas del cuello. Dora me llamó desde el jardín y salí de la ducha. Tardé en encontrar una toalla; al fin dejó de gritar mi nombre, cuando me asomé al ventanal.
—Javier, ¿sabes qué hora es?
El automóvil estaba cerca de la entrada. En la calle, Emilio y Asunción, rodeados de los niños, se dirigían hacia nuestra casa. Unos metros detrás de ellos, conversaban los Hofsen con Marta.
—Sí, ya voy.
Leoncio continuaba absorto en las flores. La moto de Ernestina, con Claudette en el asiento trasero, apareció, a golpes sincronizados de claxon. Entre los árboles se movía la mancha naranja del blusón de Dora hacia la calle.
Me puse una camisa y un pantalón. Rufi subía los escalones de dos en dos. Crucé el hall, oyendo la algarabía en el jardín.
—Javier.
Esperé en el umbral del vestíbulo a que Dora se acercase.
—Pero ¿no te has vestido? No llegaremos.
—No pienso ir al pueblo, Dora.
—¿Y te vas a quedar sin misa?
—No tengo ganas de misas.
Enrique y José trepaban a la veranda. Recorrí el pasillo, atravesé la cocina y salí a la parte de atrás del jardín.
—Buenos días, señor.
María arrollaba una manga de riego.
—Buenos días.
Intenté abrir la puerta de tela metálica hacia dentro, hasta que recordé que abría en sentido opuesto, y la empujé con el pie.
Pronto se me llenaron las sandalias del polvo del camino. Anduve de prisa, sin rumbo consciente. De pronto, Joaquín llegó hasta mí, ahogado por su propia respiración.
—¿De dónde sales?
—Estaba escondido en el jardín de tu casa.
—¿Es que te buscan para atarte a un árbol?
—No. ¿Puedo ir contigo?
Arranqué una vara seca de un matorral. Joaquín caminaba a mi lado, inspirando el aire a intervalos regulares.
—Me había escondido para no ir con ellas.
A la salida del bosquecillo de abetos apareció el mar, brillante de luz, solidificado en una inmensa mancha de color variable.
—Mira, la Marta. ¿Quieres que les gritemos? Seguro que nos esperan.
El petardeo del motor sonaba disminuido por la distancia. Angus se despertaría en la cama de un hotel. Hasta Rufi sabía en qué ocupar la tarde del domingo. La barca avanzaba fácilmente, sin cabeceos. Respiré hondo la delgadez del aire, su olor penetrante y caluroso.
—Van hacia Palma —dijo Joaquín.
—No.
Joaquín me miró, con aquella especie de asombro asustado y risueño que yo tan bien conocía.
—¿No?
Le pasé un brazo por los hombros.
—Palma está —levanté la mano— hacia allí.
—¿De verdad?
—Sí.
Joaquín desfrunció el entrecejo y sonrió sin reservas.
—Oye, ¿nos vamos al pinar?
—Vamos a bañarnos. Hace mucho calor.