Dejé caer la cerilla, que ardió unos segundos más en la arena. Las pequeñas olas encrespadas habían dejado de blanquear la orilla. El sabor del tabaco se me mezcló a la sal, que me agriaba el paladar y me dejaba sin saliva. Juan saltó de la barca y, antes de llegar a mí, Amadeo apagó las lámparas. Dejé de ver a los niños sobre cubierta y la inmóvil silueta de Asunción junto a la quilla. Las voces se hicieron más fuertes. Amadeo reía, sudoroso.
—Bueno, ya está.
—Sube con el chico a cenar. Y recuérdale a Rafael o a Leoncio que te den el dinero.
—Sí, don Javier —dijo Juan.
—Que os bajen en la furgoneta a la aldea.
—Sí, señor.
Con Juan a mi lado, caminé despacio hacia la Marta. Asunción trataba de llevarse a los niños. El chico esperaba, con las manos en los bolsillos de la chaqueta de hule.
—Mañana, después de la misa, os subís —dijo Amadeo.
—¿Los dos?
—Sí, lo mismo que entre cuatro la hemos varado, la podemos echar mañana.
—Enrique, José, inmediatamente a casa —Asunción rodeó la barca, con la repleta bolsa colgada de un brazo—. Tenéis que dar ejemplo a los pequeños.
Los niños corrieron hacia los árboles. El chico retrocedió unos pasos, para dejar espacio libre a Asunción.
—¿Quieres que te ayude a arrear a toda esa harka?
—Gracias, Amadeo. Ya me entiendo con ellos.
—Cógele a la señora el bulto —dijo Juan al chico—. Así es, don Amadeo, que mañana venimos.
—Gracias —dijo Asunción—. No tardéis vosotros. Andrés y Emilio deben estar deseando veros llegar para que les libréis de don Antonio.
—Puede que hayan vuelto ya del pueblo Santiago y las mujeres.
—Sí, Amadeo.
Detrás de Asunción, José y Martita arrastraban el cabo de halar. Juan y el chico, cargado con la bolsa, caminaban hacia el sendero. Asunción corrió tras los niños.
—¿Te vas a bañar?
Amadeo dejó el reloj de pulsera en la borda y asintió con la cabeza.
—¡Adiós! —gritaron desde los pinos.
A Juan y al chico ya no se les veía. Cuando Amadeo entró en el mar, me senté en la arena. La barca olía a brea. Amadeo caminaba, con el agua por la cintura, los brazos abiertos en cruz. La oscuridad cerraba el horizonte a una distancia muy corta. Levanté la cabeza en busca de la luna.
Los pantalones me apretaban en las rodillas. Estaba horadado el cielo de estrellas brillantes. Sobre mí, la Vía Láctea semejaba un largo jirón de gasa o una columna de humo blanco, diluido. Enterré el cigarrillo en la arena. A aquella hora, Angus acabaría de cenar en cualquier restaurante de la costa o iría en el automóvil de su tipo, en silencio, con la cabeza ladeada. Cerré los ojos y vi claramente el rostro de Angus, sus manos cruzadas sobre el vientre, los labios gruesos. Probablemente ya habrían regresado del pueblo. A unos metros de allí había aparecido el cuerpo desnudo de la chica, que se llamaba Margot, empapado de la lluvia que aquel día había caído intermitentemente. Asunción le comunicaría que Amadeo y yo estábamos en la playa. Dentro de un par de horas, Angus se tendería en la cama de un hotel y se dejaría hacer, excitada al final. Inmóvil luego, pensaría en mí, en su amiga muerta o en ella misma. Quizá Elena me aguardaba impaciente.
Al oír el chapoteo, abrí los ojos. El cielo me pareció más iluminado. Antes de verle, percibí la respiración de Amadeo.
—¿Qué, pensando?
—No hace calor —dije—. Se respira. ¿Qué tal tu baño?
—Magnífico —Amadeo, con las manos en las caderas, tenía perdida la mirada en los pinos—. ¿Nos vamos a cenar?
—Cuando quieras.
Colocó las manos en la borda, se alzó a pulso, apoyó el estómago y se dejó rodar a cubierta. La calva le brillaba.
—Tengo hambre —dijo—. El aire de la mar me pone un hambre de lobo.
—Yo lo que tengo es la boca llena de sal.
—Me comería un cabrito entero.
En la arena había huellas de pisadas, de los surcos de los varales sobre los que descansaba la barca, de las sogas. Amadeo se vestía, de pie junto al mástil.
—Me estaba acordando de la chica esa que encontraron muerta el otro día.
—Hace tiempo que no hablan los periódicos de ello —dijo Amadeo.
—No habrá nada nuevo sobre el asunto.
Acabé por abrocharme la sandalia, apoyado en la borda de la barca.
—¿Listo?
—¿Recuerdas si, cuando llegaste a la playa, el cuerpo de la chica estaba mojado?
—No, ya le dije al policía que no estaba mojado —Amadeo guardó el calzón de baño enrollado en el bolsillo trasero del pantalón.
—Para mí, que el cadáver no llegó por el agua.
—No quiero decir eso, entiende. Aquel día llovió y, lógicamente, la muchacha debió mojarse.
—Tampoco sabemos desde qué hora estaba allí.
—Sí, tampoco. Pero yo creo que fue por la mañana. Es decir, que estuvo muchas horas expuesta a la lluvia.
—¿Por qué por la mañana?
—Pienso que debió de ser fácil dejar a la chica al amanecer. Nadie pasó por la playa aquel día, hasta que los niños bajaron por la tarde a jugar.
—Emilio les ha prohibido las correrías. Siempre que quieran ir a algún sitio, les ha de acompañar una persona mayor. Los críos están contentísimos, porque así tienen diariamente la aventura de escaparse.
—Emilio es un cretino.
Amadeo rió. Caminábamos con las cabezas gachas, atentos a las desigualdades y las piedras del sendero. Al remontar la pendiente, nos detuvimos. Por la cima de la montaña salía la luna.
—Mañana va a hacer mucho calor —dijo Amadeo.
Unos metros más adelante comenzaron a verse las luces de la colonia. Desde el jardín de Emilio, nos llamó don Antonio. Mientras Amadeo se dirigía por el sendero hacia los dos bultos sentados en los sillones, yo permanecí con una mano sobre la puerta, en el límite de la luz del farol.
—¿Cómo ha ido esa travesía? —dijo Emilio.
—Sólo hemos costeado desde la aldea hasta aquí. ¿Se encuentra bien, don Antonio?
—Muy bien, Amadeo. ¿Qué, Javier, no entra un momento?
—Voy a ducharme —me precipité a contestar—. Hasta luego.
En el porche se encendió la luz.
—Adiós —dijo Amadeo.
La sombra de Asunción, inclinada sobre una mesa, llenó las paredes.
—Luego nos veremos.
—De acuerdo, don Antonio.
Emilio permanecía quieto en el sillón. Me puse a silbar antes de dar media vuelta. Las hojas de los árboles, a uno y otro lado de la calle, partían la luz en un encaje de sombras. Al doblar la esquina encontré a Andrés, que, montado en una bicicleta, charlaba con Asun y con José.
—Estuve hace un rato con don Antonio en casa de Emilio —cambió de pie en el suelo—. Hasta que subieron los chicos.
—Oye —continuó Asun—. ¿Mañana nos vais a dejar salir al mar con vosotros? Papá ha dicho que sí.
—Ya veremos.
—Las niñas —dijo José— son un estorbo para navegar.
Enrique les llamó desde el otro extremo de la calle.
—Vamos —dijo Asun.
—Sí, ahora voy con vosotros. Pues dormí hasta cerca de las siete —Andrés se buscó el mechero en los bolsillos de su camisola roja—. Me dediqué más de una hora al lujo hidráulico. Todo el cuarto de baño para mí. Porque resulta que después de la comida, Elena se había largado al pueblo. Y tu mujer también.
—¿No lo sabías?
—Probablemente, sí. Es una delicia disponer del cuarto de baño para uno solo. Yo necesito tiempo y mucho espacio, para mis resacas.
—Y no has bebido una gota esta tarde.
—Ni una gota —Andrés, con el otro pie en la calzada, sujetó la bicicleta con las piernas—. Hasta me ha divertido don Antonio. El otro día me enteré de un secreto. Doña Pura fue prestamista en sus años mozos. ¿No te parece genial?
—Me gustaría saber quién se ha inventado una historia semejante.
—Prestamista. Usurera, vamos. No se lo habías notado, ¿verdad? Elena dice que sí. Que siempre le había notado el aire usurero a la foca de doña Pura. Este verano reconozcamos que está deliciosa. Casi no huele. Tomaremos luego café juntos, ¿no?
—Sí, claro.
Andrés subió los pies a los pedales. Sentados en el bordillo de la acera, Dorita y Joaquín se entretenían con una revista que sujetaban entre los dos. Levantaron las cabezas un segundo, al oírme pasar.
—¿Qué hay? —dije.
Joaquín saludó con la mano libre. Andrés recorría la calle, haciendo eses con la bicicleta. En dirección contraria caminaba Rafael.
—¿Llevaste a Juan y al chico a la aldea?
—Sí, señor.
Al entrar en el jardín, pensé de nuevo que Santiago y las mujeres regresarían tarde y fatigados. Estaban encendidas todas las luces de la planta baja. Me detuve un momento en la veranda a terminar el cigarrillo. A mi espalda sonaban los conocidos ruidos de la casa.
Me duché y me cambié de ropa. Por el ventanal del dormitorio entraban los aromas del jardín. Por si Elena y yo conseguíamos más tarde dar un paseo por las afueras, cogí una cazadora de ante.
Apagué las luces del despacho y del living. En el pasillo me encontré con Leoncio.
—¿Pagaste a Juan?
—Sí.
—A ver si mañana, en un rato libre, te ocupas del sumidero de la piscina.
—Ya he avisado a los albañiles. Que vengan ellos.
Rufi trataba de hacer comer un sandwich a Dorita. María, que manipulaba en la cocina eléctrica, se volvió al entrar yo.
—Estos chicos están muertos de sueño y de cansancio y no quieren cenar.
—Di que no, papá —Enrique bebió un sorbo—. Yo he comido jamón.
—Dorita es una niña muy buena y va a terminar esto, ¿verdad? —le animó Rufi.
Dorita masticaba lentamente, apoyada en el fregadero, con una mano dentro, sobre el agua. A Rufi, que estaba en cuclillas, la falda negra le quedaba un par de dedos encima de las rodillas.
—Cuando el señor quiera, puede cenar.
—Gracias, María. Esperaré a la señora.
—La señora dijo que vendría ya cenada.
Di un corto paseo por los caminos traseros del jardín.
Dorita dormitaba en los brazos de Rufi; Enrique aún no había terminado su vaso de leche.
—A la cama —ordenó María—. Más vale que estéis en la cama, que no mordisqueando comida por aquí.
Enrique se puso en pie.
—Hasta mañana, hijo, que descanses —besé también a Dorita, que abrió los ojos—. Que sueñes con los ángeles, hija.
—Hasta mañana, si Dios quiere. Adiós, María.
Salí detrás de Rufi y los niños. Me senté a la mesa en el comedor, después de haber conectado la radio. Leían un largo discurso sobre la situación agrícola. Mientras, encendí un cigarrillo.
Rufi llegó con la sopera humeante.
—Luego tomaré sólo algo de carne.
—Sí, señor. ¿Quiere usted un bisté?
—Sin patatas, eh, Rufi.
Cuando acabé la sopa, terminé de fumar el cigarrillo. El locutor leía cifras, en un tono vibrante.
—Rufi, ¿quiere usted bajar esa radio?
Rufi descansó la bandeja sobre la mesita, para disminuir el volumen del receptor.
—¿Está bien el filete, señor?
—Sí, sí, gracias. ¿Sale usted esta noche?
—Cuando vuelva la señora, daré una vuelta con las amigas.
—¿Y Rafael? ¿Continúa Rafael con esa chica?
—Sí, señor —Rufi sonrió—. De vez en cuando regañan, pero siguen.
—Ella está en casa de la señorita Elena, ¿verdad?
Rufi clavó el vientre en el borde de la mesa.
—Sí, señor. Se llama Manolita.
—La conozco, claro. Y usted, Rufi, ¿no se aburre aquí?
—¿Aburrirme?
—Sí, quiero decir, sin novio.
—No, no, señor, no me aburro. Con las amigas lo paso divertido. De otra manera, pero hablamos mucho.
—¿De qué hablan ustedes? ¿De los novios, de Madrid?
—También, sí, señor. Estos días, de lo de esa pobre mujer. Dicen que era una extranjera.
—¿Dicen eso?
Rufi cambió el servicio y colocó el frutero de plata al alcance de mi mano.
—Por aquí vienen unos chicos que trabajan en el cámping. Ellos lo han dicho. ¿No va usted a cenar más?
—No, gracias. ¿Y qué más cuentan?
—Que se envenenó por cuestión de su matrimonio.
—Pero ¿es que ella estuvo en el cámping?
—No lo sé. Su marido vive en Inglaterra y no le hacía caso. Entonces ella se vino a España y él tenía que venir también. Pero no vino y le escribió una carta, diciéndole que se iba a divorciar. Entonces, ella se envenenó. Un chico del cámping, que es amigo de don Julio, el policía, dice que él se lo ha oído así. Pero lo que yo digo es que resulta raro que se quedase desnuda para matarse. Aunque vaya a usted a saber. Las extranjeras son muy chirulas.
—¿Usted cree que es verdad eso?
—Yo creo que la policía no sabe el intríngulis, porque si no ya lo habrían dicho en los periódicos. Siempre que descubren algo, lo dicen en seguida, a bombo y platillo. Y El Caso de esta semana no trae nada. Dicen que era guapísima, muy rubia. Usted la vio, ¿verdad, señor?
Me sequé los dedos en la servilleta.
—Sí, Rufi. Y efectivamente era muy guapa. Pero no era rubia.
—Ve usted, la gente siempre exagera. Ha cenado poco.
—Gracias, Rufi. No tengo más apetito. Y estaba como dormida. Tenía una boca muy bonita, cuadrada. No, no creo que se envenenase.
—Pobrecilla —Rufi, después de un largo silencio, parpadeó—. ¿Le sirvo el café ya?
—Sí.
Busqué la botella de coñac y, antes de sentarme, comprobé que el locutor continuaba leyendo el discurso. Me senté en un sillón a tomar el café. Al instante oímos abrirse la puerta del vestíbulo.
Dora, cargada de paquetes de los que Rufi se hizo cargo, vino a mi encuentro.
—Cansadísima. ¿Y tú? ¿Se han acostado los niños?
—Sí, hace un rato. Fuimos a la aldea por la barca de Amadeo. ¿Qué hay por el pueblo? Anda, toma un café.
—Tomaré café, pero de pie, si no te importa.
—¿Has cenado?
—Estuvimos en la cafetería, después del cine. Santiago se ha portado formidable. No ha dejado ni un solo momento de contar historias divertidas. Marta, Elena, Claudette, Ernestina y yo, sin parar de reír.
—¿Os gustó la película?
Desconecté la radio y cogí el platillo y la taza que me tendía Dora.
—Me voy a acostar. Sí, no estaba mal. Italiana. La verdad es que no la he comprendido muy bien. Cada vez hacen un cine más tonto y más enrevesado. ¿Vas a salir? Elena me encargó te dijese que estarían en su casa.
—Iré con ellos un rato —rocé los labios en una comisura de la boca de Dora—. Que duermas bien.
—Hasta mañana, si Dios quiere.
Me llevé la botella a la veranda, encendí una lámpara y me hundí en uno de los morris. Dora hablaba con María y con Rufi. Luego, María llamaba a Leoncio. Como sudaba, me quité la cazadora. Más allá de las penumbrosas copas de los árboles había un trozo de cielo muy negro, sin estrellas.
—Adiós otra vez —dijo Dora desde el ventanal del living.
—Hasta mañana.
La casa quedó en silencio. Acabé la copa. Cuando Rufi atravesó el jardín, llamé por teléfono a Rafael para encargarle que buscara al día siguiente los últimos números de El Caso. Después, telefoneé a Elena.
—Un momento, señor.
—Si está ocupada la señora, no la moleste.
—No, no. Dice que ahora mismo viene.
—Gracias.
Elena tardó en acudir.
—Perdóname, Javier. Este diablo de Joaquín tiene una noche inaguantable.
—Ya sé que lo habéis pasado bien por el pueblo.
—Sí —bajó el tono de la voz—. Me he acordado de ti.
—Haz lo posible para que tú y yo nos escapemos un rato, Elena —traté de lograr una pequeña risa irónica.
—Pero vienes ahora, ¿no?
—Sí.
—Amadeo, Andrés y Santiago están en la terraza. Mira, en este momento entra Claudette.
—Oye, resiste, por muy cansada que estés, hasta el final. No ocurre nada, pero he de estar contigo a solas.
—De acuerdo, Javier.
El aire olía a mar, a flores, a tierra. Por las calles iluminadas hacía sonar mis pasos, que se hicieron más rápidos al subir la pendiente.
No había nadie en el hall y volví a salir. Subí por la escalera exterior, desde cuya mitad el campo de tenis ofrecía una soledad espectral, blanqueado por la luz de la luna.
En una de las esquinas de la azotea estaba encendida una lámpara. Amadeo servía un whisky a Claudette.
—¿Y los demás?
—Están abajo, ayudando a Elena, porque las chicas han salido.
Me acerqué a la tumbona de Andrés, quien, con los ojos cerrados, sostenía un vaso con ambas manos sobre el estómago.
—¿Cenaste?
—No, ni cenaré nunca más.
—Sigue bebiendo y, dentro de una hora, tendré que cargar contigo para llevarte a la cama. ¿Está también Marta?
—Me da lo mismo que cargues o no conmigo. ¡Vaya un país éste! Encima de obligarte a cenar, no te dejan beber tranquilamente. ¡Viva la libertad!
—Marta se acostó —dijo Amadeo.
Me tendí en una de las tumbonas. Claudette retiró unos centímetros la lámpara y quedamos en penumbra. Después, me sirvió un whisky.
—¿Queréis algo más? —preguntó Claudette.
—Que le quites a Andrés la botella —dijo Amadeo.
—¡No!
—Yo respeto la libertad de los demás, Andrés —Claudette se inclinó sobre él—; te quiero mucho para quitarte la botella.
—Ahora que empiezo a encontrarme bien…
Santiago apareció en el rellano de la escalera, con dos tumbonas sostenidas sobre la cabeza. Amadeo se precipitó a ayudarle. Detrás subían Elena, con el tocadiscos, y Ernestina.
—Bueno, ya no me muevo más —dijo Amadeo, sentándose en un sillón de lona.
Ernestina, que estaba en pijama, preguntó:
—¿Por qué gritabas, Andrés?
—No gritaba. Defendía mis derechos.
Elena me sonrió, dándome una palmada en el cogote, al pasar junto a mí. Santiago instaló el tocadiscos y Ernestina se sentó junto a la tumbona de Andrés, en el suelo, con las piernas cruzadas.
—¿No te ibas a acostar? —dijo Claudette.
—Sí.
—Pero ¿por qué tan temprano?
Ernestina levantó la cabeza para contestarme.
—Mañana llega Luisa. Y me tengo que levantar a las siete.
—No te levantarás —dijo Elena.
—Ay, hija, sí pienso madrugar.
Apoyada en el pretil de la terraza, el largo perfil de Claudette era una línea neta que rompían los bultos de sus pechos bajo el suéter. De cuando en cuando se oía el choque del hielo contra el vidrio de los vasos. Con las piernas cruzadas, Elena movía el pie izquierdo en el aire al ritmo lento del blue. Amadeo suspiró.
—Se está bien aquí —dijo Ernestina.
—Lo que pasa es que nos encontramos fatigados.
Hacia el sur quedaban estáticos unos vellones de nubes, clarísimos. Bebí un largo trago de whisky y encendí un cigarrillo. Elena me miraba.
—¿Era buena la película? —dijo Amadeo.
—Muy entretenida —Elena dejó de mirarme—. Resulta bonito esto. Y conocido. ¿Qué es?
Ernestina giró la cabeza en dirección al tocadiscos.
—Cualquier estupidez sentimental de las que emocionan a…
—Calla, Santiago —Ernestina escuchó unos segundos, hasta que comenzó a sonar suavemente el clarinete sobre el piano—. Poor Butterfly.
Las manos me olían a tabaco. Dejé de apoyar la barbilla en los dedos y cogí el vaso, que había dejado sobre las losetas de la terraza. El pijama de Ernestina era una mancha blanca. Claudette se movió, medio sentada en el pretil.
—Te estás durmiendo —dijo Amadeo.
—No —Santiago se retrepó en el sillón.
—Javier, ¿qué fue de aquel tipo que tu padre tenía de contable? Un viejo sucio como doña Pura y servil como un perro. Cuando las cartillas de racionamiento del tabaco, le regalé la mía. Repugnante.
—Murió.
—¿Murió?
—Hace un par de años o tres.
—Coño, me alegro.
—¡Andrés!
—Elena, amor mío, me alegro de que se muriese, porque era un ejemplar de antiguo servidor de la casa. Con toda la mierda de la casa sobre sus hombros, cubiertos de caspa, y todos los enjuagues de la contabilidad sobre su conciencia. Me alegro.
—¿Por qué te has acordado de él ahora?
—Porque estaba viendo figuras humanas en las nubes. ¿No te acuerdas, Javier? —bruscamente, Andrés quedó sentado en el borde de la tumbona—. Era un tipo sarnoso que siempre descubría figuras humanas en los mapas, en las flores, en los veteados de la madera. Me alegro mucho de ser un inútil, como piensa Elena que soy. Esta noche me alegro mucho de no haberme pasado los últimos veinte años conviviendo con contables consejeros y demás bazofia. Podéis creerme.
—Andrés, si tienes ganas de soltar boutades, dilas, pero no me atribuyas pensamientos que no tengo —Elena se inclinó hacia adelante—. Nunca te he considerado un inútil porque no te gusten los negocios.
—Odio los llamados negocios.
—Eres un hombre muy bueno, Andrés —dijo Ernestina.
—Hija, eso es lo que soy. Desde pequeño, he sido buenísimo. Me dolía ir de putas cuando Javier me llevaba…
—Oye, tú, que yo…
—… y me dolía la ausencia de seriedad comercial. Este invierno voy a fundar una universidad de seriedad comercial. He sido tan bueno y me gusta tanto ser bueno que, a pesar de mis borracheras, todo el mundo me quiere. ¿No es cierto que me queréis?
—Te queremos mucho —dijo Amadeo.
—Y, sobre todo, las mujeres. Lo empecé a notar el día que terminamos con la guerra aquella. Al principio, de tanto soportar mi sensibilidad, pensé que era marica. Luego dije, ¡qué leñe!, si tengo sensibilidad, ¿para qué la voy a ocultar? Y le participé a mi madre, que en la paz de la gloria estará, que no pensaba mover un dedo para aumentar la fortuna de la familia. Mi madre hizo el número de la viuda con hijo único. Después, la pobre puso todas sus esperanzas en Elena. Pero Elena y yo nos queremos. Afortunadamente, existe Javier. Javier, eres el sostén de la familia. Sin ti, la familia vería decrecer anualmente sus rentas. Eres un sostén estupendo, que impides que tengamos las tetas caídas.
Ernestina se rió agudamente sobre la carcajada ronca de Amadeo.
—Es verdad todo lo que dices, Andrés.
—Elena, me encanta que me des la razón. Y que hayas comprendido lo importante que es la bondad para la vida corriente. Me encanta que quieras a Javier, que quieras a nuestro hijo, que quieras a mis amigos. No pretendo ponerme sentimental, Elena, pero hubo ocasiones, al principio de nuestro matrimonio, en que temí que no ibas a querer a nadie.
—Eres formidable, tú —dijo Claudette.
—Oye, marido, ¿por qué eso?
—Te veía tan guapa, tan bien hecha, con esa buena piel que Dios te ha dado, que parecías incapaz de cariño. Mi puñetera sensibilidad me lo hacía suponer constantemente. Hasta que un día resultó que tú también eras buena, Elena. Y ya no me importó que fueses guapa.
—¿Cuántos whiskys te has bebido?
—Ocho, Amadeo. A partir de la docena, os explico siempre mi vida. Se está muy bien aquí, con vosotros y la música esa y… todo. Pero pienso que está sucediendo algo alrededor nuestro, que no sabemos qué es. Vosotros parece que ni siquiera sepáis que sucede algo.
—¿Qué sucede? —dijo Santiago.
—Te digo que no lo sé —Andrés encendió un cigarrillo—. Suceden cosas. Que te diga Javier lo que sucede. El quizá lo sepa.
—¿Porque leo los periódicos?
—Tú no lees los periódicos; es don Antonio el único que sabe lo que dicen. Pero todos estamos de acuerdo en que los periódicos no dicen nunca lo que sucede.
Me aproximé al pretil, cerca de Claudette. Elena colocó una mano sobre la frente de Andrés.
—Por ejemplo —dije—, la chica esa. La policía sigue investigando, pero nosotros no sabemos nada.
—No te pongas fúnebre, Javier. Anda, Andrés, continúa —dijo Ernestina.
—Estás sudando. ¿Te subo unas toallas mojadas?
—No te molestes, Elena —Andrés se dejó resbalar, hasta apoyar la cabeza en la lona—. Me refresca más tu mano que todas las toallas del mundo. Creo que estoy tan contento porque el mundo me parece una mierda solemne y complicada. Y yo me las entiendo muy bien a la orilla de la mierda. Santiago, cuando te ocupa el cuarto de baño, ¿no odias a Claudette?
—Pretende asesinarme.
—No la odies, Santiago.
Amadeo se puso en pie, apretando las rodillas a Ernestina.
—Vamos a bailar, anda.
Elena, inclinada sobre Andrés, le besaba en los labios, al tiempo que acariciaba sus hombros.
—Creo que me voy a acostar —dije.
—Estás fatigado, ¿no?
Amadeo y Ernestina bailaban. Miré a Claudette, que me sonreía.
—Bueno, hasta mañana a todos.
—Javierón, no te vayas. Prometo no recordar más cuando me metías a empujones en las casas de putas.
—De verdad que estoy fatigado —Santiago dejó caer un trozo de hielo en su vaso vacío; Andrés y Elena seguían abrazados, ella sentada en sus piernas—. Que lo paséis bien.
Bajé rápidamente los escalones, hasta los primeros árboles. Arriba, las risas, las voces ininteligibles y mezcladas, la música, sonaban en oleadas discontinuas. Me apoyé en un tronco, con todas mis energías contra la corteza rugosa. De pronto, no pude más y comencé a correr.
Cuando llegué a la playa, me detuve junto a la barca de Amadeo. Las manos me temblaban. Paulatinamente, me fui incorporando a la soledad de la playa. Las olas llegaban, pequeñas y espumosas, desde la lejanía parcelada por la luz de la luna. Después de mucho tiempo, regresé. Lentamente, alejándome lo más posible del chalet de Andrés.