—Leles —gritó Elena—, deja de patear la arena, que nos vas a dejar ciegos.
La niña, con la pequeña tela a franjas blancas y azules rodeada a la cintura, me miró desconcertada.
—Tiene razón la tía Elena —al tenderme, le acaricié un pie.
Leles prosiguió su carrera hacia la orilla.
—Te vas a achicharrar.
—Y tú.
—¿Quieres aceite?
—Quiero que te tumbes a mi lado.
No había una sola nube en el azul, que dañaba la vista. Enterré el cigarrillo en la arena y crucé un antebrazo sobre los párpados. Elena rozó con la toalla mis piernas. En los ojos me saltaban finas películas de puntos coloreados.
—Ajajá. Se está bien aquí.
—Hum —retiré el brazo y volví la cabeza, sin abrir los ojos.
—Estoy deseando meterme en el agua. Claudette dice que está fresca.
—¿Sigue Claudette nadando?
—Sí.
La uña de Elena se movió sobre mi nariz, como si me quitase unos granos de arena. Inmediatamente sentí la caricia de sus dedos. Tenía una pequeña sonrisa muy cerca de mis ojos, en sus labios secos y entreabiertos.
—Anoche lo pasé mal, sin conseguirte un solo momento para mí.
—Javier, eres un cielo.
Incliné la cabeza, hasta el máximo de la longitud de mi cuello, y vi invertidos los pinos, quietos y verdes.
—Te encantaba mirarme y mirarme por entre todos, sabiendo lo mal que lo pasaba.
—Eres el cielo mayor que puede tener una mujer. Tan taciturno, porque no podíamos estar un momento a solas. Me haces tener diecisiete años.
—Bromea lo que quieras, pero te necesito.
—Tío Javier, tío Javier.
Me apoyé en los codos.
—¿Qué pasa?
—Enrique no nos deja su pala —dijo Asun.
—Enrique, deja también la pala a las niñas.
Enrique dio unos pasos hacia nosotros.
—Son unas manazas.
—Pero ellas…
—Y, además, que hubiesen traído las suyas.
—Ahora las van a bajar —dijo Dorita.
A lo lejos, la cabeza y los brazos de Claudette eran una mancha blanca.
—¿Dónde está Joaquín?
—Estoy aquí, mamá —Joaquín abría un hoyo a unos metros de nosotros—. ¿Vais a construir el castillo o no? Porque si no, yo no hago la reguera.
—¡Que sí! —Enrique se detuvo ante Joaquín—. Si no lo dirijo yo, no sale ni la reguera. Más ancha, oye.
Me tumbé otra vez, de costado. El estómago de Elena se levantaba rítmicamente. Observaba su piel, la línea de sus caderas, el pequeño hueco de su ombligo. Avancé una mano para acariciar su brazo. Cuando Elena giró la cabeza, me vi reflejado en los verdes cristales de sus gafas. Los niños reían ahora. Oí de nuevo el ruido del mar y aspiré una ráfaga de aire salino.
—¿Qué te sucede con Dora?
—Nada especial. Quiere que me disculpe con Emilio.
—Es tonta tu mujer.
—Haz todo lo posible porque nos veamos hoy.
—A la tarde vamos al pueblo.
—¿Quiénes?
—Marta, Santiago, Claudette, quizá Dora. Al cine. ¿Por qué no te unes?
—No, no. Me deprimiría. ¿A qué hora salís?
—Pronto. Queremos hacer unas compras antes.
—¿Y cuándo volveréis?
—¡Papá, la tía Claudette se ha ahogado!
Elena se sentó de un solo movimiento.
—¿Qué tonterías dices, Enrique?
—No es una tontería, tía Elena. Mira a ver si la ves. Deberíamos salir con la piragua a buscarla, porque seguro que se ha ahogado.
—Enrique…
—Sí, papá.
Elena, con las manos a la espalda, se ajustó el sostén de su dos piezas; estiró la toalla antes de tenderse.
—Tiene una imaginación siniestra tu hijo.
—Regresaréis a la hora de la cena, ¿no?
—Espero que sí, pero no lo sé. Si te quedas toda la tarde solo, te arrepentirás luego.
—Ya veré… Tengo que ir a la aldea a pagarle unas cosas a Juan. Me daré un paseo, leeré un rato. También debo ver el trabajo de Amadeo sobre el sanatorio.
—¿Qué tal eso?
—Dice que no conviene.
Encendí un cigarrillo. En la depilada axila de Elena se mantenían unas diminutas gotas de sudor.
—Creo que volveremos a cenar. Por lo menos, te prometo que haré todo lo posible. Andrés no vendrá.
—Andrés.
—¿Qué ocurre con Andrés?
—Nada, nada —reí quedamente—. Supongo que serán celos.
—Javier, por favor…
—Después de la cena, quizá podamos dar una vuelta por la carretera.
—Sí, hombre, haré lo posible y lo imposible.
—Te quiero, si lo haces.
Su mano permaneció unos instantes entre la arena y mi espalda.
—Y si no lo hago, también me quieres.
—También.
Me senté con las piernas cruzadas. Joaquín colaboraba en la edificación del castillo. Enrique buscaba algo en las primeras rocas, a nuestra derecha.
—No has visto mi nuevo conjunto de algodón estampado.
Palpé la tela, que asomaba por la bolsa de lona.
—¿Cómo es?
—Unos pantalones que no llegan al tobillo y un blusón recto.
—¡¿Un blusón recto?!
—Oh, no. No tengas esas ideas, Javier.
Al tumbarme, besé uno de sus hombros.
—Podrías ser madre diez veces en diez años y continuarías con tus caderas de muchacha.
—Más vale que no.
—Me das la impresión de una novia elegante. Como eran las novias elegantes que imaginaba yo en Salamanca, por el año treinta y siete.
—Tú sí que pareces un novio. Sólo te falta una erupción en la cara para ser un novio perfecto. Tienes celos, tienes silencios, me persigues… Sólo los granos. Te quiero mucho.
Rufi avanzaba incómodamente por la arena con sus zapatillas de paño.
—Buenos días, señores.
—Hola, Rufi —dijo Elena.
Los niños corrieron a cogerle la cesta de nilón, en la que traía las palas y los cubos. A Rufi le azuleaban unas venas en las corvas de las piernas, cada vez que le quedaban instantáneamente desnudas por el revoleo de su falda negra.
—¿Quieren algo los señores?
—Gracias.
—La señorita Marta, que ahora baja.
—Que no se preocupe, que los niños se portan bien.
—Hasta luego.
—Adiós, Rufi —busqué el paquete de cigarrillos por la arena—. ¿Quieres?
—No. ¿De verdad que no sucede nada especial con Dora? Lo digo, porque fumas demasiado y eso significa mala temporada.
—Nada especial. Incluso esta mañana se ha reído con un chiste que le conté a Karl.
—Entonces, ¿en qué consiste?
—¿El qué?
—Que fumes demasiado.
—Me encuentro raro. A fuerza de repetírmelo, he acabado por estarlo.
—Esta noche nos damos un paseo los dos. Y vete preparando a esa bruja de la casilla, por si logramos escaparnos una tarde.
—Mañana es domingo.
—Sí, mañana es domingo.
—Pienso —dije— como si me hubiese quedado resaca de todos estos días de lluvia. Me hace falta salir a pescar, jugar al mus, contestar la correspondencia, alborotar con los niños. Si no, terminaré enamorándome de ti.
—Cuidado con ello. ¿Sigues pensando en la chica muerta?
Levanté los brazos y moví las manos. El aire vibraba, cargado de una luz excesiva.
—Parece desorbitadamente bueno eso de la casilla. También podría inventarse una complicada historia para largarnos por la costa un par de días.
—Tú me dirás cómo.
—Por ejemplo, alegas que…
Los chillidos de los niños nos hicieron sentarnos. Claudette nadaba a ritmo igual y rápido, su gorro de goma abriendo el agua. Cuando estuvo cerca, los niños entraron en el mar. Claudette saltó y comenzó a correr, perseguida por ellos.
—Está de maravilla —dijo, al cruzar frente a nosotros.
Por el sendero bajaba Marta, con un pantalón malva y una blusa negra, sin mangas. Elena se quitó las gafas; guardó el frasco del aceite en una bolsa transparente antes de juntarse a la persecución de los niños. Cuando Marta llegó, estaban todos en un grupo, con las risas entrecortadas por los alientos alterados. Marta se sacó la blusa por la cabeza y se quitó los pantalones, después de descalzarse. Claudette cogió con los labios el cigarrillo que yo le había encendido. Debajo del gorro, Elena colocaba sus cabellos. Fui andando hasta que el agua me cubrió los tobillos.
La mañana tenía una inmensidad azul, verde, gris en las rocas, en la inacabable línea de la costa. Unas gaviotas planeaban mar adentro. Me sujeté la cintura del calzón y me pasé las manos por el rostro. Me picaban los hombros, quemados de sol. Al levantar la vista, vi a Joaquín, sentado en la arena mojada, con las manos barrosas a la altura del pecho y una concienzuda expresión.
—Hola —pareció despertar y sonrió—. ¿Qué me mirabas?
—Nada. Que tienes los brazos con tanto músculo como el Superman.