15

En el parapeto de la azotea de Amadeo, los últimos rayos de sol iluminaban las macetas. Mi reloj marcaba las nueve menos unos minutos. Desde la calle, oí reír a los niños. La puerta estaba abierta al vestíbulo vacío. Al entrar en el living, choqué una rodilla contra un sillón. Abrí las puertas correderas y les oí revolverse, momentáneamente sobresaltados.

—¿No os han dicho mil veces —accioné el conmutador— que no se debe ver la televisión a oscuras?

—Oh, tío Javier —dijo Leles—, nos has estropeado en lo mejor.

—Pues ya sabéis que…

Enrique se había levantado. Después de encender una lámpara de pie, apagó la luz indirecta del techo.

—Bien —continué—. Por lo menos, una bombilla, aunque sea pequeña. Si no, terminaréis ciegos por…

—Calla —dijo Martita.

Me senté en el diván y encendí un cigarrillo. Cuando el sheriff, desde su caballo, batió a disparos al cuatrero, los niños aplaudieron. Sentados en el suelo, con las piernas cruzadas y los cuellos estirados, me olvidaron. Me incliné, con los brazos apoyados en las piernas, hacia Joaquín.

—¿Cómo va tu tesoro?

—Bien.

—¿Habéis estado en la playa?

—Sí.

—¿Te has divertido?

—Chist.

—Papá —dijo Dorita.

—Con los mayores —dijo José— es muy difícil ver la televisión en paz.

—Si queréis que me vaya…

—No te vayas —dijo Asun—. Pero estate callado.

Era inminente la pelea en el saloon. Las imágenes se movían rayadas. Cerré los ojos. La música cesó y, en el silencio, se oyeron las respiraciones de los niños. La ceniza del cigarrillo cayó sobre el diván rojo de Marta. Pasé una mano precipitadamente por el cuero, poniéndome en pie.

—Dale fuerte.

—Duro, duro, duro.

—Fíjate, Asun, qué gancho tiene.

—¡Ahí, que le matas!

—¡Qué tío!

Cerré silenciosamente las puertas. En el jardín era noche cerrada. Me arrodillé, junto a una de las bocas de riego, en la grava del sendero. El agua, que salía fría, llegó a mojarme la camisa. Angus se hallaría ahora tumbada en su cama. O en la cocina, con el continuo tic-tac de la nevera.

Al fondo de la calle, una de las farolas estaba apagada. Se movió una corta brisa cuando entré en el jardín de Claudette. Santiago, que estaba sentado en la veranda, no me vio llegar hasta que empecé a subir los escalones.

—¡Hombre!, la vuelta del hijo pródigo —se levantó unos centímetros del sillón de mimbre—. ¿Qué te ha decidido a regresar al hogar?

—Hola.

—Anda, siéntate un rato. Las mujeres andan por las pistas de tenis y Claudette y Emilio fueron a ver a los Hofsen.

—¿Dora está también donde el tenis?

—Jugaron hasta hace un rato. Siéntate y no te preocupes por Dora, que no te ha recordado ni una sola vez. ¿Hasta qué parte de la región has llegado?

Me hundí en el sillón. Por el ventanal salía una tenue claridad, que dejaba en penumbra la esquina de la veranda.

—No corre el aire aquí tampoco, ¿eh?

—¿Qué quieres beber?

—Nada por ahora. ¿Cuándo han llegado los Hofsen?

—Esta mañana. Amadeo, Marta y yo estuvimos a verles a la hora del café. Dora comió aquí. En la playa sólo se puede parar después de las siete. Tu hijo Enrique se dobló una muñeca. Andrés sigue con la siesta, que empezó alrededor de las cuatro. Yo —Santiago reía—, como puede observarse, estaba deseando cogerte por mi cuenta para que me digas que existe el mundo fuera de aquí.

—Existe.

—Un mundo maravilloso en el que no está don Antonio.

Con los brazos cruzados, embutía las manos en las cortas mangas de su camisa verde.

—¿Os ha soltado el rollo?

—Sobre política internacional. Por cierto, que contigo está encantado. Dice que has comprendido perfectamente los sucesos de Cuba, de China, del Congo y del resto del mundo sublevado.

—Pero si sólo habló él. Ayer no tenía gasolina y me acerqué a pedirle. Menos mal que fue poco tiempo, pero no me dejó ni respirar durante su discurso.

—Bajó a la playa y hasta los niños querían meterse a diez millas para no oírle. Es el gran plomo mayor de la colonia.

—Y Emilio ¿sigue enfadado?

—También comieron aquí él y Asun —el cuero negro de las sandalias de Santiago brillaba—. Comida pedagógica, con discusión. De una parte, Dora y Emilio, de la otra, Claudette, Asunción y yo, callados, aprendiendo métodos educativos. Que a la pobre Asun no le hacen maldita la falta, claro está.

—Claudette es magnífica, de acuerdo con ella en todo.

—Afortunadamente, Emilio tuvo la rara delicadeza de no mencionarte en todo el almuerzo.

—Luego, sigue enfadado.

—Tirante. Andrés y yo nos pasamos la mañana con nuestros injertos. Daba gloria no oír a nadie, no ver a nadie y trabajar en algo tan inútil y tan bello. Este otoño pienso pedir al alcalde una plaza de jardinero en el parque de la Ciudadela.

—¿Y Elena?

—Me dijo que Andrés está con su siesta desde las cuatro. Hace un rato andaba jugando al tenis. Dora —la sonrisa de Santiago sonó burlona— espera que te disculpes con Emilio.

—Dora siempre espera que haga lo que menos me apetece.

—Ah, oye, escapa de Ernestina. Ha logrado que se tome en serio lo de la fiesta y te mete en la organización en cuanto te descuides. Ya te pedirá la cuota.

—Se me ha vuelto a olvidar pagarle a Juan.

—¿Cómo?

—Nada, perdona. Que le debo a Juan un dinero. Y me acuerdo así, de repente, cuando no hay remedio.

Santiago montó una pierna sobre el brazo del sillón.

—¿Quieres soltar, antes de que vengan las mujeres, la versión no oficial de tus correrías?

—Pero ¿qué crees que he hecho? ¿Imaginas que tengo una amante en Barcelona o en cualquier pueblo de la costa?

—O un nuevo negocio.

—De contrabando, indudablemente.

—De contrabando —rió Santiago.

—Oye, no. Mira, todo es muy sencillo. Me encontré anoche con Fermín. Tú no conoces a Fermín, me parece, más que de oídas. Ya sabes, ese ingeniero que está en lo de la electrificación. Nos pusimos a charlar después de la cena, a beber unas copas. Para diciembre vuelve a Madrid. Tiene proyectos, supongo que necesita dinero. Lo de siempre.

—Pero todo eso, ¿dónde?

—Ah, en el pueblo.

—¿Hacía también calor?

—Sí, mucho calor.

En la penumbra rojeó la punta del cigarrillo de Santiago. Más allá de la línea azulosa de los faroles, contra las formas indeterminadas de los árboles y de los tejados, brillaban unas estrellas. La noche tenía como un ruido de agua o de viento.

—Hace tiempo que no se sale al mar.

—Sí —dije.

—Por cierto que Elena…

Amadeo salió de la casa y comenzó a reír al verme.

—Pero es que no se puede faltar ni un solo día.

—Calla, que te conozco. Explica inmediatamente lo que has hecho desde ayer. Te advierto que Dora está que trina contigo.

—¿Quieres beber? —preguntó Santiago.

—Yo, no. Me he dado la mejor ducha de toda mi vida —Amadeo se sentó en uno de los sillones, lo aproximó al mío y me palmeó un muslo—. Venga, desembucha.

—Me encontré en el pueblo con Fermín.

—¿Con Fermín?

—Sí, con Fermín.

—¿Y qué hacía Fermín por el pueblo?

—Con algo de sus obras.

—¿Qué obras?

—La electrificación. Parece que la ducha no te ha despejado mucho. Me encontré con Fermín, cenamos juntos, nos tomamos unos whiskys, charlamos. Estaba tan cansado que me quedé en el hotel.

—¿Y esta mañana?

—Me levanté tarde. Raimundo fue a buscarme y estuve viendo aparejos en su tienda. Y el folleto de un fuera borda de dieciséis caballos.

—Tengo yo ganas —dijo Santiago— de salir al mar.

—Oye, ¿qué me ibas a decir de Elena cuando ha llegado éste?

—No sé, no recuerdo.

—Elena me dijo que Andrés estaba durmiendo. Andrés y éste se han pasado la mañana con…

—Sí, ya me ha dicho Santiago.

—… los injertos. Ernestina estuvo también en el pueblo. Se marchó después de comer, en la moto.

—¿A qué fue Ernestina al pueblo?

—Supongo que a cosas de su maldita fiesta. Huye de ella. Ya ha calculado que tocamos a cinco mil por barba.

—Que serán seis o siete mil —dijo Santiago.

—¿Trabajaste en lo del sanatorio?

—Hasta en la siesta. Marta dormía como un tronco y yo sentadito en mi cama, empapado en sudor, ganándome el pan. El mío, el tuyo y el de nuestros hijos —Amadeo se dejó caer contra el respaldo, con la nuca sobre sus manos cruzadas—. No es negocio.

—Si estorbo…

—Tú estate ahí —dije.

—No es negocio ahora. Hace un par de años, yo hubiese sido el primero en aconsejarlo. Pero ahora, no. O hasta dentro de unos meses, que se vea cómo cambian las cosas. Ya te pasaré mis cálculos.

—De acuerdo —me puse en pie—. Voy a saludar a las mujeres.

—¿Aún no has visto a Dora?

Santiago se levantó también, al tiempo que Amadeo descruzaba las manos y estiraba los brazos.

—En la pérgola se estará mejor.

—Si no hay mosquitos.

—Tengo necesidad del whisky ese que nos has ofrecido.

—No hay mosquitos, porque se pulveriza con DDT.

—Por la noche, con el calor, tiene que haber mosquitos.

—Comprobarás que lo discute todo —Santiago me cogió de un brazo al bajar los escalones de la veranda.

Amadeo nos seguía por el sendero junto a la fachada.

—Me gustaría encontrar al que dijo que el clima de este lugar era uniforme.

—Tú hiciste la ciudad. Los demás —Amadeo llegó junto a mí— nos dejamos engañar y te compramos los chalets.

—Es delicioso ver cómo negociáis en comandita, a base de explotar al prójimo.

—Santiago el prójimo.

Las bombillas, ocultas en los macizos de boj, iluminaban la pérgola débilmente. Alrededor de las mesas estaban sentadas Elena, Dora, Marta. Don Antonio le contaba algo a Ernestina, que reía convulsivamente. Elena llevaba un vestido azul con tirantes blancos.

—Mira por dónde aparecen —dijo Marta.

—Buenas noches a todos —saludé.

—Hombre —dijo Elena—, ¿dónde le habéis pescado?

—Nada —Santiago puso una mano sobre la espalda de Elena—. Se ha disculpado perfectamente.

—Hola —Dora me acercó la mejilla—. No pude llamarte anoche. A última hora era ya tarde y…

—No estaba preocupada —me interrumpió—. ¿Viste a los niños?

—Hace un rato estaban en tu casa —Marta, con un vaso en las manos, me sonreía— delante de la televisión.

—Esta tarde —dijo Amadeo— ha traído Rafael la película de Montserrat.

—¿Qué película?

—Buenas noches, don Antonio…

—Espero que haya ido bien ese viaje, Javier.

—Sí, mujer, la película que hicimos cuando la excursión a Montserrat…

—Ah, no caía. Oye, pero si debe ser una preciosidad.

—Javier, tengo que hablar contigo.

—Ya sé de qué.

—Amigo mío —don Antonio pasó entre el sillón metálico y la mesita de ruedas—, Ernestina le sacará a usted hasta los posos de su más crecida cuenta corriente.

—Ya que estáis sedientos, haré yo los honores de la casa en nombre de Claudette.

—Marta, eres un encanto —dijo Santiago—. Yo te ayudo.

Ernestina me apartó a una esquina de la pérgola. Le encendí el cigarrillo. Con un gesto, asentí a Marta, que había levantado una botella de whisky.

—Te crucé en la carretera. Bueno, mejor dicho, me adelantaste.

—¿Esta tarde?

—Venía yo en la Lambretta y tú me adelantaste. Te di gritos, te seguí a ochenta, pero debías de ir a cien. No he dicho nada aquí.

Cuando le pasé un brazo por los hombros, Ernestina se metió una mano en los cabellos.

—¿Por qué no has dicho nada?

—Ay, hijo, yo qué sé si querías que no se supiese de dónde venías.

—Ernestina, cariño, carezco de secretos.

—Sois todos una pandilla de carcamales. Y tú, un desagradecido. Bueno, la fiesta va a ser una maravilla. Santiago se encarga de la instalación de las luces.

Marta me entregó el vaso. Vi llegar a Asunción por el sendero que conducía a la calle.

—Hola, Javier. He logrado repartir a los niños. Ya estarán cenando.

—Eres un sol, Asun —dijo Marta.

—Asun —le besé en ambas mejillas—, estás guapa esta noche.

—¿Cuándo has vuelto?

—Hace un rato. Anoche me encontré a un amigo en el pueblo. A Fermín —miré a Dora, que se había levantado—. Y se me hizo tarde para todo.

—¿A Fermín? Nosotros hemos tenido un día espléndido de playa.

—Sí, eso me han dicho.

—Oye, ven aquí —me llamó Marta.

Levanté uno de los sillones metálicos, que coloqué entre los de Marta y Elena. A Elena le brillaban las piernas cruzadas, con la falda por encima de la rodilla.

—¿Qué quieres cotillear?

—Aprendí en el mismo Valencia —dijo Amadeo.

—Durante la guerra —dijo Santiago.

—No, no fue durante la guerra.

—Bueno, ¿qué queréis cotillear?

—Sólo pretendemos tenerte entre nosotras —Marta chocó su sillón contra el mío—. Y que nos chismorrees tú cosas.

—En la guerra yo no estuve en Valencia.

—Pero, Amadeo, ¿a qué viene negar que formaste parte del gobierno rojo? ¿Que eras un mandamás?

—Tú, tengo un armario lleno de medallas.

—Este Santiago —dijo don Antonio.

—¿Y Andrés?

—No me hables de Andrés, hijo —Elena se recostó en mi sillón—. Ha debido de tomarse un kilo de pastillas para dormir.

—No me gustan esas bromas —dijo Dora.

—Medallas de los rojos, te aseguro yo.

—¿Es que bebió anoche?

—Nada —dijo Marta.

—Pero lo que se dice nada. Que le ha dado por dormir. Hace un rato logré que se metiese en la ducha. No creo que tarde.

Los labios de Elena tenían un color cargado que los adelgazaba. Nos miramos unos segundos fijamente, como si deseásemos besarnos.

—Bueno, no discutáis —dijo Asunción—. El hecho es que Amadeo sabe hacer muy bien la paella.

—Que lo demuestre. Venga, haz esta noche una.

—Ernestina, no seas loca. Con este calor…

—No niegues, Javier, que estás en solitario.

—¿Cómo? Perdona.

—Que estás en solitario este verano. Que no quieres nada con nosotros.

—Pero, Marta…

—Espera, Santiago —Marta se levantó—. Hay que llamar a la doncella para que traiga más hielo.

Cuando Elena, después de haber encendido el cigarrillo, dejó la mano izquierda sobre la falda, se la cogí furtivamente.

—Estás loco.

—Me gusta tu vestido nuevo.

—Y tú estás loco.

—No me acordaba de tu cara —ella me retuvo la mano unos segundos—, era impresionante no recordar tu cara. Y, al verte, me he dado cuenta.

—¿De que estaba guapa?

—No sólo de eso.

—¿De que me quieres?

—Tampoco.

—Me doy por vencida. Explícame tu sensación rara.

—No puedo explicártela. Como si te necesitase.

Los otros reían ruidosamente. Amadeo me rozó al coger uno de los sillones. La doncella manipulaba en la mesita de ruedas. Volví a mirar a Elena, que mantenía su sonrisa.

—Entonces —yo le dije—, no apuesto, si no es con dos balas en el tambor.

—Amadeo —gritó Asunción—, no cuentes esas historias.

Elena entrecerró los ojos.

—Javier, este verano es bueno. Estoy contenta, porque me quieres más que nunca.

—Elena, ¿has pensado que alguna vez…?

—¿Puede saberse qué hacéis en la oscuridad? —Ernestina se sentó en la tierra, con las piernas cruzadas, la cabeza apoyada en una pata de mi sillón—. Amadeo va a hacernos una paella y, después, nos va a proyectar la película de Montserrat.

—Amadeo es una alhaja.

—¿Quién me da un pitillo?

Elena y yo le ofrecimos a Ernestina a la vez.

—¿Quieres un whisky?

Le servía a Elena, cuando anunció don Antonio que se marchaba.

—Sí, Asunción, sí. No conoce usted a Pura.

—Pero ¿por qué no viene ella?

—Oh, ella, ella…

—Ernestina.

—¿Qué?

—Vete a buscar a doña Pura.

Emilio y Claudette entraron en la pérgola, cogidos del brazo.

—De ninguna manera. No te molestes, hija. La verdad es que también quiero oír las noticias de la BBC.

—Las puede usted escuchar desde aquí —dijo Santiago.

—Buenas noches —saludó Emilio.

—Me encanta que estéis todos —dijo Claudette—. ¡Hasta Javier! Es estupendo.

—Amadeo nos va a hacer una paella.

—Que aprendió a guisar en las Brigadas Internacionales.

—Pobre Amadeo, con lo buena persona que es…

Elena se levantó y se dirigió hacia Asunción y Marta, pero antes se detuvo unos instantes con Emilio, en el centro de la pérgola. A Elena los zapatos de tiras le marcaban las venas de los pies.

—¿Qué hay, Claudette?

Amadeo y Santiago acompañaban a don Antonio por el sendero.

—Cansadísima. ¿Y tú?

—Bien. Estuve en el pueblo.

—Oye, Úrsula Hofsen me preguntó por ti. No dejes de ir a verles.

—Claro. ¿Y Karl?

—Más delgado, aunque parezca mentira. Berna no les prueba.

—Pero si a Claudette no le importa. ¡Claudette!

—Dime, Ernestina.

Ernestina apoyó las manos en los brazos del sillón de Claudette.

—¿A que no te importa que organicemos una paellada aquí, esta noche? Luego, Amadeo nos pone la película de la…

—¡Claro que no! Pero tendrás que sustituirme, porque estoy molida.

Claudette encendió un cigarrillo. Elena se sujetaba, los brazos echados hacia atrás, con las manos sobre una mesa; los pechos le ponían tenso el vestido. Por encima de las ramas, el cielo estaba limpio, oscuro. Angus, tendida en la cama, con la ventana abierta, no podría dormirse.

—¿Lo pasaste bien?

—Ah, sí, sí.

—¿Qué hay de nuevo por el pueblo? ¿No se dice nada de lo de la chica esa?

—Quizá sepan ya quién es.

Claudette continuaba con la mirada en un punto indeterminado de la grava.

—¿Por qué?

—No sé. Lo imagino. La policía trabaja de prisa.

—Me he dado una paliza absurda a nadar. ¿Me preparas —se retrepó en el sillón— un bitter?

—Naturalmente que sí.

Elena me observaba cuando levanté los ojos. Le entregué el vaso a Claudette; di unos pasos por el jardín, hacia la baja tapia de piedra, que formaba una línea irregular entre los árboles. En la casa se oía música.

—Yo le dije —dijo Marta—: Pero, hija, tú no tienes ni idea, pero lo que se dice ni idea.

—Se ha vestido toda su vida en una modista del Puente de Vallecas.

—Eres terrible, Elena —dijo Dora—. Javier, querrás cambiarte, ¿no?

—Sí, ahora volvemos, eh —anuncié.

—Que no se admiten deserciones —dijo Claudette.

—¿Y la partida de mus?

—Dentro de diez minutos estamos aquí. Dora quiere ver a los niños y yo he de cambiarme. Hasta ahora.

La doncella arrastraba una de las mesas a una zona más iluminada. Claudette, que acababa de levantarse, corrió hacia Santiago, que traía una ponchera. Dora se colgó de mi brazo hasta que salimos a la calle.

—¿Estás cansado?

—Sí.

—Hace mucho calor.

Los pantalones rojos de Dora contrastaban con sus sandalias de tiras doradas. Al doblar la esquina, vimos la luna, grande y amarilla, tras la montaña. En nuestro jardín, una luz blanca agitaba las sombras.

Dora se dirigió por el pasillo de la cocina. Antes de entrar en el dormitorio, entreabrí la puerta del cuarto de Dorita. Se encendió la luz de la escalera y oí la voz de Rufi.

Me estuve quieto bajo el agua fría de la ducha. Quizá Angus se hubiese dormido ya. Sentí a Dora moverse por la habitación.

—Me alegro de que venga Luisa. Por Ernestina. La pobre se tiene que aburrir aquí, sin nadie de su edad, sin un muchacho.

Dora, en bragas y sostén, se calzaba los zapatos, sentada frente a su coqueta. Me detuve en la puerta del cuarto de baño.

—¿Tú crees que Ernestina se aburre?

—Luisa y ella se llevan muy bien. Podrán ir algún día a bailar. El verano pasado —Dora de espaldas a mí buscaba un vestido en el armario— venían a verlas unos chicos. ¿Te acuerdas?

—Sí.

Acabé de meter en los bolsillos del pantalón las cerillas, el paquete de tabaco y un pañuelo.

—Ah, oye, no me esperes. Tengo muchas cosas que hacer aún. Amadeo quería que jugaseis una partida antes de la cena. Y yo voy a dictarle una lista a Rufi de lo que mañana ha de traer Rafael. ¿Quieres tú algo?

—No, gracias.

Inclinada ante el espejo, se pintaba los labios.

—Bueno, pues hasta ahora.

En la calle tuve la certidumbre de que Elena había tratado de decirme algo con su última mirada. Apreté el paso. Silbaba en sordina al llegar al jardín. La luna se había empequeñecido y rebasaba el límite de las laderas. Avancé por los senderos que rodeaban la casa. En la parte trasera había una ventana iluminada.

—Elena —susurré.

De inmediato, me salió una risa corta, ahogada. Estaba bajo la higuera, cerca del rincón de Joaquín, esperando que ella apareciese. Después de dar cuerda al reloj, me lo puse otra vez en la muñeca.

Llegaría y nos abrazaríamos. Mis manos sentirían en su espalda desnuda la dureza de la carne y la caliente suavidad de su piel tostada. Luego, con el sabor reciente de su boca, la miraría y me encontraría mejor. Vería aquel mismo reflejo de las luces en el jardín de Santiago y oiría aquel indistinto murmullo de las voces. Nos estremecería un escalofrío de felicidad en aquella isla de sombras y silencio.

Regresé a la calle, sudando.