El tic-tac acelerado, sin pausas, me guió desde la escalera. Entré en la cocina. Allí, el ruido del motor de la nevera parecía un estruendo. Después de beber agua, estuve unos momentos indeciso, vacío de toda voluntad. Sudaba, a pesar de encontrarme desnudo, embotado por la fatiga y el sueño que no lograba coger desde una hora antes. Volví a abrir el grifo a toda su potencia y puse la cabeza debajo del chorro golpeante. Por la escalera, perdí una de las pantuflas de Angus. En el dormitorio había una pequeña claridad. Me tendí en la cama cara al techo, con el máximo de cuidado.
Las cortinas de color naranja formaban dos oscuras columnas. Angus tenía vuelta la cabeza al lado contrario al mío, rozándome su cadera. Avancé una mano, hasta ella. Durante unos minutos, creí que iba a dormirme. Puede que llegase a estar dormido. Pero repentinamente me encontré mojado de sudor, con una hormigueante desazón por las piernas. Calculaba, inmóvil, la serie de pequeños movimientos precisos para encender un cigarrillo, con los ojos virados al hueco de la ventana. Me descubrí tratando de averiguar si en verano amanecía más pronto o más tarde que en invierno. Doblé las piernas; los inconcretos perfiles de mis rodillas, como dos vértices, se alzaban en medio de la oscuridad frontera. De un momento a otro, alcanzaría el borde de la cama.
—¿Estás despierto?
Me puse de costado. Angus continuaba en la misma posición, e incluso tardó en volver la cabeza, después de haber murmurado su pregunta.
—Sí.
Se distendieron sus mejillas y el hueco de su boca en una sonrisa.
—¿Y tú?
—También.
—¿No puedes coger el sueño?
—A ratos.
—Procura contar ovejas saltando una valla —emitió una breve risa ronca—. Yo ya he hecho saltar diez rebaños.
—De pequeña, mi madre me decía que rezase Avemarías.
—¿Y te da resultado?
—No. Cuando tengo un insomnio fuerte, no. Te he oído hace un rato. ¿Fuiste a ducharte?
—Estuve bebiendo agua.
—Olías a mojado.
—Me mojé la cabeza.
—¿Te encuentras bien?
—Sí.
—Yo sudo mucho. Es la noche de más calor de este verano.
—Tu nevera suena como una relojería entera.
—Yo ya me he acostumbrado.
—No, si no la oigo desde aquí. ¿Quieres fumar?
Los ojos de Angus eran dos pequeños brillos. Cambié de postura, obligado por la pesadez que me aguijoneaba las piernas. Angus acercó sus manos hasta mi pecho, cuando apagaba el cigarrillo, a medio consumir. Entonces, con una insólita clarividencia, recordé que no le había enviado a Juan, conforme le había prometido el último sábado, las trescientas pesetas de su jornal. Aquel olvido me hizo perder la sensación de la piel de Angus, de su aroma, de la penumbra, del sudor lento y continuo de nuestros cuerpos.
—Tú la viste cuando la encontraron, ¿verdad?
Sentí que me abandonaba una ola de somnolencia.
—Perdona, Angus, no te he oído.
Angus carraspeó, antes de hablar.
—Te preguntaba si habías visto a esa chica que apareció muerta el martes de la semana pasada.
—Sí, la vi. Pero ¿por qué te acuerdas ahora de eso?
—Estaba pensando.
—¿En esa pobre muchacha?
—Sí.
Súbitamente estuvo en mis brazos sorprendidos, aplastándose toda ella contra mí. Llegué a pensar que era lujuria, hasta que percibí sus temblores discontinuos.
—¿Qué te sucede, Angus? —sus dientes arañaban mi cuello—. Estoy contigo, pequeña. Debes sosegarte.
—Ya lo sé.
—¿Tienes miedo?
—Tú, que la viste, dime una cosa. ¿Es cierto que no estaba desfigurada? Porque tú la viste.
—¿Te refieres a si estaba herida, con golpes o con sangre?
—A eso me refiero.
—No lo estaba. Tenía una expresión quieta, como dormida. La vi en la misma playa, tendida en la arena.
—¿La viste entera? Quiero decir, todo el cuerpo —asentí—. ¿Y estaba desnuda?
—Lo estaba.
—¿Tampoco tenía señales de golpes en el cuerpo?
—No, tampoco.
Paulatinamente dejó de temblar. Entrecruzamos las piernas, en silencio. Me sentía absolutamente despierto, con un extraño sosiego.
Angus separó su rostro; con las muñecas juntas, acomodó sus manos a la forma de mi mandíbula inferior; las yemas de sus dedos se movían levemente en las comisuras de mis párpados.
—Javier, ¿no me mientes? ¿No me dices esto porque te hayan obligado a decirlo así?
—Un momento, Angus —la voz se me descontroló en un agudo chillido—, ¿a qué viene creer eso? ¿Quién me va a obligar a mentirte?
—No me hagas caso.
—Sí, sí te hago caso —arrastré su cuerpo hacia arriba, apoyando la espalda en la almohada; Angus quedó como guarecida en mi pecho—. Te conozco poco, Angus, pero sé que algo te atormenta. ¿Es miedo?
—No sólo miedo.
—Pero también miedo. Vamos a ver, ¿por qué supones que puede pasarte a ti una cosa semejante?
—A cualquiera de nosotras le puede pasar. A cualquier zorra como yo, un día le dan un golpe y la dejan seca. Eso ya se sabe.
—¿Quién te ha dicho a ti que esa chica que apareció en la playa murió de un golpe? Te repito que no tenía ninguna señal de violencia.
—Pues la envenenarían. ¡Yo qué sé!
—Calma, Angus. Hablemos del asunto con calma. Imagina que esa chica murió de una manera violenta. ¿Qué tiene que ver para que te suceda lo mismo? —retiró la mano de mis mejillas—. Os encontráis en distinta situación. Entiéndeme, que no es el mismo caso. Tú temes encontrar un tipo bestia que te ataque. Lo de esa chica es distinto. No sabemos cómo ha muerto, ni siquiera quién era. ¿Por qué tienes que identificarte con ella? Anda, maja, tranquilízate. Te ha puesto nerviosa este calor. Y la falta de sueño.
Procuraba mantenerse inmóvil, pero lloraba convulsivamente, con una creciente y angustiosa pena. Quise levantarle la cabeza, empujándole la barbilla, pero me rechazó.
—Sí tengo por qué identificarme con ella. Sí tengo. Lloro aunque sólo sea por eso, ¿sabes? Porque ella también era una puta, como yo.
—¿Qué dices, Angus?
—Eso, una desgraciada. Como yo. Igual que yo.
Dio media vuelta, casi de un salto, abandonada a sus incontenibles lágrimas, con el rostro contra la sábana. Retiré mi mano de sus hombros y esperé. Abría las piernas, como si las clavase en el colchón para sujetar los estremecimientos de sus sollozos.
El cielo blanquecino tenía el aspecto de un campo nevado o cubierto de niebla.
—¿Tú la conocías, Angus?
Había dejado de oír sollozos, que casi no sacudían ya sus hombros. Vista de cerca su carne, allí donde el bañador había impedido el bronceado, tenía una blandura suelta. La espalda, apenas hendida, se aglomeraba en los límites de las axilas. Angus sacó las manos de entre los muslos y estiró los brazos por encima de la cabeza. Me incliné a besar sus dedos; dejó la palma contra mis labios. No muy lejos, pasaba un camión.
—¿La conocías?
Se apoyó en un codo. Mientras, con un extremo de la sábana le limpiaba el sudor y las lágrimas; se dejaba hacer, ausente.
—Creo que debías de darte una ducha.
—Sí —murmuró.
—Una buena ducha de agua bien fría. Y yo preparo café. Bebimos mucha ginebra después de la cena. Una ducha, una taza de café y un cigarrillo, ¿eh, Angus?
—Sí.
Creí que se levantaría, pero se dejó estar junto a mí, hombro con hombro. Yo fumaba y la sentía despierta. Absurdo que la chica de la boca cuadrada fuese amiga de Angus. Inútilmente me esforzaba en reproducir sus rasgos, la forma de sus piernas o de sus pechos. Quizá, ni siquiera había visto sus pestañas cuando estuve inclinado sobre ella, embebido en su muerte.
Con la punta de los dedos, acaricié el rostro de Angus.
—¿Era amiga tuya?
Encogió las piernas al darme la espalda. La besé con lentitud, repitiendo la pregunta.
—Déjame.
Durante unos segundos, continué aún sobre ella. Después, me levanté. La luz eléctrica del cuarto de baño me obligó a taparme los ojos. Bajo la ducha, comencé a sentirme mejor. En una pequeña mesa, pintada de blanco, se amontonaban las cajas, los tubos y los tarros de los cosméticos de Angus. Me friccioné el cuello y las sienes con una colonia demasiado olorosa que me tonificó.
Angus estaba boca arriba, con los ojos abiertos. Me tumbé a su lado y procuré dormir. La claridad de la ventana crecía. En el silencio de la noche, si se concentraba la escucha, sonaban varios ruidos.
Progresivamente llegaba el sueño. Un descendente camino hacia una fuente. Sucediese lo que sucediese, al día siguiente debería dejar arreglado lo de Juan. Los dedos de mi mano izquierda llegaron a las baldosas. Me secaba la boca el sabor de la nicotina.
—Perdóname.
—¿Qué hay que perdonar?
Al cambiar bruscamente de postura, tropezamos.
—Este mal rato. Ya me conocerás. Soy muy burra.
—Bien, si no quieres hablar…
—¿Tienes sueño?
—¿Y tú?
—No, yo no. He pasado muy malos días. Lo peor era tener que callar. Me dijeron que me callase. Cuando vi su foto en el periódico, me puse muy nerviosa. Fui a la Guardia Civil y allí estaba uno de la policía. Le conté que conocía a Margot. Me hizo muchas preguntas. Nada más llegar, ya estaba arrepentida de haber ido.
—¿Qué día fuiste?
—El día que te conocí a ti, el viernes. Toda la tarde me tuvo encerrada aquel hombre, contándole cosas de las que ni me acordaba. Luego salí a emborracharme, a ver si me caía borracha de una vez y dejaba de pensar. Y, encima, con el período, acuérdate. Me impresionó mucho que vosotros vivieseis en la colonia. Quería preguntarte cosas, pero no me atreví. El policía me había amenazado con echarme del pueblo si contaba algo. Yo le juré que no, que no le diría a nadie que conocía a Margot. Además, dijo que era necesario, para descubrirlo todo, que yo no hablase. Pero yo estaba arrepentida, porque ya me tenían fichada aquí y porque no pueden caer más que disgustos de tratar con la policía. Total, que estaba como tonta. Y, encima, el período.
—¿No han vuelto a interrogarte?
—Le dije todo lo que sabía. Que conocía a Margot poco, de los bares de Madrid.
—¿Vivía en Madrid?
—Desde hace cinco o seis años. Ella había vivido casi siempre en Francia.
—¿Por qué no te dirigiste hasta el viernes a la policía?
—¿Yo qué sé? Hasta el día antes, o sea hasta el jueves, no vino la foto en el periódico. Pensé en esperar a que llegase el sábado mi querido, a ver qué me aconsejaba él. También en irme a Madrid a buscar a la tía de Margot. En cuarenta mil cosas. Aún no comprendo por qué me metí en el lío. Ellos no hubieran sabido nunca que yo era amiga suya. Que tampoco éramos amigas. Congeniábamos, eso sí. Pero amigas, no. Me dio rabia, ¿sabes? Mira, sospeché que habían hecho algo con la foto para que no se viesen las heridas.
—Angus, sólo conmigo no has cumplido la promesa que hiciste al policía, ¿verdad?
—Primero pensé que tú me podías decir lo que hubieses visto en la colonia y lo que hubieses oído por allí. Luego decidí no preguntarte nada. Y, ya ves, hace rato no he sabido aguantarme. Ha sido una tontería.
Con un brazo le rodeé la cintura y la sujeté por las muñecas con la otra mano. La obligué a que me mirase y hablé despacio, midiendo las palabras.
—Comprendo muy bien, pero te arrepientes de haber tenido confianza en mí. En ningún caso voy a ir por ahí con el cuento. Fíate de mí hasta donde te dé la gana, Angus.
—Javier, yo creo que te quiero. Tampoco hace falta mucho tiempo para querer a una persona. O, por lo menos, para empezar a quererla. Sé que eres un hombre distinto, que yo no te voy a interesar por mucho tiempo. Pero también sé que eres bueno. Eso se nota en seguida y a mí no se me escapa. ¿Me ayudarás a volver a tener tranquilidad?
—Sí, Angus, chiquilla.
—Me hace raro tener confianza en ti, si pienso en lo que tú eres, en el poco tiempo que hemos estado juntos. Y en mi vida. Estos días, cuando me encontraba tan jorobada, me acordaba de cosas de cuando era pequeña.
—Angus, ¿por qué crees que yo soy bueno?
—Eso se nota.
—¿Por mi manera de tratarte?
—Sí, también por eso. Y porque el otro día me curaste la borrachera. Se ve que te preocupas por la gente.
—No, Angus.
—Javier, ya sé que no se le puede decir a un hombre que es bueno. Me lo tengo prohibido. Porque los hombres os enfadáis y queréis demostrarle a una que sois malos.
—No, no es eso.
—Sí, es eso. Pero no te considero tonto, sino al contrario, muy listo. Y que te las sabes todas con las mujeres.
—¿Porque me fijo en que te pones medias por mí, en pleno verano?
—No me tomes el pelo.
—Mira, ya está amaneciendo.
—¿Quieres una taza de café?
—Así se está bien. Muy juntos. Angus, la chica esa, Margot, ¿cómo era?
—Una chica corriente. Como yo. Ella no tenía a ninguno fijo, porque no le gustaban los líos.
—¿Iba por los bares de la Gran Vía?
—Sí, claro. Yo la conocía de eso. Algunas tardes, a primera hora, nos poníamos juntas en una mesa a contarnos cosas. Nunca te pedía dinero, ni te hacía ninguna marranada. A veces, no te parecía que fuese una puta. El francés lo hablaba tan bien como el español. Y nunca decía tacos. Yo la aconsejaba que se colocase de secretaria. Eso sí, le gustaba beber.
—¿Qué años tenía?
—Unos veintitantos, digo yo que tendría. Veintiocho o veintinueve.
—Angus, a mí me ha impresionado la muerte de esa chica.
—No se llamaba Margot, ¿sabes? Una vez la oí que se llamaba Maruja.
—Desde que apareció en la playa, pienso mucho.
—¿De verdad?
—Sí. Es tan extraño que la conocieses, que me cuentes cosas de su vida… Durante estos días, imaginaba que ella habría tenido una vida diferente a la que normalmente se lleva. Siempre imaginamos que la gente es distinta.
—¿Ves como eres bueno?
—Los amigos dicen que me encuentran raro y yo lo niego. Pero la verdad, Angus, es que me encuentro raro como nunca. Que le doy vueltas a ideas que nunca me habían preocupado, que veo de distinta forma a las personas que conozco de toda mi vida.
—¿Estás triste?
—¿Triste? No, triste, no. A veces, tengo como rabia.
—Sí, es bueno que estemos tú y yo aquí juntos. El uno contra el otro.
—Angus, te estás excitando.
—Déjame. Y ¿qué quieres que haga si me pongo así? Me gustaría ser una mujer normal.
—Angus, boba mía, de ninguna manera.
—Me enfurezco cuando veo que soy tan caliente. Sí, no te rías —saltó contra mi cuerpo—. Y, además, eres tú.
Penetraba una clara luminosidad. El aire, quieto y caluroso, olía fuerte. Después, abrazado por Angus, con una de mis manos sobre el esparadrapo que ella llevaba cerca de la ingle, sentí el cuerpo dolorido y ligero. Dentro de unos minutos habría sol en la ventana.