Desde la terraza veía la playa. El camarero, después de retirar la taza y el platillo, limpió el mantel con una servilleta.
—Otro café, por favor.
—En seguida, señor.
Uno de ellos continuaba tumbado a la sombra de la furgoneta. El otro venía hacia el restaurante con las dos chicas, que se habían puesto unas chaquetillas cortas sobre los bañadores. Entrecerré los ojos. La playa, en forma de media luna, tenía una irregular cenefa de espuma.
—¿Quiere más soda?
—No, gracias. Prepare la nota.
La chica de los tacones altos se cogió del brazo de él. La otra caminaba más de prisa. Al subir los escalones de la terraza, la de los tacones me miró. La otra tenía unas cortas piernas, bien hechas.
—La cuenta, señor.
Pidieron café y una botella de coca-cola.
—Mejor luego —dijo una de ellas—. Hasta que se la llevemos se va a poner caldorra.
—Sí, luego —dijo el muchacho.
El camarero, después de servirles, recogió el billete que yo había dejado parcialmente sujeto bajo el plato.
—Pues lo estamos pasando muy bien, ¿verdad? —dijo la chica de los tacones.
El sueño me llegaba con aquel bienestar, que suavizaba la impaciencia de las últimas horas. Todo lo que había pensado dejó de tener importancia. Las muchachas mantenían una conversación con largas pausas. Cuando abrí los ojos, la playa parecía mayor, con la línea del agua, las piedras, la arena desierta. Tenía un gusto caluroso en la boca, a café espeso. El camarero se movía entre las mesas, ocupado en ajustar los sujetadores en los manteles. Los otros me miraron al ponerme en pie.
—Yo no resisto. Dentro de cinco minutos me meto en el agua.
—Tú, bonita, te esperas tus dos horas y media como está mandado.
—Ay, hijo, para un día que tenemos libre…
Entre las losas de la terraza crecía hierba. El camarero sujetó la puerta de cristales del bar, que, guarecido por las persianas, olía a comida. En las lejanas montañas, la sombra abundante fortalecía el azul hiriente del cielo. Las manos me sudaban. Me retrepé en el asiento y apreté el acelerador. Poco después, crucé un pueblo. El claxon sonaba estruendosamente en las curvas de la travesía. A la salida del pueblo, un alto edificio blanco con terrazas entoldadas me hizo recordar que Amadeo me esperaba a la noche para hablar del sanatorio de lujo. En una altura sobre la carretera, tras las desmochadas tapias de adobes, verdeaban los cipreses del cementerio. Más lejos, estaba detenido un jeep de la Guardia Civil. La carretera subía, alejándose de la costa; los árboles y los campos ondulados ocultaron el mar. Conducía con una sola mano, inclinado al máximo contra la portezuela. En los guardabarros chocaban las piedrecillas desprendidas del macadam. Cuando alcancé las primeras casas, disminuí la velocidad. Aunque por aquella parte del pueblo no había entrado nunca, presumí que debía de haber una calle que me condujese a la de Angus.
Unos niños jugaban en los desmontes y las trincheras del descampado. Después de haber subido los cristales de las ventanillas, percibí que la puerta de madera estaba entornada. Empujé la verja. Angus había abierto del todo y se esquinaba para dejarme paso.
—¿Por qué no me esperaste? —me puso una mano en el antebrazo—. Nada más irte tú, llegué yo. A los diez minutos de irte.
—Pensé que quizá no volvieses hasta la hora de la cena.
En la repentina oscuridad, me abrazó, con una risa nerviosa. Nos besamos durante unos segundos, los cuerpos apretados.
—Estamos solos. Menos mal que tuviste la delicadeza de avisar que volverías.
—Salí a buscarte. Pero, claro, no te encontré. Y tuve que comer solo.
—Oh, qué tontos somos. Entra —el cenicero, sobre el verde tapete de plástico, rebosaba de colillas—. Con las ganas que tenía de verte, me dio una rabia saber que habías estado aquí.
—Aquí mismo. En esta habitación.
—Siéntate en el sofá. ¿Quieres coñac?
—No, preferiría algo fresco.
Angus llevaba unos ceñidos pantalones y una blusa blanca, sin mangas, que dejaba desnudos sus hombros.
—¿Una coca con hielo y limón?
—Sí, gracias. Me gusta mucho tu casa.
—¿Te gusta de verdad? Es una cuevecita para el verano. Algún día la tendré llena de todas las cosas que quiero. Espera un momento. Luego tienes que verla entera.
—De acuerdo.
Me levanté a mirar los grabados. La sombra del patio, en el que estaba la moto, oscurecía la habitación. Angus volvió con una bandeja.
—Deja que te ayude —entre los dos movimos la mesa—. ¿Tú no bebes?
Apuré más de medio vaso de un solo trago. Sentada de medio lado, con una pierna doblada sobre el diván, me sonreía.
—Tenía muchas ganas de verte. Me muero del berrinche, si no regresas.
—Pero he vuelto.
—Al siglo de haberlo prometido. Trae —cogió el vaso y lo dejó en la mesa—. Te esperaba desde el lunes.
—¿Dije que vendría el lunes?
—No, prometiste que vendrías a mediados de semana.
—Hoy es jueves. He cumplido mi promesa.
—Bueno, pues me gustaría que no la hubieses cumplido y haberte visto el lunes —dejó caer la cabeza en mi pecho—. No hagas eso.
—Yo también me encontraba impaciente.
—Me gusta como mientes.
—Créeme.
—Yo no debía ni hablar a los tíos como tú.
—Pero —reí— ¿por qué?
—Porque tú eres de esos que saben de mujeres más que les han enseñado. ¿Te enteras? Siempre haces lo que hay que hacer para que una pobre chica como yo se chifle.
—Estás guapa, pobre chica.
—No me digas que estoy guapa. Estoy horrible, con el color de chorizo que se me ha puesto esta mañana. La maldita lluvia se llevó mi bronceado. Tú sí que estás guapo. Y un poco más delgado.
Le besé la nuca y la frente. El olor de su carne me puso contento.
—¿Más delgado?
—Cuéntame todo lo que has hecho desde la última noche que nos vimos.
—Que fue la primera.
—¿Cómo?
—Que la última noche que estuvimos juntos fue también la noche en que nos conocimos.
Se arrodilló casi en el diván, con las manos juntas sobre los muslos. Los labios, sin pintura, estaban húmedos.
—Tienes razón. ¿Por qué te quiero yo a ti, si no te conozco aún?
—¿Me quieres? —pincé su labio inferior con dos dedos—. Eres una de esas pobres chicas que siempre dice la frase oportuna para que uno se chale por ella.
—No te rías de mí.
Se tendió sobre mis piernas. La carne del cuello, abundante y tensa, se le quedó quieta, como agua.
—Me gustas, Angus. Tu blusa, tus maravillosos brazos, tu pelo corto de chico malo.
—¿A que no te acordabas del color de mi pelo?
—Me acordaba muy bien de tu pelo negro y corto.
—¿Y de mis ojos?
—De tus ojos también. De tus verdes ojos redondos.
—Me importa un pimiento tener los ojos pardos, ¿sabes? Sé que gustan y eso es lo que me interesa. Dime de una vez qué has hecho todos estos días en tu paraíso de millonario.
—¡Paraíso de millonario! Pero, Angus, si Velas Blancas es un poblacho en construcción… Gracias —apuré el vaso, que Angus me acercó—. No te muevas. Puedo sacar el paquete y las cerillas sin que te muevas. ¿Lo ves? Pues no he hecho nada de particular en mi paraíso. Me he aburrido bastante, no he dado ni una sola brazada, a ratos he trabajado y, en general, he estado muy solo.
—¿Te deja solo tu mujer? Oh, perdona. Ya sé que no se deben hacer preguntas así. No me hagas caso, ¿quieres?
—Enciende —levantó la cabeza unos centímetros, hasta alcanzar con el cigarrillo la llama—. Mi mujer y yo no nos hacemos mucha compañía normalmente.
—¿Tenéis chicos?
—Dos.
—¿Mayores?
—El chico tendrá unos nueve años. Y la niña, seis.
—¿Se parece la niña a ti?
—No. No sé, vamos. ¿Por qué?
—Me da vergüenza hacer tantas preguntas. Y es que estos días me las hacía a mí misma. Que cuántos hijos tendrías, que cómo sería tu mujer, qué harías allí con la lluvia y el mal tiempo encerrado. Pero ahora tengo la impresión de que te parezco más zorra de lo que soy.
—Oye, aguántate esos complejos, ¿quieres? Es tonto que pienses en mí como en el gran señor. Como en un tipo de película, con yates y una esposa lánguida y rubia. Si piensas esa tontería, no juego. La vida es más complicada que en el cine. Yo soy un hombre como otro cualquiera. O, al menos, trato de serlo.
Sentí sus uñas en la nuca, al tiempo que sus labios y sus dientes en un beso agresivo, por sorpresa. Permanecimos así un largo tiempo; ella volvió a dejarse caer, con una sonrisa ahogada, en su desencajada expresión.
—Deja —puso una mano sobre mi cara—. No me mires.
—Angus, guapa, creo que tú y yo nos vamos a entender.
En la habitación disminuía la luz; del patio llegó un olor fresco y un lejano rumor de voces o de canciones. Doblé el cuello sobre el respaldo. En el cielo, el azul era más pálido. Las adelfas rojeaban el verde de la planta.
—Se está bien en tu casa, Angus.
—¿Quieres ver las otras habitaciones?
—¿Y la chica?
—No vuelve hasta mañana.
—Me alegro. ¿Qué tal tu fin de semana? Por cierto, ¿te encuentras ya bien?
—Sí, tonto. Fuimos a Castellón, comimos en Benicasim, volvimos a la hora del cine. El lunes por la mañana estuve de compras. La película resultó un latazo. Ah, oye, me encontré con los Lansing en un hotel de Castellón. Aunque eran las cuatro de la tarde, él ya estaba borracho. Charlamos de vosotros y me dijeron que, a lo mejor, se acercaban a veros. Son muy simpáticos. Regresaban a Andalucía.
—¿Y tu clase de inglés?
—Bah, me tiene sin cuidado. Ya soy vieja para los estudios.
—Pero lo hablas bien. ¿Quién es tu profesor?
—Un chico del pueblo. Se prepara para ser de esos de las Aduanas. En Madrid voy a una academia. No es muy caro y enseña bien. Conmigo tiene que tener paciencia.
—¿Y le gustas?
—Es un crío.
—No te he preguntado la edad.
—Por lo menos, no lo ha demostrado. La mayoría de las tardes ni damos clase.
—Oye, ¿él también es casado?
—Sí.
—¿Es mayor que yo?
—Mucho mayor.
—¿Te trata bien?
—Claro.
—Me alegro. No es celoso, supongo.
—Le he acostumbrado a que se aguante los celos. Puede comprar muchas cosas, pero sabe que otras no. Y si no le gusta, que se busque una nueva.
—Pero él te quiere.
—Está agarrado por la costumbre. Además, que yo me porto formalmente. Nos conocemos hace tiempo. ¿Tienes celos de él? —reímos juntos—. Voy a llenarte el vaso y a ver qué hay para la cena. Porque te quedas a cenar.
—Espera un poco.
—Pero ¿te quedas a cenar?
—Sí.
—Cenamos pronto, si quieres. A las ocho.
—¿Por qué tan temprano?
—Para que te dé tiempo a volver a tu casa.
—Además de idiomas, ¿das clases de diplomacia?
—El coche puedes dejarlo en un garaje. Y tomar una habitación en el hotel, para despistar.
—O sea, que se da por supuesto que me quedo hasta…
—No, no digas hasta cuándo —tuvo un violento cambio de entonación—. Quiero hablarte.
—¿De qué?
—Ya, ya hablaremos.
—Dímelo ahora.
—¿Ahora? —se desprendió de mi abrazo, riendo—. ¿Cómo quieres que hablemos en serio, si no dejas de sobarme?
Yo también me puse en pie. Angus había encendido la lámpara. Salimos al pasillo, cogidos de las manos. En la cocina me explicó hasta el último milagroso rincón de su nevera y de su lavadora. En la parte delantera, con ventanas al jardín, había dos habitaciones, una enfrente de otra. Estuvimos poco tiempo en el comedor y menos en el dormitorio. Los muebles estaban recubiertos de un hiriente barniz marrón. Sobre la cama brillaba una colcha azul.
—Ven. Arriba tengo mis dominios. Un poco vacíos, pero míos sólo.
La distribución del piso superior era distinta. Bajo la ventana de la fachada trasera, dos sillones y una mesa pequeña ocupaban el recodo del pasillo.
—¿Desde aquí meditas, contemplando el paisaje?
—Eres tú muy listo.
—No, en serio. Te sientas aquí algunas noches a pensar en tus cosas. Es bonito todo esto. El pueblo, los tejados, las calles esas. Con los faroles encendidos estará mejor.
—Mucho mejor.
—Y el río. Nunca había visto el río por esta parte.
La puerta siguiente daba al dormitorio de Angus. Bajó el conmutador de la luz; apoyada en el quicio, mientras yo recorría la habitación, disfrutaba de mi asombro.
—Es lo mejor de la casa.
—Hombre, claro —dijo—. ¿De verdad te gusta?
—No esperaba que tuvieses muebles modernos. Ni unas cortinas color naranja. Ni esta puerta de madera sin desbastar.
Dejé resbalar mis manos desde los hombros de Angus hasta sus caderas.
—Ahora, tú…
—Bonita —le busqué la boca.
—… te vas a encerrar el automóvil y yo preparo la cena.
Nos miramos con fijeza de una extraña manera, inédita, antes de besarnos largamente, con paciencia o, al menos, con una paciente lentitud.
Angus me dio la llave de la puerta exterior.
—¿Quieres que te traiga algo? ¿Alguna botella, alguna lata?
—No hace falta nada. Que no tardes.
En el centro del pueblo lucían ya los faroles, cuando rodeé la plaza. Antes del cuartel, encontré un garaje. El hombre que estaba de servicio no supo indicarme dónde hallaría flores. Regresé a la cafetería a beber una ginebra. La muchacha me comunicó una dirección, en la que quizá me vendiesen un ramo. Por las aceras de la plaza paseaban chicas cogidas del brazo, muchachos en grupos, turistas, junto a las repletas terrazas de los bares; alrededor del kiosco central corrían los chiquillos. Al otro lado del escaparate de la tienda de Raimundo conversaban varios hombres.
Tuve que atravesar un oscuro corralón, lleno de móviles sombras, para llegar a la casa que me había indicado la camarera. Entré en el zaguán, iluminado por una bombilla recubierta de mosquitos aplastados. Me recibió una mujer cuarentona, vestida de negro.
—No sé si le van a gustar al señor las pocas que quedan. Hasta mañana no llegarán más.
Conseguí un ramo no muy recargado, principalmente de claveles. Hube de esperar a que un niño trajese el cambio del billete de mil. Paseando por el patio, que circundaban pardas fachadas y tejas amarillas, me arrepentí de mi idea, temeroso del trayecto a pie hasta casa de Angus con aquel cucurucho de flores.
Había innumerables estrellas de una luz dura, que emblanquecían el cielo despejado. Por las callejas de pavimento desigual se escuchaban voces, ladridos, salían de las casas acres olores. En una taberna sonaban ruidosamente las fichas del dominó contra el mármol de las mesas.
Dejé el ramo en la consola de la entrada; la bombilla de la cocina doblaba un rectángulo de luz sobre el suelo y la pared.
—¿He tardado mucho?
Su vestido de falda muy corta le dejaba al descubierto las rodillas y el borde de encaje de la enagua almidonada; además de los zapatos de breves tiras rojas, se había puesto también medias.
—Muchísimo.
Sobre el escote resaltaban los abalorios de pasta del collar, haciendo juego con las bolas colorinescas de los pendientes. Besé superficialmente sus labios muy pintados y ella alzó las manos, en una de las cuales tenía un abrelatas.
—Lo siento.
—Me figuro que te habrán entretenido en Teléfonos.
—Te equivocas. Me he entretenido en asuntos particulares.
—Advierto que soy muy mala cocinera.
—Me lo imaginaba. Las mujeres guapas cocináis pésimamente. ¿Me podría duchar?
—Ya sabes dónde están los servicios arriba. Creo que te he preparado todo.
Cuando salí de la ducha con una toalla envuelta a la cintura, coloqué las flores sobre la cama. Llamé desde el hueco de la escalera y Angus subió en seguida. Nada más entrar, se quedó quieta.
—De verdad que pensé que habías ido a telefonear —dijo en un susurro.
—Perdona que te haya hecho subir, pero no sé dónde había un cacharro. Y, sin agua, esas flores no duran… —me interrumpí, al verla sentada muy al filo de la cama, con las flores sobre la falda y en los ojos unas lágrimas que no llegaban a cuajar—. Pero, Angus…
Me puse en cuclillas a sus pies.
—Gracias —metió sus dedos en mi pelo.
—¿Te han entristecido?
—No, no —al tiempo movía la cabeza—. No es por ti, ni por mí.
Abrazado a sus piernas, besaba sus rodillas.
—Trae. Yo mismo las colocaré.
—En el comedor hay un florero.
Cuando subí de nuevo, estaba junto a las cortinas, que había descorrido, en la penumbra. Vi mis ropas recogidas. Entonces me percaté de que sólo llevaba encima la toalla. Acaricié la tela escurridiza del vestido de Angus, que se volvió, doblando un brazo por mi nuca.
—¿Pasó ya?
—Ha sido un recuerdo.
—No quiero que tengas malos recuerdos.
—Cuidado, no tropieces.
La cama cedió, sin crujidos. Angus, con las piernas estiradas y valiéndose de los pies, se sacó los zapatos.
—No me resigno a esta oscuridad. No te veo, muñeca, cariño.
Comencé a desabotonarle el vestido, pero se levantó. Como ocultándose, con el cuerpo encogido, se desnudó rápidamente. Por la ventana, vislumbré un cielo de noche clara y calurosa.
—Y tengo la cena a medio hacer.
—¿Es muy importante la cena?
Saltó sobre la cama y nos abrazamos.
—Nada importante.
Advertí que había cerrado la puerta. Me pareció sentir como un soplo de brisa en la penumbra. Angus empezaba a ser una nueva mujer. O, mejor dicho, la mujer que necesariamente había pensado que era.
Cuando nuestras bocas se separaron, me buscó la mirada ansiosamente.
—Anda, anda, que me estás poniendo loca.