12

Ernestina, con un suelto albornoz verde sin mangas, que no le llegaba abajo del vientre, sobre su bañador amarillo de dos piezas, salió de la casa perseguida por los niños. Llevaba unas sandalias de tiras doradas. Les grité que me esperasen, pero no me oyeron y se alejaron por la calle, con la algarabía de sus carreras y sus risas. Por una esquina apareció Enrique en la bicicleta, con José en el sillín trasero.

—Tened cuidado.

—No te preocupes —dijo José.

La bicicleta desapareció por detrás de los árboles. Iba a sentarme de nuevo, cuando Dora me llamó desde la veranda.

—Sí, ya he desayunado.

—¿Vas a ir a la playa?

Se había puesto una bata hasta los pies, blanca, con un ancho cinturón terminado en flecos.

—Sí, creo que sí. ¿Y tú?

—¿Yo? —bajó un escalón y se quedó quieta, con las manos en los bolsillos de la bata—. No tendré tiempo. Está la casa imposible. ¿Qué es hoy?

—Miércoles.

—Se me ha olvidado encargarle a Rafael…

—Oye —dije—, ¿por qué no cogemos tú y yo el coche y nos largamos a una cala escondida?

—¿Cómo? —me miró, con las cejas levantadas—. Pero ¿no me has oído que tengo la casa hecha una pena?

—Era sólo una idea. Como hace sol y ha vuelto a ser verano…

—¿Qué quieres decir?

—No, nada.

Terminé de subir los escalones, hasta la tumbona.

—Anda, cámbiate y vete a la playa. Allí te distraerás con todos.

Estuvimos en silencio. Luego, Dora entró en el vestíbulo.

—Sí, señora —oí a Rufi—. Ya había pensado en dejar el despacho para lo último.

La decisión se me formó instantáneamente. Encontré a Dora al final de la escalera.

—¿Por qué te vas?

—Tengo ganas de salir por ahí a airearme, de conducir un rato. Además, Raimundo me tendrá ya unos anzuelos que le encargué el otro día.

—¿Unos anzuelos?

—Sí, unos anzuelos. ¿Qué te pasa que tienes que repetir todas mis palabras, como si no entendieses?

—Nada —dijo en un susurro—. Es que había pensado…

—¿Qué murmuras?

—Nada. ¡Que nada, ¿oyes?!

Me sostuvo la mirada con una frenética inmovilidad. Procuré, al coger su brazo, no hacer fuerza. Dora se dejó llevar hasta la puerta de nuestro dormitorio, donde se desasió violentamente para entrar delante de mí. Cerré la puerta. Repentinamente sentí que todo sería inútil, porque, en cierta medida, yo era culpable.

—Quería salir por ahí a dar una vuelta. Nada más.

—Pues vete. ¿Quién te impide marcharte? ¡Vete y no hagas más historias! —permanecimos unos segundos en silencio—. Yo sólo te he preguntado por qué querías irte y adonde ibas. Porque esperaba, entérate de una vez, que Emilio y tú os reconciliaseis esta mañana y se acabase esta situación que tú has provocado. Pero lárgate. Eres muy dueño y señor de…

Me senté en una de las butacas, al tiempo que interrumpía a Dora.

—No se trata de eso. Podías haber dicho claramente que Emilio y yo, según tus cálculos, íbamos a reconciliarnos esta mañana.

—¡Claro que lo esperaba!

—No grites, Dora. Procuremos hablar con calma.

—No grito. Y, si grito, es que ya no aguanto más. Estoy cansada de que me avergüences, como anteayer en casa de Marta, delante de todo el mundo. Por eso confiaba en que hoy te disculparías con Emilio, que hoy mismo acabarías con esta vergüenza.

—¿Qué vergüenza?

—Decir esas palabrotas, portarte con esa mala educación con el pobre Emilio, que, además, desea educar a los niños como es debido, ¿no te parece vergonzoso? ¿Ni siquiera te parece vergonzoso? Pues, para mí lo es. Yo no estoy acostumbrada a que las personas de mi familia se porten así; yo no he vivido nunca en ambientes donde se oyen insultos como los que tú le soltaste a Emilio. Y por segunda vez en pocos días. Lo menos que podías hacer es terminar de una vez con esta situación. Pero no. Lo que se te ocurre es marcharte por ahí, con ese amigote tendero, con esa gentuza que está haciéndote cambiar.

Sin levantar la cabeza, pregunté:

—¿En qué he cambiado?

Dora se paseaba por el espacio libre entre una de las camas, mi butaca y el ventanal.

—Y también, que alguna vez tendrás que recibir a ese pobre hombre, amigo de Leoncio.

—¿Quién?

—Ha venido tres o cuatro veces. Y aquí tenemos que estar a bien con ellos, porque les necesitamos. El día menos pensado nos quedamos sin servicio. Y entonces verás lo que es bueno.

—No comprendo a qué viene hablarme de ese hombre ahora. Te estaba preguntando en qué te basabas para afirmar que he cambiado. ¿En qué?

—Ah, Javier, déjame en paz. ¿Yo qué sé? El hecho es que has cambiado, que te peleas con las personas formales, que… no eres como yo quisiera que fueses. ¿Entendido?

Sentí que mi sonrisa le alteraba los nervios, pero no dejé de sonreír hasta que volvió la cabeza, al reanudar sus paseos.

—Sí, entendido. Y dile a Emilio de mi parte que se vaya una y mil veces más a la puñetera mierda. ¿Te enteras? ¡A la mierda!

—¡Javier! —gritó—. Pero… —se detuvo y separó los brazos del cuerpo.

—Y no me sermonees por mi vocabulario. Hablo como quiero.

—No, a mí, no. Delante de mí no vuelves a hablar de esa manera. Eso te lo aseguro. Podrás pisotear todo lo que se te antoje, pero no consiento que me pierdas el respeto que ambos nos debemos. El lazo muy sagrado que nos une. En esta casa nunca permitiré que se ofendan las buenas costumbres, como si fuésemos canalla sin educar. Por nuestros hijos, principalmente.

Quise hacer un nuevo intento, pero cuando, puesto en pie, iba a colocarle las manos sobre los hombros, retrocedió un paso y cruzó los brazos sobre el estómago.

—Oye, Dora, tendría que empezar desde…

—Tendrías que empezar por hablar decentemente.

Vuelto de espaldas, encendí un cigarrillo. El sol entraba hasta más de media habitación; más allá del verde de los árboles había un cielo muy azul, con una rotunda luz de verano. Las camas estaban aún deshechas. Oí en el silencio, entre el piar de los pájaros, como un lejano rumor de la mañana. En el cuarto de baño goteaba un grifo.

—¿Qué esperas?

—Eres mi esposo, me guste o no. Y me has traído aquí. Espero a que me digas que puedo marcharme. Tengo mucho que hacer.

—Ah, ya. Una nueva táctica.

Continuaba igual, con las piernas separadas, los brazos cruzados, adelantada la mandíbula, pero ahora de sus ojos muy abiertos le caían unas redondas lágrimas sobre las mejillas crispadas.

—Dora.

—No necesito consuelos.

—¿Qué necesitas entonces? —aguardé su respuesta, pero se limitó a tragar las lágrimas, a recomponer sus facciones, con unos visibles esfuerzos por recobrar la impasibilidad—. Está bien, vete cuando quieras.

Inmediatamente se abalanzó a la puerta y salió, sin un portazo, sin un gesto de violencia. Me apoyé en el respaldo de la butaca. Después fui a cerrar el grifo de la bañera. Olía a jabón, a las sales de Dora, a su perfume; las toallas, mojadas y arrugadas, estaban en las barras, en el suelo, en el bidet. Frente al espejo, me pasé una mano, mecánicamente, por las mejillas. Oí que me llamaba Claudette. Me asomé al ventanal, pero ella debía de estar en la veranda.

—Ahora bajo —avisé.

En el vestíbulo encontré a Claudette, a Santiago y a Amadeo.

—¿Qué tal estás?

—Bien. ¿Y vosotros? Pasad, anda. Aunque esto se encuentra en plena limpieza, ya encontraremos un rincón. ¿Queréis tomar algo?

—Nos vamos a la playa —dijo Santiago.

Los tres estaban en traje de baño. Claudette llevaba unos shorts blancos.

—Dora… —comencé a decir.

—Sí, ya la hemos visto.

—¿Tienes los últimos boletines? —preguntó Amadeo.

—Bueno, os esperamos allí. No tardéis —dijo Claudette.

Les acompañé hasta el jardín. Santiago cogió la bolsa de lona de Claudette. Volví con Amadeo a buscar en el despacho los boletines de la Bolsa.

—Llévatelos. No me hacen falta.

—No, no. Lo que quiero es que charlemos un rato. Ponte el bañador y vamos.

—Había pensado en darme una vuelta por el pueblo. Raimundo me tiene unos encargos.

—Entonces me los llevo y a la noche hablamos. Volverás a cenar, ¿no?

—Espero que sí.

—Adiós, Dora —gritó Amadeo por el hueco de la escalera—. Iré estudiando los datos.

—Pero ¿es importante?

—No, hombre, no. La cosa puede esperar.

Le acompañé hasta la calle.

—¿Y Marta?

—Se quedó con la niña, que tiene una mañana especial.

—¿Qué le sucede?

—Se ha caído unas cuantas veces, hasta que ha conseguido llevar una rodilla en carne viva. La gran tragedia. Hasta luego.

—Adiós.

Me palpé los bolsillos del pantalón antes de abrir el garaje. Recordé que había una vieja chaqueta y un suéter en la maleta del coche. Rufi me detuvo en una curva de un sendero.

—Esta mañana muy temprano vino a preguntar por usted el señorito Joaquín. Le esperó, pero Manolita se le llevó para el desayuno.

—Gracias. Hasta luego.

—¿Lleva usted gasolina? En casa no hay.

—Ah, tiene razón. Ya pediré. No olvide recordárselo a Rafael.

—Descuide, señor. Si tengo ya las latas preparadas en la cocina.

—Adiós, Rufi.

—Adiós, señor.

A Rufi, con el pelo recogido, le quedaba la nuca al descubierto. La puerta del jardín de Elena estaba abierta; frené el coche, frente al macizo que examinaba Andrés.

—Estoy nuevo —dijo—. Hace un rato le explicaba a Elena lo bien que me sienta madrugar con este tiempo. No hay resaca que resista estos olores, este silencio. Te confieso que me quedaré aquí hasta enero. ¿Tú te vas?

—Al pueblo. Oye, ¿dónde está Joaquín?

—Hace un rato, por ahí.

Bajé del automóvil y di la vuelta a la casa. Al fondo, rojeaba la tapia de ladrillos; los senderos se perdían antes de llegar a ella, en un pequeño prado con arbustos. Anduve unos metros sin localizar la voz de Joaquín. Cuando le vi, sentado a horcajadas en una rama de la higuera a la que yo daba la espalda, me sobresalté. Acabé de volverme, ordenándole que bajase de allí.

—No grites, que se enterará papá.

—Pero ¿por qué te subes a los árboles?

—Estaba vigilando —descendió tranquilamente.

—Vigilando ¿qué? Desde la higuera no ves más que una de las fachadas de la casa.

—Bueno, estaba pensando.

—Empieza a elegir otros sitios para meditar o te romperás la crisma —revolví sus pelos con una mano—. ¿Qué querías esta mañana?

—Cuando volvimos anoche, olvidé preguntarte si estás enfadado conmigo.

—Generalmente estoy enfadado contigo. Pero ahora no recuerdo ningún motivo concreto.

—Digo yo que, a lo mejor, estás enfadado conmigo porque no te dije el escondrijo del tesoro. Anteayer, cuando fuimos con Claudette a la playa.

—Ahí, sí. No, no estoy enfadado. Es un asunto particular, que haces bien en no propalar por ahí.

—¿Tienes prisa?

—Un poco.

—Ven.

Me llevó hasta la tapia, detrás de unos matorrales, donde había colocado tres desvencijados sillones de mimbre, unas piedras en forma de mesa, una larga pértiga y unos cajones medio rotos de botes de leche condensada.

—Siéntate. Con cuidado, porque se rompen las patas.

Se acomodó en uno de los cajones.

—Si lo que te preocupa es no haberme dicho…

—Verás —me interrumpió—. Se trata de un tesoro muy importante. Tengo que guardarlo bien. Pero si me sucede algo…

—¿Cómo que te sucede algo?

—No tenemos la vida comprada.

—¿Quién te enseña esas cosas?

—Quiero decir que me puedo poner enfermo o una cosa así.

—Entendido. Y por eso vas y me dices dónde está el tesoro.

—No, no, no. No puedo decírtelo. Pero lo tengo escrito y metido en un sobre. El sobre está debajo del tercer cajón de mi armario. Entérate bien —asentí con la cabeza—. Entras en mi cuarto, abres el armario, sacas el tercer cajón empezando por arriba, y en la tabla está el sobre. Pero sólo si me pasa algo.

—¿Y confías en mí?

—No te entiendo.

—Que tú me dices dónde está el sobre con el plano de la situación del tesoro…

—No es un plano.

—… y eso, prácticamente, es darme la clave del misterio.

—No lo sacarás antes, ¿verdad?

—Claro que no. Sabes que nunca traiciono un secreto.

—Por eso me he confiado a ti —se puso en pie, me levanté y nos estrechamos las manos—. Prometido.

—Prometido. Y ahora me voy. ¿No bajas a la playa?

—Luego, con papá.

—Adiós.

—Que no se lo digas tampoco a nadie. Lo del cajón.

—Naturalmente.

Andrés continuaba con las flores.

—No queda gasolina —respondió—. Pero podemos mandar a…

—Deja, deja. Ahora, cuando salga, se la pido a don Antonio. Seguro que él tiene. Hasta la noche.

Murmuró algo, al tiempo que yo entraba la marcha atrás. En la casa se abrió una ventana, cuyos vidrios brillaron al sol.

—Me alegro de tu buena resaca.

—Ah —sonrió—, gracias.

Dejé el automóvil en la calle. Don Antonio, que se levantó de un sillón metálico, atravesaba el césped con el periódico en la mano izquierda y la derecha extendida hacia mí.

—Buenos días. Cuánto bueno, Javier.

—Es sólo un momento. No se moleste usted. Vengo a pedirle unos litros de gasolina. Nos hemos quedado sin ella y hasta que Rafael…

—Encantado, amigo. Ahora mismo la traen. Pero siéntese un momento. Tiene prisa, claro. ¿Y una taza de café?

—No, de ninguna manera. ¿Cómo está doña Pura?

—Vino a buscarla Asunción para ir a la playa.

—¿Usted no baja?

—Más tarde daré una vuelta. ¡Eusebio! ¿Ha leído los diarios?

—No. ¿Qué sucede?

—Lo del Japón. Espero que el gobierno dominará la situación. Verá, hace un momento, pensaba que las cosas no van tan mal como parece a primera vista. Pero siéntese —nos sentamos y volvió la cabeza hacia el cobertizo—: ¡¡Eusebio!!

—No se moleste. Yo puedo ir a buscarle.

—Mire, ya viene. Yo pensaba que, aunque en apariencia las cosas vayan mal en estos últimos días, la realidad es otra —Eusebio, con una camisa caqui, avanzaba precipitadamente—. Todos ellos pelean. En Asia y en América. Bueno, pues eso es lo malo. Sería peligroso si estuviesen unidos, pero no lo están —Eusebio, a un metro de distancia del sillón de don Antonio, se rascaba el abundante vello de sus brazos—. Están descontentos, rabiosos. Ah, oye, trae una lata de gasolina para don Javier. Y sácala con la goma, nada de volcar el bidón sobre el embudo. ¿Has comprendido?

—Sí, señor.

—Pues, anda. ¿Tendrá usted bastante con diez litros?

—Con cinco es suficiente. Muchas gracias.

—¿No cree usted que tengo razón?

—Lo cierto es que no le he comprendido bien. Usted se refiere a la situación internacional exclusivamente.

—Sí, sí, exclusivamente. Por fortuna, aquí no tenemos esos problemas. Yo lo que digo es que todos esos revoltosos, esos revolucionarios mal vestidos, también se pelean entre sí. O, por lo menos, no van de acuerdo.

—Creo que tiene usted razón.

—Ahí está el quid, amigo mío. Mientras ellos… Por ejemplo, mire —se retrepó en el sillón y habló más de prisa—, yo tengo la experiencia de quince años al frente de una fábrica.

—Ya, ya.

—Y usted tiene experiencias muy semejantes a las mías. Pues habrá usted observado que, si ellos están amigos, si no hay riñas, el trabajo decrece. A mayor ambiente de amistad, menor rendimiento. En cambio —Eusebio volvía, ligeramente inclinado del lado derecho, donde al final de su mano brillaba la lata—, si unos y otros se enzarzan, trabajan más. Mi mujer —sonrió—, y ya sabe usted que las mujeres entienden mucho de esto, aunque delante de ellas no se puede reconocer. Bueno, pues mi mujer dice que, cuando las criadas se hablan la una a la otra de usted, el trabajo sale bien —descruzó las piernas repentinamente—. ¿Qué pasa?

—La gasolina —dijo Eusebio.

—Parece que andas como un gato. Ponla en el coche de don Javier.

—Tendré que… —dije, al tiempo que me levantaba y sacaba las llaves.

—Ah, bien, querido amigo. No quiero retrasarlo. Le acompaño.

Detrás de nosotros, al ritmo de nuestros pasos, crujía la grava.

—Don Antonio, no se moleste, que hoy cae con fuerza el sol. Ya mandaré que le devuelvan…

—Por favor, por favor… Lo que debe hacer es venir con más frecuencia. Hace tiempo que no charlamos, eh. Y sabe usted que me gusta que cambiemos impresiones.

—Sí, claro. Muchas gracias otra vez.

Eusebio cogió el bidón, que había dejado en el suelo. Don Antonio permaneció en la valla, mientras yo destapaba el depósito. Se desprendía un vaho ondulante, como el del humo de un cigarrillo en un rayo de sol. Las botas de Eusebio, grandes, deformadas, tenían pegotes de tierra aún no seca. Don Antonio se dirigía hacia los sillones, a la sombra de los árboles. Mientras enroscaba el tapón, dudé si debía darle una propina a Eusebio.

—Gracias.

—No hay que darlas, don Javier —subió al bordillo de la acera.

—Hasta otro día.

No había mirado sus manos, mientras vertía la gasolina, por no azorarle. Los ojos de Eusebio estaban dirigidos por sobre mi hombro, con una artificiosa expresión en todas sus facciones. No obstante, alcanzó con seguridad el picaporte de la portezuela.

—Buen viaje, señor.

A los diez o doce kilómetros, frené para abrir las ventanillas. La luz marcaba unos netos perfiles, contrastaba con las sólidas sombras de los cerros, de los árboles, de las rocas.

Por determinados trozos se alcanzaba a ver casi el movimiento del mar. En la estación de servicio acabaron de llenarme el depósito. Al entrar en el pueblo, aminoré la velocidad. Delante de mí marchaba una larga columna de soldados, de tres en fondo; en dirección contraria pasaron unos camiones, pequeños autocares con turistas, un automóvil con remolque, antes de que lograse adelantar a los soldados. Las calles del pueblo, sobre todo las más céntricas, estaban llenas de gente, así como las terrazas de los bares. Me sorprendió descubrir a las mujeres, sus vestidos de colores violentos, sus pieles bronceadas, sus rostros desconocidos. Crucé la plaza sin detenerme.

La verja del jardín estaba cerrada y tiré del cordón de la campanilla. Al instante, descubrí el botón del timbre. Unos segundos después, una muchacha cruzó el minúsculo jardín. Se secaba las manos en el delantal; aún sin abrir, se retocó el pelo en las sienes.

—No está.

—Pero ¿volverá pronto?

—Fue a bañarse y dijo que vendría a comer, que no se quedaría a comer en la playa. Pero nunca se sabe.

—Me esperaba.

—Pase usted.

—Gracias.

La penumbra me cegó. La chica abrió una puerta al fondo del estrecho pasillo, a cuya mitad nacía una escalera de madera sin pintar.

—Siéntese.

—¿Cómo hace el trayecto a la playa?

—¿Qué?

—Que cómo va y viene de la playa, quiero decir.

—Ah, en la vespa. Siéntese.

Bajo la ventana había un diván de cuero verde. El sillón se encontraba en la pared frontera, cerca del televisor. La mesa y las seis sillas eran de estilo colonial, en consonancia con algunos de los grabados de las paredes, con el tapete de plástico, también verde, con los muñecos, el botijo, las novelas encuadernadas en piel y el reloj, que ocupaban la doble estantería. Me senté en el diván. La persiana estaba a medio enrollar.

La habitación daba a la parte trasera del chalet. Aquel patio de suelo de cemento, con unas matas de adelfas, con una alta tapia blanca, con un par de sillones extensibles, me pareció un lugar conocido. De la tapia sobresalía un tejadillo en el cual había unas manchas de grasa. Indudablemente, resultaba más soportable que el jardín delantero, con su raquítica acacia y sus siniestros hierbajos entre los tiestos semihundidos en la tierra.

Hojeé una revista mientras, de vez en cuando, oía algún ruido. La chica, en un extremo del patio, retiraba unas ropas puestas a secar en una cuerda; al empinarse, le quedaron al descubierto el principio de los muslos.

Fumé dos cigarrillos seguidos. Lejos, ladraba un perro. La sombra de la tapia había cubierto ya todo el patio. En una especie de hornacina, a la altura de la mesa que formaba cuerpo con el mueble de los estantes, estaba el aparato de radio. Miré el reloj y conecté. La emisora regional enlazó para la transmisión de las noticias del mediodía.

En el Japón habían aumentado los manifestantes, al tiempo que en Corea del Sur el Presidente norteamericano había sido objeto de un recibimiento apoteósico. Don Antonio escucharía también, desde su penumbroso comedor, donde los muebles no eran coloniales. En la reproducción del grabado francés, el padre abría los brazos en un gesto, con toda probabilidad, muy igual al del Presidente, las puntas de la casaca erguidas al brusco impulso de la carrera hacia el aya, que anunciaba, bajo los cortinajes, algo insólito. Me levanté a leer la leyenda. Monsieur, c’est un fils. El comentario de política internacional concluía con unas frases amenazadoras. Los otros grabados eran unas malas acuarelas de temas infantiles en un estilo falsamente ingenuo. Donde acababa la hilera de libros, una chincheta sujetaba una estampa de la Virgen. Oí el parte meteorológico, sentado en el sillón. Luego pensé en marcharme. Por la emisora regional, de nuevo, la locutora salmodiaba una larga lista de elogios comerciales. Apreté una tecla del receptor y la habitación quedó en un silencio repentino, tras el chasquido del mecanismo. Abrí la puerta.

—Oiga.

La chica salió de una habitación que daba al pasillo, masticando precipitadamente, con un patente esfuerzo por tragar.

—Ya no puede tardar. Digo yo.

—¿No sabe a qué playa ha ido?

—Ay, no, señor. Unos días va hacia un lado y otros días hacia otro. Con la moto, por donde le da. ¿Se va?

—Sí, pero dígale que volveré a la tarde.

—¿De parte de quién?

La muchacha correteó hasta la puerta. Fuera, el aire ardía.

—De un amigo. Ella me esperaba.

—Bueno. Entonces, ¿que viene usted luego?

—Sí, eso es.

Puse el coche en movimiento hasta el final de la calle, un campo de zarzas con trincheras, como cimientos de una casa, donde pude maniobrar para variar la dirección. Se había vuelto a cerrar la puerta. Sentí cuánto deseaba la presencia de Angus.