11

Las nubes se difuminaban. No muy lejos, en el mar, lucía una ancha zona de sol. Noté que había en la arena más conchas de las acostumbradas cuando me agaché a recoger guijos para lanzar a rebote contra el agua. Me quedó el brazo derecho dolorido. Recogí los periódicos y continué andando hacia el norte.

La playa se estrechaba donde comenzaban las rocas. Me acomodé allí para leer las noticias. Intermitentemente, se movían unas cálidas ráfagas de aire que olían a mar. Cuando levanté los ojos, los rayos de sol habían desaparecido. Pensé en bañarme desnudo, pero antes me acerqué a la orilla descalzo; el agua llegaba fría y sucia.

Desanduve el camino sobre el ensanchamiento de la playa, que era cada vez más llana. Aquella soledad, aquellos ruidos naturales y sabidos, se prolongaban por los pinos y las rocas del sendero que conducía a la colonia. Como la luz era buena para hacer alguna foto, mandé a Enrique, que estaba jugando en el jardín de Marta, a buscar la máquina.

Hice dos o tres fotografías por ocupar el tiempo, ya que el fotómetro no me indicó una luminosidad adecuada en todo el recorrido de las calles. En el jardín de don Antonio cortaban el césped con una segadora nueva. La voz de doña Pura ordenaba algo; tras los cristales del ventanal de la rotonda se movió una doncella con un trapo en turbante. Regresé a casa y me tendí en la veranda, después de haberme preparado un bitter. María y Leoncio discutían. Rufi cortaba flores en el jardín ayudada por Dorita y por Leles. Los pantalones, de colores muy fuertes, de las niñas desaparecían bajo sus anchas camisolas. Dora habría tenido a la pequeña encerrada en el cuarto de baño, durante por lo menos una hora, para conseguir aquel peinado tan relamido.

Me acerqué a la piscina. Junto al sumidero del fondo, el cemento se había levantado y el desagüe de hierro estaba fuera de sitio. Tierras, hojas, ramas pequeñas y pequeños charcos de agua negra convertían la piscina en un estercolero. Llamé a Leoncio, pero vino Rufi a decirme que se había ido a la aldea. Bajé por la escalerilla a comprobar por mí mismo los destrozos. Olía a hojas podridas y a agua estancada. Las voces de las niñas me indicaron que se encontraban cerca, probablemente sentadas entre los árboles de la parte trasera del chalet.

Rufi mantenía cerrados los ventanales de las habitaciones de abajo con las persianas echadas. Le oí cantar en el piso superior y me volví a la veranda. Resolví el crucigrama de uno de los diarios, antes de salir a dar un paseo. Reconté los hoteles de alquiler vacíos y aquellos otros cerrados por ausencia de sus dueños. Aunque llegaría más gente a la colonia, no obstante aquél sería el verano en que menos familias habían venido. Frente al chalet de los Hofsen, la camioneta, que había llegado por la mañana, estaba vacía de colchones y cajas de embalaje. Por las calles solitarias, la luz disminuía bajo las nubes, cada vez más apretadas. Me detuve en el sendero de la entrada a examinar la grava. Asun, la mayor de Emilio, me pidió permiso para que Enrique y Dorita se quedasen a comer en casa de Marta. Al rato, Rufi me comunicó que la mesa estaba servida.

Durante la comida, leí las cartas y el boletín de la Bolsa. Según el parte meteorológico de la radio, la inestabilidad atmosférica de la costa comenzaba a disminuir; en un par de días se esperaba la vuelta al buen tiempo. Algunas cartas hablaban de las altas temperaturas de Madrid. Rufi desconectó, cuando estaban con los himnos, y me preguntó si servía el café en la veranda.

—Sí, gracias. Y llame a casa de la señorita Marta, para que venga el señorito Joaquín.

Proyectaba dar una vuelta en la moto de Ernestina, pero se habían llevado con ellos a Joaquín al pueblo. Rufi, después de servir el café y el coñac, se entretuvo con los almohadones de los morris. Al entrar en la casa, me sonrió distraída; en seguida, la oí cantar. Con los ojos cerrados, dispuesto a moverme de un momento a otro, me dejé ir al sueño. La mujer que bailaba a mi alrededor tenía las facciones de Ernestina, pero una evidencia clarísima me hacía saber que era Angus. Desperté lentamente. Lloviznaba. De pronto, recordé que ninguno de ellos había quedado en la colonia y que faltaba mucho tiempo para que regresasen del pueblo o de Barcelona. Me duché, me cambié de ropa, encendí las luces del dormitorio y del cuarto de baño, estuve de un lado para otro. A veces, me quedaba parado con algo en la mano —un calcetín, el frasco del masaje, el tubo de pasta dentífrica— o sentado en el borde de la bañera. No pensaba en nada o sólo en que el tiempo transcurría. Y, por eso, me extrañó que aún fuese de día cuando bajé al living.

Los periódicos, que acababa de traer Rafael, no decían nada más interesante que los que había leído por la mañana. Se me ocurrió la idea de escribir una relación de los hechos sucedidos a partir de la aparición de la chica muerta en la playa. Supuse que, si lograba aislar los fundamentales, averiguaría algo. Pero me distraje con el recuerdo de Julio, el policía —que tendría ya hecho posiblemente aquel trabajo—, de Raimundo, de los labios de la muchacha, tan vigorosos, tan desprovistos de maquillaje, cuadrados y secos, como tallados. Dibujé en el bloc unas bocas entreabiertas, otras cerradas, rostros sólo con largas melenas y labios.

Rufi vino a preguntarme si quería merendar algo. Cuando me trajo el jugo de tomate, le pregunté a mi vez si había regresado ya Leoncio.

—No, señor. Si va a salir, póngase los chanclos. Está todo lleno de barro.

—No sé si voy a salir.

—¿Quiere que abra los ventanales?

De fuera llegó un persistente aroma a tierra húmeda. Rufi se quedó por el vestíbulo. Quizá habría visto mis dibujos y rompí la hoja de papel. Acabé sentándome en uno de los viejos morris, con el brazo izquierdo apoyado en el alféizar del ventanal. Las ramas del álamo negro, que crujían desigualmente, oscurecían aquel trozo del jardín y de la veranda. Cuando temí quedarme dormido otra vez, entré a colocar un disco. Acababa de hacerlo entrar en el pivote del plato al sonar el primer timbrazo del teléfono. Advertí a Rufi que, si era don Antonio, dijese que no estaba en casa.

—Es la señorita Elena —me entregó el auricular.

—Elena, ¿sucede algo?

—¿Cómo estás? Te llamo desde el pueblo.

Su voz llegaba nítida, con una dolorosa sensación de proximidad.

—Sí, estoy bien. ¿Y vosotros?

—Ah, estupendamente. Ahora mismo he terminado de tiendas. ¿Se te pasó la jaqueca de esta mañana?

—Sí, sí. Más bien creo que fue pereza. Estoy casi arrepentido de no haber ido con vosotros. Esto está de un aburrido que mata.

—¿Has trabajado?

—Un poco.

—Marta y Dora, que muchos besos.

—Ya.

—¿Cómo se encuentran los niños? ¿Te han dado mucha guerra?

—Casi no les he visto. ¿Y Joaquín?

—Amadeo y Andrés no han vuelto de Barcelona. Si a las diez no están aquí, nos volvemos nosotros. Emilio —bajó la voz y pensé que sonreía— sigue muy ofendido contigo. Él y Dora llevan todo el día hablando de lo de ayer.

—Que se vayan a hacer puñetas.

—Oye, no te aburras mucho. ¿No ha sucedido nada por ahí?

—Esta mañana llegaron los bártulos de los Hofsen. ¿Llueve?

—Ha llovido algo después de la comida. Hemos hecho un almuerzo sensacional. Nos hemos reído muchísimo, ya te contaré. Ernestina recibió una carta de Luisa. Que viene.

—¿Quién?

—Luisa, Luisa Castromocho. ¿No te acuerdas de ella, hijo?

—Sí, claro. ¿Y Joaquín?

—Bien. Que no te aburras mucho.

—No me aburro. Es que estoy un poco solo. Necesitaría…

—Sí, sí —rió—, te comprendo muy bien. Hasta la noche, Javier.

—No puedes hablar, ¿verdad?

—Eso es.

—Bueno, un beso. Oye, ¿vais a tardar mucho?

—Esperamos a esos pesados hasta las diez. Si no llegan antes, nos volvemos nosotros. ¿Quieres que te llevemos algo?

—No sé… Tabaco o alguna revista.

—Bueno, bueno —detrás de su risa, hablaban alto—. Hasta luego.

—Adiós, Elena.

Permanecí un rato con la mano derecha sobre el auricular, después de haberlo colocado en la horquilla. Me senté en los escalones de la veranda, con los antebrazos apoyados en las rodillas y las manos unidas. Recordé una tarde de cuando la guerra en que había estado también así, con los dedos entrecruzados, muy quieto, entonces casi a punto de sollozar. Luego subí al tren y, cuando llegué a Burgos, ya habían enterrado a papá.

Rufi hablaba con María de habitación a habitación. En el aire quieto, la tarde se acababa con restos de luz por encima de los árboles, en la plana igualdad de las nubes. En los chalets no había aún ninguna luz eléctrica. El silencio estaba punteado de pequeños choques, de rumores indistintos, de una especie de vacío lejano, que sonase como un eco del silencio. Los olores eran más fuertes. Sentí frío en los tobillos. Rafael, de un momento a otro, bajaría el conmutador en el cuadro general y las farolas se iluminarían. Cuando me acordé de mi cantimplora de campaña, entré a buscarla.

Revolví en el cuarto de las maletas. Rufi cantaba por el pasillo.

—Oiga, ¿sabe dónde está la cantimplora vieja? Una que tiene forma de petaca, para llevar en un bolsillo.

—No sé qué cantimplora dice usted…

—Una que está abollada. Pequeña, de latón…

—Ah, sí. Espere, que ya sé dónde está.

Rufi abrió el armario empotrado, buscó entre los artefactos de la pesca submarina, entre los sombreros de paja, los patines de ruedas, las raquetas de tenis y las de ping-pong, las pelotas de colores, el colchón neumático, los cinturones de corcho, y se volvió, sonriente, con la cantimplora en una mano.

—Aguarde usted que se la limpie. Bueno estará este chisme, con todo el tiempo que lleva ahí guardado.

Mientras Rufi fregaba la cantimplora en la cocina, bajé a la cueva por una botella de coñac francés, de la que llené la cantimplora. Sólo se leía una de las palabras grabadas a punta de navaja en la base: Regimiento.

En las caperuzas blancas de las farolas, los tubos fluorescentes daban una luz tamizada, azulosa. Me puse el sombrero impermeable, me abroché la cazadora de ante y tomé el camino de la carretera. Al llegar a los pinos, me detuve. El coñac sabía bien. Contra la última línea visible de la montaña, permanecían unas nubes muy rojas, de crepúsculo de un día soleado. Las hojas del pinar estaban mojadas, resbaladizas. Por unos momentos, experimenté la ilusión de haberme perdido.

Me senté en una roca, que asomaba un lomo musgoso de entre la tierra roja del pinar. Pronto dejó de estar fría bajo mi mano la superficie lisa de la cantimplora, donde los desniveles de las abolladuras producían al tacto una suave voluptuosidad.

Era posible que a Andrés le viniese su afición a beber de las semanas que pasó en el frente. O, quizá, de los primeros años de la postguerra, cuando toda la vida —esta puerca y maravillosa vida, según decía por aquel entonces— le parecía poca. Antes de conocer a Elena, en aquellos imprecisos días del trabajo duro y las novias ocasionales en los frecuentes viajes que hacíamos. Como dicen los marinos, con una mujer en cada ciudad.

El olor de la savia se me mezcló en la garganta al sabor cálido del coñac.

El disco se había quedado puesto.

Luego, mucho después, los meses se diferenciaban y había semanas, incluso días, cuyo recuerdo resultaba más claro que el de los días y las semanas de aquel mismo año. El placer consistía en usar la memoria en conjunto, sin solicitarle precisiones, sin tratar de saber si fue en 1949 o en 1954 cuando Elena y yo comenzamos a ir a los bares de la Cuesta de las Perdices. O a aquel merendero de la carretera de Francia. O al meublé disfrazado de la carretera de Andalucía, desde cuya ventana del piso superior veíamos la pista del baile dominguero de marmotas y horteras.

Un agudo y momentáneo dolor en el vientre me dio unos escalofríos; caminé unos pasos. Apoyado en uno de los troncos, con los ojos cerrados y las manos en los bolsillos del pantalón, seguí con mis recuerdos. Una ráfaga de viento se me llevó el sombrero. Resbalé y casi caí al buscarlo en la oscuridad. El sombrero de Gaspar, se cantaba entonces.

Me divirtió la idea de encontrar, buscando el sombrero, uno de los tesoros de Joaquín. Me limpié mal que bien las manos de resina, restregándolas en un puñado de hojas puntiagudas y húmedas.

Me sorprendió haberme alejado tanto de la colonia. De ser de día, podría haber visto desde allí la costa, el cámping, el faro, la aldea, los techos de los chalets, los campos y las huertas. Una masa de tinieblas, con remotas y cambiantes claridades, me cerraba el camino. Poco antes de llegar a la carretera, distinguí a lo lejos los faros de tres automóviles. Continué, como tanteando el camino, y bostecé.