—Desde luego, Ernestina tiene razón —dijo Amadeo.
—Pues claro. La lista de invitados tenemos que redactarla todos o, mejor dicho, entre todos. Lo que yo decía…
Entonces, oímos los gritos de Joaquín. Desde un rato antes, los niños saltaban del jardín de Marta al de Claudette, irrumpiendo de vez en cuando por entre nuestras tumbonas. Incluso Andrés y Emilio les habían amenazado. Pero, súbitamente, antes de que Claudette hubiese terminado la frase, Joaquín comenzó a gritar como en un sollozo continuo que nos sobresaltó.
—Pero esos críos…
—¡Joaquín!, ¿qué sucede? —llamó Elena.
Amadeo, Andrés y yo corrimos hacia la cerca de piedra. Ni en el césped, ni en los primeros árboles del jardín de Marta, vimos a nadie.
—¡Joaquín! —grité, casi asustado.
Ernestina pasó la cerca antes que los demás. Cuando acabé de rodear el chalet, encontré a Ernestina y a Marta que reían del niño. Estaba atado a un árbol, sin debatirse, sin gritar ya, pero con unas redondas lágrimas en las mejillas. En seguida percibí su sufrimiento y me abalancé a quitarle la soga. No era fácil, por lo que Andrés corrió en busca de unas tijeras o un cuchillo. La cuerda, que le subía por los hombros como unos tirantes, en numerosas vueltas le ceñía el cuerpo y las piernas. Traté de aflojarla tirando de ella; el niño gimió de dolor. Poker apareció, con unos débiles ladridos.
—Quita —ordené a Ernestina.
De entre los numerosos nudos, empecé por aquellos que se clavaban en los tobillos. Había sido sujeto de arriba abajo. Mientras el esparto me raspaba los dedos, miré unos momentos al grupo. Elena, pálida, dejaba caer las manos a lo largo del cuerpo.
—Apartaos —dije a las mujeres, que querían besarle y acariciarle la cara—. Le hacéis daño, si le tocáis. Y tú no llores, hijo. En cuestión de un segundo, estás libre.
—¿Quién lo ha hecho? —preguntó Emilio.
—Siempre lo he dicho. Estos niños cada día están más salvajes.
—Calla.
—Tiene razón Dora —insistió Emilio—. Andan en libertad, sin horarios y sin obligaciones. Como golfos del puerto.
—Pero ¿y los otros? —dijo Ernestina.
—Vamos, aguanta un poco, valiente —me miró, los ojos nublados por las lágrimas, que le desfiguraban las comisuras de la boca—. Ya casi está.
—El tío Javier te va a liberar de los indios —ni siquiera sonrió a Claudette.
—Sin institutrices, sin nadie que los vigile…
—Javier —dijo Elena—, ¿no puedes ir más de prisa?
—A ver si Andrés…
Desenrollé las últimas vueltas. Tenía la carne enrojecida en los antebrazos, en las corvas de las piernas y en los muslos. En los bíceps de los brazos, donde la cuerda más se había hundido, se abrían unos surcos. Quise desabotonarle la camisa para examinar su pecho, pero apenas tuve tiempo de agarrarle por las axilas, cuando se le doblaron las rodillas.
—No, no se ha desmayado —le mantuve en brazos—. Dejadme pasar.
Me senté con Joaquín en un butacón del living de Marta. Andrés le acarició y se quedó mirándole. Se asía fuertemente a mí, con los ojos cerrados. Poco a poco y con movimientos de cabeza, contestó a las preguntas.
—No ha sido nada. Es más el susto que el daño.
—Esto no puede quedar así.
—Vamos, Emilio, ¿qué quieres hacer? —dijo Claudette.
Andrés le friccionó las piernas primero, los brazos y el pecho, con agua de colonia. Al secársele las lágrimas, le quedaron a Joaquín unos trazos negros en los carrillos.
—Marta, ¿quieres traer coñac?
—¿No le irás a dar coñac al niño? —dijo Dora.
—Sí, se lo voy a dar. Poco, por favor.
—Sí —dijo Marta.
—Pero es terrible. Ahora mismo tenemos que proporcionarles un buen escarmiento.
—Vamos a ver —Amadeo, en cuclillas, le cogió el mentón—, ¿por qué te hicieron prisionero los indios?
—Indios, indios… Inmediatamente, hay que encontrarles inmediatamente.
—Dime, Joaquín, ¿por qué?
—Elena, no ha sido nada, tranquilízate. Ya has oído a Javier. El niño se ha asustado y eso es todo.
—Seguro que han sido José y Enrique —Emilio se acercó al butacón.
—¿Quiénes te han atado?
—Sería jugando, sin intención —dijo Claudette.
—Oh, ¿por qué no le dejas ahora tranquilo?
—Quiero saber quién lo ha hecho. ¡No me da la gana de que nuestros hijos sean una canalla! ¡¿Me entiendes?!
Callaron todos. Emilio, sin mirarme, me enfrentaba; noté un pequeño temblor en sus manos, que restregaba sin pausa. Joaquín me abrazó más fuerte, al tiempo que yo trataba de controlar el tono de mi voz.
—Oye, Emilio, haz lo que quieras. Organiza la batida, si te apetece. Y, después de cazarlos, les torturas o te los comes crudos. Pero ahora, ¡deja tranquilo al niño!
Andrés le hizo beber un sorbo de coñac. Amadeo continuaba en cuclillas, con la vista baja, como contenido. Vi a Claudette, que avanzaba desde el fondo de la habitación.
—He dicho Enrique y José porque son los mayores. Mi hijo y el tuyo. ¡Mi hijo también!
—¿Y qué? Te regalo a mi hijo para que lo descuartices.
—Javier, no vengas con chulerías. Quiero encontrar a los niños para que vean lo que han hecho. Para castigarles en el mismo…
—Emilio —susurró Amadeo.
—… lugar y en caliente. Y así dejarán de ser la chusma, que…
—¡Emilio, vete a la puñetera mierda!
De inmediato, la voz de Claudette, diciendo algo que no entendí, sonó como un cristal que se rompe. Amadeo se puso en pie.
—¡Javier! —gritó Dora—. Pero ¿qué es eso?
Al mirar a Dora, se calló. Asunción lloraba y Ernestina y Amadeo intentaban poner calma. Joaquín continuaba asido a mí, como desesperado o rabioso. Rodeaban a Emilio, que persistía en sus amenazas.
—Por favor, las criadas… —advirtió Elena.
Cuando dejaron de hablar todos al tiempo, se oyeron más estridentes los sollozos de Asunción.
—Déjale en pie —dijo Andrés—. A ver cómo te sostienes. ¿Duele?
—No.
—Bien, me gusta que mi hijo sea valiente. ¿Estaba bueno el coñac?
Me aproximé a Asunción, que levantó los ojos entre sus manos y su pañuelo de encaje. En los brazos desnudos se le erizaba la piel en puntitos rojizos.
—Perdona, me he acalorado.
—Javier, ¿por qué os ponéis así?
—Los nervios. Perdona —uno de los tirantes del vestido se le había escurrido; la carne floja de su espalda, de sus clavículas, me entristeció—. No he querido ofenderte a ti.
—Ya lo sé —gimoteó Asunción.
—Vamos, vamos —dijo Marta.
—¿Para qué quieres organizar más fiestas, Ernestina? —dijo Amadeo con una voz aguda.
Ernestina rió. Claudette, que se colocaba un pañuelo negro en la cabeza, propuso que diésemos un paseo. Descubrí que Joaquín me tenía cogida una mano y le levanté en mis brazos.
—No, no, que ande por sí mismo. Este niño se va convertir en el cojito mimoso —dijo Andrés.
—¿Listos? —en la puerta, Claudette se detuvo—. Ve a dar un beso a tus padres.
Elena le estrechó en un largo abrazo y, cuando volvió a cogerse de mi mano, tenía los ojos empañados.
—Bueno, chico, basta de lágrimas. Estás bien y ahora nos largamos los tres a pasear.
—A la playa —dijo Claudette.
Anduvimos despacio por la calle. La tarde estaba llena de una luz gris, filtrada por las nubes, que permanecían quietas y altas, en una igual superficie. El momentáneo sol de la mañana había secado las piedras.
Claudette cantaba una canción italiana. Al pasar frente a mi casa, Leoncio, que caminaba por el sendero central, dio una corta carrera hacia la puerta.
—Vicente ha venido a verle. Está en la cocina.
—Ahora no puedo. Que vuelva mañana u otro día. O que te diga a ti lo que quiere.
—Quiere hablar con usted.
—Pues que vuelva.
—Si tienes… —comenzó a decir Claudette.
—Si es un pesado, que ni siquiera conozco. Tú dile que vuelva mañana por la mañana.
—Trabaja en el colmado.
—¿Qué quieres que haga yo? No voy a dejar todo por oír lo que me vaya a contar ése —Leoncio retiró la mano de la jamba—. Que vuelva.
—Está bien.
—Tampoco creo que tenga abierta la tienda todo el día.
—Sí, la tiene. Pero está bien.
Seguimos en silencio por el sendero. Claudette se retrasó a encender un cigarrillo. Joaquín volvió la cabeza y ella comenzó a correr y nos adelantó, incitándonos a seguirla. A Joaquín le ahogaba el aliento cuando llegamos a la playa. Claudette le derribó en la arena; ambos lucharon, mientras yo me senté a contemplar el mar, que lanzaba unas pequeñas olas muy espumosas.
—¿Quieres fumar?
—No, deja que descanse —Claudette se sentó frente a mí, con las piernas cruzadas—. Parece que ya está contento.
Cerca de la orilla, Joaquín construía una red de canales.
—Gracias a tus cuidados de madre adoptiva.
—Búrlate, pero el pobre crío debió de pasar un mal rato atado al árbol, sin poder librarse —yo hacía montículos de arena; al rato, me aconsejó—: No te quemes la sangre por lo de Emilio.
—No pensaba —levanté la cabeza— en Emilio.
Cogió un cigarrillo del paquete. Con el cuerpo hacia delante para alcanzar la llama de la cerilla, el pelo fuera del pañuelo y sobre el lado izquierdo de la frente, la rejuvenecía. Cambiamos una sonrisa. El aire inmóvil presagiaba tormenta.
Claudette silbaba en sordina. Ya habían desaparecido aquellos flujos de sangre que se acumulaban en el rostro. En las piernas me quedaba un hormigueo. Las ideas continuaban confusas en mi cabeza como sordos manotazos. Claudette me contemplaba, los labios redondos por el silbido, la mano derecha con el cigarrillo a la altura de la sien.
—Oye, te debo parecer un loco.
La risa le salió fácil, tranquilizadora.
—No —retiró la mirada—. Me extraña tu nerviosismo, simplemente. Nunca te había visto como esta tarde. Y te he oído discutir muchas veces.
—¿Qué me pasaba esta tarde?
—Ansiedad. Cuando te has acercado a Asunción, cuando mirabas a Elena, cuando abrazabas a Joaquín como si fuesen a quitártelo.
—Pero si era él quien se abrazaba a mí.
—Además, Dora te irrita. Disculpa que me entrometa, pero he descubierto que te irrita Dora.
—No van las cosas bien.
—Lo siento.
—Hace mucho tiempo que las cosas se torcieron. Me gustaría que alguna vez se pusiese de mi lado, aunque yo estuviese cargado de injusticia o de tontería.
—Supongo que eso lo harás pasar pronto.
—¿Yo? ¿Sólo yo?
—Sí, tú.
—Ella también forma parte de la sociedad.
—Pero ella es la más débil. Y tú eres el hombre más fuerte que he conocido.
—Claudette, ignoraba mis aptitudes de forzudo de barraca.
—No bromees. Te hablo en serio, aunque es algo que me produce mucho miedo.
—Supongo que me consideras fuerte porque trabajo mucho, porque manejo negocios y porque los negocios me salen bien.
—También por eso. Pero, sobre todo, porque sabes tratar a las personas. La gente te admira.
—¿La gente?
—Sí. Amadeo, por ejemplo, que es más listo que tú; o Andrés, que es más bueno. O Santiago, que es más hábil. Y Joaquín, que sólo se siente totalmente seguro cuando está contigo. No sé explicártelo, pero transmites confianza. Dora, posiblemente, esperará que se la devuelvas.
—Mira —puse una mano en una de sus rodillas—, eres tú quien resulta excepcional. Sí, sí, tú.
—¿Por qué dices eso?
—Por la romántica idea que tienes de mí y calculo que de todas las demás personas que quieres. Puede que yo tenga voluntad. Una voluntad cerril, que me sirve para embestir o para aguantarme. Que es más difícil.
—No me interesa analizar tu fortaleza. La tienes y, en cierta medida, muchas personas dependen de ti. De tu humor, de tus cambios de carácter, de lo que decidas tú en definitiva.
—También hablo yo en serio, Claudette, y a mí también me produce como vergüenza hablar así. Pero no decido mucho. Hace poco que voy descubriendo que en los últimos años sólo he decidido sobre acciones, créditos y empresas filiales. El mundo es grande, con muchísima gente. Que me ven de una forma muy distinta a la tuya.
—Bien, si te encuentras fatigado, será conveniente que no abras las cartas, ni hables de negocios con Amadeo, ni pienses en las cosas que tienes que hacer o mandar hacer. Espero que se pase este tiempo de perros y sea verano de verdad y todos estemos contentos y nos queramos mucho, que es lo bueno y lo divertido. Como dice Andrés. Mañana mismo organizo una escapada al pueblo. O a Barcelona. La colonia, con nubes y viento, no es más que una madriguera.
—De acuerdo. Pero sin Emilio.
—Pobre Emilio. Comprende que está sorprendido aún de haber tenido tantos hijos. Se carga de responsabilidad.
Había anochecido. Claudette llamó a Joaquín, que se acercó arrastrando los pies por la arena. Le limpió las manos y le preguntó si tenía frío.
—No.
—¿Te ataron por lo del tesoro?
—Sí, quieren saber dónde tengo el tesoro.
—Y ¿dónde lo tienes, si no es secreto? —preguntó Claudette.
—Es secreto.
—¿También para mí?
—Bueno —dudó—, también para vosotros. Se dijo que yo me encargaría de guardarlo. El tesoro es mío.
—Si es sólo tuyo, haces bien en no decirlo —le aconsejé.
—Es sólo mío. Y no quiero decírselo a ellos. Aunque me vuelvan a atar o aunque me den tormento.
—¿Tormento?
—No, no te darán tormento —dije—. Les hablaré y estableceremos las bases de la guerra. ¿No tienes a nadie en tu banda?
—Asun y Martita no querían que me atasen, porque a lo mejor quieren ser de mi banda. Pero no me fío.
—Porque son mujeres, naturalmente.
—¿Cómo?
—Tía Claudette quiere decir que haces bien en no fiarte, hasta que te demuestren que de verdad están a tu lado.
—Tía Claudette —se puso en pie— no quiere decir eso. Pero comprende que se encuentra en minoría.
—A ti —me tiró del cuello de la camisa— tampoco puedo decírtelo, ¿sabes?
—Bah, no te inquietes. Comprendo perfectamente que no se descubre a un mayor el escondrijo del tesoro. Los mayores acaban por estropear todos los tesoros. Espero que el tuyo esté en lugar seguro.
En la oscuridad, al tiempo que Claudette sacudía su falda, le sentí sonreír.
—Sí, es muy difícil de adivinar.
Le subí en brazos. Cuando llegamos a la colonia, se había dormido. Ni al hacerse cargo de él la doncella se despertó. Joaquín tenía una sosegada expresión en la cama, de cansancio satisfecho.
Estaban en el jardín de Marta. Santiago, que había regresado del pueblo unos minutos antes, salió a recibirnos.
—Ya me han contado la riña con Emilio.
—Anda, cotilla, dame un beso —Claudette le apretó las mejillas con las dos manos.
Amadeo, Emilio, don Antonio y Andrés jugaban una partida de mus. Marta me trajo un whisky.
—No te preocupes —tranquilicé a Elena—. Se ha quedado dormido.
—Emilio —dijo Asunción en voz baja— congregó a los chicos y les estuvo regañando.
—Oye, Asun, créeme que tuve remordimientos. Por ti.
Me dio una palmada en el hombro, sonriendo.
Ellas hablaban de sus partos, de sus criadas, de sus neveras. A mi espalda, les oía a ellos las fórmulas del juego. Marta distribuía los aperitivos, daba órdenes a las criadas. Ernestina y Santiago discutían la organización de la fiesta. Encendí un cigarrillo, con el consuelo de que, después de todo, hacía buena noche, que en Madrid estarían agobiados de calor, de bochorno espeso y maloliente. Al despedirme, Emilio ni me miró.
—Apenas cenaré, Dora.
—Ah, oye, ha regresado ya Rufi.
—Hasta mañana a todos, otra vez.
Rufi me preparó un sandwich y un vaso de leche, que llevó al dormitorio. Quizás había adelgazado. Se sorprendió de que le preguntase por las fiestas.
—¿Y de novio?
—¡Huy! —sonrió—. Pero si casi no hay hombres en ese pueblo. Mis primos y pocos más. Además, que a mí me gustan los de mi tierra.
—Hace bien. Aún es muy joven, Rufi.
Los ojos, pardos y almendrados, tenían una luz burlona. Dejó de sujetar la puerta y salió de la alcoba, con un contoneo.
Después de la ducha, entré en las habitaciones de Enrique y Dorita. Cené en la cama, con el proyecto de leer la novela que tenía empezada. Me gustaba recordar a Claudette, mirando en la pintura rugosa del techo las sombras móviles. Su rostro recortado por el negro pañuelo brillante. Me dormí, casi sin pensar, con la lámpara encendida.