Al apoyarse sobre un codo, resbaló la sábana, dejándome más de medio cuerpo descubierto. El vidrio de la ventana dividido en cuatro por unas delgadas varillas de madera continuaba cubierto por las gotas de agua. Aquella lluvia fina, pertinaz y mansa, oscurecía la tarde desde dos horas antes. En la penumbra blanqueaban las piernas de Elena. El cigarrillo, que había fumado después, era un corto cilindro de ceniza en el cenicero de baquelita. Un penetrante olor a sudor, a tabaco, a madera mojada, se mezclaba al perfume de Elena y al aroma de su cuerpo. Cuando retiré el brazo, que había extendido, las yemas de mis dedos rozaron sus rodillas.
—Me he dormido.
—Sí —dijo ella también en un susurro—. ¿Te encuentras bien?
—Hum.
—Sigue lloviendo —su rostro se me hizo visible por el movimiento de su cuello—. Yo estoy muy a gusto.
—Vas a coger frío.
—No, no hace frío.
Tanteé sobre la mesilla, hasta encontrar el paquete de cigarrillos. Me incorporé para darle lumbre a Elena, con la cerilla en las manos formando cuenco, y le besé los labios de través, en una comisura. Al dejarme caer, oí su pequeña risa satisfecha. Estuvimos un largo tiempo en silencio, con el ruido de la lluvia en la ventana.
—Ponte algo o pescarás un buen catarro.
—No seas pesado. Estoy bien así.
El armario, de una madera clara recién barnizada, llenaba más de la mitad de la habitación. Junto al armario, la puerta del cuarto de la ducha estaba entreabierta a los verdes baldosines, que cubrían la pared sin un brillo.
—Ven.
Se incorporó en el sillón, abrió los brazos y, sin llegar a ponerse de pie, llegó hasta mí. Dejé los labios contra su cuello, apretadas las manos a su espalda. Elena movía imperceptiblemente las piernas y canturreaba. Percibí la alegre disposición de sus buenos momentos.
De improviso, se arrodilló en la cama.
—¿En qué piensas?
Su movimiento me hizo parpadear. Elena, con las manos apoyadas en el colchón, dejaba su rostro muy cerca de mis labios.
—En nada. No pensaba en nada.
—Podías haber dicho que pensabas en mí.
—No hay necesidad de pensar en ti. Te tengo y es mejor.
Hizo oscilar el colchón. Al levantar la cabeza, tropecé con su barbilla; le puse una mano en la nuca, mientras nos besábamos. Volví la cabeza a la almohada. Ella continuó arrodillada, escrutándome con una sonrisa burlona, casi enternecida.
—Siempre se piensa en algo, cuando se pone la cara que tú tenías.
—No has podido verme la cara.
—No necesito verla para saber qué gesto tienes.
—Y ¿qué gesto era?
Con una lentitud estudiada, como en un juego, dobló los brazos, tendiéndose a mi lado.
—Uno que se te pone con frecuencia estos últimos días. De hombre que está ausente —pasó un brazo por mi pecho—. Llegas de extraños paseos, te sientas, te quedas con un vaso en la mano y una sonrisa de máscara. Si no fuese porque me disgusta que estés preocupado, me encantaría verte así. Nunca has estado entre la gente más en las nubes.
—No tengo ninguna preocupación. Debe de ser el tiempo, que me adormila, como hace un rato. Que me embota.
—Será el tiempo.
Me puse de costado, rozándonos las mejillas.
—¿Jugaste al tenis esta mañana?
—Sí. ¿Qué hiciste tú con los niños en la playa?
—No sé. Buscamos conchas, trepamos por las rocas, construimos un castillo. Estaban contentos. Luego nos regañó Asunción, por habernos ido después de misa sin cambiarnos de ropa. Realmente, volvieron como para meterles en el baño, con zapatos y todo.
—Yo, después del tenis, recurrí a toda mi sabiduría social para poder estar ahora contigo.
—Elena, jugando con piezas humanas y dando mate. Como Amadeo, que siempre gana.
—¿Quieres fumar?
—No; si aún no he terminado éste.
Permaneció tendida, con una pierna fuera de la cama que doblaba y extendía despacio. En la habitación decreció la luz. Olía fuerte el aire quieto y comencé a sudar. En cambio, su piel estaba fresca. Cuando volvió la cabeza, sentí sus pestañas en mi frente.
—¿Quieres tomar algo? —murmuré—. ¿Una taza de café o un bocadillo?
—No, déjalo —se sentó en la cama—. Prefiero no verle la cara a esa horrible mujer.
—Puedo salir yo —abrí los ojos.
—No.
Con la cabeza doblada sobre un hombro, contemplé la espalda de Elena, corta y llena. Me levanté para ponerme a su lado, frente a la ventana. Los baldosines rojos de la terraza, que era el techo del cobertizo donde guardaba el coche, escurrían el agua hacia el sumidero. Más allá de los primeros árboles, los campos, llanos y de distintos colores, se empapaban de la llovizna. Se alcanzaba a ver una curva de la carretera. Al crepúsculo, solían surgir, para desaparecer inmediatamente, los faros de algún vehículo.
—Nunca hemos pasado una noche aquí.
—Sí, es verdad —volvió la cabeza—. Hace mucho tiempo que no hemos pasado una noche juntos.
—Verás —comencé a decir—. Me ha impresionado lo de esa chica. No impresionado exactamente, sino otra cosa. Que me he puesto a pensar en lo que veo. Esto no me sucedía antes.
—No te entiendo —dijo.
—Antes veía a las personas y no pensaba en ellas. A cierta clase de personas. Maleteros, camareros, criados, pescadores. Gente de ésa. No sé por qué ahora pienso con frecuencia en ellos. Me parece que están vivos —ella dio un paso atrás y se sentó en el borde de la cama; supuse que, con las manos cruzadas sobre los muslos, esperaba que hablase—. Te lo digo, porque tenía que decírselo a alguien.
Su sonrisa sonó brevemente.
—Oh, qué tonto eres. ¿Ahora vas a sentir la necesidad de disculparte conmigo?
—Es que ahora, que me he puesto a contártelo, se me aclara lo que en estos últimos días me daba vueltas en la cabeza.
—Evidentemente estabas raro.
—La cara de esa chica me hizo recordar los tiempos de la guerra. Al principio, lo tomé como una novela policíaca. O como una película. Las investigaciones, el forense, el juez, la policía. Pero hubo un momento en que dejé de pensar en ello de esa manera. No sabemos nada de esa muchacha; ni su nombre, ni su familia, ni dónde vivía, ni lo que deseaba ni por qué ha muerto, ni siquiera su edad. No sé si me explico.
—Anda, sí, continúa.
—Era como descubrir otra raza de personas —sentado en la cama, pasé un brazo por los hombros de Elena— en las que nunca se piensa, que son casi como objetos. El tipo que te lleva la maleta, el tipo que te limpia los zapatos, el tipo que te vende el paquete de tabaco. No son amigos míos, ni clientes, ni nada. Pero he empezado a mirarles y a preguntarme dónde está la culpa.
—¿Qué culpa?
—La culpa de que hasta ahora no haya pensado que ellos son hombres.
—Pero, Javier, todo esto es infantil. Nadie ignora que esa gente es igual que nosotros. Pero viven de distinta manera.
—¡Eso es lo que yo trato de averiguar! ¿Por qué viven de distinta manera? Hace un rato, creo que era lo que pensaba. Nosotros estamos aquí, nos hemos buscado una buena disculpa para pasar la tarde juntos, cenaremos juntos, mañana continuaremos juntos. Todo ello supone muchas cosas. Tener muchas cosas. ¿Por qué las tengo yo? ¿Qué ha sucedido para que yo no esté de limpiabotas en cualquier bar de por ahí?
Rió tenuemente, al tiempo que se aplastaba contra mi pecho y me besaba el cuello, los lóbulos de las orejas. Permanecí quieto, manteniendo entre mis manos una de las suyas.
—Porque tú has nacido en una buena familia y, además, eres… Déjame que termine. Y además eres inteligente, muy inteligente, y muy trabajador. Y honrado. Y sabes lo que quieres. ¿De acuerdo? —su boca reptaba hacia mis labios—. Dime si no es así. Si no es así, no te quiero. Dímelo.
La hice caer empujándola por los hombros. Ella se burlaba de mí con una feliz ansiedad. Luego dejó de hablar y, al final, quedamos unos minutos inmóviles, enlazados en una incómoda postura.
—Debe de ser tarde —dijo.
Se levantó de un salto. Mientras Elena se duchaba, quedó abierta la puerta. Yo me estiré, con las piernas abiertas, ocupando toda la cama. En la ventana persistía un coágulo de claridad.
Ella y yo nunca nos habíamos ocultado nada, ni aun la más tonta sensación o el más enrevesado pensamiento. Pero quizá, por vez primera desde que estábamos juntos, yo me había explicado torpemente y ella estaba, aun sin saberlo, decepcionada. Por la puerta, contra la madera clara del armario, salía la luz eléctrica. Regresó con la piel olorosa y fría.
—Son las ocho y media —se inclinó y rozamos un beso.
—Me gustaría que se te rompiese tu maldito reloj.
—A mí también, cariño, pero son las ocho y media.
Se vestía metódicamente, con los precisos y regulares gestos de siempre. En la penumbra, se encontraban nuestras miradas y ella suspendía por unos segundos su movimiento para sonreírme. Elena me mandó cantar más bajo en la ducha. Cuando volví al dormitorio, había encendido la bombilla del techo y la lámpara de la mesilla de noche; se maquillaba, sentada en la butaca. Cerré las contraventanas.
—Bajarás tú primero, ¿verdad? —encendió un cigarrillo—. ¿Hasta cuándo estaremos sin venir? Echo de menos nuestro apartamento de Madrid. Esto parece un meublé.
—Siempre te ha gustado la habitación.
—Menos a la hora de enfrentarse con esa mujeruca.
Elena se quedó en el rellano de la escalera. Anduve por el estrecho pasillo de baldosas rojas, recién colocadas, que terminaba en la puerta de la cocina. La mujer, de espaldas, se inclinaba sobre el fogón.
—Nos vamos ya, Antonia.
—Ah, muy bien, señorito. ¿Quieren tomar algo los señoritos antes de marcharse? El comedor está arreglado.
—Gracias. Nos vamos ya.
Cogió los billetes, sin mirarlos, con una sonrisa fija en la piel distendida de los pómulos.
—Está descorrido el cerrojo. Yo les avisaré.
—Hasta otro día —cerré la puerta detrás de mí.
Elena y yo recorrimos el pasillo, cogidos de la mano. Bordeamos el corral; tras las telas metálicas de las conejeras hubo un rebullir. Abrí la puerta del cobertizo y Elena entró, corriendo, guareciéndose de la lluvia. El motor, que estaba frío, tardó en ponerse en marcha. Con los faros apagados y en primera, atravesé el patio hasta la esquina de la casa. Elena escondía el rostro en el cuello subido de la gabardina. Antonia movió los brazos, indicándome camino libre. Se me caló el motor al cruzar la cuneta; las ruedas delanteras quedaron sobre el firme.
—Podrían haber construido un paso aquí, ya que es su oficio.
—No viene nadie —dijo Elena.
Con el morro del automóvil enfilado al centro de la carretera, aceleré. Los limpiaparabrisas funcionaron con un chasquido inicial y los haces de luz iluminaron la lluvia.
—Todo en orden —suspiró.
—Nunca sucede nada.
—Sí, pero me encuentro más tranquila cuando hemos acabado de salir.
A más de setenta, zumbaba el aire en mi ventanilla, que llevaba unos centímetros abierta. Veía las manos de Elena a la escasa luz del cuadro de mando, la fosforescente punta del cigarrillo, su falda, que dejaba al descubierto sus rodillas, redondas, grandes. Comprobé la hora. Elena, que había intentado arrancarle algo más que ruidos a la radio, desconectó. Cruzamos pocos automóviles en dirección contraria. Después del puente, la carretera bajaba ya. A lo lejos, entre la lluvia que era más escasa, aparecieron las luces de la colonia.
—Para —dijo, de pronto, Elena.
Frené lentamente a un lado de la carretera.
—¿El último cigarrillo?
—También eso. Pero ¿sabes dónde estamos?
—Sí, ¿por qué?
—No, no lo sabes. Hace siete años, veníamos tú y yo de Francia…
—¡Ya!
—Era una tarde de mucho sol y mucho frío. Nos paramos aquí a ver el mar. Estuvimos por los pinos, nos sentamos en la cuneta. Y pensamos hacer una ciudad ahí. Una ciudad nuestra.
—Tú elegiste el sitio. Aquella noche nos dormimos muy tarde, haciendo planes.
—¿Comprendes ahora por qué eres distinto? Porque eres capaz de construir una ciudad en un trozo de tierra, que a mí me gusta. Y ganar una montaña de dinero en ello. Por eso eres distinto y porque nadie sabe que tú y yo lo pensamos juntos y que lo hiciste —su mano tropezó en el volante— para los dos. Creo que tienes derecho a sentirte diferente y a no preocuparte por ciertas cosas.
—Pero yo… —ella me calló con un beso.
Aplastó el cigarrillo, riendo.
—Deja de pensar en esa chica. No me gusta que pienses en otras mujeres, sobre todo si están muertas.
Pisé el embrague y el automóvil comenzó a rodar cuesta abajo. La inercia, a los pocos metros, puso en marcha el motor.