María dejó la tetera sobre la mesa y Dora sirvió.
—Esta mañana estuvo otra vez a verte ese hombre.
—¿Quién?
—Ese que es amigo de Leoncio. Vicente, creo que se llama.
—Ya. ¿Y los niños?
Dora se levantó a cerrar la vidriera.
—En casa de Asunción.
—¿Joaquín también?
—No sé. Ayer se pasó la tarde encerrado en el desván, según me dijo Elena —sonó el teléfono y Dora volvió a levantarse—. Perdona, María no oye desde la cocina.
La habitación había quedado quieta al cerrar Dora el ventanal. Oía fragmentariamente su conversación en el vestíbulo. El té regularizaba mis jugos gástricos; aquella luz tamizada de la tarde me descansaba. Posiblemente, dentro de unas horas, cuando la cena, volviese a llover. Sobre la mesa de cristal, entre el correo, destacaba el grueso sobre de la oficina de Madrid. Al oír los pasos de Dora, abrí los ojos. Sus zapatos de tacón alto le alargaban las piernas, al final de la corta falda de amplio vuelo. Se quedó frente a mí, como buscando algo.
—¿Era Ernestina?
—Sí. Están ya todas en casa de Marta.
—Vete.
—Siento retrasarlas, desde luego.
—Vete. No creo que ese hombre te necesite a ti. Si eres imprescindible, telefoneo y asunto concluido.
Dio aún una vuelta por el living, antes de decidirse.
—Tendrás tú que abrir la puerta.
—No te preocupes.
Se sentó en uno de los brazos de mi butaca.
—No recuerdo si le di permiso a Rufi hasta el lunes o hasta el martes.
—Pero ¿a dónde iba?
—A las fiestas del pueblo de esos parientes suyos. Por Gerona, creo. No podía negarme, ya sabes. Es ridículo que tengas tú que abrir la puerta a la policía. Pero, compréndelo, no pueden empezar sin mí.
Me levanté para despedirla. En el jardín el viento movía las ramas. Estuve tentado de acercarme a la piscina, pero regresé al living.
La carta de Emilia ocupaba tres folios, que, en un estilo minucioso, daban cuenta de todo lo sucedido en la oficina en aquellos últimos días, así como relacionaba los documentos adjuntos. Tomé nota para el abono de una doble mensualidad a Emilia por la renuncia de sus vacaciones. Tendría que escribir al abogado, a uno de los consejeros, a los suministradores de Bilbao. Continué leyendo y, poco a poco, se me diluyó el interés por la correspondencia. El té, frío ya, tenía un gusto metálico. Durante unos minutos, contemplé el retrato enmarcado de los niños. Enrique había crecido desde aquella fotografía. En alguna parte había de estar el libro, empezado un mes antes, pero no tuve fuerzas para buscarlo ni para reanudar la lectura del periódico, que se encontraba al alcance de la mano. Calculé sobre el bloc los beneficios de una importación de válvulas y, después, reemprendí el trabajo sobre un estudio financiero de Amadeo de instalación de un sanatorio de lujo. Cuando recordé que estaba esperando al inspector, me adormilé en la penumbra, con los papeles en las rodillas y el bolígrafo rodando entre los dedos. Me despertó el timbre. Antes de salir a abrir, encendí las luces del living y del vestíbulo.
El policía dijo su nombre en el mismo umbral, con la mano extendida.
—Pase. Raimundo, el de la tienda, ya me había hablado de usted.
Restregó las suelas de los zapatos en el felpudo, antes de seguirme al living. Resultaba extraña su americana. Y su corbata y el brillo negro de su calzado.
—¿Quiere beber algo? Siéntese, por favor.
Se puso las gafas y sacó un pequeño cuaderno con tapas de hule, dirigiéndome una sonrisa de disculpa.
—Tiene que perdonar el retraso. Nunca se puede calcular el tiempo que van a llevar los interrogatorios.
—Es lo mismo. Estaba trabajando.
—Pues sí, Raimundo y yo somos amigos —dejó de colocarse la raya del pantalón—. Usted ya sabe de qué se trata. Un simple formulismo, por si puede aportar algún dato de interés.
—Estoy a su disposición. ¿De verdad no le apetece beber algo? ¿Y café?
—Acabo de tomar café en casa de don Antonio. ¿Quiere decirme cómo se enteró de la aparición del cadáver en la playa?
Se sujetó las gafas de montura invisible. De cuando en cuando, tomaba alguna nota mientras yo hablaba.
—¿Vio usted el cuerpo en la misma playa?
—Sí. Además, una mañana fui a la caseta donde lo habían colocado. El guardia me dejó entrar y estuve contemplando la cara de la chica.
—No la conoce, ¿verdad?
—No.
—¿Qué edad le calcula usted?
—Veintitantos. Más cerca de treinta que de veinticinco. No sé. Es difícil.
—¿Ha oído usted algún comentario que juzgue importante?
—Pues no. Permítame, ¿saben ustedes ya de quién se trata?
—Estamos a punto de saberlo. Por otra parte, ¿cree usted que los niños, al descubrir el cuerpo de la mujer, tocaron algo?
Contesté precipitadamente, porque en aquel instante llamaron a la puerta.
—No creo —dije, al tiempo que me dirigía a la salida—. Los niños estaban asustados.
Pasé a Amadeo al despacho. El inspector miraba los cuadros del living.
—Tiene usted buenas reproducciones —se sentó de nuevo.
—El Dufy no es una reproducción. ¿Le interesa la pintura?
El rubor le enrojeció el principio de la calva, donde la piel se le plegaba en unas dunas amarillentas.
—Casi no entiendo. Entonces, decía usted que los niños estaban asustados.
—Asustados y asombrados. Piense que era la primera vez que veían una mujer desnuda. Y un cadáver.
—Comprendo. Ahora bien, los niños pudieron ver u oír algo que les asustase especialmente. ¿Ha pensado en ello?
—Lo hubiesen dicho. Llegó en seguida Leoncio, el jardinero. Vive aquí todo el año, con su mujer.
—Esta mañana estuve interrogándole.
Guardó la libreta, después de quitarse las gafas. Sus párpados temblaron brevemente.
—¿Alguna cosa más?
—Yo ya he terminado de molestarle.
—No ha sido molestia. Le confieso que tenía otras ideas sobre los interrogatorios. Ideas del cine y de las novelas, claro.
—Bien —sonrió—, no siempre es igual. Depende de las personas, naturalmente.
—Gracias.
—Y de los casos.
La chaqueta, demasiado larga, se arrugaba en el borde. Volvió la cabeza cuando le hablé.
—Espero que éste se solucione pronto.
—Suele ocurrir que un asunto, que parece complicado por los primeros indicios, luego se resuelve rápidamente. Como una madeja, que se deshace casi por sí misma cuando se encuentra el cabo.
—Ayer Raimundo me dijo que era usted un gran pescador.
—Él es muy amigo de sus amigos. Me gusta pescar, pero no saco gran cosa. Sobre todo, con este tiempo.
Le acompañé hasta el primer escalón de la veranda. La tarde estaba ennubarrada, con viento que hacía sonar todo el jardín. Cuando volví a entrar, sentí frío. Amadeo, desde la puerta del despacho, vino hacia mí con las manos en los bolsillos del pantalón.
—¿Cómo se ha portado?
—Ah, bien, bien. ¿Estuvo en tu casa?
—No. Le encontré en casa de Claudette y allí me soltó sus preguntas.
—¿Prefieres beber algo o dar un paseo?
—Hace un tiempo infame. Yo estoy de partida con Santiago. Le he dejado pensando un movimiento, mientras me daba una vuelta a que me contases.
Empujé la valla y cedí el paso a Amadeo.
—Pues, ya te he dicho. Bien. ¿Sabes que se llama Julio? Le interesaba si los niños…
—No, no, no —cortó Amadeo, riendo—. Por favor, dejemos los cotilleos sobre esa desgraciada. Me preocupa más lo de anoche. Lo que hicisteis anoche Ernestina, Andrés y tú.
—Pero si no hicimos nada de particular; bebimos unas copas, bailamos, nos acostamos tarde. Lo de siempre —le cogí del brazo—. Ya sabes que siempre es lo mismo.
—Ernestina dice que lo pasasteis en grande. ¿En qué consistió?
—Ernestina se lo pasa en grande siempre que logra estar fuera de casa.
Amadeo se paró.
—Si no te importa, vamos hacia casa de Santiago.
—Ah, sí, hombre, perdona —cruzamos la calle—. Se conoció a unos americanos, unos tipos estrafalarios, pero simpáticos. Hasta me temo que les convidásemos a pasar unos días aquí. Total, que esta mañana tenía una resaca espantosa a las doce, cuando me desperté.
Amadeo se abotonó la chaqueta y yo le solté del brazo. Las farolas, recién encendidas, lanzaban por la soledad de la calle su claridad, que el viento llenaba de intermitentes sombras. Doblamos la esquina y, al llegar frente al chalet de Claudette, nos detuvimos.
—Siento haberte defraudado con lo de anoche.
—Hombre, es que no hay derecho. Está uno todo el día encerrado en este pozo, más aburrido que una mona, y cuando se las promete felices… ¿No entras?
—Me acercaré por tu casa a ver cómo va la canasta de las señoras. Que dé mate el mejor.
—Hasta luego.
La puerta de madera crujió al moverla Amadeo. La sombra del voladizo de la terraza del chalet, en forma de aguja, caía más allá del porche. En la fachada había luces eléctricas. El viento hinchaba algunas persianas. Me senté en la cerca de piedra, que separaba los jardines de Amadeo y Santiago, entre cuyas junturas crecía una corta hierba muy verde. Sobre el césped, las luces de la casa formaban rectángulos irregulares. Por unos instantes, creí oír las voces de ellas, sus agudas palabras tratando de imponerse unas sobre otras. Regresé a buscar el automóvil.
Enfrente, la montaña, casi invisible, negreaba de pinos. En las huertas atardecía aún. La luz del sol, a través de las nubes, dejaba tenues los perfiles del terreno.
Unos dos kilómetros antes de la aldea, dejé aparcado el coche fuera de la carretera y tomé un atajo en el que las roderas de los carros eran bastante profundas. Me hacía gracia pensar que, detrás de mí, quedaban ellos, encerrados en los chalets, como en cajas de cerillas apiñadas, jugando al ajedrez, a la canasta, los niños con sus juguetes, intercambiando historias. Silbaba, hasta que me detuve a encender un cigarrillo.
Un brillo indeciso señalaba el mar. El camino, desde allí, bajaba en pronunciada pendiente hacia la aldea de los pescadores. Las huertas eran más escasas y pobres. Aspiré hondo el olor de la tierra húmeda. No muy lejos se movió una luz, llevada por alguien que caminaba entre los bancales con un farol de petromax.
Aquella chica tendría familia. Hasta entonces no había reparado en ello. Seguramente contemplarla tan aislada en medio de la arena, bajo una sábana, o en la caseta, con aquel amanecer que daba un espesor de carne muerta a su piel, me había determinado a considerarla como un objeto que se sabe tuvo mucho valor. Pero era probable que viviesen sus padres, sus hermanos, incluso que hubiese tenido un hijo.
Me recreaba morbosamente en inventarle una vida a la muchacha y decidí seguir andando. Aun así, continué pensando en ella y de una manera diferente hasta como entonces lo había hecho, porque, a partir de aquel momento, la muchacha poseía una especie de vida, una solidez o un valor, en mi memoria.
La luz de petromax convergía hacia el mismo punto que mis pasos. Era ya noche cerrada y descendí más lento. Luego, descubrí una bombilla suspendida en el aire; unos minutos después, se distinguía ya la esquina de la casa, desde donde lucía. Como casi todas las de la aldea, tenía un solo piso. Nunca me había parado a examinar aquellas paredes desmochadas, aquellos tejados bajos, aquellas disformes vigas de madera carcomida. Vista la pared a la luz siniestra de la bombilla, parecía como una barrera de miseria, interceptando el camino, el viento, el olor de la tierra.
Las callejuelas por las que anduve estaban desiertas. Olía a pescado y se escuchaba el rumor del mar. Desemboqué en la playa, a lo largo de la cual se alineaban frente al mar y durante unos trescientos metros más casas de un único piso. La acera de cemento sin alisar corría paralela a una reguera de guijos, siempre llena de agua sucia. En el dique, donde amarraban las barcas, estaban encendidas las farolas.
Había grupos de mujeres sentadas en sillas bajas a las anchas puertas de las casas. Algunas barcas pequeñas permanecían sobre la playa. La costa formaba una cala de rocas muy altas, desde las que arrancaba el dique. Unos chiquillos, que me habían seguido, me adelantaron a la carrera. Al rato, vi salir de la taberna a Juan. Salté a la acera al llegar cerca de él. La mano de Juan era áspera y muy fuerte.
—¿Cómo va esa salud, don Javier? A ver la barca, ¿no?
—Dando un paseo más bien. ¿Y los tuyos, Juan?
—El chico, regular, con las fiebres. Cosa del vientre, que le empieza llegando estos meses. Pero no se le curan.
—Vaya, lo siento. Sin salir a la mar, claro.
—Usted verá. Con este tiempo, poco se sale.
—Oye —recordé de pronto—. Yo te debo a ti dinero.
—Deje usted —dio un paso atrás—. Ya arreglaremos cuentas.
—Pero, hombre, si no hay que arreglar cuentas. Yo te debo lo de estas semanas y ya está. ¿Cuánto es?
—No corre prisa, don Javier.
—Dime, dime. Pero si es que se me ha olvidado. Te debo desde que llegamos. Ahora no llevo dinero encima, pero mañana te lo mando.
—Son —la voz de Juan se adelgazó— trescientas pesetas.
—Bueno, hombre, y ¿qué dices? ¿Cómo van las cosas?
—Mal.
Uno al lado del otro, caminamos unos pasos por la acera. Algunas mujeres saludaban y unos pescadores se quitaron la gorra. Los chiquillos corrían por la arena o trepaban a las charcas, en silencio, mirándonos a Juan y a mí.
—Las cosas se arreglarán.
—Llevamos muchos días sin salir. Y la radio ha dicho que hasta mediados de la otra semana tenemos temporal.
—Pues el mar no parece muy revuelto.
—Aquí no. Pero salga un par de millas y empezará el baile. Además, es inútil, porque no hay pesca. ¿Quiere usted echarle un vistazo a la Dorita?
—No hace falta.
En una ojeada percibí el largo local de la taberna, el humo, las bombillas, los hombres sentados, los que se apoyaban en el mostrador.
—¿Quiere usted un vaso de vino con una sardina?
—No, gracias, Juan. No tengo ganas de tomar nada. Hace tiempo que no se baja por aquí a comer sardinas. A ver si el tiempo mejora.
—Hace unos días lo comentábamos, que los señores no bajan ya a comer sardinas asadas.
Los chiquillos corrieron, dando gritos, detrás de un automóvil con matrícula alemana.
—¿Del cámping?
—Sí, señor. Extranjeros del cámping. Vienen a comprar vino y a hacer fotografías. ¿Y qué se dice por la colonia, don Javier, de la muerte de esa chica? La policía ha estado aquí para preguntar, pero, claro, nadie sabía nada.
—Ellos tampoco saben nada, pero no creo que tarden mucho en aclarar el asunto.
—Ellos tienen medios. Aquí nada sabíamos. Parece que fue ahogada, ¿no?
—¿Ahogada? No, no tenía aspecto de ahogada.
Juan encendió el cigarrillo que le había dado. Una mujer gritó un nombre a dos muchachos que enrollaban un cable sobre la arena. Juan me acompañó hasta la salida del pueblo.
—Sí, en las huertas se trabaja más. Pero no todos tienen huerta y no a todos les gusta la tierra. Ya sabe usted que éste es un pueblo así. Aquí debíamos tener Hermandad del Campo y Cofradía de Pescadores.
—Sé que trabajáis mucho.
—Sí, señor, eso sí. Trabajar, trabajamos.
—Bueno, hombre, pues hasta otro día. Te mandaré con Rafael esas pesetas. Y que se mejore el chico.
—Muchas gracias, don Javier. ¿Quiere que le acompañe con un farol?
—No hace falta. Tengo el coche cerca. Y, además, conozco el camino. Adiós, Juan.
—Hasta cuando quiera, don Javier.
Subí de prisa, como si huyese de las callejas y los hombres y las mujeres silenciosos. Al final de la pendiente me detuve, recuperé aliento y me quité la chaqueta de ante. El viento soplaba flojo, a ráfagas cortas y calientes. Antes de poner en marcha el motor, fumé un cigarrillo en la penumbra del cuadro luminoso.
Por la primera calle paseaba un grupo de criadas. Una de ellas, inclinándose frente a la ventanilla, me dijo que estaba en casa de Amadeo. Desde el jardín, les oí hablar. En la veranda, Andrés, con un vaso entre las manos, escuchaba a don Antonio. Ernestina vino corriendo cuando entré. Elena, sentada en uno de los escalones, mantenía las piernas muy juntas.
—Javier, he tenido la ida genial de organizar una gran fiesta, como la de hace dos años, ¿te acuerdas?
—Sí, me acuerdo. Algo espantoso. Pero ¿por qué?
—Porque no puede estarse quieta —dijo Asunción.
—Porque os vais a convertir en momias de tanto aburrimiento.
Marta me dio un vaso para que yo mismo me preparase el whisky.
—¿Qué hay de nuevo? —dije.
—Ven con Claudette y conmigo, que somos organizadoras. La radio acaba de decir que la próxima semana tendremos sol. Nos vamos a superar. Llenaremos de focos todos los jardines, pondremos un tapiz de flores…
—¿No hay —dije— en toda la colonia alguien que te haga olvidar a José Manuel?
Claudette reía. Marta había variado la disposición de los muebles en el living; el diván de cuero rojo estaba orientado hacia el vestíbulo. Saludé a doña Pura y me dejé arrastrar por Ernestina al porche.
—Pasado mañana, lunes, tienen que estar todas las invitaciones en el correo.
—Mira, déjame que me siente —puse el vaso en la mesa, bajo la lámpara de pergamino.
—Antes de diez o quince días será imposible celebrarla —dijo Claudette.
—Javier, querrás tomar algo. Hemos improvisado una cena fría.
—Gracias, Marta —desde allí veía las piernas de Elena—. Por ahora, sólo un par de canapés de caviar.
Quizá (por los zapatos de tacón alto) habría estado en el pueblo.
—Pon atención y no me interrumpas. O, si no, cuento con todo detalle nuestra juerga de anoche —Ernestina sacó las manos de la cintura de sus pantalones, ajustados a media pierna—. Claudette, tú y yo formamos el comité organizador.
—Pero déjale que descanse. ¿Dónde has estado?
—Dando un paseo por las huertas, Claudette. Llegué hasta la aldea.
Amadeo acababa de colocar un disco. Las tres habitaciones del piso bajo, comunicadas por puertas correderas, y la veranda, se llenaron de música.