—Te aburres —afirmó Ernestina por sobre el hombro de Andrés.
—Claro que no.
Los seis de la orquesta vestían unas camisas azules, con grandes botones blancos. Desde una hora antes hacían predominar las lentas y dulces melodías. A veces, en los cristales que daban al jardín se oía el ruido de las gotas de agua. Otras, parecía el batería quien estuviese creando la lluvia. Andrés sudaba cuando volvieron a la mesa. Encargué otros whiskys.
—No puedo decir que abran, porque se mojarían los de las mesas del fondo.
—¿Por qué no tienen refrigeración? Oiga usted —el camarero dejó los vasos en la mesa y volvió el rostro hacia Ernestina—. Es que no tienen refrigeración, ¿verdad?
—Sí, señorita. Los ventiladores están funcionando.
—Los ventiladores… —Ernestina acomodó los tirantes de su vestido, antes de encender un cigarrillo—. A lo mejor por Almería no llueve.
—A lo mejor —dijo Andrés.
—Toda esa gente, los turistas —aclararé—, deben de sentirse defraudados.
—Considérame una turista.
—Bueno, pero aquí se está bien.
—Andrés, ¿cómo puedes decir eso con sólo tres whiskys en el cuerpo?
—Ahí radica el secreto de la felicidad. No pienso beber más en toda la noche.
Las luces disminuyeron, en un cambio de colores, para anunciar a una bailarina de flamenco. Ernestina arrastró su silla al borde de la pista.
—O sea que el médico te ha encontrado mejor.
—Sí —dijo—. Aunque Elena no se lo va a creer, estoy mejor.
—Y has decidido beber menos.
—Está claro. Para poder beber más —rió, pasando un brazo sobre el respaldo de mi silla—. ¿No entiendes? Si puedo acumular salud, voy a amontonarla, como si fuese dinero. Cuando me rebose, empiezo a despilfarrar. Es un método de mi invención.
—Cheques contra tu hígado.
Tenía las piernas cruzadas y su amplia falda desbordaba la silla. Volvió la cabeza, con un gesto de fingido enfado, por el ruido de nuestra conversación.
—Sí, hija —dijo Andrés.
La muchacha acabó su zapateado entre aplausos. Salió su pareja y, al minuto, volvió a aparecer ella con un nuevo vestido de volantes. Los extranjeros seguían la danza con expectación. En aquella penumbra rojiza, los rostros bronceados tomaban una suerte de exaltación, brillaban. Los componentes de la nueva orquesta vestían unas camisas hawaianas. Andrés retiró su brazo del respaldo. Le miré; sonriente y divertido, observaba a Ernestina. En el pelo rojo de ella saltaban los reflejos de la luz. Quizá a última hora apareciese por allí Raimundo. El entusiasmo de Ernestina me distrajo.
—¡Bravo!
—Oye, pero ¿dónde has aprendido a gritar bravo de una manera tan española?
—En París.
Fui al lavabo, que olía a desinfectante y a un fuerte perfume, muy parecido al del ascensor de la casa de Marta en Madrid. Me entretuve ante el espejo, limpié mi peine minuciosamente, bostecé, retrocedí al percatarme de que había olvidado abotonar el pantalón. Ovacionaban a los flamencos cuando llegué a la mesa, e inmediatamente me encontré bailando con Ernestina.
—Esto es maravilloso.
—Con una semana en la colonia acabarás por estallar de aburrimiento.
—Es maravilloso, maravilloso. Hasta es bueno que llueva.
Encima de las mesas lucían unas pequeñas lámparas con pantallas de distintos colores. Ernestina bailaba bien y me daba su aroma, su proximidad descuidada, la tensa suavidad de la carne de su espalda. Me quedé cuchicheando con el de la orquesta, mientras Andrés me sustituía.
La canción de moda llenó la pista de parejas. Ernestina me hizo un gesto de triunfo. Los periódicos solían dedicar mucho espacio al problema argelino y aquello, según decía, venía de Argelia.
Chérie, je t’aime,
chérie, je t’adore
comme la salsa di pommodoro
La chica se sentaba en el alto taburete cuando descubrí su blusa amarilla, sin mangas, que le ceñía las caderas por encima de su estrecha falda negra. Rodeó con la mirada la sala, sin detenerla en ningún lugar concreto.
Me vio llegar, giró en el taburete y apoyó los antebrazos en la barra.
—Hola —dijo.
—¿Qué tal? ¿Quieres tomar un whisky?
—Sí. ¿Estás solo?
—Con unos amigos —encargué los whiskys y la observé—. Tienes un pelo bonito. Lástima que lo lleves tan corto.
—Es por la playa, ¿sabes?
Bebimos en silencio y luego bailamos. Ernestina obligó a maniobrar a Andrés, hasta lograr la cercanía que le permitió examinar a la chica sin obstáculos.
—¿Son ésos tus amigos?
—Sí, ya sabes…
—No te preocupes. Que mire lo que quiera. Se dará cuenta de que no soy un bicho raro. Siempre les pasa igual. Se creen que somos unos bichos raros nosotras, las putas.
—Vaya.
—Perdona. Sé que una chica no tiene que hablar mal.
—No, no es eso. Lo que no debe hacer una chica es pensar esas cosas.
—Es que estoy de mala uva.
Estreché su cuerpo. Estaba bebida, pero sería difícil que perdiese el control.
Mejilla contra mejilla, hice un guiño, que alborozó a Ernestina, hasta el punto de que Andrés tuvo que evolucionar en dirección contraria.
—¿Vamos a ver si el whisky te quita el mal humor?
Regresamos al bar y bebió, muy despacio, un par de sorbos.
—Tú no eres de aquí, ¿verdad?
—No.
—Nunca te había visto por aquí. Yo suelo venir todas las noches, salvo los fines de semana. Los sábados llega él, ¿comprendes?, y viajamos por ahí o no salimos de casa. En el pueblo hay dos o tres que estamos así. Bueno —sonrió—, cinco.
—¿Vives en Madrid?
—Sí. ¿Por qué lo sabes?
—Por el acento.
Después de la carcajada, bebió un trago, sin premeditación. Dio media vuelta en el taburete, apoyándose con las manos en mí.
—Es muy bueno eso de que distingas el acento de Madrid. Aquí todo el mundo habla distinto.
—Por eso. Yo también vivo en Madrid.
—Me alegro. Chócala, paisano.
Cuando brindamos, se puso más contenta y un poco más borracha.
—¿Te gusta veranear aquí?
—Sí. La verdad es que me gusta bastante. Verás, por la mañana duermo, voy a la playa, tomo el aperitivo. Después de la comida, un poco de siesta y la clase de inglés. Me gusta mucho aprender inglés, lo que pasa es que soy zote. ¿Tú sabes inglés?
—Diez palabras, pero casi siempre me las callo.
—Eres muy simpático —rió—. Luego, vuelvo a la playa o doy un paseo o meriendo con alguna amiga en la cafetería. Tengo pocas amigas. Y casi es mejor.
—Oye, ¿qué te pasa?
—Nada.
—Te han hecho alguna marranada las amigas, eh. ¿Cómo era él?
—¿Quién?
—El tipo ese alto, rubio y joven, que te ha quitado tu amiga.
—No, no —tuvo como una fugaz tristeza en la sonrisa—. Mi amiga no me ha quitado ningún tipo. Además —respiró hondo—, a mí no me gustan ni rubios, ni altos, ni jóvenes.
—Entonces, yo te gusto.
—Sí, tú me gustas mucho. Aunque seas joven.
Me acercó el rostro y le besé una mejilla.
—Por las noches vengo aquí. En el jardín se está fresco. Me gusta el jardín de este bailongo. Me pongo en la barra a ver las luces entre las plantas. A veces, bailo con alguno. Me gustan estos pueblos, porque puedes ir en pantalón corto por la calle y llevar bikini en la playa. Oye, me llamo Angus.
Apagué la cerilla y le dije cómo me llamaba.
—Tienes nombre de mucho dinero. ¿Eres casado?
—Sí. Y es cierto que tengo dinero.
—Mucho. He dicho mucho, Javier.
—Bueno, mucho. Da lo mismo el dinero, ¿no? Hay cosas de más importancia.
—Sí, cuando se tiene mucho dinero.
—¿Tú no tienes?
—¡Claro que sí! Acciones. Él me invierte los ahorros. Cuando sea vieja…
—O sea, dentro de cincuenta años.
—… tendré para vivir. No, no tanto. He cumplido veintiséis.
—Me gustas, Angus.
—Y tú a mí. Eres un tío con clase. Eso se nota.
—¿En qué?
—En que no haces preguntas personales. Ni siquiera me has preguntado cómo es el que me entretiene.
—¿Cómo es?
La risa se le atragantó con el whisky. Dejó todo el cuerpo contra el mío, al tiempo que yo abrazaba sus hombros.
—Es un… Anda, vamos a bailar. No te pareces a él en nada. Si yo te tuviese a ti de querido, no te pondría los cuernos.
—Angus, te estás declarando.
—Qué leñe, para eso es verano, ¿no? ¿Tomamos otro petróleo?
—¿Otro…? Ah, sí, naturalmente. Lo único que temo es que…
—No temas nada. Resisto todo lo que me echen. Soy una chicarrona del norte.
—Déjame que lo averigüe. ¿De San Sebastián?
—No.
—¿De Bilbao?
—No.
—Si no lo averiguo ahora, pierdo el beso de la apuesta. ¿De Santander?
—No. De Vitoria. Bueno, de un pueblo de Vitoria. Pero hace tiempo que no voy por allí —me llegó súbitamente su rostro—. Paga la apuesta. Oye, ¿no tienes que volver con tus amigos?
Cuando el barman acabó de llenar los vasos, nuestras miradas se encontraron durante un segundo.
—Perdone —murmuró.
—No te inquietes por mis amigos.
—¿Son matrimonio?
—Oh, no. Ella es sobrina lejana de él y él es mi primo y mi mejor amigo. Ya te los presentaré.
—Déjate de presentaciones. ¿No querías bailar?
—Y tú también, ¿no?
Nos volvimos en los taburetes, con las espaldas apoyadas en la barra. Ernestina bailaba con un tipo viejo y manco, y Andrés con la mujer del tipo, una americana que le sacaba la cabeza, muy delgada y muy elegante. Los cuatro coreaban la canción que pronto cantamos todos. A mi lado, Angus, el vaso entre las manos, las piernas separadas, cantaba también, con una sonrisa ausente, que la llenaba de pequeñas arrugas las comisuras de los párpados.
Eres diferente, diferente
al resto de la gente que siempre conocí.
Eres diferente, diferente,
por eso, al conocerte, me enamoré de ti.
—Parece simpática.
—¿Quién?
—La chica amiga vuestra. La prima de tu amigo. Tiene también clase. Fíjate que está animando ella sola el cotarro.
—Y Andrés.
—Él también es simpático. Ella tiene mucha clase. Hace falta tener mucha clase para saber hacer el gamberro con gracia.
… un tono distinto al gris de la niebla…
Angus puso una mano en mi cuello.
—Bueno, cuéntame algo.
—Te pones sentimental.
—Luego se me pasa.
—¿De dónde sale Angus?
—De Angustias. Es un nombre muy poco alegre. No me gusta. Yo soy muy alegre.
Se acercaron Ernestina y Andrés, con los americanos. Allí mismo, en la barra, nos estrechamos las manos.
—Viven en Rota, ¿sabes? —explicó Ernestina—. Y hablan el castellano mejor que tú y que yo.
—Muy amable —dijo mistress Lansing.
—Lo siento por ti, Ernestina. No podrás demostrar lo mal que pronuncias el inglés.
—Oh, lo habla muy bien —dijo míster Lansing—. Con acento de Nueva York.
—Mistress Lansing baila flamenco —dijo Andrés—. ¿No os habéis fijado?
—Sí —dijo Angus—. Lleva usted un vestido precioso.
—¿Le gusta?
Estaban con una canción italiana y me encontré bailando con Ernestina. Andrés enlazó a Angus, que comenzó a reír cuando él le susurró algo al oído, mirándome a mí.
—Pero ¿quiénes son? ¿No te resulta siniestro bailar con un tipo al que han cercenado un brazo por el hombro?
—Son unos superclases. Él perdió el brazo en Filipinas, de coronel. Ella es puericultora. Se quieren mucho, se ayudan mucho y han vivido siempre juntos. Están casados desde el año 1920. Ahora hacen su decimocuarto viaje de novios. Él encuentra que soy la chica española más simpática que ha conocido y ella se está enamorando de Andrés. ¿Qué es lo que te parece mal?
—Tu manía de hacer amistades con desconocidos.
—¿Y tú? Pero ¿y tú, sinvergüenza? Es guapa tu furcia. A pesar de esa blusa. Ha sido Andrés, que se enamoró de la coronela.
Los Lansing nos sonrieron desde la mesa. Ernestina volteó su melena y parpadeó.
—Es una noche salvaje, ¿verdad?
Lansing reía por haber derramado el vaso de agua tónica. Su mujer le limpió la chaqueta antes de que acudiese el camarero. Sonreía, mientras cambiaban el servicio, y ella misma le preparaba otra ginebra.
—Bueno, Ernestina, vuelve con tus yanquis.
—¿Sabes —dijo Andrés— que ha nacido en Chicago?
—No. ¿Y qué?
—Que yo he estado en Chicago.
Se puso en pie, extendió su único brazo y gritó:
—¡Viva España!
—Hay que celebrarlo —dijo Andrés—. ¿Vas a seguir con la ginebra?
—Sí —dijo Lansing—. ¿Otro scotch para ti?
—Pues no, ya ves. Abandono. ¡Camarero, un gin-tonic!
—¿No quieren sentarse? —dijo mistress Lansing.
—Gracias. Vamos a terminar unos vasos que tenemos en el bar.
Angus, en silencio, me miraba de una forma extraña, por lo que creí llegado el momento de concretar algo.
—¿Dónde vives?
—¿Cómo? Perdona, no te he oído —repetí la pregunta y dejó de mirarme—. En un hotelito de las afueras. De dos pisos.
—¿Sola?
—Por el día tengo una criada. Pero es de confianza, no te preocupes. ¿Quieres que nos vayamos? Aquí se está divertido ahora.
—Sí, sí.
Fumábamos en silencio. El local se vaciaba paulatinamente. En el centro de la pista, Andrés y la Lansing bailaban unas sevillanas al ritmo de jazz de la orquesta. Ernestina les palmeaba desde la mesa, mientras Lansing golpeaba una botella con una cucharilla.
—Escucha.
—Sí.
—No me estoy portando bien contigo.
—¿Por qué, muchacha?
—Hoy no puedo. Me empezó esta mañana. Te juro por mi madre que es verdad que no puede ser hoy.
—¿Qué se le va a hacer? Contra la fisiología es imposible luchar. Pero ¿y el sábado, cuando venga él?
Levantó las manos, en un aleteo rápido, sobre sus grandes ojos redondos, cercados de unos trazos verdes.
—¡Bah! Tienes que prometerme una cosa. Pero dándome tu palabra, eh. Que vuelves otro día. Dame tu palabra de que vas a volver otro día. Y pronto. La semana que viene, por ejemplo. Entiéndeme, Javier, te estoy haciendo una cosa fea, pero es que…
—Pero, mujer, si resulta perfectamente lógico.
—¿Volverás?
—Supongo que sí. Pero piensa que…
—No. Prométemelo —cogió una de mis manos con fuerza—. Te es fácil venir al pueblo. Tu amigo me ha dicho que vivías en la colonia de Velas Blancas. Eso está cerca, a una hora de coche o así.
—Pero ¿qué interés tienes en que vuelva?
—Mira —continuaba con su mano sobre la mía, cuando su sonrisa parecía hacerse líquida, como si fuera a llorar—, tú ven y déjate de disculpas. O ¿es que no te gusto más que para tomar unas copas?
—Ya sabes que no.
—Pues dilo, porque yo no sé nada. Que me muera si sé algo. Y eso que hay veces que me parece que puedo saberlo todo. Como ahora. Si ahora hiciese un poco de fuerza, cerrando los ojos y apretando los puños, lo sabría todo. ¡Pero no! No quiero saber nada de nada. Aunque pueda.
—Angus, chiquilla, estás bajo los efectos de una engañosa clarividencia.
—Lo que me pasa a mí es que estoy borracha de caerme.
—Aún no, pero lo estarás si sigues bebiendo.
Se bajó del taburete, apoyándose en mí, e hizo un gesto desmañado para rechazar mi ayuda. Cogió su bolso al encaminarse hacia los lavabos. El bolso, de lona azul y paja blanca, le penduleaba al final del brazo. La orquesta, a petición de Ernestina, interpretaba un pasodoble. Apenas si quedaban tres mesas ocupadas. Andrés hablaba animadamente con la Lansing. Llamé al barman para abonarle la cuenta. Era viejo y me recordó al maletero que aquella tarde había cargado con las maletas de Ernestina. Luego imaginé cómo quedarían los labios de Angus maquillados con un color pálido. Andrés se aproximó un momento a preguntarme por mi estado de salud.
—Tú ya veo que estás borracho.
—Ni siquiera Elena podría reprochármelo. Y ¿Angus?
—En el lavabo. ¿De qué habéis hablado antes?
—Créeme que no puedo recordarlo. Pero, desde luego, no he mencionado a Dora, ni la posibilidad de que tengas una Dora. Vuelvo con ellos. Les hemos invitado a que pasen unos días en la colonia. No se te ocurra hacer lo mismo con tu novia. Tiene unas piernas y unas… —trazó una esfera en el aire, sobre su pecho— que la denuncian. Pero parece buena chica. Yo no me equivoco, cuando alguien me parece bueno.
Elena pensaría a aquella hora en nosotros, con una lucidez muy distinta a la que Angus (o yo) se suponía. La orquesta acabó su tarea, dejando un silencio repentino, en el que se escuchaban murmullos, una frase en inglés de Ernestina, risas. El barman contabilizaba la caja, cuando el maitre pasó disculpando el final de la música y asegurándonos el tiempo que deseásemos permanecer allí. Acabé el whisky. Las pequeñas sensaciones se me concretaban en el persistente ardor de las mejillas.
Angus regresó recién maquillada, con una reciente brillantez en el rostro, ahuecándose su pelo negro. Nos acercamos a la mesa. Al camarero le indiqué que ya estaba todo pagado.
—Oh, no, no, no, eso no me gusta. Son ustedes muy rápidos para pagar —dijo Lansing.
—Es lo que se denomina —dijo su mujer— la cortesía española.
—Póngalo a cuenta del oleoducto.
—¿Hace usted asuntos de carburantes?
—Javier —intervino Andrés— se dedica a asuntos de todas clases. ¿Nos vamos?
—Claro que sí. Yo tengo en el coche y me gustaría que aceptasen ustedes un trago.
—¡Carretera adelante hasta el mar! —dijo Ernestina.
Fuera, el aire estaba húmedo y sosegaba aquel cielo alto, oscuro, aquella amplitud de la noche. Lansing caminaba con un difícil equilibrio, cogido del brazo de Ernestina. Andrés le hacía reír. Angus comenzó a bailar cuando llegamos al automóvil.
Conducía bien la Lansing, a una velocidad regular. Me apoyé en la ventanilla, abierta a las sombras, las luces, los perfiles transformados. Dejaron de hablar inglés para entonar canciones regionales. Al cuarto de hora de marcha, nos detuvimos. Olía a azahar hasta el mareo, en la cuneta, mientras Angus se dormía en mi hombro. Paseamos para despejarnos. Entre los naranjos nos estuvimos besando y acariciando, pero Angus se excitó demasiado.
Nos despedimos largamente en la plaza del pueblo, cuyas farolas, que tenían tiestos colgados a la mitad de la columna, daban una luz de destellos verdosos. Acompañé a Angus por unas calles desconocidas, que iban estando peor iluminadas. Silbaba tercamente una de las melodías que habíamos bailado. Cuando llegamos, se apoyó en el muro en el que se empotraba la verja de hierro. Me rodeó la cintura con los brazos y levantó la boca hasta mi barbilla. Así estuvo un largo tiempo.
—Haz lo que quieras, ¿comprendes? Pero a mí me gustaría verte otra vez. Esta noche… Haz lo que te salga.
—Vendré la semana próxima, no te preocupes. El jueves o el viernes.
El hotel quedaba lejos y, además, me extravié durante unos minutos. En la soledad de la noche el viento era un sosiego. Todo parecería distinto a la mañana siguiente, sin aquel río de alcohol en las abultadas venas del cerebro. El whisky me estaba dando por los espacios abiertos, por las ilimitadas perspectivas y los profundos abrazos silenciosos.
En la habitación, Andrés, que dormía boca abajo, ni se movió cuando encendí la lámpara. Tardé bastante en coger el sueño, pero ya sin intentar el control de aquellas imágenes que sustituían a mis fugaces pensamientos.