Amaneció lloviendo. Fumé un cigarrillo en la oscuridad. Fuera, el ruido del agua se había regularizado. Decidí largarme al pueblo a ver qué había de nuevo en la tienda de Raimundo. La noche anterior no había conseguido ni un minuto a solas con Elena. Dora se revolvió en la cama, con un ronco gemido. Silenciosamente, me duché y me vestí. Por el ventanal del fondo del pasillo, la luz entraba acribillada de lluvia. Opté por desayunar en el pueblo. Bajo el teléfono del hall, le dejé un nota a Dora, explicando que regresaría a media tarde.
Acababa de alzar el cierre del garaje cuando llegó Leoncio.
—¿Se va usted? Va a venir a verle Vicente.
Leoncio llevaba el cigarrillo apagado en una de las comisuras de la boca, y la camisa a rayas fuera del pantalón.
—¿Vicente?
—Sí. ¿No va usted a tomar café? María se está levantando.
—No tengo ganas. Dile a la señora que debajo del teléfono del vestíbulo queda una nota. Un papel escrito para ella, ¿comprendes?
—Sí, así se lo diré. Los albañiles no podrán venir hoy.
—¿Quién es Vicente?
—Deme usted el chisme ese del aire.
Mientras Leoncio aplicaba a las ruedas el medidor de presión, me quedé mirando el jardín y la lluvia, el bajo cielo compactamente cerrado. Se oía un rumor constante, como un lejano machaqueo de la artillería.
—Vicente es el de los comestibles. Quería hablarle esta mañana.
—¿Para qué?
—Eso no me lo dijo. Van bien —me quité el impermeable al entrar en el coche; Leoncio creyó necesario aclarar—: Las ruedas van bien de aire.
—Gracias.
—¿Qué le digo a Vicente?
—Pues no sé. Que te diga él lo que quiere.
—Lo que quiere es hablar con usted.
—Que vuelva entonces.
—¿Cuándo? Vicente vive en la aldea.
—¡Que vuelva cuando le dé la gana! Y si es algo urgente, que te deje el recado a ti o a Rafael. Adiós, Leoncio.
Alzó la mano derecha hasta la altura del hombro, mientras el automóvil pasó frente a él. Después, corrió a abrir la puerta del jardín.
La carretera se alejaba de la costa, donde las nubes parecían menos sólidas. El motor llevaba buena velocidad, a pesar del pavimento de la pendiente. Al ritmo de las aspas del limpiaparabrisas, me puse a silbar. Desde arriba, el mar era una mancha brumosa, cuyos límites pude precisar por referencia con el faro. En aquel tramo, al pasar los frecuentes baches, siseaban las cortinas de agua de los charcos. Cerca del cruce con la desviación que llevaba al cámping, la carretera desembocaba en la general. No había nadie en el bar de la estación de servicio. Sentado tras la cristalera, vi al hombre del surtidor que cruzaba a avisar al dueño. Pedí una tortilla francesa y café. Me puse a pensar en los días de la guerra, cuando desde el puesto de mando, la artillería sonaba como tam-tams. Pero, sobre todo, en la boca cuadrada de la chica de la playa, en la cérea tonalidad de su piel al recibir la luz por las ventanas, que abrió el guardia. Bebí cuatro o cinco cafés y fumé sin pausas. De vez en vez, entraba alguien, llegaba algún camión o turismo. Otras veces, sentía el silencio y, de pronto, el escape de vapor de la cafetera. La lluvia caía más fina cuando comprobé que eran las diez.
Me encontraba entumecido. Nada más meter la palanca de las velocidades, me comenzó a hormiguear la pierna derecha, que paulatinamente se me convirtió en un mazo de corcho sin conexión sensible con el pedal del acelerador. Frené, me di unos masajes, anduve un poco y oriné contra un matorral.
Dentro del automóvil hacía calor. Bajé los cristales de las ventanillas delanteras. Un viento, húmedo y oloroso, me disipó el embotamiento. Sobre el pueblo, el cielo tenía un azuloso color de noche estrellada.
Aquel tipo llamado Vicente escucharía las prolijas disculpas de Leoncio. Joaquín habría empezado a merodear, con sus chanclos y su largo impermeable, por los jardines. Decidí, sabiendo que no lo haría, telefonear a Elena desde el pueblo.
Poco antes de llegar, dejó de llover. En el pavimento brillante, en las cunetas, el viento rizaba la superficie del agua estancada. Los campos de labor eran más escasos y abundaban las huertas. Giré a la izquierda, hacia la carretera de adoquines que conducía al centro urbano. A la derecha había un cuartel, a cuya puerta los de la guardia estaban sentados en bancos de madera; siguieron con la mirada el paso del coche; en la bayoneta del centinela no había un solo reflejo. Por la abierta puerta principal de la iglesia, en la plaza, aleteaban las llamas de las velas sobre el fondo negro. Aparqué donde me indicó el agente de la circulación, crucé, rodeando el kiosco de la música, y, al empujar la puerta de la tienda de Raimundo, sin saber por qué, recordé que Andrés se encontraba en el pueblo desde el día anterior.
—Buenos días, don Javier.
—¿Cómo va eso, muchacho?
—Bien, don Javier. Y usted, ¿cómo se encuentra?
—Sin novedad —estreché la mano del chico—. ¿Raimundo?
—En la boda —su barbilla señaló en dirección al escaparate.
—¿Alguien de la familia?
—Ni siquiera contrapariente. Pero ya sabe usted que don Raimundo conoce a todo el mundo.
El muchacho sacó varias bandejas con anzuelos, moscas y cucharillas. Huroneé por el local, hasta que llegó Raimundo. La plaza estaba animada, principalmente por los chiquillos que corrían tras el tílburi de los novios.
—Pero ¿es que no hay banquete?
—Sí, señor don Javier. Y de los bien servidos. Pero yo procuro no ir a los convites. A mí lo que me gusta es la ceremonia.
—Por eso, quizá, te vas a casar pronto. Por ahí se dice que te casas este verano.
Raimundo me miró unos segundos y, bruscamente, comenzó a reír. Le di una palmada en el hombro, antes de sentarnos en unas sillas apoyadas contra el mostrador. Raimundo estaba más gordo, más calvo y más sudoroso que el año anterior.
—Ya creí que no le veía a usted, señor don Javier. Hasta había pensado, escuche, en acercarme por las Velas Blancas.
—Eso debías de haber hecho. ¿Me quieres creer que no he salido ni un día de pesca? Tampoco creo que me haya perdido mucho…
—Nada.
—… según dicen los de la aldea.
—No se ha perdido usted nada. No hay ni lubinas, ni doradas, en toda la costa. En cambio, lo que parece que hay es chicas muertas.
—Sí —levanté el rezón, que mantenía entre las piernas, hasta mis rodillas—. De eso sí hay. Y precisamente, en la colonia.
—Hoy —me dijo el muchacho— la han traído al pueblo.
—¿Aquí?
—A las siete llegaron.
—Oye, Jordi, ¿crees que vas a aprender más pronto el negocio metiéndote en las conversaciones?
Jordi enrojeció y volvió al otro extremo del mostrador. Raimundo, con los pulgares en las sobaqueras de la camisa, dejó de sonreír.
—Ayer pasó por aquí don Julio.
—¿Ayer?
—Sí, ayer, jueves. Pasó por aquí, de regreso de la colonia. Vino el miércoles a última hora y durmió en el pueblo. Ayer estuvimos en el bar, pero no logré sacarle nada. Lo que quiere decir que no sabe nada, porque, si no, algo se le habría escapado.
—Un momento, Raimundo. Dime primero quién es la chica y, luego, vuelve a explicarme lo que acabas de decir.
Extendió un brazo sobre el cristal del mostrador, al avanzar el cuerpo hacia mi silla. Jordi acudió a mi gesto, para hacerse cargo del rezón.
—Nadie sabe quién es la chica.
—¿Y don Julio?
—Tampoco lo sabe.
—Quiero decir que quién es don Julio.
—Ah…
—Don Julio es el policía —dijo Jordi.
—De la plantilla de la capital. Yo le conozco mucho. Es muy aficionado a la pesca y, además —Raimundo miró hacia donde el muchacho y disminuyó el volumen de la voz, al tiempo que sonreía—, en tiempos tuvimos de novias a dos que eran hermanas. Es un buen tipo. Y un águila para su oficio. Hace unos años, venía por aquí cinco o seis veces al mes. Cuando lo del apaño con las muchachas. Yo le suministro las artes. Está empeñado en pescar por el sur. Para mí, señor don Javier, que tiene un asunto en Alicante o en Murcia. Es uno de esos tíos que las vuelven locas. Alegre, ¿comprende usted?, muy rumboso —Jordi, por el otro lado del mostrador, se acercaba, como distraídamente—. Y, encima, muy culto. En el treinta y nueve, le faltaban unos años para ser abogado.
—Entonces —dije—, la policía estuvo ayer en la colonia.
—Estuvieron examinando en la playa el lugar del crimen.
—¿Del crimen?
—Oye, Jordi, ¿qué…?
—Don Raimundo —dijo el muchacho—, ¿me deja usted los Life?
—¡Cógelos y déjanos en paz! —el muchacho desapareció por la puerta de la trastienda—. ¿Le apetece a usted una cerveza?
Raimundo le gritó a Jordi, desde la puerta, que íbamos al bar de enfrente.
—Ya le mandé la caña con Rafael.
—Ah, sí.
—¿Necesitaba algo? El chico se lo lleva al hotel esta tarde.
—No, ya te lo pediría —pasé delante de Raimundo—. Además, me voy antes de comer.
Acababa de llegar un autobús de turistas. Nos sentamos en las sillas metálicas, en la acera, y Raimundo encargó cerveza y almejas.
—¿Quién ha dicho que es un asesinato?
—Todo el mundo piensa que es un crimen.
—¿Por qué?
Raimundo me miró fugazmente, antes de contestar.
—Porque sí. ¿No la encontraron desnuda? Ustedes lo sabrán mejor, que ha estado el forense en la colonia. Aquí, hasta se ignora de qué ha muerto.
—No lo sabemos. Ni he hablado con el forense, ni con el juez, ni con la policía.
—Pues, para mí, señor don Javier, la cosa está clara. Cualquier extranjera que se ha metido en líos. En una semana, don Julio, ya verá usted, ha encontrado a los criminales.
La cerveza era infame. Soplaba un vientecillo caliente, que arremolinaba polvo en el kiosco del centro de la plaza. El sudor me humedecía la frente, las mejillas, las manos.
—No creo que la hayan matado. Estaba sin señales de violencia.
—Mire, por aquí ocurren cosas muy raras. Hace poco, no sé si usted se enteró, tuvimos un buen lío. Yo pasé unos días malos, porque el asunto era feo y me vi casi dentro. Llegó una pareja de holandeses, unos tipos jóvenes; él, sobre todo. Ella era una rubia tetona y con aire de cachonda. Pues, ya ve usted, tenían su negocio. Sí, señor. Un buen negocio. Vivían aquí, en el pueblo, y algunas noches organizaban sesiones de cine en una cala que hay cerca del cámping. Llevaban todo el material, las baterías, el aparato, las cintas, en el coche. Se montaba el tinglado al aire libre y a ver marranadas. ¡Qué películas, señor don Javier!
—¿Y os cogieron?
—Yo fui sólo cuatro noches. Pero, claro, corrió la voz y se acabó el festejo. Hasta querían cerrar el cámping, no le digo a usted más. Había una… —Raimundo rió y se le atragantó el sorbo de cerveza que bebía—. Una de las que vi. No duraba más de un cuarto de hora, pero allí se hacía de todo. Y qué mujeres, madre mía, qué mujeres. Salían en…
En las otras mesas se hablaba en voz alta, se reía fuerte. Cuando el viento calmaba, dejaba un calor húmedo. Raimundo continuaba con sus historias. Traté de recordar la localización del hotel, donde Andrés se alojaba en sus viajes al pueblo. Los turistas deambulaban en grupos, se paraban ante los escaparates, entraban y salían de las tiendas. Uno fotografiaba la fachada de la Cofradía de Pescadores. En el balcón central, bajo el mástil sin bandera, había cinco flechas de madera pintadas de rojo.
El muchacho cruzó la plaza a la carrera, para avisar a Raimundo que le esperaban en la tienda.
—Yo también me voy ahora mismo —dije—. Ya volveré otro día.
—Pásese usted a verme. Además, quiero consultarle algo de unos camiones que pensamos comprar mi socio y yo. ¿Se acuerda de él? Agustín, se llama.
—Ah, ya. ¿Qué tal va esa sociedad?
Raimundo ajustó el nudo de la corbata y se abotonó la americana.
—Bien, bien. Si usted conociese a alguien en el Ministerio… Se lo explicaremos con más calma. Bueno, en fin, que vuelva usted pronto —se levantó de la silla—. Ya sabe que no tiene más que hacer el pedido con Rafael y en el mismo día se lo sirvo.
—Gracias, Raimundo. Se verá eso del Ministerio. Siempre habrá algún amigo.
—El señor —nos estrechamos las manos— no paga.
Discutimos unos instantes y, al fin, logré que el camarero me cogiese el billete. Raimundo se volvió, al llegar al kiosco, para mover la mano en un saludo.
En la mesa vecina se sentaron unos italianos. Una de las mujeres me dijo algo, en voz muy baja, al tiempo que dejaba un bolso de rafia en el suelo, junto a mi silla. Me entretuve buscándole la mirada. Luego, bebí más cerveza, fumé unos cigarrillos y supuse que en la costa el tiempo probablemente seguiría lluvioso. Logré arrancarme de allí. La italiana encendía un cigarrillo cuando miré para sus piernas por última vez. El tipo de la máquina colgada del cuello por una correa continuaba inmóvil frente al balcón de las flechas, como embobado.
Anduve despacio hasta el estanco. En las calles del pueblo habían hecho algunas reformas, había más tiendas de las que recordaba. La única cafetería, inaugurada el año anterior, tenía unas persianas de verdes láminas de plástico en sus ventanales. Durante un largo rato, permanecí frente a un escaparate de souvenirs, sin ver nada de lo que había tras el cristal, casi sin pensar en nada. En la fachada de la tienda, junto a unas mantas a largas franjas de violentos colores, unos sombreros de paja picudos y unas madroñeras, colgaba una gran red llena de pelotas de diferentes tamaños. Ni siquiera Joaquín se alegraría más de diez minutos, si es que me decidía a cargar con uno de aquellos balones. De pronto, descubrí el hotel.
En el comptoir me comunicaron que Andrés no se había levantado aún. Al cruzar el bar y antes de que yo le hubiese visto, Fermín me llamó. Después de abrazarnos, se disculpó con los tres hombres con los que bebía en la barra, cogió su vaso de whisky y nos sentamos a una mesa, bajo un ventilador que refrescaba la penumbra del bar. Me encontré bien repentinamente, con una especie de euforia, en aquella habitación de maderas claras hasta el techo, donde las conversaciones eran un murmullo sobre los netos choques del hielo contra el vidrio de los vasos. Le di una palmada en la rodilla a Fermín, le ofrecí un cigarrillo y encargué también un whisky.
—Para el pago de unas expropiaciones. Ahora, después del almuerzo, nos vamos. Lo que lamento es que tendré que comer con ésos y no creo moral obligarte a soportarlos.
—No te preocupes. Andrés, que está aquí, debe de bajar en seguida.
—¡Hombre!, Andrés. Bueno, cuéntame cosas.
—Hace unos días apareció una chica muerta en la playa de la colonia.
—Sí, he oído algo. Un accidente, ¿no? ¿Y Dora? ¿Cómo van Dora y Amadeo y Marta? Un día me voy a ir por vuestro paraíso. A los que veo con más frecuencia es a Emilio y a Asunción.
—Ojalá lo hagas. En cuanto salga el sol, te pasas una semana con nosotros. ¿Qué tal esa electrificación?
Fermín abrió los brazos en cruz.
—Pero ¿no sabes la gran noticia? En diciembre, a Madrid. Se acabó la obra, se acabó el campo, los pueblos, los paletos y la porquería. A vivir.
—Oye, Rosario estará encantada.
—Fíjate.
—Fermín, te encuentro más gordo.
—Estoy apocilgándome. Dentro de poco, ni fuerzas para tener una querida.
—Me he enterado por ahí de que eres un buen ingeniero.
—Eso dicen.
—Si trabajases en una de mis empresas, haríamos algo grande.
—Oye, tú, no me lo digas así, riéndote, que, en diciembre, vamos a hablar largo y tendido. Pero, dime, ¿qué tal van tus asuntos por la casilla, con la extranjera? Yo llevo más de dos meses sin aparecer por allí. Pero ahora, en este tiempo, debe de estar delicioso, con la nueva terracita, con los árboles. Aquello es una maravilla, eh. Por cierto, mi compañero, el que nos proporcionó el asunto, ya no está aquí, porque se trasladó a Sevilla. O sea, que somos dos.
—Mejor. No, no he ido últimamente. Hace poco, una tarde la cosa casi se arregló para ir.
—Pero falló.
—Sí. Mala pata. Oye, Fermín, ésos parecen inquietos. Tú y yo somos de confianza.
—Chico, siento no poder quedarme contigo. De verdad que pasaré por Velas Blancas. Dales a todos muchos recuerdos. Sobre todo, a Dora.
—Y tú a Rosario —nos abrazamos—. Y ya sabes, en diciembre, tú a inventar y yo a contemplar cómo subimos en Bolsa.
—Ah, en diciembre… Es resucitar. En este país sólo se puede vivir en Madrid o en Barcelona, siempre que te pases ocho meses al año en Francia.
Terminé el whisky y pregunté la hora de llegada del tren. Me gustaba aquel gazpacho, aquel salmón ahumado, aquella ternera, que no tenían el mal sabor de la cerveza de la mañana, que sabían en consonancia con el hotel. Pensé que, al igual que Emilio, iba proponiendo negocios a los amigos. A Fermín, que me achacaba unas intermitentes aventuras sentimentales y que nunca imaginaría que era Elena quien entraba hablando inglés en la casilla al borde de la carretera. Como tampoco yo había imaginado nunca hasta entonces la posibilidad de que Fermín mantuviese una historia con alguna conocida. Se me vino la hora encima calculándole amantes a Fermín.
Anduve a la plaza, en busca del coche. Continuaba el viento polvoriento, más cálido que el de la mañana. Había unas nubes altas y pequeñas. Los turistas tomaban café en las terrazas de los bares.
Llegué a la estación diez minutos antes que el tren. Ernestina, asomada a una ventanilla, me descubrió en seguida. Por la misma ventanilla le pasó el equipaje al maletero. Se tiró a mis brazos desde el segundo escalón del estribo.
—¡Qué alegría! Estaba segura que alguien vendría a esperarme, pero ni olerme que eras tú, Javierón.
—Estás guapa, guapa a reventar. Déjame que te vea bien. Por poco no encuentras a nadie en el andén. Anda, vamos hacia el coche y te explico. ¿Cómo están las familias?
—Tu madre, sensacional.
Ella me hablaba y yo buscaba las monedas para pagar al maletero cuando sentí su mirada. Era un hombre pequeño, con el rostro muy rugoso. Me estaba mirando como si yo fuese el habitante de otro planeta. Le di casi el doble de lo que me había pedido y, en silencio, se llevó la mano a su gorra mugrienta, con visera de hule negro. Ernestina volvió a besarme cuando me senté frente al volante.
—Entonces, ese repugnante pariente mío se adelanta un día y, luego, se emborracha y no puede venir a esperarme. ¡Es delicioso!
—Llegó ayer, porque era su día de médico. Tampoco se sabe que se haya emborrachado.
—¡No, qué va! ¿Qué hace a las cuatro de la tarde durmiendo? Ahora mismo le despertamos. Y organizamos una en grande, ¿eh, Javier? Vengo con verdadera necesidad de divertirme. Zarauz es una tumba.
—¿Has regañado con José Manuel?
—No. Pero es un mierda. Me dio recuerdos para ti.
—¿Qué tal está?
Cruzó las piernas, dio un par de saltitos en el asiento y rió.
—Como siempre, bárbaro. Teniéndose que meter en los portales para descansar de guapo.
Subimos al segundo piso, acompañados por un botones que nos abrió la puerta. Ernestina entró, alborotada y alborotando. Por el suelo, por las sillas, por el arcón, había prendas de vestir. La maleta y los armarios estaban abiertos. Ernestina, que había descorrido las cortinas, abrazaba a Andrés sentada en el borde de la cama.
—Perdóname, pequeña, perdóname.
Tenía la chaqueta del pijama abierta y su pecho hundido le encorvaba los hombros.
—Inmediatamente a la ducha, a quitarte esa pinta de resaca. Y se avisa a la colonia que vamos por ahí de juerga. ¡Qué suerte teneros a los dos juntos, con lo que yo os quiero! Venga, rápido, Andrés. ¿Se puede telefonear desde aquí?
—En cuanto me afeite, te parezco otro hombre.
Se sentó en una butaca. Andrés, desde la cama, me sonreía. Aquella fatigada sonrisa de Andrés me produjo una insólita vergüenza.
—Sí —dije—. Se puede telefonear. Pero, oye, ¿qué te has hecho en el pelo? —movió su melena pelirroja y yo, con una entonación que me oí torpe, traté de animarle—. Estarás hecho migas, Andrés.
—El médico me ha dicho que estoy muy bien. Gracias, maja —cogió el batín que, al fin, había encontrado Ernestina.