—Sí, por favor —acepté.
—Es preferible que te aguantes el berrinche sin tantos camparis —me advirtió Elena.
Amadeo sonrió al llenarme el vaso. Luego dejó caer el trozo de hielo, recuperó su cigarrillo del cenicero y se retrepó en el sillón de lona.
—Entonces —continué— me di cuenta de que estaba en pleno ataque de ira. Hasta entonces, yo estaba tomando la cosa con humor. Casi distraído con los chicos, que andaban correteando por allí. Pensaba en llamarles, porque Joaquín gritaba más de lo corriente, como si le estuviesen haciendo alguna barrabasada. Quiero decir que no le tomaba en serio y él debió de darse cuenta y esto le aumentó la ira. Rojo, sudoroso, con las manos sujetas a la mesa, para que no viese yo el temblor. Me ha puesto tan nervioso que no podré recuperarme en todo el día.
Amadeo rió ruidosamente. Claudette salió de la casa con las raquetas y Elena se puso en pie.
—Pero tú se las mantuviste, ¿eh?
—Se las mantuve, Amadeo. Tardé en darme cuenta, pero, al fin, vi de lo que se trataba. Y ya no. Me dejé de medias palabras, de sonrisas y de ambigüedades. Y me oyó.
—Reconoce —dijo Elena— que también tenía su parte de razón.
—Ninguna.
—¡Santiago! —llamó Claudette.
—No, amor mío. Estoy fatigado y tendría que cambiarme además.
—¿Vamos?
—Sí —dijo Elena.
Santiago llegó por el sendero, con una de las flores que había estado observando, en la mano derecha. Se sentó frente a Amadeo. Ellas dos hablaban, junto a la red.
—No le des importancia —dijo Santiago.
—La verdad es que me ha desquiciado.
—Sí —dijo Amadeo—. Es un tipo inaguantable.
Claudette había hecho el primer saque.
—Ya le conocéis —Santiago, cruzado de brazos, dejó de contemplar la pista—. Tiene sus manías. Es de otra generación.
—¡Que te crees tú eso! ¿Cuántos años piensas que tiene Emilio?
—No sé. Supongo que unos cincuenta o cincuenta y dos.
—¡Cuarenta y cinco! —gritó Amadeo—. Cuarenta y cinco años. Dos más que yo y uno menos que éste. ¿No? —asintió—. Es cuestión de caracteres.
—Aunque nunca recuerde la edad de Emilio y le crea el más viejo de todos nosotros, el hecho es que…
—El hecho es que siempre ha sido un estúpido —interrumpí a Santiago—. Y que le toleramos por costumbre, por lástima de la pobre Asun, por las amistades de los niños, por lo que sea. Pero es inexplicable que un tipo así forme parte de nuestro grupo.
—¿Sabes por qué te parece de cincuenta y pico años, Santiago?
—Porque está aviejado.
—No. Porque no hizo la guerra. Porque se pasó la guerra metido en una buhardilla de la calle Muntaner, calculando cuánto estaba perdiendo y cuánto tendría que ganar en los próximos años.
—Tiene razón Amadeo —dije—. Es un tío enfermizo. Fijaos que va y me suelta que esa manera de educar a los niños es de comunistas.
—¡Hombre!, como el plomo de don Antonio.
—Claro, pero no ves que últimamente están juntos todo el día. Si acabará por hablar igual que don Antonio.
—Yo creo —dijo Amadeo— que le busca las vueltas al viejo para un negocio en común.
—No se me había ocurrido, pero seguro que es eso. Probablemente don Antonio es al único de la colonia que no le ha propuesto una inversión. A ti, Santiago, también te fue con el cuento, ¿verdad?
Santiago miraba la flor que sostenía por el tallo entre dos dedos.
—Sí, hace unos años. Quería que montásemos una cadena de cafeterías en Barcelona. Se había enterado de que yo decoraba, por entonces, unos locales. Le expliqué que no valgo para negocios.
—Para negocios con él —completó Amadeo—. Te perdiste ganar un dos mil por ciento, que es el porcentaje mínimo con que trabaja, pero te libraste de una neurastenia.
De vez en cuando oíamos el choque de la pelota, algún grito de Elena o de Claudette. Me quedaba viendo saltar a Elena, el movimiento de su pequeña falda blanca, cuando se le enroscaba a las caderas, sus brazos tensos. Santiago acabó su ginebra antes de volver a las flores. Amadeo intentó oírme otra vez la discusión con Emilio.
—Estuvo grosero, sencillamente. Me llamó estúpido modernista, snob, cafre y soñador.
—Pero, a todo esto, ¿cómo se había enterado?
—Alguno de sus hijos, supongo. Parece ser, porque la verdad es que no quise aclararlo, que una de las niñas preguntó algo que le escandalizó. Créeme, que lo de ayer fue necesario, que resultaba imprescindible calmar a los críos, después de lo que habían visto.
—Pero si te creo, hombre —Amadeo me palmeó un muslo—. Hiciste bien. Es él quien no comprende y quien no sabe educar a los niños.
—Yo les encontré curiosos y traté de explicarles algo. Pero limpiamente, claro está. ¡Carajo!, también se trataba de mis hijos.
—De tus dos hijos, de mi hija, de Joaquín, y de sus cuatro hijos, incluida la pequeña.
—¿Cómo? No te comprendo.
—Sí, hombre. Que él tiene más hijos que nadie, que él se cree el…
—Ah, sí, ya, ya.
—… padre de la colonia en grado sumo.
—Los chicos estaban inquietos. Hay que comprender que por primera vez en su vida veían a una mujer absolutamente desnuda. Y, además, que la estuvieron viendo a placer, sin que nadie les estorbase, sin obstáculos. Había que decirles algo que no fuese mentira. A esas edades ya no se les debe mentir.
—Eso no le entra en la cabeza a Emilio. Emilio es un puritano, que desea mantener el mito de la cigüeña hasta que tengan bigote.
—Pues me dijo que a sus hijos no les volviera a hablar de esos temas. Que hiciese lo que me diera la real gana con los míos, pero que a los suyos les educaba él a su manera. No me repitas la trastada de ayer. Entonces, yo fui y le mandé a la mierda, que ya estaba harto de mentiras, que no me gusta mentir y que, si es que quería educarles en plan invernadero, se llevase a sus hijos al Sahara. La cosa fue violenta, puedes creerme. Y se hubiese puesto peor, a no ser por la llegada de tu mujer.
—¡Caray! ¿Qué dijo Marta?
—Iba a buscar a Dora y estuvieron sólo un momento en la veranda. Naturalmente, Dora tuvo tiempo suficiente para ponerse de parte de Emilio. Marta trató de poner paz.
—Una paz artificial. Es especialista en ello. Muchas veces estoy para escribir a la ONU y que la contraten.
Elena y Claudette habían dejado de jugar. Santiago se aproximaba hacia ellas. Desde unos minutos antes, el viento movía el jardín, sobre el que las nubes se hacían más grises.
—Este Emilio —dijo Amadeo.
—Imbécil de él.
Santiago debía de estar por detrás del campo de tenis. Claudette pasó corriendo y entró en la casa.
—Espero que no haya castigado a los niños.
Con la barbilla clavada en el pecho, Elena, a unos pasos de nosotros, apretaba las palomillas de su tensarraqueta. Levantó la cabeza y nos encontramos un instante las miradas. Amadeo encendía un cigarrillo.
—¿Seguís despellejando al pobre Emilio?
—No será tan bobo.
Elena se sentó en el borde de uno de los sillones de lona. Tenía la boca entreabierta, las piernas separadas, los brazos colgantes, apenas si sostenía la raqueta que casi rozaba el suelo; el sudor le punteaba las mejillas. Observé que sus labios se movían y, sobre la tos bronquítica de Amadeo, adiviné que canturreaba.
—Vas a quedarte helada —dijo Amadeo.
Elena se levantó de un salto, amenazó con despeinar a Amadeo y entró en la casa, cantando en voz alta, con una entonación deliberadamente teatral.
—Y esta tarde tendremos también tormenta.
—Vente a jugar una partida —propuso Amadeo—. Como estaremos viudos, será posible beber tranquilamente unos whiskys mientras se piensan los movimientos.
—Estoy fatigado y voy a dormir —me puse en pie—. A la derecha, digo, a la noche, nos veremos.
—Sí, de acuerdo.
Junto a la cerca de piedra, Santiago, en cuclillas, examinaba unas hierbas. Alzó la cabeza al oírme.
—¿Te vas? Claudette esperaba que os quedaseis Amadeo y tú a comer.
—Amadeo se quedará, supongo. Voy a tomar un bocado solamente y a tumbarme. Despídeme de Claudette.
—Hasta luego, Javier.
Por las calles el viento era más fuerte. Observé que mis zapatos de rejilla comenzaban a abrirse junto a las costuras de la suela. Don Antonio me dijo adiós, al otro lado de la verja.
Oí las noticias, sin escucharlas, hasta que Rufi avisó que la mesa estaba servida. Enrique y Dorita no hablaron mucho. A los postres, descubrí que Enrique comía precipitadamente.
—¿Qué pasa? ¿Quieres salir corriendo antes de terminar?
—José me espera.
—¿No está castigado José?
—¡¿Castigado?! —chilló Dorita.
—Eso había oído. Pero no hacedme caso.
—No está castigado.
Bebí una copa de coñac junto al ventanal. Luego, llegaron Leles y Martita. Pensé en buscar a Rafael, para preguntarle qué se decía por el pueblo. Habían dejado abierto el ventanal del dormitorio y el viento movía las cortinas, los faldones del tocador de Dora, los bajos de las colchas. Mientras me desnudaba, permití que mi odio se recrease en una imaginaria quema de aquella ridícula tela de raso del tocador, que le daba al dormitorio aspecto de casa de citas.
Temí quedarme dormido con el cigarrillo encendido, pero antes de acabarlo sonó el teléfono.
El tono de voz de Elena, claro y alegre, contradecía la preocupación que empezó por confesar.
—Pero ¿por qué? Estará jugando por ahí, sin acordarse de comer. Ya le conoces. No sé cómo te preocupa aún que Joaquín desaparezca un día entero.
—Tienes razón —hizo una pausa y presentí que sonreía tenuemente—. Supuse que te quedarías en casa de Santiago.
—Amadeo quería una partida de ajedrez. ¿Se quedó él allí?
—Sí, claro. Yo también comí con ellos. Acabo de llegar a casa ahora mismo.
—Ah, no sabía. ¿Sigue durmiendo Andrés?
—Pero, Javier, cariño… Andrés se fue esta mañana al pueblo.
—¿Se fue?
—Te lo he dicho. Hace una hora que te lo he dicho en casa de Claudette.
—Perdona, no me he enterado. ¿A qué iba?
—Es su día de médico y tenía que recoger unos libros. Mañana llega Ernestina y se quedará a esperarla. Todo ello te lo he estado explicando esta mañana y parecías enterarte muy bien. ¿Quieres ahora explicarme tú a mí en quién pensabas, cuando te hablaba?
Aplasté el cigarrillo en el cenicero, me cambié de oreja el auricular y me senté en la cama.
—Oye, estás contenta. No me lo niegues, porque se te nota.
—Sí, sí lo estoy.
—Bien, entonces de acuerdo.
—Espera, espera —tenía una premiosa ansiedad, una especie de ronquera anhelante—. ¿Crees que podremos?
—¿Por qué no? Dora no volverá antes de las diez. ¡Arrea!, el coche. ¿Se ha llevado vuestro coche Andrés?
—Sí. Pero tengo la solución.
—¿Andando?
—Tonto. Me gusta que seas capaz de andar cerca de cincuenta kilómetros por un cuarto de hora de intimidad.
—¿Cuál es tu solución?
—La lambretta de Ernestina.
—Pero…
—Está perfectamente. Tiene hasta gasolina. Hace dos días estuve rodando con ella.
—Esperemos que no llueva. Será mejor salir a las seis.
—Me parece muy bien. Antes de que llegues al pinar, te habré alcanzado.
Creí oír el ruido de la lluvia, al tiempo que el sueño me incapacitaba para poner en hora el despertador.
El timbre del teléfono me sobresaltó. Desperté, con una difuminada imagen de la chica muerta, repitiéndose en mi cerebro como un eco.
—Dígame.
—Perdona, Javier. Siento haberte despertado.
—No te preocupes, Elena. Iba ya a… ¡Pero si son las seis y media!
—Escucha, Javier. Sigo muy preocupada. Joaquín no aparece y nadie le ha visto.
—No te inquietes. Ahora iré por ahí.
—Estaré en casa de Claudette. Amadeo ha salido a buscarle hacia la aldea.
—Elena, por favor, no te dejes llevar de los nervios.
Me estiré en la cama, fumé un cigarrillo y sentí revueltos todos los jugos gástricos, que me quemaban en la garganta con un constante ardor. La luz fluorescente del cuarto de baño me deslumbró. Después de beber un vaso de sales, me aproximé al ventanal, pero me senté en una butaca. El silencio y la penumbra me relajaban en un paulatino bienestar.
Cuando salí eran las siete y media pasadas. La casa estaba a oscuras; en la veranda el viento era intenso. Las luces de las habitaciones del servicio iluminaban, en rectángulos, algunos trozos del jardín.
Súbitamente experimenté como justa la inquietud de Elena y me apresuré.
—Buenas noches a todos —saludé desde la puerta.
Habían regresado Amadeo y Santiago, sin encontrarle. Elena estaba hundida en uno de los sillones de cuero.
—¿Qué han dicho los niños?
—No le han visto en todo el día.
—Voy hacia el pinar —Elena me miró—. ¿Me dejas una linterna, Santiago?
—Será mejor que…
—Es conveniente —interrumpí a Amadeo— que nadie se mueva ni se alarme. O dentro de media hora está revolucionada toda la colonia.
—Claro que sí —dijo Claudette.
Santiago me trajo la linterna. Le hice una torpe caricia en el pelo a Elena, que no apartaba sus ojos de mí.
—Se llevó a Poker. O, por lo menos, tampoco Poker aparece por ninguna parte.
Sonó el teléfono cuando ya me encontraba en el porche.
—No, Javier, no esperes —gritó Santiago desde el vestíbulo—. Es Asunción, que vienen para aquí.
Las nubes, muy bajas, se movían a gran velocidad. El viento secaba las piedras de las tapias, la calzada, las tejas y las pizarras. Caminé rápidamente y, al llegar a la carretera, encendí durante unos minutos la linterna. Estaba invisible la cima de la montaña; sobre los cerros, las nubes tenían un claroscuro filamentoso, de luz de luna.
Trepé por el talud y llamé varias veces. Desde allí, la caseta era una mancha al borde de la carretera. Tomé por el sendero que subía hasta el manantial, y alumbré de nuevo con la linterna, cuyo haz me abría, al ritmo de mis pasos, un camino de ramas empapadas de lluvia, de troncos, de piedras y charcos.
Me detuve a recobrar aliento. Olía la savia, como a amoniaco o a uno de los perfumes de Claudette. Cerca del manantial, llamé por última vez.
—¡Estoy aquí!
La luz divergente saltó, al movimiento de mi mano. Joaquín, sentado en la tubería de cemento de la conducción del agua, se restregaba los ojos. A su lado, había una lata de sardinas vacía y un trozo de pan. Continué avanzando, lentamente ahora, con la decidida pretensión de dañarle con la luz, que levanté cuando llegué junto a él.
—Apaga —dijo.
—Tu madre enfermará por estas cosas tuyas.
—¿Por qué has venido aquí?
—Porque sé que este año te escapas al pinar.
—Pero no sabes el escondrijo del tesoro.
Apagué la linterna. Durante unos minutos, el rostro de Joaquín sólo fue una pequeña superficie blancuzca, de donde provenía su voz.
—¿Has comido?
—Sí.
—¿Y te habrás mojado?
—No. Cuando llueve, me meto en la choza. Pero el tesoro lo guardo en otra parte.
—Y ¿pensabas volver?
—Cuando fuese de noche del todo.
—¿Del todo? ¿Por qué no antes?
Saltó de la tubería y recogió su honda, su navaja y unos periódicos infantiles que se puso bajo el brazo.
—¿Está enfadado papá?
—Vamos.
—Espera.
Silbó, metiéndose dos dedos en la boca, y apareció Poker, sin ladrar, con un alegre contoneo.
Bajamos en silencio. En la carretera, negó que estuviese cansado, pero comenzó a quedarse atrás.
—Además de intranquilizar a tu madre, no comprendo qué puedes hacer todo el santo día en el pinar.
—Esperando indios.
—Y ¿por qué no volviste al atardecer?
Trató de dar una carrera detrás de Poker, pero le fallaron las piernas y cayó en la cuneta. Se levantó antes de que acudiese yo. La sonrisa ponía en su rostro una mueca de inocencia (que había heredado de Elena), con la que le resultaba fácil hacerse perdonar.
—¿Me defenderás?
—No sé, Joaquín. En serio, no me gusta esto que has hecho hoy.
Las luces de la colonia se esparcían numerosas. El viento olía a mar. Joaquín se separó unos metros. Bordeamos la plazoleta del mástil y tomamos el camino de casa de Santiago. De repente, se detuvo.
Sentados en el bordillo de la acera, silenciosos, estaban los niños. Martita, Asun y Dorita se apoyaban en la tapia de un jardín. Joaquín contemplaba un lejano punto del final de la calle; redondeaba la boca, como si silbase, cuando Enrique se levantó, poniendo las manos en una farola. Poker saltó, con un ladrido, a los brazos de José.
—¿Qué sucede?
Con una fingida indiferencia, Joaquín salvó los metros que nos separaban, para asir mi mano.
—¿Os habéis peleado?
—No. Que quieren saber dónde guardo el tesoro.
Elena vino corriendo por la acera. En la veranda de Claudette estaba iluminada la mesa de cristal. Mientras me buscaban unas zapatillas de Santiago, oí la opinión de Emilio sobre la conveniencia de unos azotazos en ciertas ocasiones. Don Antonio, que llevaba bajo la chaqueta de ante una camisa con estrellas verdes estampadas en fondo amarillo, aseguraba que la policía haría al día siguiente una visita a la colonia.
—No saben nada.
—Pero es lo que yo digo —dijo don Antonio—. A la policía le bastan unos días para averiguarlo todo. Nunca fallan.
—¿Te has mojado mucho? —me preguntó Claudette.
—Son estos zapatos, que están ya viejos.