—Buenos días. Me han dicho que la chica continúa ahí.
—Sí, señor, don Javier —dijo el guardia—. ¿Quiere usted verla?
—Si es posible…
El hombre empujó la puerta y me dejó pasar delante. Abrió las dos ventanas de la habitación de paredes blancas, sin muebles. El cadáver estaba sobre el suelo de cemento, cubierto con la sábana.
—Sólo la cara —pedí.
Me trajo una silla de la otra habitación.
—Dentro de un rato vendrá el cura.
—Ya.
—Y, luego, el furgón. Hablan de que ayer ocurrió algo por la parte de Rosas.
—Está movida la costa, ¿eh?
—Yo —pareció que sonreía— lo achaco al tiempo.
El guardia se sentó en el escalón de la entrada y encendió un cigarrillo.
—Esperemos que hoy cambie.
—No, no lo espere —señaló con el mentón, hacia la montaña que él veía desde el umbral—. Dentro de media hora será de día y todas esas nubes no se van en media hora. Es un temporal, ¿sabe usted? Toda Europa está de temporal. Así lo dijo la radio.
La nariz de la muchacha había crecido hasta convertirse en un largo hueso, que le desfiguraba las facciones. Sin embargo, la boca se mantenía igual; los labios, en dos líneas paralelas, permanecían entreabiertos, gruesos, con un modelado muy nítido. La muchacha probablemente había usado en alguna época de su vida un tono claro, casi blanco, para maquillarse los labios. A pesar de las nubes, crecía la luz y la piel de la chica se hizo más amarilla y más tensa. Me hipnotizaba aquella dureza de las comisuras de la boca, levantadas, sin relación con las mejillas, ni con los párpados. Le habían limpiado la arena del pelo y, bajo la sábana, se alzaba la pirámide de sus manos cruzadas sobre el pecho.
—¿La recuerda de alguna parte?
—No, nunca la he visto.
Dejé de observar el rostro de la muerta y aplasté el cigarrillo en la suela de uno de mis zapatos.
—¿Qué sucedió en Rosas?
—Una riña en un bar. Es del tiempo.
—Pero ¿hubo heridos?
—Debió de haber heridos, porque se pelearon a botellazos. Las extranjeras enmarañan las cosas. Quiero decir, que enfrentan a los hombres.
—Sí, claro.
—Los hay que, en estos meses, dejan la pesca y se dedican a vivir con una inglesa o con una sueca. Pero, a veces, vienen los maridos de ellas y, para que vea usted cómo es la vida, organizan la bronca ellos, los chulos. No tenemos arreglo.
—Las cosas son muy complicadas.
—Mire —continuó el guardia—, nosotros estamos en contacto con la vida, usted me comprende. Es raro el día en que no sucede algo, en que no viene nadie con su historia al cuartelillo. Yo se lo puedo decir y usted dispense que le lleve la contra. Las cosas son muy sencillas. O de aquí —resbaló varias veces el pulgar sobre el índice— o de aquí —se señaló la bragueta—. Con perdón.
—Es posible. No sé.
—Créame usted que es así. Se lo digo yo que estoy en contacto con la vida. Y pregunte usted a alguno de mis compañeros. Todos le dirán lo mismo. Pasa mismamente que con el tiempo. Que hay sol, pues todos contentos. Que hay lluvia o frío, todos como perros y gatos. Y en Andalucía más. Yo he servido cerca de diez años en Écija, en la provincia de Sevilla, y así ocurre. Lo de los climas es una verdad como una catedral. Por eso se nos vienen las suecas y las inglesas a nuestras tierras, porque allí sus maridos tienen la sangre helada, se les hace cuajo la sangre con la niebla y las nieves. Con el sol, los hombres se amenazan, pero no pelean. El mal tiempo los reconcome y acaban por matarse.
Se puso en pie, unos segundos después que yo. Tiré la colilla apagada por el vano de la puerta y, cuando me volví, el guardia cubría a la muchacha.
—No, no la conozco.
—Es lo que pasa —dijo—. Se mira una cara que nos recuerda a otra y nos devanamos los sesos, hasta que damos con el parecido. Esta era forastera. Seguro.
Fuera continuaban las nubes, negras y bajas. Era ya de día, pero algo indefinible convertía el paisaje en un crepúsculo lento. El guardia, sin dejar de hablar, me acompañó unos minutos. Tomé por uno de los caminos bajos del pinar. Estaba la tierra húmeda, casi barrosa, y al pie de los troncos, con un color negro de pizarra o alquitrán. El sendero ascendía en amplias curvas, desde una de las cuales se veía el mar, los tejados, las terrazas, los árboles, las calles, las piscinas, las pistas de tenis, los trozos de césped, las sendas, los ventanales. Pensé que era aquélla una ciudad mía, puesto que yo la había creado, y de Elena, quien prácticamente había escogido el emplazamiento. Resultaba extraño considerar que todo había sido hecho en seis o siete años. Pero aún más extraño, que fuese el lugar donde Elena había detenido el automóvil una tarde de invierno y por donde habíamos paseado hasta el anochecer, imaginando nuestra ciudad, aquella que yo veía desde el camino, inmóvil y silenciosa.
El frío me obligó a andar, los jardines estaban solitarios y las ventanas cerradas. Hacía tiempo que no recorría tan lentamente las calles, que no me fijaba en los distintos estilos de los chalets, que no envidiaba un tejado o un porche o una chimenea de piedra. Sentí que no estaba solo, sorprendido al descubrir que caminaba con la cabeza baja. Claudette me miraba desde una esquina. Apresuré el paso.
—Pero qué madrugador estás.
Cuando llegué junto a ella, le tendí la mano inconscientemente, que Claudette, repuesta con prontitud de la sorpresa de aquel saludo inesperado, me estrechó.
—Llevo más de hora y media dando vueltas por ahí. ¿Y tú?
—Si prometes no empezar a dar gritos, te confesaré que…
—Que vas a la playa. Trae que te lleve esa bolsa.
—No, de ninguna manera —ondeó su bolsa de lona azul, antes de que siguiésemos andando—. Me desperté con tal deseo de nadar, que no he sido capaz de esperar a que salga el sol. Que, además, es muy posible que no salga nunca.
—Por lo menos, en los tres próximos meses.
La risa de Claudette me puso contento. En uno de los chalets, un hombre engrasaba una máquina cortadora de hierba. En cuclillas, no levantó la cabeza al oír nuestros pasos y nuestras voces.
—La verdad es que temo a Santiago. Discutimos tanto las posibilidades que tengo de coger una pulmonía, bañándome en este tiempo, que, al final, prefiero una ducha de agua hirviente y una aspirina.
—¿Cómo has logrado levantarte sin despertarle? Todo el mundo sabe que dormís abrazados.
Nos habíamos detenido al principio del sendero y Claudette me miró de soslayo, con una sonrisa burlona.
—Lo que habrás oído es que dormimos en habitaciones separadas.
—Así —dije, sonriendo, sin saber qué me impulsaba— dormimos Dora y yo.
Claudette se ruborizó instantáneamente. Tardó en reaccionar, mientras yo mantenía con el silencio una especie de crueldad placentera hacia mí mismo.
—Bien. Es igual, porque luego os entran más deseos de tener hijos.
—Tienes razón, tampoco eso soluciona nada. Tú o Santiago debéis proporcionarme la receta.
—Odiarse. Todo consiste en odiarse. Lo leí en un Reader’s Digest o en un sitio parecido. Si te odias concienzudamente y en el momento preciso, la naturaleza, que es muy sabia según todo el mundo sabe, se niega a otras consecuencias. Después, puedes volver a quererte.
—Trataré de odiar a Dora la próxima vez.
—Te resultará imposible. Marta y yo chismorreábamos hace poco lo modelo de marido que eres. Empalagoso casi.
—Te quiero mucho, Claudette. Me encanta salir de madrugada, como un lobo hambriento y solitario, y encontrar una persona tan extraordinaria. Sí, te quiero mucho, porque me resultas la persona más limpia y más inteligente que conozco. Siempre he deseado que mi hija sea como tú.
—Bueno —me retuvo una mano durante unos instantes—. Te he visto sentimental a todas las horas de la noche, pero nunca de madrugada. ¿O es que no te has acostado y andas de resaca?
Claudette desabrochó la fila de botones delanteros de su vestido.
—Tiene un aspecto eso —señalé el mar— como para alejarse cien kilómetros.
—No te inquietes, que daré un par de brazadas solamente.
—Si te ahogas, no me llames.
Se despojó del vestido y de las sandalias. Me tendí sobre una de las toallas. Claudette corrió hacia el agua. Tenía sus largos y delgados muslos ligeramente arqueados, llenos de pecas. Los tendones muy pronunciados de sus corvas le hacían unas tristes piernas de muchacha soltera y casta.
—No está nada fría —gritó, volviendo la cabeza, cuando el agua le llegaba por las rodillas.
Permanecí con los codos clavados en la arena, mientras ella desaparecía o volvía a surgir sobre las olas, muy espumosas y frecuentes. Me quedé adormilado, aspirando el perfume de la toalla. Claudette, para despertarme, me lanzó unas gotas de agua. Corrió por la banda de arena humedecida, se frotó con la toalla, se dio un masaje de colonia, bebió un trago de coñac. Cuando se sentó a mi lado, después de haberse envuelto las piernas en su albornoz corto, le rojeaba la piel de los hombros y de las mejillas.
—Me preocupa Andrés.
—Sí. Pero ¿por qué te acuerdas así, tan de repente, de Andrés?
—Por lo de anoche.
Le encendí un cigarrillo. Las nubes se abrían; una ancha cortina de sol caía sobre las últimas olas.
—Lo de Andrés es aparatoso, simplemente. Bebe porque le gusta.
—Y ¿por qué no hace nada?
—Siempre ha sido abúlico. No necesita hacer nada.
—Tampoco vosotros necesitáis el dinero. Tú podrías vivir igual que ahora y dejar a tus hijos para que también vivieran sin trabajar.
—Estás equivocada, soy pobre.
—Hablo en serio, Javier. También Amadeo se quedó diciendo, cuando sacasteis a Andrés, eso mismo. Pero no. Siempre hay un motivo. O muchos. Aunque los ignoremos.
—Ni el propio Andrés sabe esos motivos. Por lo tanto, todo carece de importancia. Entiéndeme, Claudette —dejó de negar con la cabeza—. Conozco a Andrés perfectamente. Además de ser mi primo, Andrés ha sido mi mejor amigo desde niños. Y siempre fue lo mismo. Abúlico, indiferente, cariñoso y borracho. Pero nada más.
—Quiero yo mucho a Andrés —miraba más allá de las crestas del oleaje con una sonrisa invariable—. Recuerdo el primer año que vinimos a la colonia. Como siempre, pasamos una buena temporada aislados, Santiago y yo. Alguien se había encargado de ilustrar a todo el mundo sobre las relaciones que nos unen. Una mañana se nos acercó Andrés, aquí mismo, en la playa. Parece que le estoy viendo. Se sentó, encendimos un cigarrillo y planteó el problema de cara. «A mí me importa un pimiento que no estéis casados. Y a Elena, lo mismo. Elena es mi mujer. Al resto de la gente le dejará de importar en cuanto os conozcan, porque sois una pareja simpática.» En saliendo Elena del agua, nos marchamos los cuatro a comer juntos. Fue tan sorprendente que desde entonces le quiero. Aquella noche Santiago y él se emborracharon.
—Sí, lo recuerdo.
—En una semana conocimos a toda la gente. Ignoro si él nos imponía o si les hacía olvidar. Pero fue el primero que nos sacó de aquella estúpida situación. No me gusta que beba.
—A nadie nos gusta.
—Ya, ya lo sé. Le dan tristes o alegres, pero nunca alborota. Nunca hace nada reprobable. Es eso lo inquietante. Y que Elena se haya habituado a eso. Que le quiera…
—Elena le quiere mucho.
—… con esa pasividad. Enormemente, pero… Como sin solución. En fin, todo es horriblemente complicado.
Volvió la cabeza. Yo dejé de amontonar arena y me froté las manos.
—Hace un rato estuve con uno al que la vida se le aparecía de una manera sencillísima. Creo que usa dos o tres esquemas que le resuelven todo.
—¿Quién?
—Uno de estos guardias que están en la caseta. Él parece conocerme muy bien, pero yo ignoro de qué. Está convencido de que el sol, la lluvia y la niebla son las únicas motivaciones de los actos humanos. Hacer algo significa que se vaya a su cuartelillo para que él ponga orden. No he visto a nadie tan desprovisto de curiosidad, excepto ese tipo que estaba engrasando la cortadora, que ni siquiera ha tenido la instintiva curiosidad de levantar la cabeza cuando hemos pasado. Debe de ser una cuestión económica. De pocos medios económicos, se entiende.
Claudette se puso en pie de un salto.
—¿Quieres tú ahora explicarme —estiró su ceñido bañador amarillo— qué te hace ir a las siete de la mañana a ver a esa chica muerta y ponerte a analizar a los dos únicos seres que te encuentras en el camino?
Reímos mientras le ayudaba a llenar la bolsa.
Santiago daba vueltas por el jardín, con unas tijeras de podar y unos saquitos con simientes. Fumamos un cigarrillo juntos; Claudette y yo terminamos por disipar su sueño greñoso y malhumorado. Insistieron en que me quedase a desayunar, pero no acepté.
Dora preparaba la mesa en la veranda, con ayuda de Rufi. Aquel sol intermitente y débil alcanzaba ya nuestro jardín. Expliqué a Dora que había tenido insomnio. Dora me preguntó (posiblemente, porque sabía cuánto me molestaban ese tipo de consultas) si me importaba que fuese al pueblo también ese día, con Marta.
—Siento cargarte con los niños, pero me gusta aprovechar este tiempo nublado para hacer compras.
—Te aseguro que me parece magníficamente.
—Regresaremos pronto.
Uno frente al otro, con la mesa por medio, caímos en un largo silencio. Acabé de fumar y, sin mirarla, pregunté a Dora si el automóvil marchaba bien.
—Sí. Normalmente. ¿Es que habías pensado utilizarlo tú?
—No.
—Escúchame, Javier, yo puedo…
—Te digo que no, que de ninguna manera. Lo preguntaba por nada, por saber si iba bien. Por si querías que Rafael le echase un vistazo.
—Rafael habrá salido ya con la furgoneta —dijo—. Ya sabes que lo que más odio es que me mientan. Estoy segura que pensabas utilizar el coche y que, por cortesía, has renunciado.
Miré a Dora. Era un extraño ser aquel que me hablaba desde el otro lado de la mesa, erguidamente sentada, con las manos entre los cubiertos, los platos, las tazas, que ella misma había ordenado disponer.
—Oye, Dora, no empecemos. No quiero discutir contigo tonterías de este tipo. Es como si nos estuviésemos engañando el uno al otro, como si jugásemos.
—Javier —gritó—, no me hables así.
—Te aseguro —traté de persuadirle— que no necesito el automóvil. Que ni siquiera esta mañana he pensado en utilizarlo.
Pero descubrí que estaba siendo injusto, que estaba incriminando a Dora algo ajeno, que me inquietaba desde mucho tiempo atrás y que ahora había despertado. Dora tenía una mirada olvidada, que patentizaba su debilidad, su casi inerme estupidez.
—Llévate el coche. Te lo ruego.
Se levantó de la mesa, simultáneamente a la entrada de los niños en la veranda. Experimenté un ataque de ira, como un deseo irrazonable de golpear.
Ayudó a los niños a sentarse y anudó la servilleta al cuello de Dorita. Su café llenaba aún más de dos tercios de la taza; pensé que se sentaría a acabar el desayuno. Pero no fue así. Encadenó la charla de los niños, les preparó las tostadas, se movió volublemente alrededor de la mesa, pareció olvidar que estaba yo allí, colérico, triste y desorientado. El sol había logrado romper una larga franja de nubes. Algunos pájaros cantaron en las ramas. Los colores de las flores me hirieron con una fuerza inusitada. Sentía una fatiga soñolienta.
—Papá, ¿nos dejarás bajar a la playa?
—¿A la playa? Sí, hijo. Si continúa el sol, bajaremos a la playa.
—Mamá, ¿haremos la canoa juntos?
—No, Enrique. Mamá no podrá bajar con vosotros. Mamá tiene que ir de compras.
—Pero ¿por qué?
—Además —siguió ella—, me temo que no hace tiempo de playa. Prometedme que os portaréis bien, que, cuando yo regrese esta noche, Rufi me dirá que habéis sido…
La arena del sendero estaba húmeda, granulenta. Arriba las nubes se cerraban. Me alejé de sus voces, por entre los macizos de flores —que Dora conocía por sus nombres— y del boj —que Leoncio recortaba incansablemente—. Estuve observando, desde el borde de la piscina vacía, a Leoncio. Con su mono azul y su camisa caqui, comida por el sol y el uso, se encorvaba sobre el desaguadero del fondo. Un aroma amplio llegaba desde el jardín, donde los perfiles, a la luz cambiante, se destacaban rotundamente. Terminé por confesarme que me dolía la cabeza.
En la veranda, Rufi retiraba el servicio del desayuno. Me tendí en un morris, oyendo a los niños corretear por el vestíbulo. Saber que Dora estaría en el piso de arriba me sosegó. Haría bien en descansar sin límite, hasta la hora de la comida o hasta la cena, si es que acaparaba suficiente sueño para dormir sin tregua. Estaba ansioso por hundirme en un sueño sin sueños, que me reparase de aquel enervamiento. Recordé las largas y pecosas piernas de Claudette. Andrés bebía demasiado, temía encontrarse borracho frente a los ciento veinte centímetros de Joaquín. La playa pisoteada. En la canoa, donde bebían y reían desnudos, empujaban a Emilio, que trataba de saltar sobre la borda e inútilmente abría los brazos a las pieles bronceadas, a las mejillas hundidas, a los labios maquillados con exceso de un color rosa claro.
La mano de Rufi, sobre mi espalda, me despertó.
—Señor, señor… Don Emilio.
Abrí los ojos. Las nubes mudadizas presagiaban una inminente lluvia. Emilio subía el último escalón de la veranda. Me incorporé.
—Hola, ¿cómo estás?
—Escucha. No vuelvas a hacer lo de ayer. Vamos a hablar claro de todo esto, porque eres tú más niño que el más pequeño de ellos. Pero sabiendo lo que ellos ignoran.
Se sentó acalorado, casi temblonas las manos. El cielo estaba cubierto. Joaquín gritaba y corría, perseguido por Enrique y José.
—¿Cómo?
—¡No vuelvas a hacerme lo de ayer! —repitió Emilio, al tiempo que se asía al borde de la mesa y comenzaba a mirarme de frente.