La policía no llegó aquella tarde.
Cuando desperté, continuaba lloviendo. Alguien me había puesto una manta sobre las piernas y Joaquín estaba a mi lado, con un periódico infantil.
—¿Lo estás leyendo? —pregunté tontamente.
—Sí —mintió.
Bajo la manta se me acumulaban el calor y la pereza. La lluvia, desmenuzada, llenaba el jardín de una luz de amanecer. Joaquín se apoyó en mi morris.
—¿Cómo es que no estás jugando con los demás?
—Las niñas están ahí dentro. ¿Quieres leerme una historieta?
Le leí más de media revista, fue a buscarme un pañuelo y una taza de té y regresó con Leoncio. En la piscina, se habían resquebrajado más los sumideros. Después de la lluvia, sería preciso podar. O algo así, porque Leoncio tenía una de sus tardes malas y mascullaba todas las palabras. Joaquín propuso que diésemos un paseo. Mientras me duchaba, lo oía moverse por el dormitorio, revolver en el tocador de Dora, ensayar el doble salto mortal sobre una de las camas. Creí que sonaba el teléfono del vestíbulo.
—Dice Rufi que no ha llamado nadie. Que si quieres que suba.
—Que no. Procura estarte quieto, aunque sólo sean cinco minutos.
—Estoy pensando —dijo, antes de salir.
Me vestí, preguntándome si realmente Elena tendría jaqueca. Me apetecía colocarme ante el tablero de ajedrez, frente a Amadeo. Aunque Amadeo estuviese libre y se consiguiera encender un rescoldo en la chimenea, no sería posible dejar de salir a la lluvia, a los otros chalets, a escuchar algo de la muchacha muerta o la explicación de Elena sobre su —probable— jaqueca.
—Se ha venido la Asun. Como van a jugar a muñecas y médicos, no quieren que entre en la habitación. La Dorita me ha chillado, porque dice que siempre las ando espiando. Y si las espío, es porque el Enrique y el José me lo han encargado. Como ando siempre por ahí… Pero me aburren con sus tonterías.
—Alcánzame un par de zapatos con suela de goma que hay a la derecha. Y procura no cortarte, ni herir a nadie con esa navaja.
—Mi padre quería quitármela, ¿sabes? Se me ocurrió sacarla durante la comida y no quiero decirte. La Martita, que es una chivata, va por ahí…
—Gracias. Escucha, Joaquín.
—¿Te ato los cordones?
—Está bien.
—Si quieres, busco un calzador.
—No es necesario. Y ahora, escucha —le mantuve, por los brazos, quieto entre mis piernas—. A mí ya sabes que no me molesta la palabra chivato y que pongas el la o el el delante de cada nombre, porque yo respeto las formas personales de hablar. Pero también sabes que a tu madre no le gusta.
—Sí, lo sé.
—Por otra parte, me parece bien que aparezcas siempre de la manera más insólita, porque le prestas a la vida una variedad que, en general, no tiene. Pero también me parecería mejor que jugases con los niños en vez de hacer la guerra por tu cuenta.
—No juego a guerras cuando estoy solo. Oye, ¿qué es insólita?
—Vamos, anda. Te lo explicaré por el camino.
Pero, al llegar al porche, prefirió quedarse con las niñas; corrió, con el largo impermeable de plástico hinchándole el minúsculo cuerpo, a lo largo de la fachada, en busca de una ventana abierta por donde invadir la casa.
En la calle las hojas caídas formaban pequeños charcos. Una ventana del segundo piso del chalet de Claudette estaba abierta. Cuando entraba por el jardín, Claudette me llamó desde arriba. Me entretuve un poco en el paseo asfaltado que Santiago había hecho construir a principios de mayo. La lluvia dejaba terso el firme; el agua se canalizaba en las cunetas y ponía negra la tierra, como hirviente. En el rellano me esperaba Claudette. Antes de entrar en la habitación donde estaban reunidos, me enseñó su último cuadro, una marina, como casi todas sus obras, de unos colores claros y de unos trazos finísimos.
—Ya sé que no entiendes, pero dime tu impresión.
—Sí, me gusta. Me gusta mucho. Sobre todo, ese amarillo de la costa.
—Entiendes.
Andrés, que me servía un whisky, había bebido ya lo suyo.
Amadeo hablaba con Elena de la chica muerta.
—¿La has visto? —me preguntó Santiago.
—Sí, anoche, en la playa.
—Después de cenar —explicó Claudette— estuvimos aquí al completo.
—Se te echó en falta.
—No más soda. Gracias, Andrés. Anoche estaba muy cansado y me fui a dormir.
—Siéntate en este butacón, que estarás mejor. Quisiera saber cuándo dejará de llover. Tu mujer, Amadeo, decía hoy que está dispuesta a empaquetar y a regresar a Madrid.
—No lo permita Dios.
—Pero ¿por qué?
Andrés me entregó el vaso de whisky.
—Sólo puedo trabajar en el verano —dijo Amadeo—. Con Marta en casa, no encontrarás nunca una habitación vacía. Preguntadles a Emilio y a Asunción de cuando estuvieron en febrero en casa. Me encontraron en el cuarto de baño, redactando un informe. Suelo trabajar en el cuarto de baño del servicio.
—¡Oh!, exagerado.
—Créeme, Claudette.
—Pero, hombre, con once habitaciones…
—¿Qué te pareció la muchacha?
Volví la cabeza y puse una mano sobre la de Elena, que estaba en mi hombro.
—No sé. Quizá sea extranjera.
—Emilio dice que es inglesa.
—Yo creo —dijo Santiago— que la chica debía de estar en algún cámping, que llegó por mar. Hace unos días, Claudette y yo nos cruzamos con una canoa a unas diez millas de la costa, en la que iban tres o cuatro parejas y todos desnudos.
—¡Bueno, que nos pareció!
—Con gran indignación de Asunción y de Emilio, cuando se lo contamos.
—Iban desnudos, querida.
—Habrá que tomar cartas en el asunto —dijo Elena—. No me extrañaría nada que Asunción estuviera otra vez embarazada.
—¡No! —gritó Claudette—. Pero ese hombre no tiene misericordia. El quinto y la pequeña aún no ha cumplido el año.
—¿Cómo?
—Que, según tu mujer, Asun está en estado otra vez. Y que digo yo que ese monstruo, porque María Francisca, la pequeña, no…
—Hace bien, coño. ¿Qué pretendéis, después de estar todo el día encerrado en su Barceloneta, rodeado de papeles, humos, planes económicos y tradición?
—Oye, Andrés… —comenzó a decir Elena.
—Recuerdo —dijo Amadeo— la primera vez que vi a Asunción. Fue hace cinco años, cuando la inauguración de la colonia. A Emilio ya le conocía. Su mujer me pareció una muchacha aviejada, demasiado sonriente y un poco tonta.
—Por favor —pidió Claudette—, un poco de piedad. Asun es magnífica.
—De acuerdo, de acuerdo. Contaba la primera impresión. Ahora —Amadeo rió— el terrible me parece él.
—La verdad es que la tenéis tomada con el pobre Emilio.
—Pero, Elena, es que cada día está más insoportable. Con lo de la chica esa —Santiago cruzó las piernas— piensa que los niños se han ganado el infierno, porque han visto una mujer desnuda.
—Es más que posible que él no haya visto nunca una mujer desnuda —dije.
—¿Queréis comportaros como personas civilizadas? —dijo, riendo, Claudette.
—Pero si es verdad —insistí—. No me extrañaría que ni a la misma Asunción la haya visto desnuda.
—Oye, pero si cuando éstos —Santiago asentía a las palabras de Amadeo— le contaron lo de la motora, se puso encarnado hasta las orejas.
—De deseo.
—Os prohibo que habléis así.
—¿De deseo? ¡De envidia!
—Sois vosotros, malditos cotillas —dijo Elena—, los que le envidiáis.
—¿Nosotros?
—¿Qué, qué le vamos a envidiar nosotros?
—Yo digo que parece que…
—Yo sí le envidio. Qué coño, es un hombre con la suficiente capacidad para decir lo que piensa.
—Andrés, ¿y si bebieras un poco más despacio?
—Ha dejado de llover —dijo Andrés.
Entonces nos percatamos de que la habitación estaba casi a oscuras y permanecimos durante unos instantes callados. Claudette encendió dos lámparas; Amadeo se cambió de butacón.
—Marta y Dora estuvieron aquí esta mañana —dijo Claudette.
—Sí. Le recomendé que se largase al pueblo de compras, hasta que se le calmaran los nervios. La intranquilizaron los chicos. Esta mañana se encontraban particularmente intranquilizantes.
—Ya sé que estuviste con ellos en la playa. Si alguna vez pienso en un posible hijo mío, estoy segura que en seguida haría amistad contigo. Me hace gracia. ¿Cómo te las arreglas?
—Pero, Claudette, si es Andrés quien les entiende. Yo únicamente utilizo la paciencia.
—Ah, no, no. Santiago y yo tenemos hablado esto muchas veces.
Al otro lado de la habitación, parcialmente tapadas por la mesita, veía moverse las piernas cruzadas de Elena. Aspiré el perfume de Claudette; tenía los hombros desnudos y su vestido de tirantes le estrechaba la cintura. Naturalmente que Santiago y ella habrían hablado de los niños y de mí, porque todo lo tenían hablado. Casi de repente, pensé que su boca era tan cuadrada, tan pálida y exacta, como la boca de la muchacha de la playa. Luego comprobé que se trataba de un efecto de la luz eléctrica. O de mi imaginación.
—Accedo a educar a vuestro futuro hijo. Si es que os decidís a tenerle.
—Me da miedo imaginar vuestras críticas.
—Oye, no, en serio. Dile a ese estúpido de hombre que te dé un hijo. O dos. No más de dos.
—Se lo diré. Me encanta que me hables así. Supongo que será el tono que utilizas con los niños.
—¿De dónde sacas tus perfumes?
—Últimamente nos reunimos con tipos jóvenes, solteros. Nos produce la ilusión de que estamos empezando a vivir juntos. A veces le digo que necesitamos una visita a casa de Asunción o un viaje a Madrid, para darnos cuenta de los años y años que llevamos juntos Santiago y yo.
—¿Sabes a qué me he dedicado estos últimos veinte años?
—A tener dos hijos, a ganar…
—No, espera, Claudette. Estos últimos veinte años he estado dedicado a conseguir exenciones tributarias. Al despertarme de la siesta me he dado cuenta de ello.
Claudette rió. También reían Elena, Amadeo y Santiago. Por el ventanal abierto entraba el mezclado aroma de las noches con viento. Santiago nos ofreció bebida y dejó un plato de galletas saladas en la mesita.
—De todo —continué—. Edificios, barcos, terrenos, artículos manufacturados e, incluso, en una ocasión le arreglé a Emilio unos papeles, en Madrid, para que el día de mañana sus hijos paguen menos matrícula en la Universidad. Hasta exenciones tributarias de hijos. Y esta tarde me he dado cuenta.
—¿Por qué esta tarde, Javier?
Estuve a punto de decirle la verdad, pero ni yo mismo sabía qué influencia podía tener en ello aquel constante recuerdo de la chica muerta. Elena y yo nos miramos, a través del humo de los cigarrillos, durante un segundo, al tiempo que Claudette me servía otro whisky.
—La lluvia nos va a poner neurasténicos —dijo—. Hará bien Marta en empaquetar y largarse a Madrid.
—Hacemos mal quedándonos aquí en días como éstos. Deberíamos salir hacia el sur o, por lo menos…
—Pero si está toda la costa dentro del régimen de tormentas.
—… marcharnos alguna noche que otra a Barcelona.
—Los primeros veranos, ¿recuerdas?, íbamos más a bailar por las noches. A Barcelona o a los pueblos.
Súbitamente dejaron de reír. Elena acudió presurosa al butacón de Andrés. Los demás también se habían levantado y yo dije:
—Deja, Elena. Déjame a mí.
Cuando conseguí sujetar a Andrés, Elena se apartó.
—¿Quieres…? —dijo Santiago.
—No te preocupes. Yo le acompaño.
—No será nada —susurró Amadeo.
Claudette nos acompañó hasta el hall. Temí que Andrés se dejase ir antes de que saliésemos al jardín. El aire libre no le hizo efecto alguno. Rodeamos el chalet. De pronto, me detuvo y se apoyó en un árbol, la frente sobre el dorso de la mano derecha. Le mantuve cogida la izquierda, mientras vomitaba. Oí acercarse a Elena, pero no giré la cabeza. Cuando hubo terminado, Elena le preguntó:
—¿Te encuentras mejor?
Andrés levantó los hombros con un enérgico gesto de indiferencia. Asido a Elena y a mí, dejaba caer sobre nosotros el peso de su cuerpo desmadejado y rebelde a toda línea recta. Salimos del jardín de Santiago a la calle solitaria. Antes de subir los escalones de la veranda, nos obligó a detenernos y murmuró algo.
—Joaquín no está en casa —dijo Elena.
Tuve que ir delante para confirmarle que el niño se encontraba fuera y, sólo entonces, entró en el hall, tratando de mantenerse erguido. Elena le peinó con los dedos el largo y débil pelo, que le caía por la frente, al subir por la escalera. Cuando le tendí en la cama, me dolían los brazos.
—Espérame abajo, ¿quieres?
Tardó cerca de un cuarto de hora en desnudarle y dejarle dormido. Tranquilicé por teléfono a Claudette. Elena se había puesto un espeso jersey de color granate.
—Son sólo las nueve. ¿Te apetece pasear?
Terminó de anudarse el pañuelo bajo la barbilla.
—No es que me apetezca, es que lo necesito.
En la calle se colgó de mi brazo. Al otro lado de la carretera, los pinos de la montaña verdeaban oscuramente, repletos de humedad. Llevábamos acompasado el paso y, en silencio, nuestras miradas coincidían, de vez en vez. Me gustaba llevarla así, con la mano izquierda en el bolsillo de su pantalón, entrelazada a su mano derecha. Con su piel que nunca me defraudaba, su tranquila forma de apretar mis dedos durante minutos y minutos.
—Hace tiempo que no nos veíamos.
—Bien, ya se sabe —dije—. Durante el verano es más difícil. Esta tarde pensé, no sé por qué, que tendrías jaqueca. Esperaba que me llamases.
—Estuve durmiendo. Yo anoche esperé verte en casa de Santiago.
—Tuve una noche rara ayer.
—¿Te continúa?
—Ya no.
Bajo mis manos se tensó su espalda cuando nos besamos metódica, desesperadamente.
—Sí, hace tiempo. Mucho tiempo. No me gusta —la abracé por la cintura— estar tantos días sin verte a solas.
Nos sentamos en las piedras húmedas. Era noche completa y el silencio tenía como un eco de murmullos. Abrazados, me encontré casi dichoso en aquel sosiego de los gestos conocidos y aquella certidumbre de los hábitos, que me permitían seguir las sensaciones y los pensamientos, igual que si me encontrase solo.
Alrededor de las diez, volvimos a caminar por la carretera, despacio, deteniéndonos con frecuencia.
—Algo te sucede, ¿no?
—Sí —dije—. Esa muchacha muerta… Estuve cavilando ayer en la playa. Después, Andrés me habló de cuando la guerra. No sé. Pero me encuentro bien. ¡Mejor que nunca! Quizá sea eso lo que me sucede.
—Me alegro —sonrió Elena.
La voz de Santiago, llamándonos, sonó en la oscuridad. Dora y Marta habían vuelto ya del pueblo. Charlamos un rato, antes de regresar, para la cena en casa de Marta y Amadeo. Dora, al pasar delante de la caseta del antiguo guarda de las obras de la colonia, dijo:
—Según uno de los guardias, las camas turcas son muy cómodas.
—Los pobres… ¿Tendrán bastantes mantas?
—Creo que mañana vendrá una ambulancia.
Me quedé retrasado. Sobre la caseta, a menos de diez metros de distancia, se alzaba el mástil que sujetaba el cartel con las letras invisibles ahora: CIUDAD RESIDENCIAL VELAS BLANCAS. Me uní a los demás, que hablaban animadamente.
En las primeras calles, Amadeo descubrió a Joaquín, que merodeaba entre las cercas de los jardines. Pero Joaquín corría más que cualquiera de nosotros. Luego, a la hora del café, apareció por el comedor de Marta, se me sentó en las rodillas y se quedó dormido en mis brazos, antes de que Elena hubiese acabado de regañarle.