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Regresaba por el pinar y Joaquín apareció, de pronto, dando saltos. Al llegar a la carretera, me cogió de la mano.

—Nada.

Serían las ocho u ocho y media y atardecía sin crepúsculo, a causa de las nubes. Anduvimos unos metros en silencio y volví a preguntarle qué hacía por allí solo.

—¿Ha llovido arriba? —me preguntó él a su vez.

—No. Había setas y hongos para llenar camiones. Pasé por tu casa, después de la siesta, pero Manolita me dijo que andabas por la playa.

—Estuve por la playa.

—Eso me dijeron.

—A lo mejor, llueve mañana.

—¿Me buscabas?

—Sí, está muerta.

—¿Qué es lo que se ha muerto?

—Salí a buscarte, porque nadie se acuerda de ti.

Habíamos llegado a la primera calle de la colonia. Olía ya a begonias, a pinos, a azahar.

—Te agradezco que no me hayas olvidado.

Me tiró de la mano, sonriente, para que le mirase.

—Nosotros la vimos los primeros.

—¿Quiénes?

—Pues José, Enrique y yo. También venían Martita y Asun. Se asustaron, ¿sabes? Nosotros, no.

—No entiendo nada.

—¡Que nosotros la vimos, hombre! Íbamos a embarcarnos en la goleta, porque el tesoro no estaba, cuando vimos a la muerta. Luego, fuimos a avisar y nos encontramos con Leoncio, que venía de las huertas. Se pusieron a correr, después. Yo les dije que tú no sabías nada, pero no me oían.

Cogiéndole por la cintura, le puse de pie en la cerca del chalet cerrado de los Hofsen. A la altura del mío su rostro, esperé unos segundos.

—¿Quién está muerta?

—Ella.

—¿Le conoces tú?

—Tiene la cara rara.

Le puse en la acera y comencé a caminar rápidamente. Entonces noté la soledad de las calles, el silencio, la insólita inmovilidad de la tarde en los jardines. Detrás de mí, sonaba la respiración anhelante de Joaquín.

—En la playa —susurró.

Le cogí en brazos. Pasado el chalet de don Antonio, encontré a María.

—Ha aparecido una joven muerta, señor.

—¿En la playa?

—Sí, creo que sí. Todo el mundo ha bajado a la playa.

Joaquín se asió a mi cuello, mientras yo corría por el sendero. Pronto apareció el grupo, la franja sucia de algas, el jeep, cerca del cual negreaban los tricornios. Parecía que fuesen a montar unos tenderetes de feria, unos altos mástiles con banderolas, la plataforma de los músicos y, quizá, reflectores para alumbrar en el mar a los bañistas nocturnos. Casi era lógico que estuviesen aquellos dos hombres, con sus mosquetones negros y mates, porque algún muchacho terminaría borracho o alguna mujer acabaría por buscarle la riña a su hombre. Joaquín mantenía el entrecejo fruncido.

—¿Te da miedo?

Denegó con la cabeza, al tiempo que le bajaba de mis brazos; inmediatamente, me cogió la mano.

El largo trecho de arena pisoteada terminaba en el cuerpo cubierto por la sábana blanca. Emilio me tocó en un hombro.

—Hola.

—Hay que llevarse de aquí a los chicos.

—Acabo de llegar —dije—. Por otra parte, supongo que ya habrán visto todo lo que tenían que ver.

—No me gusta esto. Hace un rato te buscaba Dora.

Ellas se encontraban junto a los primeros pinos. Elena llevaba una blusa negra bajo el abrigo de paño gris claro.

—Ah, gracias.

Joaquín soltó mi mano y escapó corriendo. Algo decía Emilio cuando uno de los guardias me saludó. Evidentemente me conocía. Nos acercamos a la abultada sábana, sujeta contra la brisa por el propio cuerpo que cubría. El guardia, en cuclillas, dejó suelto uno de los lados de la tela.

—Venga.

Rodeé el cadáver y, cuando estuve a su altura, el guardia abrió los brazos, levantando la sábana. Debajo estaba la muchacha.

Las manos del hombre, crispadas sobre la tela, temblaron. Antes de que variase de postura, apoyando un codo en la rodilla, cogí la sábana.

—Permítame —dije.

Hubiese estado más tiempo, pero las voces de los otros me distrajeron. Me moví, para dar a entender que había terminado; el guardia dejó de mirar el mar. Diestramente, sin que le estorbase el mosquetón, se agachó y remetió la sábana bajo el cuerpo, con una especie de solicitud. Le ofrecí un cigarrillo, pero me recordó que se encontraba de servicio y que lo estaría hasta la llegada del juez.

Elena y Dora corrían detrás de los niños, que reían y gritaban.

—¿Qué te ha parecido?

—Hombre… —alcé los hombros—. Es una chica de ciudad.

—¿Esperabas encontrarte una pescadora o una campesina?

—No sé qué esperaba. ¿La conoce alguien?

—Nadie.

Elena y Dora habían conseguido llevar a los niños hasta el sendero, donde charlaban con Andrés y Amadeo. Me aproximé a ellos. Prometí a Dora que subiría pronto, le aseguré que no tenía frío. Joaquín pretendía que Rufi le cogiese en brazos.

Después de encender un cigarrillo, me sentí mejor. Los rostros no se distinguían a más de seis metros de distancia. Por el sendero subían los niños, Dora y Elena, las criadas. Andrés y Emilio, seguidos de Rafael, pasaron en dirección a los guardias. Cerca de la orilla, Marta se vaciaba los zapatos de arena. Me puse a caminar en dirección norte, donde la oscuridad formaba una compacta guarida.

A mi izquierda, sobre los pinos de la cumbre, un fulgor violeta difuminaba los perfiles de las colinas. Escuchaba el mar, que estaba algo movido. Cuando terminé el cigarrillo, me detuve y puse la punta en el pulgar de la mano derecha, al tiempo que la lanzaba, en una parábola de chispas, con el anular. Así arrojaba Joaquín los pequeños objetos. Al regreso me percaté de lo que me había alejado. Temí que hubiese llegado ya el juez o que no quedara nadie en la playa. Luego descubrí las luces de las dos lámparas petromax. Antes de llegar, me humedecí las manos, dejándolas abiertas sobre el agua última de una ola.

—Javier —me llamó Marta.

Estaban en la penumbra, donde la blanca luz de las lámparas ya no devoraba los colores. El viento había cesado. Junto a Marta, se habían sentado en la arena Amadeo, Emilio y Andrés.

—Estuve paseando —me guardé el pañuelo.

—Aún no ha llegado el juez. Los demás se subieron.

—¿Has visto a la chica?

—Sí, Marta.

—¿Tienes frío? —preguntó Amadeo.

—No, cariño —dijo Marta—. Si alguien me da un cigarrillo… No recuerdo nada tan sensacional en estos últimos cinco veranos. La colonia tiene ya su historia —Andrés acercó, protegida por sus manos, la llama del mechero—. Gracias. Aquí nunca había sucedido nada y, de pronto, esta tarde… Estábamos jugando una canasta y vino la doncella a decírnoslo. Aquí, que nunca ha sucedido nada. Debieron de traerla desde el pueblo.

—O desde el cámping —dijo Emilio.

—¿El cámping? No había pensado en ello.

De la luz llegaban las sombras, quietas o en movimiento. Fugazmente calculé que habían aumentado las personas en torno al cadáver.

—La muchacha parece extranjera —continuó Emilio—. Posiblemente, procede del cámping o de cualquier otro punto de la costa. La arrastrarían las corrientes y el viento secó su cuerpo.

—No murió ahogada —dijo Andrés.

—Yo no he dicho que muriese ahogada.

—He visto ahogados y esa chica no murió ahogada en el mar.

—Bien, pero éste —intervino Amadeo— no está diciendo que se haya ahogado la muchacha.

—No discutáis. Mientras la policía no investigue, es tonto hacer suposiciones —Marta se tendió en la arena—. Tomadlo como una de esas novelas policíacas que leéis por las noches.

Su cuerpo se estiró dentro de los pantalones y el chaquetón de cuero, al colocar las manos bajo la nuca. Me aproximé unos centímetros.

—¿Quiénes son?

Marta, antes de responderme, giró la cabeza.

—Gente de la aldea. Y los guardias. Hace un rato estaba por aquí don Antonio.

—¡Qué horror!

—¿Por qué?

—No, por nada —dijo Amadeo—. Si os parece, le busco y me lo traigo a charlar un rato.

—No, no, no, cariño. Ni en broma.

—Si tuviésemos algo de beber —dijo Andrés.

La muchacha debía de encontrarse en la oscuridad, más allá de la segunda lámpara. Tendida en la arena, tan inmóvil como desde el atardecer y llenándose de arena y conchas.

Amadeo y Emilio se pusieron en pie.

—Marido.

—¿Qué? —dijo Amadeo.

—¿Os subís?

—No. ¿Tienes frío tú? Cuando tengas frío, me avisas y nos subimos.

—De acuerdo.

Emilio y Amadeo entraron en la zona iluminada. Como un anticipo de tormenta, una ráfaga de viento trajo olor a lluvia.

—Al mediodía dijo la radio que cambiaría el tiempo en toda la costa.

—Hum… —asintió Marta, que mantenía el cigarrillo en una de las comisuras de la boca.

Ante nosotros, de perfil, Andrés apuñaba arena, la cabeza baja y los antebrazos en las rodillas, ligeramente flexionadas. El mar estaba en tinieblas. Me busqué un cigarrillo, lo encendí con el de Marta y, al colocárselo de nuevo en los labios, sonrió.

—Emilio está nervioso por lo de los críos.

La piel de Marta, muy quemada por el sol, se agrietaba cerca de los ojos, en la frente, en sus flojas mejillas. Apenas le quedaban unos rastros de pintura en los labios.

—¿Por qué los niños? —pregunté.

—Ellos encontraron a esa mujer. Patearon toda la arena de alrededor.

—Esperemos que sea cierto que no tocaron nada, como teme Emilio.

—No —dijo Andrés, sin moverse—, Emilio teme que la hayan visto desnuda e incluso, si me apuras un poco, Emilio supone que han sido los niños quienes la han asesinado.

Marta tuvo una risa súbita y quebrada. Sentí que alguien llegaba a nuestras espaldas. Rufi, por encargo de Dora, traía mi chaquetón de hule y un termo con café.

—La señora me ha encargado les pregunte si necesitan algo más.

—¿Quiere decir en casa, Rufi, que bajen una botella de whisky?

—Sí, señorito Andrés.

Rufi se alejó, sin mirar siquiera a la zona iluminada. Marta, sentada, se calzó sus zapatos de tacón alto. Andrés le ayudó a ponerse en pie.

—Voy a husmear.

El jeep, conducido por uno de los guardias, rodaba hacia el sendero, iluminando los matorrales, los pinos enanos, el talud. Andrés palmeó una mano contra otra, para desprender la arena.

—Avisadme cuando llegue el whisky —gritó Marta.

Intentaba andar con la misma facilidad que si pisara asfalto.

—¿Qué día es hoy? —dijo Andrés.

—Martes. ¿En qué piensas?

Tardó en contestarme. Se le notaba una continua represión de los nervios, como si no hubiese bebido en diez días o acabase de mantener una barroca discusión con Elena.

—Desde la guerra no había vuelto a ver un muerto. Cuando lo de mis padres, no quise entrar a verles.

—Lo recuerdo.

—Es extraño, pero esa muchacha me ha recordado en un momento los días de Teruel, en el 37 —cambió la entonación y sonrió—. Cuando tú me sacaste de aquel infierno, me llevaste a San Sebastián y me dejaste en el más cálido prostíbulo de toda Europa con la mujer más gorda de todo el mundo.

—A la que te recomendé especialmente.

—Me lo dijo a la mañana siguiente. Que mi primo, el capitán, le había advertido la noche anterior que yo era virgen. Naturalmente, por la mañana seguía sin creérselo.

Nos reímos bien, hasta que llegó Rufi con la botella de whisky.

—Pero no haberse molestado en bajar usted —Andrés bebió a gollete un sorbo—. Voy a proporcionarle un trago a Marta.

—Los niños están cenando —dijo Rufi, y añadió muy de prisa—: Señor, ¿se sabe de qué ha muerto la pobrecilla?

—No, aún no.

Rufi se santiguó.

—¿Le da miedo volverse sola?

—¿Miedo? ¡Huy, no!

El juez llegó hacia las diez en un turismo gris claro, precedido por el jeep, cuando el viento golpeaba fuerte de nuevo y las nubes se apretujaban sobre el mar, cada vez más bajas. Estábamos cansados de marchar de un sitio para otro, con el límite de unos diez metros antes de la sábana que cubría a la chica. El café se había acabado ya. Con el juez vinieron otra pareja de guardias, el forense y el secretario. Nos retiramos, excepto Emilio, que conocía a Su Señoría. Al cabo de media hora terminaron. Emilio nos hizo un gesto con la mano antes de subir al automóvil.

Marta se cogió del brazo de Amadeo y del mío mientras ascendíamos por el sendero. Andrés se detuvo dos veces a beber de la botella. Bajo la primera farola nos esperaban Santiago y Emilio.

—El juez ha ordenado que pongan el cadáver en la antigua caseta del guarda de las obras —Emilio estornudó contra el pañuelo.

—Preguntó dónde podría colocarse hasta mañana, que llegue el furgón, y yo me acordé de la caseta; se quedará una pareja de guardias.

—Habrá que proporcionarles unas mantas a esos hombres, unos colchones aunque sean viejos, café y algo de comida. Si es que…

—No te preocupes, Marta, que ahora se encargará Rafael —dijo Santiago.

—Cenar, pueden cenar en cualquier casa. Sí, Marta, tienen que quedarse en la caseta, con el cadáver.

—Me voy —dije.

—Rafael estaba en la playa.

—Vente conmigo —dijo Andrés.

—Es que quiero ver a los niños. Adiós.

—Hasta luego, Javier.

Todos, menos Rufi, se habían acostado.

—Tomaré un sandwich solamente.

Después de beber una taza de café, salí a pasear. Aquella soledad, como de otoño, contrastaba con los céspedes verdes y los macizos florecidos. Sonaban ruidos de agua, de viento por habitaciones abiertas, de arena, de palabras y risas. Me detuve y encendí un cigarrillo. En el living de Santiago y Claudette había reunión. Desde la calle, oí la voz de Emilio. Recordé la tarde en que tío Pablo consiguió la orden en el Cuartel General y me largué a sacar a Andrés del infierno de los piojos, el hielo y las balas, para llevarle al sudado lecho de aquella prostituta más gorda que Marta. Ni a tío Pablo, ni a tía Amelia, ni a mi padre. Desde el último camarada que le cayese al lado o desde el último rojo que viese caer enfrente, la muchacha de la playa era su primer muerto.

Dora había dejado encendida la lámpara de su mesilla. Medio se despertó al entrar yo en mi cama.

—Anda, descansa.

Trataba de dormir cuando sonó el motor del jeep. Desde el ventanal entreabierto no alcancé a ver la calle, pero, en cierto modo, vi el cuerpo de la muchacha en los asientos posteriores. Llovía y permanecí quieto, con la respiración de Dora, como un cronómetro, detrás de mí.

Con el camisón arrugado y los pies fuera de la cama, era gracioso —pensé, mientras la tapaba— que, no habiéndome acostado en los últimos años ni una sola vez con Dora, su cuerpo dormido me hubiera hecho experimentar también lujuria.