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En principio, lo peor fue que la muchacha, además de muerta, apareciese desnuda en la playa. De los niños nadie se preocupó, a pesar de haber sido ellos quienes descubrieron el cadáver. Pero a la mañana siguiente, durante el desayuno, Enrique y Joaquín provocaron los primeros sollozos de Dora.

—Enrique —había dicho yo—, anda a llamar a Rafael, que acaba de pasar por la calle.

Enrique saltó de la silla y atravesó corriendo el jardín.

—Rafael ha ido ya al pueblo esta mañana —Dora retiró la silla y se inclinó sobre la mesita de las revistas.

—Sí, me trajo los periódicos. Pero tiene que volver.

—Los de Madrid no publicarán nada de lo de ayer, claro —Dora cruzó las piernas—. ¿Crees que vendrán muchos periodistas?

—El juez le dijo a Emilio que se daría la menor publicidad posible al asunto. Por el turismo, ¿comprendes? —vi a Rafael, que avanzaba por el sendero de grava—. Posiblemente, la prensa de Madrid y de Barcelona traerá sólo las cuatro líneas del diario regional de hoy.

—Qué fastidio.

Rafael subió los escalones de la veranda.

—¿Quería usted algo? Que aproveche.

—Gracias, Rafael.

—Vas al pueblo, ¿no? A ver qué dicen por allí.

—¿De la mujer muerta?

—Pregunta a Raimundo, cuando vayas a la tienda a recoger la caña. Raimundo estará enterado de alguna noticia, seguramente. Y no olvides los anzuelos que le encargué, si los tiene ya.

—Muy bien.

—Tú, Dora, ¿necesitas alguna cosa?

Dora dejó de leer Paris-Match y denegó con una sonrisa.

—Bueno, hasta luego, señor.

—Adiós, Rafael.

El grito de Dora le detuvo cuando cruzaba el césped.

—Dígale al niño, que estará por la calle, que vuelva.

—Sí, señora.

—Gracias.

Dora buscó un cenicero entre el servicio del desayuno, antes de continuar leyendo.

—Va a llover.

—Hum.

Enrique regresó con Joaquín, que nos besó a Dora y a mí.

—Termina de desayunar.

—Vamos a ir a la playa —dijo Joaquín.

—Pero ni mojaros los pies, eh.

—¿Está tu madre en casa, Joaquín? —dijo Dora.

—No lo sé. Papá está durmiendo.

Mientras Enrique acababa su tazón de café con leche, Joaquín se subió a uno de los morris para ver, sobre el hombro de Dora en que se apoyaba, las fotografías de la revista. Por el pinar debía de haberse nublado el cielo también. Leoncio pasó por el jardín, con una azada al brazo. El viento, racheado, sin fuerza, era frío. Movía las hojas de los árboles en intermitentes murmullos. La pregunta de Dora a los niños me hizo volver la cabeza.

—¿Qué cuchicheáis?

Joaquín, de puntillas, con un brazo apoyado en la mesa, tenía su rostro muy cerca del de Enrique, que se limpiaba los labios con la servilleta.

—Nada.

—¿Nada? Es muy feo que los niños murmuren —insistió Dora.

—Es que éste decía —Joaquín me miró— que por qué a las mujeres les crece…

—¡Joaquín!

—Acaba tu pregunta, Joaquín.

—Que ¿por qué? —se señalaba con el pulgar izquierdo los pectorales.

—Lo preguntaba Enrique.

Entonces Dora comenzó a sollozar. Les puse en el jardín, les prometí reunirme con ellos en la playa y traté de tranquilizar a Dora.

—Mujer, es lógico que los chicos pregunten. Por primera vez en su vida se encuentran ante una persona desnuda. No hay por qué hacer aspavientos. Será preferible contestarles de la mejor manera que se nos ocurra.

—¡Yo no hago aspavientos! ¿Es que te parece bien que mis hijos…?

—Dora, por otra parte, no han sido sólo nuestros hijos. Y, mira, Dorita no está allí. ¿Qué quieres que se le haga? A su edad…

—¡Está bien! —chilló entre dos hipidos—. Pero también ha sido mi hijo.

—No desmesures las cosas. Te convendría entretenerte en algo. Llama a Marta o a Asunción. ¿Por qué no te vas de compras al pueblo? Con el día que hace, ni se podrá estar al aire libre. Anda, sí. Podéis comer allí y regresar a la noche, después del cine.

Me miró con los ojos húmedos de lágrimas, antes de levantarse súbitamente y tirar la revista al suelo.

—¡Déjame en paz!

Me senté en uno de los morris, con los periódicos sobre las rodillas, a fumarme un cigarrillo. Los pájaros piaban agudamente, haciendo más amplia la extensión gris del cielo, más allá de los árboles, del tejado de Emilio, de la columna de humo, que debía de nacer donde los naranjales próximos a la aldea. Volví a leer las escasas líneas que daban noticia del hallazgo del cadáver. Por fortuna, el hecho estaba narrado de una manera torpe, sin precisos datos cronológicos ni de lugar. Nada decían de los niños. Las autoridades, naturalmente, habían empezado a investigar el misterioso suceso. Estuve con el periódico abierto, sin leer más, hasta que Leoncio vino a distraerme.

—Bueno, haz lo que quieras. Llama a los albañiles, si crees que es necesario.

—Yo le digo lo que he visto. Y usted puede verlo también, si se molesta en ir a la piscina.

—De acuerdo, llama a los albañiles. Y vacíala antes.

Decidí trabajar un rato, pero Rufi tenía abiertos los ventanales del despacho, las sillas patas arriba, la mesa limpia de papeles. Me detuve en la escalera, al oír a Dora hablar por teléfono. Cuando ya estaba en la calle, recordé que había proyectado ver los desperfectos en los desaguaderos laterales de la piscina.

Las casas estaban cerradas y los jardines solitarios. Un perro, que no pertenecía a nadie de la colonia, trotaba de acera a acera, husmeando en los alcorques. El viento era más fuerte en el sendero. Les vi, agrupados en círculo, como una mancha indistinta y sin relieve en la desolada igualdad de la playa.

—No nos hemos mojado los pies —dijo Joaquín.

—Eso me gusta. ¿Estáis solos?

—Sí —dijo Leles—. Luego va a venir Claudette.

Enrique dirigía la construcción del castillo; obligaba a las niñas a estarse quietas o a traer agua en los cubos de plástico. Joaquín, con las manos sucias de barro, se sentó junto a mí. En el mar, la espuma hervía sobre las crestas de las olas, pequeñas, continuas.

—¿Todas las mujeres son iguales?

—Sí.

Mantuve los brazos apoyados en las rodillas, la vista hacia la lejanía, donde las nubes se habían desgarrado y quedaba una franja azul pálido. Enrique llamó a Joaquín, pero éste no se movió.

—¿Las niñas son mujeres?

—Sí.

—¿Y Leles, Asun, Martita y Dorita?

—Sí, también son mujeres.

—¿Y María Francisca?

—También.

—Pero son distintas.

—Porque son pequeñas. Cuando sean mayores, serán igual.

Vinieron detrás de Enrique y se sentaron, silenciosamente. Joaquín, colocando las manos en la arena, se movió hasta que nuestros cuerpos tropezaron.

—No habéis terminado el castillo —continuaron en silencio, inmóviles—. Yo creo que nos vamos a subir. Hace frío.

—Claudette va a bajar —dijo Martita.

—La buscamos en su casa. O, a lo mejor, la encontramos por el camino.

—Tío Javier dice que vosotras vais a ser iguales.

—Bueno, yo quería preguntarte un par de cosas —dijo José.

—Un momento, por orden. Sin quitarnos la palabra unos a otros.

—Yo no estuve —dijo Leles.

—Ni yo.

—Que se vayan Dorita y Leles —propuso Joaquín.

—Yo no quiero irme. Vete tú.

—Es una conversación entre hombres —dijo José—. Además, no deben estar más que los que la descubrimos, ¿verdad, tío Javier?

—Martita y yo también la descubrimos —dijo Asun.

—Pero es entre hombres.

—¡Papá, yo quiero quedarme!

—Un momento, no hablar todos a la vez. Podéis quedaros, porque no hay ningún secreto.

—José decía que es pecado.

—No, no es pecado. ¿Es pecado encontrarse conchas? Pues lo mismo. Vosotros bajasteis a la playa y visteis a esa pobre chica. No es pecado.

—Pero ¿se puede confesar?

—Te dirán que no es pecado. Una cosa, y ¿si nos subiésemos? Parece que hace un poco de frío.

—No.

—Yo llevo jersey.

—¡Qué va a hacer frío!

—Mira, don Antonio —la mano de Asun señaló hacia los pinos enanos, que limitaban la playa.

—Oye —Joaquín me tiró de la manga de la cazadora—, ¿también doña Pura es igual?

—Sí, hombre, sí. ¡Buenos días! —El brazo de don Antonio ondeó en un saludo—. Deberíamos ir a saludarle.

—Es un pesado.

—Dorita, no digas esas cosas.

—Todo el mundo dice que es un pesado. Tú también —remachó Asun—. Mamá dice que doña Pura la duerme. ¡Fíjate, como si fuese una niña pequeñita!

—¿Todas las mujeres tienen pelo en el cuerpo?

—Oye, un momento.

—Éstos dicen que yo tendré pelo. ¿Es verdad?

—Preguntáis ahora todo —me pasé la mano por la cara—, yo os contesto, y, luego, ya no se vuelve a hablar del asunto. Ni entre vosotros siquiera.

—¿Es un pacto? —dijo Leles.

—Sí, un pacto. ¿De acuerdo?

Con las manos extendidas, juraron en un grito unánime. Don Antonio, que subía por el sendero, volvió la cabeza.

—Pero ¿qué asunto? —dijo Dorita.

—Cállate —ordenó Joaquín—. ¿A que Asun también tendrá pelo, mucho pelo, como esa mujer de ayer?

Asun me escrutaba con una mueca ansiosa. Le acaricié una mejilla y miré nuevamente hacia el sendero.

—¿A qué hora va a bajar la tía Claudette?

—Papá, has dicho que contestarías.

—Es un pacto.

—Pero yo no tendré tanto pelo, ¿verdad?

—Asun, eso no lo sé. Hasta que no seas mayor no puede saberse. Pero pienso que es exactamente igual y que puedes ser tan guapa como lo era esa muchacha. Lo importante es ser estudiosa, por ejemplo. O decir siempre la verdad. O no tener miedo. Lo del pelo es cosa de la naturaleza, que hace todo sin consultarnos.

—Tú tienes pelos en las manos.

—Y papá.

—¿Qué es la naturaleza?

—¡Que os calléis! —dijo José.

—Se nace de una forma u otra. Quiero decir, con la nariz larga o corta, rubios o morenos o castaños —el viento me apagó la cerilla—. O pelirroja, como Martita —las niñas rieron—. Eso es lo que parecemos. Lo que nos ha hecho la naturaleza. Lo que somos, es distinto —encendí el cigarrillo—. Y lo más importante, ¿comprendéis? Sólo vale la pena ser buenos.

—Pero ¿por qué se les abulta el pecho cuando son mayores?

—Para criar a los niños.

—Como las vacas.

—No interrumpas, Enrique. Sí, como las vacas y otros animales. Así, los niños pueden crecer y ser mayores, como vosotros. Todos hemos sido alimentados por nuestras madres.

—María Francisca ya come —dijo Asun.

—Sí, pelargón y papillas.

—El pelargón es bueno.

—Tío Javier, di a las niñas que se callen.

—Anda, sí, estad calladas. Bien, ¿qué más cosas queréis saber?

Se miraron unos a otros. Dorita hundía los pies para correr por la arena, en la que se dejaba caer. Enrique enterró la punta aún humeante de mi cigarrillo.

—Yo quiero saber quién era —dijo Asun.

—Hija, eso lo ignoro. Pero ya nos lo dirán.

—La policía lo descubre todo siempre, ¿verdad?

—Sí, Joaquín.

—Tío Javier —dijo Martita—, si una se muere desnuda, ¿se puede entrar en el cielo?

—Naturalmente que sí. Te mueras como te mueras, puedes ir al cielo. Si has sido buena antes.

—Yo soy buena.

—Me alegro.

—A mí no me pareció guapa —dijo José.

—Sí, lo era. ¿Hay más preguntas? —los chicos denegaron con la cabeza—. Pues, arriba, que se acerca la hora de la comida.

—Tía Claudette prometió bajar.

Corrían delante de mí, se retrasaban, peleaban entre ellos o tiraban piedras a los troncos de los árboles. Desde lo alto del sendero busqué infructuosamente la raya azul entre las nubes acumuladas en el horizonte. Leles me cogió de una mano hasta la primera calle. Enrique y Dorita se fueron a comer con Joaquín. En el comedor, Rufi colocaba los cubiertos.

—No, no vienen los niños. Se quedan en casa del señorito Andrés.

—Pues la señora tampoco. Se fue al pueblo con la señorita Marta.

—¿Ha vuelto Rafael?

—No —dijo Rufi—. Señor, he oído que esta tarde llegará la policía.

Antes del postre, comenzó a llover. La luz decreció, hasta convertir a Rufi, que ordenaba algo en el aparador, en una borrosa mancha contra el espejo.

Me senté en la veranda, con una copa de coñac entre las manos. Casi no veía a través de la lluvia. Aspiré con fuerza el olor de la tierra y de las plantas. Quizá Elena no hubiese llamado porque tendría jaqueca. O quizá a Andrés le hubiera dado charlatana la sobremesa. En todo caso, ya que la policía estaba a punto de llegar, haría mejor en recordar, detalle a detalle, lo sucedido la tarde anterior.